X

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He vuelto a picar... Cada cierto tiempo aparece una película de terror que la crítica eleva a la categoría de “original”, de “distinta”. De “viento fresco del género”. La renovación tantos años perseguida... Y yo, que quiero creer, que en el fondo soy un hombre de fe, la busco ansioso para reengancharme, para salir de esta rutina de amores entre franceses y de comedias entre americanos. ¿Por qué no, me digo, poner una película de terror esta noche?  Además, el terror también tiene su miga existencial, psicoanalítica si me apuran: los miedos profundos, y la barbarie escondida. Los aterrados y los aterradores no dejan de ser seres humanos con sus peculiaridades y sus tormentos. La cosa sexual, y los traumas, y las pedradas como rocas de Yellowstone.

Pero luego te pones en el sofá, o tumbadito en la cama, y nada: es lo mismo de siempre. No ves el hecho diferencial que tanto entusiasmaba a los críticos. No sé: supongo que les pagan por decirlo, o que se dejan llevar por la emoción de una nadería diferente. Quizá les sulibeya que el susto tarde un poco más en llegar, o que la cámara enfoque desde una esquina insospechada, o que las vísceras humanas parezcan más realistas que en otras matanzas del recuerdo. Detalles, en todo caso. Pijadas. Variantes ínfimas de los mismos crímenes perpetrados en la casa del bosque. La soledad amenazante y el silencio de los pájaros. El Cletus de turno que ve demasiados predicadores luteranos por la tele. “El pecado ya está aquí, hermanos...”

Espero que las alabanzas a “X” no vengan por el lado morboso de la película porno que rodaban sus personajes. Eso sería como regresar a los años setenta, a las películas de Esteso y Pajares. ¿Todo este entusiasmo  por un par de tetas? ¿Por un par de un par de tetas? Vamos, hombre... Y que no me digan que “X” está inspirada en “Viernes 13” porque es tal cual “Viernes 13”, parte no sé cuántas. No sale Jason, pero para el caso nos da igual.






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La buena boda

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Si el otro día, en “Las noches de la luna llena”, una mujer afirmaba que ella nunca se enamoraría de alguien que no la correspondiera porque entendía que el amor solo existe si se retroalimenta, hoy, en otra película del mismo Eric Rohmer, otra mujer se enamora perdidamente de un hombre que -para decirlo llanamente- no le hace ni puñetero caso. Ni puto caso, como decíamos en mi barrio.

Estamos, pues, en el contrapunto exacto. En el tormento verdadero del amor, que es el amor unidireccional, el que no recibe respuesta satisfactoria de la persona amada. Solo cortesías y evasivas al teléfono. Un amor que no entra en “feedback”, como dicen ahora los ponentes en los cursillos. El amor que en el culo rebota y en tu cara explota, que también decíamos en el barrio.

La buena boda no es una boda real, sino la que Sabine, enamorada de Edmond tras solo un par de conversaciones, ya planea con todo lujo de detalles. Y no solo la boda, sino la vida marital, con ella convertida en un ama de casa tradicional, a contracorriente de los tiempos. Sus amigas se escandalizan, y la tachan de neoconservadora, de contraria el feminismo. Pero Sabine, en un argumento sorprendente, quizá más feminista que ninguna, les razona que lo mismo da ser esclava de un marido que de un empresario que la explote. Que la esclavitud es el destino último e insoslayable hasta que no llegue la revolución proletaria. O sea, que no habrá feminismo sin socialismo, y viceversa.

Sabine es una mujer extraña, ensimismada, ciega a las señales evidentes. Tiene, además, una amiga medio boba que la anima a perseverar cuando es obvio que el tal Edmond no está por la labor. Se dan todos los ingredientes necesarios para una tragedia morrocotuda si no fuera porque Sabine tiene una capacidad envidiable para engañarse a sí misma. Un ego más alto que la torre Eiffel, y más extenso que los viñedos de Burdeos. Capaz de construir todo tipo de castillos en el aire: los negativos y los positivos. Una desnortada de manual. Un caso clínico.




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Las noches de la luna llena

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“Quien tiene dos mujeres pierde el alma; quien tiene dos casas pierde la razón”.

Este es el proverbio -seguramente inventado por el propio Rohmer- que sale sobreimpresionado al inicio de la película. Y que explica, y hasta cierto punto anticipa, lo que vamos a ver a continuación. Porque es cierto que hay un hombre que juega con dos mujeres, y una mujer que juega con dos hombres, pero luego nadie pierde el alma en realidad. Estamos hablando del amor entre gente muy exclusiva de París, y aquí nadie sale mortalmente herido de los lances. Nadie, en verdad, salió nunca moribundo de una película de Eric Rohmer. Las suyas siempre son penas de amor que se comen con pan de baguette recién horneado, y por eso duelen mucho menos en los corazones.

Además, en “Las noches de la luna llena”, los amantes todavía son jóvenes y dicharacheros, y la pérdida del amor solo es un contratiempo asumible, un traspiés en la larga carrera de los corazones. Todo se acepta con resignación y deportividad, estrechándole la mano al ex amante, aunque muchos pensemos que quien tiene dos mujeres -simultáneas-, como quien tiene dos hombres -simultáneos-, no es que pierda el alma, sino que pierde la honorabilidad. Y hasta la decencia.

La segunda parte del proverbio dice que quien tiene dos casas pierde la razón. Sobre todo si una es para vivir con el amante y la otra es para descansar de su presencia, como hace Louise en la película. No por trabajo, ni por obligación, sino porque sí, porque la cosa no está clara, y porque la soledad le es igual de apetecible. En esa tesitura hay que escindir en dos el vestuario, la ropa de aseo, la montonera de libros... Hasta el menaje de cocina. Hay que dividir el tiempo y las atenciones. Un día te levantas en una habitación y mañana te levantas en otra. Dos rutinas. Una mente que se escinde. “Quien tiene dos casas pierde la razón...”. Aunque luego, en la película, tampoco suceda realmente así. Son las cosas de Eric Rohmer.






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Hacks. Temporada 2

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Escribí esto hace apenas cuatro meses, rematando la primera temporada de “Hacks”:

“Los personajes secundarios, ay, amenazan poco a poco con hacerse con el timón. “El capitán salió a comer y los marineros tomaron el barco” era el título de los diarios de Charles Bukowski. Espero que Ava y Deborah no tarden demasiado en volver del restaurante.”

Pero Ava y Deborah no han vuelto todavía. Y ya vamos por el tercer episodio de la segunda temporada. Y yo quiero abandonar el barco... Que la showrunner me acerque a puerto, o que me deje una chalupa para remar. Me da igual. Me aburro como una ostra. Ya no río, ni sonrío. La comedia que yo tanto recomendaba ha degenerado en vodevil. Ahora hay una loca al timón, un intrascendente a los mandos y una petarda que escribe en el cuaderno de bitácora. La marinería ha perdido el rumbo por completo en el Mar de los Guiones.

Ava y Deborah siguen saliendo, claro, pero les han recortado los minutos, y además bailan al son ridículo que tocan los demás. Están en cuerpo, pero ya no en espíritu. Será cuestión de audiencias, de targets, de rollos... Sea como sea, yo no lo entiendo. La serie eran ellas dos peleándose por un chiste, fustigándose con la lengua, lanzándose dardos maliciosos... El choque generacional. Ellas construían su comedia como recomendaba el abuelo Marx en “El Capital y la carcajada”: plantear una tesis, luego una antítesis y alcanzar luego una síntesis que haga reír al respetable. La tesis era una chica joven, bisexual, nativa tecnológica, completamente refractaria a los cantos del lujo y del derroche. La antítesis era una señorona casi victoriana, heterosexual, ignorante de los píxeles, completamente agarrada al lujo y al derroche. De ahí, de esa intersección explosiva, de ese ni contigo ni sin mí, salían unas perlas que en esta segunda temporada, ahora que vamos a la deriva, tan lejos de las costas de las ostras, ya solo son recuerdos de cuando comenzaba la primavera.




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El cuaderno de Tomy

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En los viejos cuestionarios de las revistas se preguntaba a los lectores por la salud, el dinero y el amor. Pero aunque las matemáticas sean complejas, y difíciles de resolver, en realidad la salud siempre ha sido la incógnita principal. Si hay amor, casi todo se cura; y si hay salud, ya sonríes de otra manera, y hasta te enamoras, o se enamoran, de otro modo. El dinero también ayuda a tener mejor salud y mejores oportunidades. O no: puede que el dinero atraiga el exceso y el mal fario. Es complicado. Es una trigonometría abigarrada de cosenos y tangentes. Algebra pura. Pero la salud es lo que cuenta. Siempre. En último término.

Lo que pasa es que solemos darla por hecha y por eso la rebajamos de categoría. La salud es como respirar, como poner un pie delante de otro para caminar. No nos damos cuenta y por eso no lo valoramos. Pero es la hostia. Lo es todo. Basta con entrar en un hospital -aunque sea de acompañante, como hice yo hace tres días- para que de pronto se altere la escaleta de preocupaciones. Enfilas el primer pasillo y ya estás haciendo recuento de tus órganos vitales, a ver cómo los sientes, cómo los has sentido en estas últimas semanas. Atareado en el trabajo y en el amor hacía tiempo que no les dedicabas ni un solo pensamiento. Si acaso, al corazón de las poesías, y al engrosamiento de tus cataplines, cuando en el curro te vienen con zarandajas

Y eso, ya digo, si entras en el hospital de mero acompañante. Qué órganos no recontará quien entra -como era el caso de mi familiar- a ser operado de una cuestión menor, de gravedad relativa, pero con esos focos del quirófano que se encienden sobre tu cabeza como ovnis que acojonan.


Qué no pensará, al borde del abismo, quien va a morirse ya sin remisión, como María Vázquez en la película. Como María Vázquez en la vida real. Esa lucidez tenebrosa... Y aun así, qué complicado es todo. Porque qué diría ella si un genio maligno le propusiera no volver a ver su marido y a su hijo a cambio de su cura.





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Chavalas

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-          Sí, buenas noches, dígame...

-          Buenas noches, Carlos. Enhorabuena por el programa.

-          Muchas gracias.

-          Quería preguntarte por unas películas, a ver qué te parecen...

-          Vamos allá... (tono de resignación)

-          La primera es “Desaparecido en combate II”. Me la ha recomendado un amigo. ¿Tú qué opinas?

-          Pues que deberías cambiar de amigo...


Este diálogo se repetía cada noche en “Polvo de estrellas” de Antena 3 radio, el programa de Carlos Pumares que venía tras las peroratas nocturnas de José María García. Y hoy, recordándolo, mientras veía “Chavalas” en Movistar, he considerado muy seriamente cambiar al amigo que me la recomendó. No cambiarlo exactamente, porque le quiero mucho, pero sí hacer oídos sordos de ciertas recomendaciones suyas que ya nacen sospechosas. ¿Qué tenemos nosotros en común con estas chavalas del barrio barcelonés que ni siquiera son chavalas, sino más bien mujeres hechas y derechas, o retorcidas? Pues nada. Pero también es cierto que no tenemos nada en común con los marines en Vietnam, o con los ricachones de Manhattan, y sin embargo vemos las películas que los retratan.

Y entre eso, y que el amigo insistía con eso, con insistencia, pues yo fui y le hice caso.

Al principio sale Vicky Luengo con otro papel rotundo de los suyos: tan guapa y tan dura, tan seductora y tan borde. Y te animas... Pero luego... Esto lo podría haber rodado yo si tuviera los conocimientos técnicos de una cámara. “Chavalas” es un pastelón suburbial que termina, eso sí, con una de las frases del año: “La chica puede salir del barrio, pero no el barrio de la chica”. Y es cierto. Yo, por ejemplo, aunque viva lejos, nunca he salido del barrio donde escuchaba el programa de Carlos Pumares en las madrugadas de mi adolescencia.



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Tokyo Vice

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En realidad, “Tokyo Vice” venía resumida en la inmortal canción de los “No me pises que llevo chanclas”. El primer verso ya habla de un amigo que “ma invitao a que me vaya con eeu, de vacasione, ar Japòn”, y no es muy difícil adivinar que el tal amigo es Jake Adelstein, el periodista de raza, el reportero indómito, que no logró convencer al vocalista del grupo y al final se fue él solito en el vuelo directo Sevilla-Tokyo que venía de Missouri.

En Japón, en efecto, como anticipaban los pioneros del agropop, la gente come cosas muy raras, muy raras, y “no te conocen a ti ni saben hablar como tú”. O sea, que te quedas lost in traslation perdido, como les pasaba a Scarlett Johansson y a Bill Murray en la otra película. Jake Adelstein, sin embargo, se libró de tales choques culturales porque él aterrizó en el Aeropuerto Internacional empollado de la filología del lenguaje: konichiguá, y arigató.

La otra canción del pop español que ya nos anticipó los acontecimientos descritos en “Tokyo Vice” es, por supuesto, “Japón”, de Mecano, donde a ritmo industrial y machacón, como de Charles Chaplin apretando tornillos, se nos recordaba que los japoneses son más de un billón donde nace el sol, y que básicamente no paran de trabajar y de producir. Quizá porque no son rubios ni altos, más bien tipo reloj, y en un metro caben dos. O eso cantaba, al menos, Ana Torroja, arrimándose un poco al racismo descriptivo.

Y de ahí, de la rebelión contra esa existencia tan rentable como miserable, surge precisamente la Yakuza, que es un grupo de holgazanes epicúreos y algo sociópatas que prefieren embolsarse la plusvalía de los obreros antes de que se la embolse el empresario que los explota. Para sus fines lucrativos, los yakuza utilizan el recurso primario de la amenaza y la extorsión, pero siempre armados con ferrallas que no llegan ni a katanas de Quentin Tarantino. La Yakuza acojona mucho por los tatuajes y por los rostros inescrutables, pero donde esté un gordo de New Jersey con su Beretta, o un siciliano cejijunto con su lupara, que se quiten estos matones de los ritos indescifrables.





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Better Call Saul. Temporada 6.

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Lo que me pasa con “Better Call Saul” no me pasa con ninguna otra serie del santoral cristiano: que me deslumbra, y me llena de gozo, pero muchas veces no entiendo lo que me cuenta. Supongo que ese es el milagro de la religión, tan parecido al milagro del amor. Y yo vivo enamorado de “Better Call Saul”. El misterio y la fascinación. Quizá si la entendiera del todo dejaría de interesarme y migraría a otras costas para pasar la primavera.

La precuela de “Breaking Bad” consigue que se pasen los minutos como palomitas de maíz. Pero me pierdo con más frecuencia de la debida, incluso teniendo en cuenta mi edad, y mis ánimos fluctuantes entre la placidez de quien dormita y la agitación de quien se preocupa. Muchas veces no sé qué motivos empujan a los personajes más allá de la trama básica de los abogados corruptos y los psicópatas mexicanos. Entre una temporada y otra pasa demasiado tiempo, y Vince Gilligan y Peter Gould tampoco se paran a explicar dos veces la misma cosa. En eso son como los maestros que yo tenía en los Maristas, que jamás repasaban una lección. “El que no siga el ritmo, que se joda, o que cambie de colegio”: ése era el lema pedagógico del beato -ahora ya santo- Marcelino Champagnat.

Gilligan y Gould valoran tanto la inteligencia de sus espectadores que a veces se pasan de listos y nos creen más capaces de lo que somos. O quizá, simplemente, es que yo ya no pertenezco a su grey. Que no estoy preparado para seguir series tan exigentes como esta, que requieren una atención de feligrés y una memoria de elefante. Pero da igual, ya digo: las cinco estrellas de cada temporada vienen pactadas en un contrato confidencial. Solo por esos prólogos de cada episodio y por esos ángulos imposibles de la cámara ya merecen la pena las sentadas en el sofá. Y Jimmy, claro... Y su chica...  ¿Que la parte contratante de la primera parte ahora es la parte subcontratante de la segunda parte? Qué más da. Después de todo, ya sabemos dónde termina todo esto: en el principio de incertidumbre de Heisenberg.





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