Elvis

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T. y yo nos pusimos a ver “Elvis” sin que en realidad nos interesara demasiado la figura de Elvis Presley. T. porque siempre fue una roquera que prefiere a tipos inquietantes que hacen ruido de cojones, y yo porque nací lejos de Tennessee y el duende del rockabilly pasó de largo por mi cuna de bebé. Pero al final, enfrentados a la decisión binaria, nos pudo la cinefilia y la curiosidad, que son dos fuerzas muy poderosas que terminan por atornillar nuestros culos a los sofás.

En la primera hora de película, nuestros culos se quedaron así, más bien estáticos, acomodados a los valles y montañas del relleno removido. Baz Luhrmann asesina todos sus planos cuando apenas tienen cinco segundos de vida, e incluso menos, y el ritmo le sale frenético y muy marca de la casa. Pero Elvis, en esos compases iniciales, todavía no es el Elvis desatado que se pone ciego a pastillas y lo da todo sobre el escenario. Todavía no es Homer Simpson al volante del su camión, tomando pastillas para no dormirse y píldoras para coger un rato el sueñecito. En esta primera parte de la película, la estrella de la función es su representante, el “Coronel” Tom Parker, al que han puesto nariz de buitre pero cara de Tom Hanks para jugar un poco al despiste. Y el resultado es inquietante...

T. y yo asistíamos a la función interesados pero no seducidos. Si cambiábamos de postura era porque nos crujían las cervicales, o porque no encontrábamos acomodo para las piernas. Nada que dependiera de lo que íbamos viendo sobre la pantalla. Pero cuando Elvis ya se viste de Elvis sobre el escenario de Las Vegas, los cuatro pies empezaron a moverse, y las dos piernas a buscar soluciones musicales, y al pronto nuestras pelvis  ya se descubrieron entregadas a la causa, independizadas de nuestro previo desinterés. Porque la música se nos pegaba, y el ritmo se imponía, y Elvis -atrapado en su jaula de oro- empezaba a conmovernos. La película pasa de puntillas sobre sus muchos pecados capitales y eso también ayuda a empatizar con el personaje.




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Una pistola en cada mano

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Yo tuve un amigo que de chaval, cuando veíamos el porno clandestino, se excitaba tanto que mientras se acariciaba el bulto del pantalón exclamaba, con un tono de chiste y de gran drama personal a la vez: "¡Dios, quién pudiera tener dos pollas...!" Como si la única que le fue otorgada por Yahvé no le bastara para dar salida a tanto deseo. Como si le superara el número de mujeres que veía en pantalla, o le sobrepasara la temperatura de una caldera interior que necesitaba dos válvulas para aliviar tanta presión acumulada.

    He recordado a mi amigo mientras veía “Una pistola en cada mano”, que es el retrato de varios cuarentones que viven un poco así, con dos pollas asomando por la bragueta. Una es la polla real, con la que cometen sus infidelidades o santifican el lecho conyugal según como vengan los aires del Mediterráneo. Y la otra es la polla virtual, con la que fantasean sus peripecias en paralelo, proezas de machos que merecen un galardón del folleteo.

    Mi amigo de la adolescencia se hubiera alegrado de saber que los hombres -aunque sea de un modo metafórico- sí venimos al mundo con dos pollas disponibles. Y también con dos inteligencias, y con dos de casi todo, como decía Javier Bardem en “Huevos de oro”. La primera inteligencia es la práctica, que nos ayuda a ubicarnos en el mapa y nos permite hacer cálculos aritméticos. Y la segunda es la inteligencia emocional, esa que ni siquiera sabíamos que existía hasta que un buen día la descubrimos leyendo los suplementos del periódico. Por eso somos tan torpes con ella, y por eso las mujeres nos dan mil vueltas en su manejo. Ellas sabían de su existencia desde los tiempos de Maricastaña y no nos dijeron nada del asunto... 

Es por eso que en el mundo real, como en el mundo de la película, los hombres siempre quedamos un poco ridículos cuando hablamos de sentimientos. Balbuceamos, dudamos, nos contradecimos. Se nos ve poco sueltos, poco cómodos, como si hiciéramos pinitos en un idioma desconocido. Pero últimamente lo estamos intentando, y nos esforzamos, y hay mujeres que eso lo valoran mucho. Toca perseverar.




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El turista accidental

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El turista accidental… Casi estoy por ponérmelo de epitafio cuando llegue la hora. Porque yo no soy más que eso: un turista accidental. Un azar de la biología, un armazón de proteínas, una consciencia medio consciente de andar por el mundo. Uno que va de enterado y no se entera de nada. Siempre de paso y rascándose el cogote. Eso: un turista.

    ¿Pero qué somos todos, en realidad, sino turistas paseados en autobús que lo ven todo deprisa y corriendo, malentendiendo, o entendiendo a medias, lost in traslation perdidos, hasta que te devuelven al hotel y apagan la luz de la habitación? Los poetas se tiran mucho el rollo definiendo la vida, pero vivir, en realidad, sólo es eso, hacer turismo. Eso sí: hay viajes de mierda y experiencias de ensueño; pesadillas en alta mar y lunas de miel inolvidables. Pero todo pasa y nada queda. La vida es una excursión con fecha de salida y fecha de regreso. Y recuerdos en las fotografías.

De todos modos, “El turista accidental” no va de esto. Va de un hombre que se dedica a escribir guías de viaje para la gente que odia viajar. Gente que cuando está en el avión sueña con estar en su sofá, para compensar a todos los que sueñan con volar cuando están en su sofá. Un flujo universal y equilibrado de los deseos.

Macon, aunque ejerza de guía de los viajeros, va por la vida como casi todos, más maleta que persona, dejándose llevar por los acontecimientos. Antes de perder a su hijo quizá era un hombre más jovial y atrevido, pero uno sospecha que nadie cambia en realidad y que los azares de la vida sólo le han ido quitando y poniendo disfraces.

    Macon se divorcia. Macon no es ningún chollo. Macon es un misántropo de libro, inteligente pero distante. Todo rebota en sus ojos azules y enigmáticos. Su pachorra puede resultar molesta e incluso irritante. Pero Muriel, Muriel Pritchett, “esa extraña mujer”, ve algo en élque nadie más podría vislumbrar. Y ella no está de turismo por Baltimore: ella está de safari y sabe bien lo que quiere. Puede que esté como una regadera, pero también puede que sea una mujer maravillosa. Las dos cosas a la vez. Un viaje de descubrimiento para Macon.







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Un pequeño plan... cómo salvar el planeta

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Tener un hijo superdotado puede ser una bendición de los cielos, pero también una china clavada en el zapato. Si el hijo te sale del tipo práctico, de los que construyen cacharros en garajes o invierten sabiamente en la bolsa de Nueva York, la criatura, puede retirarte del trabajo antes de que te jubiles a los 65, y no solo eso: puede regalarte la casa que siempre soñaste junto al mar, y hacer viajes esporádicos por aquí y por allá, para conocer el mundo que nunca conociste cuando currabas sin parar. Una ganancia máxima, tras una inversión mínima de un óvulo más un espermatozoide. Y la satisfacción, además, de tener un hijo más majo que las pesetas, y más listo que todos sus primos y que todos sus compañeros de clase.

Pero hay superdotados que a veces te salen como este chaval de la película, el tal Joseph, que con sus 13 años es un admirador de Greta Thunberg que lo vuelca todo en el idealismo, en la salvación del planeta, dejándote más o menos como estabas. E incluso peor, porque para financiar sus proyectos de iluminado precoz, Joseph es capaz de vender tus bienes a tus espaldas, lo más preciado del hogar, armado de una conexión a internet y de un desparpajo impropio para la edad.

Una buena mañana, los padres de Joseph -que son dos pijos de cuidado, por cierto, y que merecen sobradamente este desfalco- descubren que el chaval les ha vendido los pelucos, las joyas, los adornos carísimos e inservibles... Incluso los vinos cubiertos de polvo que ellos guardaban en la bodega. Todo eso que roban los asaltantes en los chalets de lujo y que tú siempre piensas: “Pues mira: que les den por el culo”.

Tener un hijo superdotado de esta categoría puede estar muy bien para clarificar algunos conceptos y limpiar un poco la conciencia, pero nada más. No te va a sacar de la pobreza, y tampoco te va a solucionar ningún enredo medioambiental. El planeta, queridos niños, y queridas niñas, está condenado. Solo es cuestión de tiempo. Lo único coherente que se dice en la película es que habría que exterminar a media humanidad para solucionar el problema. Se buscan voluntarios. 




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Breaking Bad. Temporada 5

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“Breaking Bad” no habría terminado como el rosario de la aurora si Walter hubiera sido un padre que se lo pule todo en cachondeos y solo deja las migajas para que la familia tire mes a mes, sin preocuparse por el futuro. Un Walter White más jaranero habría protagonizado otra serie muy diferente: quizá un dramón de sobremesa, puede que turco o venezolano, en el que la mujer está hasta los ovarios de sus despilfarros y decide ponerle los cuernos con el compañero más salado de la oficina, mientras que el hijo con parálisis cerebral, allá en el instituto de Ankara o de Maracaibo, duda entre ser un muchacho virtuoso y alejarse de su influencia, o seguir los pasos de su padre para que dentro de unos años, cuando le venga el cáncer o la cirrosis, tengan que quitarle con fórceps lo bailado.

Pero gracias a que Walt Whitman -perdón, Walter White- era un padre responsable que quería legar muchos millones antes de morirse, nosotros hemos disfrutado como enanos de esta serie que ya es patrimonio cultural y calcio de nuestros huesos. Hubo, incluso, quienes se compraron camisetas con la imagen de Heisenberg frunciendo el ceño y oteando el horizonte de los desiertos. Yo mismo, recuerdo, lo tuve algún tiempo de fondo de pantalla, como si Willy Wonka -perdón otra vez, Walter White- fuera un héroe de la voluntad o algo parecido. Ahora mismo, después de ver la serie por tercera vez, siento un poco de vergüenza por aquella concesión a su mitología. 

A veces se nos olvida que el título de la serie, traducido al román paladino, es “Volviéndose malo”, “O tomando el camino equivocado”. La gente, en las tertulias de la seriefilia,  todavía debate si Walter White es un héroe trágico zarandeado por las olas o un genio del mal que vivía embotellado en su apariencia de pusilánime. No sé... Yo estoy cada día más convencido de lo segundo. Cada vez que repaso la serie me parece un personaje más imperdonable e hijoputesco. Pero ojo, no solo Walter White. El orgullo cerril anida en cada uno de nosotros, esperando su oportunidad. Y un orgullo desatado es una fuerza indomable de la naturaleza.




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El perfume

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En “El protegido”, aquella película de M. Night Shyamalan, aprendimos que las capacidades humanas están distribuidas estadísticamente en forma campana de Gauss. Si en un extremo vivía Samuel L. Jackson con sus huesos de cristal -que lo soplabas y se partía- en el otro vivía Bruce Willis con sus huesos de hormigón -que lo metías en un accidente de tren y salía como único superviviente. A cada minusválido, decía Shyamalan, le correspondía un superhéroe de acción para que la suma total de las capacidades siguiera siendo 0 y se mantuviera el equilibrio energético del universo.

He recordado esto porque viendo “El perfume” he encontrado a mi superhéroe olfativo, Jean-Baptiste Grenouille, ese personaje de cuento que compensa las graves limitaciones de mi pituitaria. Porque yo, entre que tengo el tabique nasal desviado, y que el bulbo olfativo lo tengo alquilado para almacenar nombres de futbolistas y títulos de películas, tengo que acercarme mucho para captar el aroma de las cosas más bellas del mundo: las flores de La Pedanía, y un buen potaje de cuchara, y el cuello estirado de T… También es verdad que gracias a esta limitación yo me libro de la hediondez que a otros les satura y les pone de mal humor, pero yo preferiría oler como Dios manda, como está prescrito para nuestra especie animal, y no verme relegado a este extremo de la campana donde la vida no tiene ningún sentido cuando hablamos de filosofía, y solo tiene cuatro sentidos y medio cuando hablamos de biología.

“El perfume”, no sé por qué, es una película que se había escapado de mi radar. Quizá en su día desconfié, o sentí que recordaba demasiado bien la novela. Craso error… La película es magnífica, espeluznante, con una rara poesía que hoy no sería admisible entre los ofendidos y los bien pensantes. “El perfume” se la debo a T., que me hizo la recomendación, y que tiene, por cierto, una pituitaria también muy evolucionada, emparentada lejanamente -eso espero, lejanamente- con la de Grenouille.





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Dos hombres y medio. Temporada 7

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Lo cierto es que antes tenían más gracia, cuando eran dos hombres y medio de verdad y el niño no entendía los afanes sexuales de sus mayores. Ni sus melopeas habituales, cuando el sexo se arruinaba y solo quedaba la desolación etílica de los cuarentones. Alrededor de Jake, en los tiempos gloriosos de la serie, los personajes hablaban en metáforas, en floripondios muy divertidos sobre el amarse y el quererse. Eran los tiempos en los que el tío Charlie dormía con “amiguitas” y papá era un hombre asexuado que tarde o temprano volvería con mamá. Era, también, la infancia feliz en la que Berta era una pariente lejana de Mary Poppins con el único defecto de comer demasiadas hamburguesas en los descansos.

Antes de la séptima temporada tuvo que ser un descojono trabajar de guionista para la serie, practicando la autocensura cuando llegaban las masturbaciones o las prostitutas, las borracheras o las pornografías. Se tenían que oír las carcajadas desde el otro lado del valle cuando estos tipos se reunían para hablar de guarrerías sin que nada pudiera verse o decirse en los fotogramas. Pero ahora, con Jake ya convertido en un hombre -porque cumplidos los catorce años ya es un homínido con todas las de la ley,  obsesionado con el sexo y con poner en riesgo su salud- el lenguaje de “Dos hombres y medio” ha pasado a ser directo, sin filtros, como de conversación de hombres en la barra del bar. Ahora los personajes ya dicen follar, y paja, y condón, y “se me puso tiesa”, y “jodó, vaya que si me la tiraría...”, y a mí, que no me escandalizan estas expresiones que yo mismo utilizo en los contextos más cavernarios de la semana, me entra un no sé qué de nostalgia literaria. De inocencia perdida del niño Jake, y quizá también de mi propio hijo cuando creció.

De todos modos, nunca está de más perderse en los episodios de “Dos hombres y medio” -ideales mientras se friegan los cacharros o se barre la cocina- para recordar que los machos de la especie somos sexo y poco más. Tan simples como un pirulí; tan predecibles como la tabla del 1. Lo otro – lo de hacernos los intelectuales o los interesantes- también es un ejercicio de literatura. 








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El caso Figo

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Al terminar de ver el documental, leo con sorpresa que Luis Figo jugó en el Madrid los mismos años que en el F. C. Barcelona: cinco. Confieso que no recordaba ese dato, siendo yo tan futbolero y tan merengón. Pero es que para mí, el paso de Luis Figo por el Madrid fue una nebulosa y una farsa futbolística. Puede que hasta un engaño. A veces pienso que nos lo vendieron medio lesionado, o medio fatigado ya de la vida futbolística. Luis estaba casado con la mujer más bella del mundo, y eso, quieras o no, te altera un poco el orden de prioridades.

A veces creo que Luis Figo -el mismo que nos llamó “llorones” desde un palco ceremonial- nunca llegó a enfundarse nuestra camiseta. De esos cinco años vestido de blanco no queda ninguna jugada memorable, ninguna gloria individual. Nada como el escorzo de Zidane, o como los zambombazos de Roberto Carlos. O como las pillerías de Raúl, nuestro Raulito. Nada. Figo rindió, sí, pero a medio gas, para que no se notara mucho su quintacolumnismo. Figo vino al Madrid sin pretenderlo, obligado por el pesetero de su representante. Y acuciado, también, por su propia pesetería, por mucho que él jure que lo que necesitaba era “amor y reconocimiento” por parte de la directiva del Barcelona. All you need is love, no te jode... Hoy diríamos que Figo es un eurero, aunque yo nunca haya escuchado esa expresión. Me la apropio, en caso de tal. Digamos que Figo fue un mercenario del balón, quizá el más famoso de todos los conocidos. Su fichaje fue el acontecimiento más sonado del año 2000, mucho más que la llegada del milenio mismo o que el miedo a que se escoñaran nuestros ordenadores.

“El caso Luis Figo” es un documental para los futboleros ya talluditos que recordamos con pasmo todo lo que entonces sucedió. Por mucho que lo veamos jamás terminaremos de creerlo. Pero también es un recordatorio shakesperiano de dos verdades humanas como puños: la primera, que nadie dice la verdad; la segunda, que donde hay mucho odio hubo mucho amor.


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