La chaqueta metálica

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Recuerdo, como una puñalada en el alma, que fue José María Aznar -el famoso “Ánsar” que hablaba en americano impostado y ponía los pies sobre la mesa- el tipejo que finalmente nos quitó el servicio militar. Supongo que lo haría por razones económicas, a él que tanto le iban las marchas militares y que lo mismo se apuntaba a matar moros en Asia que a invadir la isla de Perejil para que los generales tuvieran un entretenimiento y le pegaran cuatro tiros a las gaviotas. Manda cojones que la mili -la puta mili que dibujaba Ivá en “El Jueves”- tuviera que retirarla un tipo con la camisa nueva que Ana Botella le bordaba en rojo, y ayer. Él, manda cojones, él, el hombre con la sonrisa de hiena y el bigote de fascista, y no nuestros queridos muchachos del socialismo, siempre más pendientes de pegar pelotazos y de inaugurar fastos modernizantes. 

Aquel gesto de Ánsar fue una victoria, pero también una vergüenza para el sector no beligerante de este país: la España pacifista, ilustrada, que veía aquella instrucción con los sargentos chusqueros como una estupidez propia de los tiempos medievales. Un servicio a la patria -la patria de los curas, claro, de los terratenientes, de los banqueros, de los altos ejecutivos del IBEX 35- que te partía la vida por la mitad y además te rebajaba como persona. Que te hacía descender de la categoría de hombre a simio de la selva “nasío pa’ matá”. 

Yo, por fortuna, me libré de todo aquello. Primero porque pedí prórrogas de estudio y luego porque me hice objetor de conciencia. No tenía otro remedio. Enfrentado al salto de potro, a la escalada de cuerdas, a la limpieza exhaustiva de mi Cetme de combate, yo hubiera sido la versión española del recluta Patoso. Primero por naturaleza, y luego porque si me gritan, si me achuchan, ya no soy persona. Je suis el recluta Patoso y entiendo su turbación.

Al final, cuando ya me tocaba servir de bibliotecario en la Universidad, me llegó una carta diciendo que me daban por liberado. Por inútil total, incluso para desempeñar un servicio a la comunidad. Fue un aguijón en mi autoestima, pero una suerte del copón. Nunca tuve que sufrir a ningún héroe de pacotilla gritándome al oído, ni cagándose en mi madre.



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Upon Entry

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Me puse a ver la película pensando: “Bah, la miro veinte minutos mientras como y luego ya la retomo tras la siesta...” Pero me jodió la siesta, la puñetera película. Ya no pude desengancharme. Cuando quise pegar la cabezadita, a horas ya intempestivas, tenía al perrete encima de las piernas suplicándome el paseo. El perro y las películas...

Al principio parece que han rodado “Upon Entry” para quitarte las ganas de viajar a Estados Unidos. Una campaña quizá subvencionada por el propio gobierno americano para descongestionar los aeropuertos y evitar que se les cuele algún terrorista. Todos conocemos algún famoso de Telecinco o algún primo del pueblo que aterrizó allí tan campante y fue conducido a unas oficinas medio mazmórricas donde le auscultaron hasta el blanco del ojete, simplemente por tener la tez oscura, o por tartamudear en el interrogatorio, o por haber leído las obras completas de Lenin, que ya todo lo canta el ordenador. 

Yo mismo, por ejemplo, creo que no podría entrar nunca en los Estados Unidos. Y mira que me gustaría conocer Nueva York, y California, que son mi segunda patria de las películas. Casi he pasado más tiempo en esos lugares que en mi casa, aunque sea de un modo virtual. Pero viendo “Upon Entry” he descubierto que los policías de aduana, cuando se ponen farrucos, te preguntan por tu nickname en las redes sociales, supongo que para comprobar que no fabricas bombas caseras o no deseas el triunfo global del socialismo. Y yo, en eso último, soy hombre muerto. O mejor dicho: deportado. 

Lo aviso por si alguna bella señorita -de esas tan sospechosas que pululan por internet- cree que podría liarme para entrar en el sorteo anual de la Green Card. Porque la película, superado el parecido inicial a “El Proceso” de Kafka, va de eso: del amor globalizado. De la crisis de la pareja en el siglo XXI. Del límite difuso que a veces separa el amor de la conveniencia. De que en realidad nadie conoce a nadie; ni siquiera los enamorados que cruzan el charco para empezar una nueva vida.






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Sospecha

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“Piensa mal y acertarás”, dice el refrán de los castellanos. Y yo, que soy nacido en León, y por tanto enemigo fronterizo de esos imperialistas, tengo que reconocer que lo he aplicado muchas veces en mis devaneos sociales y amorosos. Lo que pasa es que "piensa mal y acertarás" es un pensamiento muy tentador, muy de misántropo vocacional, y cada vez que acierto en el pronóstico me olvido de que la vez anterior me había equivocado. La memoria es muy selectiva y solo retiene lo que nos interesa, mientras que lo otro lo entierra, o lo deforma, o lo subvierte. 

Dicen los psicólogos, además, que predisponiéndonos a ser engañados o traicionados, atraemos con más facilidad el engaño y a la traición. Como indios bailando en la pradera para que se formen las nubes y descarguen sobre él. 

Pero no, ya basta. Con esta medio madurez recién adquirida –y que no sé cuántos meses escasos habrá de durarme- ha llegado el momento de  afirmar que “piensa mal y acertarás” es una sabiduría coja, imperfecta, con tantas excepciones que ya es difícil sostener que sea realmente una sabiduría. Como eso de que “a quien madruga Dios le ayuda...”. Habría que preguntárselo a los currelas que cogen los trenes de cercanías a las seis de la mañana para ganar esos sueldos de mierda que apenas los mantienen a flote.

En “Sospecha”, Joan Fontaine no sabe nada de refranes castellanos. Ella es una anglosajona muy hermosa con trazas de ascendientes franchutes. Nuestros dichos ancestrales, o no los conoce, o no le interesan para nada.  Le parecerían barbarismos de los ibéricos. Sin embargo, empujada por las circunstancias, ella también piensa muy mal de su marido, ese guaperas interpretado por Cary Grant que es incapaz de ganar un duro honradamente y todo lo fía a las apuestas y a los negocios oscuros para seguir manteniendo su tren de vida en la campiña. 

- Seguro que es un hijoputa, pero es tan guapo que me lo follo -piensa Joan Fontaine todas las noches antes de conciliar el sueño.

Hasta que un día, en una fiesta con los amigos, él se muestra muy interesado en conocer un veneno que no deje huella en los cadáveres... 



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Cites. Temporada 1

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En el año 2015, cuando se estrenó “Cites” en la televisión de Cataluña, todavía no estaba muy bien visto esto de ligar por internet.  No al menos en la España Vaciada. Lo sé porque yo me apunté a finales del año 2016 y me acuerdo de cómo me miraron los amigos cuando les dije que me había suscrito a Tinder, y a Meetic, y a la Virgen de la Encina, patrona de estos lugares, a ver si obraba el milagro de un arrejuntamiento. 

Me llamaron de todo, y me insinuaron de todo, y ya recompuestos del patatús, me dijeron que era mucho mejor probar con el método clásico: comparecer a las tantas de la mañana en los últimos bares del lugar, copa en mano y camisa abierta, a ver si algún resto de la madrugada se avenía a empezar una historia de amor tan corta como la noche o tan larga como la vida. Pero como yo soy muy tímido y además no tengo pecho lobo para presumir, decidí quedarme en las aplicaciones y esperar. El primer amor tardó mucho en llegar porque uno vale lo que vale -más bien poco- y porque además el valle de La Pedanía es tierra de paganos, dura de pelar, y aquí todavía no han llegado los profetas para explicar que no pasa nada si la vecina se entera o si el primo te mira raro. Que no pones en riesgo la honra del apellido endogámico si alguien te descubre buscando el amor fuera de los pubs o de las colas del supermercado.

Entre unas cosas y otras, llevo casi siete años entrando y saliendo de este mundo de las citas. Las tres veces que lo abandoné juré, enamorado, que jamás volvería a entrar. Que ya no volvería a necesitarlo. Como cuando apruebas una oposición y crees que nunca más pisarás la Universidad. Pero juré en vano, claro, porque luego la vida tiene sus propios argumentos y no hay otro remedio que acatarlos. Tuve citas catastróficas, de risa y de miedo; algún beso se perdió por ahí; un polvo, una vez, y dos relaciones que casi acabaron en matrimonio. Con papeles y todo... Quiero decir que yo mismo podría trabajar en “Cites” de guionista o de asesor, aunque el amor en La Pedanía y sus alrededores no tenga mucho que ver con el amor en Barcelona, siempre tan locuaz, tan sonriente, tan falto de prejuicios... 





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El puente sobre el río Kwai

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Antes de encontrar su retiro definitivo en los desiertos de Tatooine, Obi Wan Kenobi pasó por el planeta Tierra para participar en las otras guerras de nuestra galaxia. 

En el frente asiático de la II Guerra Mundial, Obi Wan adoptó el nombre de coronel Nicholson y se puso al servicio de Su Majestad del rey de Inglaterra. Obi Wan no podía ir con los nazis porque sus uniformes se parecían demasiado a los uniformes del Imperio Galáctico. Ni tampoco con los japoneses, porque los cascos rituales de los samuráis le traían a la memoria el casco respiratorio de Anakyn Skywalker, su más querido y perdido alumno, al que prefería desterrar de su recuerdo. 

Eso que el coronel Nicholson lleva durante toda la película no es un bastón de mando, sino la espada láser camuflada. No puede usarla para pelear porque daría demasiado el cante y alertaría a los seres humanos de su procedencia cuasi mágica y extraterrestre. Pero tenerla entre sus manos le confiere seguridad en sí mimo y le reafirma en sus valores innegociables de caballero Jedi. Es por eso que el coronel Nicholson se muestra tan cabezota durante toda la película, imperturbable ante las amenazas del coronel Saito o ante las sugerencias de sus compañeros en la oficialidad. Ellos, por supuesto, no saben que el reino del coronel Nicholson no pertenece a este mundo, y que él no le teme a las balas no porque sea un valiente, o un inconsciente, sino porque las balas solo atravesarían su carne mundana para pasar a un estado espiritual que lo haría todavía más poderoso.

Esa es la razón de que al coronel Nicholson no le haga ni puta gracia aquel famoso chiste de Groucho Marx: “Estos son mis principios, pero si no le gustan, tengo otros”. El coronel Nicholson posee unos principios tallados en mármol, y cuando se pone a la tarea, se pone, y lo mismo le da que el puente sobre el río Kwai obre a favor del esfuerzo de guerra japonés. Para Obi Wan lo primero es la disciplina de la tropa, y el orgullo del trabajo bien hecho. El bien por el bien, como le enseñó su maestro Qui-Gon Jinn. 

(Al final de la película parece que el coronel Nicholson muere, pero no es verdad. Solo es un truco de Jedi).





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Barry Lyndon

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Una voz interior -la más tocacojones y desalmada que poseo- me iba susurrando todo el rato que “Barry Lyndon” se ha quedado un poco vieja y parsimoniosa Me repetía, la muy víbora y analítica, que un 10% del ADN de Martin Scorsese hubiera venido de perlas -las perlas de la condesa de Lyndon, por ejemplo- para aligerar su excesivo minutaje y no ir perdiendo fuelle con el paso de las décadas. Pero yo, a esta voz interior, cuando se pone a rajar sobre según qué películas del santoral, prefiero no hacerle caso y enmudecerla con el soliloquio que habla de la belleza inmortal de los clásicos. Porque mira qué es bonita, “Barry Lyndon”, como una sucesión de cuadros expuestos para el paseante de su museo... Yo, por supuesto, también tengo mis niños mimados, y mis niñas consentidas, y aunque soy consciente de sus muchos defectos no permito que nadie se meta con ellos en mi presencia, aunque sea una voz propia que nace de mis viejos instintos de cinéfilo.

En cualquier caso, las tres horas de “Barry Lyndon” encajaban como un guante de seda en las tres horas largas de esta siesta casi veraniega. Hay poco que hacer en La Pedanía entre las cuatro y las siete de la tarde, cuando más aprieta el sol y no corre un soplo de aire por las callejuelas. Esto, por supuesto, no es la Irlanda civilizada de Redmon Barry, donde el verano es apenas una molestia pasajera. Esto es el trópico trasplantado a un valle perdido del Noroeste Peninsular, rodeado de montañas que impiden la ventilación y multiplican la sensación de encierro en una prisión. 

Cuando Marisa Berenson apareció en mi televisor aletargada en su bañera, semidesnuda, esperando que la vida se pusiera en marcha más allá de los muros, me he sentido como reflejado en un espejo, yo que también yacía lánguido en mi sofá, desnudo de cintura para arriba, esperando que el sol dejara de filtrarse por las lamelas para anunciar que ya iniciaba su descenso a los infiernos, donde repostará el calor necesario para seguir molestando mañana por la mañana. 





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El león en invierno

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Mis películas son el ducado de Aquitania; mis libros, el reino de Escocia. Mis ejemplares de “El Jueves, el país de Gales, y mis cómics de la niñez, el condado de Anjou. Irlanda sería este ordenador portátil, y Normandía, mi televisor de 42 pulgadas sin 4K. Estos serán los bienes reales que dejaré al mundo cuando yo muera. Ni joyas ni tierras, ni coches ni posesiones. Ni siquiera un apartamento en tercera línea de playa en Torrevieja, Alicante. Será todo tan cutre, tan mueble y tan inútil, que no creo que nadie quiera rapiñarlos tras celebrarse mi funeral. 

Ahora que estoy vivo -o al menos coleando- no existen conjuras entre los allegados para asesinarme y luego repartirse los despojos. Yo, el rey de estos dominios, Álvaro I de León, tuve una esposa legítima en la juventud y varias amantes queridas en la madurez, pero de estos retozos en las alcobas solo emergió un descendiente conocido: Alejandro, el Delfín, que será llamado Butra I de La Pedanía cuando reine. Él será mi heredero universal, primogénito y unigénito sin competencia. No me pasará como a Enrique II Plantagenet, que tuvo hijos como el que tiene cuervos para sacarle los ojos. En mi caso, el hijo único fue una decisión filosófica y luego ya irreversible, tras recibir el tijeretazo del urólogo. Así que Butra I reinará sobre mis estanterías del Ikea como heredero universal y también algo fastidiado. Porque nada de lo mío le servirá: el no lee lo que yo leo, ni ve lo que yo veo, y los soportes físicos de las películas ya le serán más un estorbo que una herencia. Nada vale nada, o está desfasado, o es demasiado personal, así que terminará vendiéndose en un rastro, en el mejor de los casos, o pudriéndose en el contenedor de la basura inclasificable, en el peor. 

Cuando yo muera, este humilde reino de mis posesiones desaparecerá como si nunca hubiera existido. El imperio material que he ido acumulando se repartirá entre cien casas ajenas y cien basureros distintos. La República Independiente de Mi Casa no perdurará. No figurará en los libros de historia. No habrá juglares que la canten, ni monjes que anoten su leyenda. 




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Monstruos, S.A.

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En el año 2023 “Monstruos, S.A.” ya es otra empresa occidental deslocalizada. Después de que Sully y Wazowski descubrieran que las risas de los niños -les niñes, sí, joder- son más energéticas que los lloros, la empresa aún tuvo sus años buenos arrancando carcajadas. Pero la curva de la natalidad, tan flácida como los penes en decadencia, obligó a desmontar el tinglado para trasladarlo a un país que ahora mismo no logro encontrar en internet, pero que seguramente será Nigeria, o Indonesia, o la India de los hindúes, donde todavía nacen niños como conejos. Países muy cálidos y calenturientos, de 40 grados para arriba, donde el pobre Sully sufrirá de lo lindo con ese pelaje más apropiado para latitudes polares o alturas himaláyicas.

Mientras “Monstruos S.A.” desmantelaba sus instalaciones para buscar la fuente de la edad, “Monstruos S.L.”, que obtiene la electricidad asustando a los ancianos, multiplicaba por diez sus beneficios y abría nuevas fábricas aquí mismo, en los restos del imperio, maquillando las cifras terribles del desempleo. El miedo de los ancianos es solo la mitad de energético que el miedo de los niños, porque los viejales ya vienen curados de espanto y además tardan más tiempo en reaccionar. Pero ya hay tantos que superan el pavor energético de los chavales, y además cada vez viven más, y más lozanos. El Ministerio de Sanidad trabaja en secreto para el Ministerio de la Energía, asegurando que esta fuente de suministro prolongue la duración de sus baterías.

Si nadie ha oído hablar de “Monstruos S.L.” es porque no opera con ese nombre cara al público. Antes, cuando gobernaba el PP, se llamaba “Telediario de La 1”, pero ahora que gobiernan los venezolanos se llama “Informativos de Antena 3”. Porque las teles parecen teles, pero no lo son: son succionadores de miedo. A los viejos de España les tienen acojonados entre la parálisis de las pensiones, la amenaza de los menas, los socialcomunistas de la Moncloa y la escasez de gambas en Andalucía. Uno de cada mil muere automáticamente de un infarto, pero los 999 restantes contribuyen a que yo pueda enchufar este mismo ordenador a la corriente.




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