Blue Lights

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“Blue Lights” es el cóctel resultante de mezclar “Canción triste de Hill Street” con una película de Ken Loach y luego añadirle unas gotas de malotes de suburbio: unos mafiosillos de película de Guy Ritchie, por ejemplo, pero sin gracia ninguna. 

“Blue Lights” es un híbrido extraño, una quimera. A veces funciona y a veces no. Hay ratos que estás muy atento a lo que sucede y otros que puedes seguir los diálogos algo despistado, mientras friegas los cacharros y adecentas un poco el salón-comedor. Porque hay migas por ahí, y pelos de Eddie, y mantas ya hechas un gurruño de tanta cinefilia desatada. 

“Blue Lights” -y no “Blue Nights”, como dice mi amigo, que era otra serie de la BBC sobre masturbadores en la madrugada- también se parece un poco a “Starship Troopers”. Si cambias a los insectos del planeta Klendathu por los macarras del Belfast proletario, te sale más o menos la misma historia: unos pibones de la hostia -o al menos a mí me lo parecen- que hacen méritos para vestir el uniforme y unos machos necesitados de amor que con un ojo apuntan su arma y con otro no pierden ripia de lo ajustado que les queda la vestimenta. Eros y Tánatos... El dios Marte y la diosa Venus. Donde pongo el ojo pongo la bala y además la picha si me dejan. Un argumento tan clásico que siempre funciona en nuestras mentes de macacos.

“Blue Lights” está bien, no digo que no, pero no merece que se tiren tantos cohetes en las fiestas de nuestro pueblo. En la crítica especializada nos aseguraron que era la “serie extranjera del año”, como si no hubiesen pasado por nuestras pantallas los finales de “Succession” o de “The Crown”. O de “La maravillosa Mrs. Maisel”.

Me había dicho el amigo que “Blue Nights” (sic) era como “Happy Valley” pero sin melodramas familiares. Puro magro policial de los británicos. Casi una serie de acción. Pero se ve que él también estaba limpiando su salón cuando las policías y los policíos –“los fuerzos y cuerpas de la seguridad del Estado”, que dijo una vez Irene Montero- se abrían en canal para solventar sus traumas personales y, ya de paso, conmover a sus compañeras de patrulla a ver si por fin caía la breva. 





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Forajidos

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Las tías buenas solo se acuestan con los futbolistas o con los forajidos. Es la pasta, estúpido. El estatus. Es un rasgo evolutivo que perdura en la "Femina sapiens" de cuando el malote sin escrúpulos aseguraba un trozo mayor de carne y se hacía a hostia limpia con la cueva más confortable. Es una predilección sexual que viene cincelada en los genes.

Forajidos hay de muchos tipos, y el gremio de atracadores de bancos sólo es uno de ellos. Pero uno muy habitual en el cine negro americano. Y en los cómics de Makinavaja... Los banqueros, curiosamente, también son unos forajidos de cuidado, los que más roban con diferencia entre carcajadas y a manos llenas, pero lo hacen sin pañuelos en el rostro ni revólveres en la mano. Así que la clientela no siente miedo ni sufre patatuses. Y además te regalan una tele de vez en cuando. 

Lo que pasa es que en el cine americano te acusaban de comunista si denunciabas las malas prácticas de los banqueros. Y ahora igual. (Las tías buenas como Kity Collins, por cierto, también prefieren a un banquero ladrón antes que a un barrendero poeta). 

Lo de las tías buenas viene de lejos, de sus tiempos en el instituto, cuando preferían al macarra sociopático antes que al buenazo con coderas. Siempre ha sido así, desde que los sumerios inventaron la escuela para que papá y mamá pudieran segar los trigales despreocupados. Las tías buenas intuyen que el malote con moto, el chuloputas con gracejo, el hijoputa que acelera su buga en la carretera comarcal, va a convertirse de mayor enel amo del cotarro. En el forajido de leyenda. Porque para alcanzar el estatus que ellas desean y merecen sólo existen Tres Caminos de la Verdad: estafar al cliente, explotar al empleado o engañar al Estado. El día a día de los forajidos, vamos. Algunos recorren incluso los tres caminos a la vez. 

Decía mi abuela que en todo hombre de éxito anida un ladrón y es verdad. A no ser que te hagas futbolista de élite o te lleves de rebote el premio Planeta, que incluso ahí habría que sacar la lupa a pasear. 






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Ascensor para el cadalso

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“Ascensor para el cadalso” no sería ese clásico que perdura en nuestra memoria si no fuera por la música de Miles Davis. Creo que en eso estamos todos de acuerdo. La pelicula, como thriller, solo tiene un pase, y con la belleza de Jeanne Moreau paseando por París no hubiera bastado para encumbrarla. Y mira que era bella, Jeanne Moreau... La película necesitaba un golpe de suerte para alcanzar la trascendencia, la inmortalidad de las filmotecas. Y el golpe de suerte llegó con Miles Davis, que estaba paseándose por las cercanías del rodaje. París - siempre tan culta, tan chic, tan atrevida- era entonces la avanzadilla del jazz en Europa, así que el golpe de suerte también tuvo algo de destino escrito en el viento.

He leído la historia en internet: terminado el rodaje de la película, un ayudante de Louis Malle averigua que a Miles Davis le han suspendido varias actuaciones y que anda libre por la ciudad. Piensa que a la película le quedarían cojonudas unas improvisaciones de su lánguida trompeta. Cine negro francés con banda sonora de cine negro americano... Al ayudante no le cuesta mucho convencer a Louis Malle porque él también era un gran aficionado al género. Miles Davis accede a un acuerdo monetario y Jeanne Moreau se presta a hacer de simpática anfitriona en las jam sessions. Los astros empiezan a alinearse en el pentagrama. En apenas unos días, Miles Davis y sus muchachos improvisaron unas musiquillas frente a las imágenes ya rodadas, y de algún modo mágico, inspirados por ese pasear tambíen lánguido de Jeanne Moreau bajo la lluvia, dieron con las notas exactas y ya inolvidables.

“Ascensor para el cadalso” forma parte de este ciclo tontísimo que me he autoimpuesto: “Películas que transcurren en París después de haber visitado Paris”. Y es que tiras de la cuerda y no paran de salir chorizos... Pero aquí, la verdad, no sale mucho la ciudad. De hecho, increíblemente, nunca se ve el falo metálico de la Torre Eiffel. Sí, un poco, el Sacré Coeur de Montmartre, tras el ventanal del asesinato. El Sacré Coeur es esa puta iglesia que edificaron para honrar a los caídos en la lucha contra La Comuna... El Valle de los Caídos francés, como si dijéramos. Qué asco, nen. Pero qué película tan bonita.





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Atraco perfecto

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Vivo podrido de películas. O revitalizado por ellas, no sé. En cualquier caso, colonizado. Se lo debo a la soledad, pero también al gusto y a la predilección. Mientras otros escalan montañas o beben vinos en el bar, yo veo películas en la tele. Ellas me entretienen, me forman, me deforman... Me hacen vivir otras vidas mientras desvivo la mía propia, que es tan poquita cosa: el despacho funcionarial, los turnos de alimentarse, los paseos por La Pedanía... 

Poco a poco las películas se van fusionando con la realidad y ya no sé lo que vi en una película y lo que vi fuera de ella. A veces la realidad supera a la ficción, y a veces, viendo una película, me parece estar caminando por el mundo. La frontera se vuelve porosa, se difumina, la van cambiando de lugar. Dormirse cada vez se parece más a apagar la televisión. 

Lo noto. Me noto. Cada vez sucede con más frecuencia: ir por la calle o estar hablando con alguien y de pronto encontrar el parecido, el paralelismo, la referencia casi exacta con una escena que vi, con un personaje que se parecía, con un diálogo que no se me ha olvidado del todo. Me pasa, por ejemplo, que estoy en un aeropuerto esperando la maleta y me acuerdo, impepinablemente, de los billetes que echaban a volar en “Atraco perfecto”. De la mala suerte de ese tipo que ya lo tenia todo hecho: los millones y la novia, y dos billetes de avión para escaparse. Parado ante la cinta transportadora me imagino mi propia maleta abierta sobre la pista de los aviones: algún calcetín con tomate, la camiseta sin planchar, el libro inconfesable abierto de par en par...  Mis vergüenzas al aire. No delictivas, como en la película, pero sí sonrojantes. 

También me da por pensar, recordando al pobre Sterling Hayden, en la mala suerte secular de los pobres. En el estigma que los persigue. Que nos persigue. Porque para robar sin que se note, sin montar un circo con máscaras y escopetas, ya hay que nacer rico, dentro del sistema. Quien menos lo necesita es quien nace más preparado para despojarnos. Que se lo digan a los miembros de la realeza... Dios tiene mucho sentido del humor. O es un mal nacido despreciable. 





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La sombra de una duda

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Don Alfredo es posiblemente el director más sobrevalorado de la historia del cine. Los críticos con pipa se han confabulado para perdonarle todos los defectos y todas las incoherencias. 

Hace unos meses, en homenaje a Carlos Pumares, escuché varios programas suyos de los tiempos de Antena 3 radio y en uno de ellos -¡ah la casualidad!- el sostenía que en las películas de don Alfredo daba igual que el argumento no se sostuviera o que las reacciones de los personajes se volvieran ilógicas. Que el inglés orondo era un puto genio y que mucho ojito si alguien llamaba al programa para discutirle lo contrario. 

“Vértigo” sí es una obra maestra incontestable: una película enfermiza, muy personal y universal a la vez, en la que incluso yo me hago el tonto en sus varias cagadas argumentales. “Psicosis” tuvo que ser una película muy rompedora y difícil de asumir en su época. Y luego ya vienen un puñado de películas muy entretenidas con tipos perseguidos por los malos y crímenes a medio cocer o cocidos del todo: “La ventana indiscreta”, o “Con la muerte en los talones”. El resto, pues bueno, ahí están, peleando contra el paso del tiempo, y contra el gusto de las nuevas generaciones. Y contra los cinéfilos talluditos que pensamos que don Alfredo es un beato respetable pero no un santo de los altares.

Sobre “La sombra de una duda” yo tenía, precisamente, la sombra de una duda. Era una película que vivía diluida en mi memoria. Sólo recordaba que salía Joseph Cotten haciendo de tío -el actor más infravalorado de la historia del cine?- y Teresa Wright haciendo de sobrina -esa actriz de muy corto relumbrón pero de tan alta fotogenia. Pero la película, ay, no va, no furrula. Se acaba más o menos por la mitad. Al mago del suspense se le quedó la tensión destensionada. ¿Incoherencias?: muchas y variadas. La primera -y no baladí- que la sobrina de Joseph Cotten sea una veinteañera tan bella y en edad de merecer, provocando situaciones que yo no dudaría en calificar de incestuosas. Un error de cásting morrocotudo, aunque nos solace la mirada.





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The Crown. Temporada 6

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“The Crown” era una serie cojonuda hasta que apareció la Princesa del Pueblo y se convirtió en un culebrón venezobritánico. No había manera de evitarlo, supongo, pero de pronto ya no había Casa Real -aunque solo fuera para reírnos de ella o denostarla-, ni primeros ministros, ni relato histórico de trasfondo: sólo el cuento de hadas de Lady Di estrellado contra una pilastra. Si París está lleno de indigentes que duermen bajo los puentes del Sena, Lady Di encontró el sueño eterno bajo uno que está muy cerca de la torre Eiffel. Creo que hay una metáfora escondida en su destino pero prefiero ahorrármela de momento.

La Princesa del Pueblo... Hay que joderse. A Lady Di -y toda esa caterva de la realeza- no les hubiera parecido mal que los británicos pobres combatieran en Carajistán o en Atomarporelculistán solo para mantener intactos sus privilegios. Una vida de palacios y de yates, de clubs de golf en Escocia y de hoteles Ritz en París, bien merece el sacrificio de la purrela criada en las ciudades industriales o en los barrios bajos de la capital. Y si vuelven lisiados, pues mira: que se jodan, y que Dios salve a la Reina. 

Quiero decir que ver a Lady Di “preocuparse hondamente” por el asunto de las minas antipersona producía ganas de vomitar, lo mismo en la realidad ya lejana que en la serie de rabiosa actualidad.

Pero no hay mal que cien años dure, así que en el capítulo 4 se produce el fatal desenlace y el resto, hasta el final, ya vuelve a ser nuestra serie favorita de los últimos tiempos. Para que a un bolchevique antimonárquico le guste tanto es que tiene que ser una serie cojonuda. No hay otra. Mira que estos envarados anacrónicos me producen asco, repelús, inquina, incluso odio, pero hay escenas en las que no puedo dejar de emocionarme. La reina Isabel II eligiendo la música de su propio funeral ha sido el momento seriéfilo del año. ¿Por qué en España no se rueda “La Corona” de los Borbones?. Porque estas escenas sólo saben hacerlas los británicos. Imagínense al Emérito, por ejemplo, en tal tesitura musical.  






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No me llame Ternera

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A lo que más se parece “No me llame Ternera” no es a una entrevista de “Salvados”, sino a cualquier episodio de la serie “Mindhunter”, aquella en la que un par de agentes del FBI entrevistaban a asesinos en serie para saciar su curiosidad y comprender, en aras del interés científico, qué les pasaba por la cabeza en el momento de matar. “No me llame Ternera” lo dirige el propio Jordi Évole, pero podría haberlo dirigido David Fincher de vacaciones en París.

De todos modos, aquellos tipejos de “Mindhunter” eran mucho más abiertos y lenguaraces que Josu Urrutikoetxea, que si no es un asesino en serie, sí participó, al menos, en una serie de asesinatos. Al ex etarra también se le nota que no se maneja bien en castellano, y que está traduciendo todo el rato de su euskera maternal. Pero eso sólo es el 10 por ciento de su circunloquio: el resto es un ejercicio de neolengua que dejaría maravillado al mismísimo George Orwell. No sé si Josu Urrutikoetxea ha leído “1984”, pero desde luego se sabe el fundamento. El lenguaje sirve para comunicar, pero también para mentir, y a medio camino entre la verdad y la mentira está el eufemismo, que convierte los atentados en “acciones”, y los asesinados en “víctimas con resultados irreversibles”. Sería la monda si no fuera para llorar.

Lo escribía Rafael Reig en “Amor intempestivo”:

“... pero no me sentía culpable, lo que prueba, una vez más, que la inteligencia no sirve para tomar mejores decisiones, pero sí para encontrar justificaciones más convincentes para la decisión que más te convenga tomar”.

Por lo demás, y por mucho que ladren los fascistas, la entrevista de Jordi Évole no supone ningún blanqueamiento del personaje. Jordi le acorrala, le incomoda, le hace caer en contradicciones como a un niño sociópata pillado en falta. Y yo, fíjate, en alguna mirada perdida, en algún gesto nervioso de las manos, noto que al tal Urrutikoetxea le falla un poco ese Yo que intenta justificar toda una vida perdida entre la cárcel y la clandestinidad. Porque reconocer que tu vida ha sido un desperdicio es casi tanto como empezar a suicidarse. Y a eso, de momento, Josu Ternera responde que los cojonoak.









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Missing

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Este hombre con sombrero que aterriza en Santiago de Chile es un republicano como Dios manda al que Henry Kissinger y su colega acaban de dejar sin hijo, torturado y tiroteado por ahí. Pero él, claro, todavía no lo sabe... Jack Lemmon es un yanqui proverbial que solo en la desgracia personal descubrirá -oh, sorpresa- que en su gobierno también caben las manzanas podridas y los sepulcros blanqueados. Los pecadores de la pampa, y también los pecadores de la pradera. 

Uno se pasa toda la película llamándole gilipollas por no darse cuenta de que le están engañando como a un chino de Taiwán. En la embajada de Estados Unidos saben de sobra que su hijo ha sido asesinado por el ejército amigo, pero prefieren dejarlo correr a ver si el padre se cansa de preguntar, regresa a Nueva York y deja de dar tanto por el culo. Tampoco van a decirle, claro, que su hijo era un periodista demasiado curioso y preguntón que se merecía de sobra el escarmiento. Un grano en el culo que había que extirpar aunque fuese un grano compatriota.

Pero es que ni siquiera al final de la película, cuando Jack Lemmon conoce la verdad y rompe a llorar, este hombre empecinado aprende la lección. Es un caso perdido, la verdad. No es cierto eso que ponen por ahí en algunas reseñas: que el personaje se cae el caballo camino de Damasco y asume que el gobierno americano es un imperio colonial y militarista; un grupo de cowboys trajeados que defienden el "american way of life" deponiendo gobiernos, ensalzando a psicópatas y asesinando a sus propios compatriotas si estos huelen a socialistas. 

Antes de tomar el avión de regreso a Estados Unidos, Jack Lemmon amenazará con recurrir a los tribunales sin entender que los tribunales sirven a la ley, y que la ley la quitan y la ponen esos mismos hijos de puta que le despiden en el aeropuerto con una sonrisa en la cara y una bala en el bolsillo.





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