La tierra prometida

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Por alguna razón psicológica que desconozco -una incapacidad mía, desde luego, un módulo faltante, una vitamina no presente en mis neuronas- el maniqueísmo, en el cine, siempre me parece forzado y tontorrón. Me saca de la película y la convierte en un folletín de sobremesa. Sólo me creo a los malos muy malos en los cómics, o en la ciencia ficción, o en las pelis para niños. Me parece más verosímil el emperador Palpatine -con toda su maldad reconcentrada y desdentada- que el señorito (de) Schinkel que en “La tierra prometida” se dedica a escaldar siervos, violar criadas y asesinar a los trabajadores que le llevan la contraria.

La vida real está llena de hijos de puta que no tienen nada que envidiar al señorito (de) Schinkel, el dueño de los brezales improductivos de Jutlandia. Una cámara oculta que me enseñara el momento justo en el que Isabel Natividad exclamó “¡A tomar por el culo los viejos!” no me escandalizaría en absoluto. No me llevaría las manos a la cabeza para gritar “¡Cómo es posible!” o gilipolleces humanistas por el estilo. El mundo está lleno de sociópatas y de psicópatas y es mejor aceptarlo como es. Los hay que viven incluso por aquí, en La Pedanía, en la base de la pirámide social, perpetrando sus pequeñas atrocidades del día a día; otros, allá en las alturas donde todos los demás parecemos hormigas pisoteables, dirigen ejércitos o parlamentos y son capaces de tomar decisiones que pueden matar a miles de personas: suprimir un impuesto necesario, recortar un gasto social, transgredir una frontera.

El magistrado (de) Schinkel supongo que está inspirado en algún personajillo real de aquella época: algún aristocráta hijo de puta -¿hay alguno que no lo sea, con excepción del Marqués de Del Bosque?- que en la Dinamarca del siglo XVIII hacía lo que daba la gana con sus siervos. Nada que objetar. Lo leo en un libro y lo subrayo; lo veo en un documental y me lo creo; lo contemplo en “La tierra prometida” -arruinando una función que empezaba cojonudamente con un Mads Mikkelsen imperial- y me desentiendo hasta el bostezo. 





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Dos chicas a la fuga

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Ahora mismo, la comidilla entre la cinefilia más gafapasta es que el hermano listo de los Coen era finalmente Joel, y no Ethan, porque Ethan es el perpetrador de esta comedia sin gracia ni sustancia. “Dos chicas a la fuga” es una road movie al estilo Cohen que podría haber sido, qué sé yo, una de los hermanos Calatrava, o de los hermanos Cadaval, buscándole un dildo a Omaíta. Incluso las películas de los hermanos Farrelly, tan averiadas e imperfectas, tenían más chicha y argumentos para provocar.

También es verdad, como decía Chiquito de la Calzada, que una mala tarde la tiene cualquiera, y yo estoy por subrayar estas palabras juiciosas del maestro malacitano. Prefiero pensar que lo de Ethan Coen, en comandita con su señora, coescritora del guion y cómplice de sus soplapolleces, ha sido una tontuna pasajera y un divertimento casi familiar, de domingo por la tarde mientras llovía tras la ventana. Me niego a creer que Ethan Coen sea un mentecato permanente, el hermano tonto que siempre apareció junto al hermano listo en los títulos de crédito para que nadie pudiera distinguirlos. De hecho, en nuestra monarquía, tuvimos -y seguimos teniendo- una infanta de España que por mucho que apareciera junto a su hermana en los actos oficiales no tenía disimulo posible. Hay veces que ir con el listo -como cuando vas con el guapo- no sirve de disimulo, sino de trágico contraste.

“Dos chicas a la fuga” sería una suprema estupidez y no una estupidez a secas si sus protagonistas no fueran dos lesbianas guerrilleras y una de ellas no llevara la belleza prestada por los genes de Margaret Qualley. Toda la gracia del asunto reside en que son dos mujeres echadas p’alante que llevan su condición sexual sin ningún tipo de complejos, adentrándose en el territorio enemigo de los estados republicanos. Corre el año 2024 y no acabo de entender dónde está la provocación o la reivindicación. Los convencidos de la tolerancia ya comparecemos convencidos ante la pantalla, y los que no, los fachas recalcitrantes, ya no tienen cura posible. 




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Shogun

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1. Para entender los enredos históricos que se plantean en los primeros episodios hay que acudir a la Wikipedia. No queda otra. Lo del Tratado de Tordesillas y la piratería de la Pérfida Albión más o menos lo conocíamos, pero las relaciones de los japoneses con el mundo exterior requieren una lectura muy atenta de los artículos. Simplemente lo señalo. No me quejo. Está bien usar el teléfono para profundizar en la trama y no para ausentarse de ella con cualquier gilipollez.

2. Pero luego, ay, el sol naciente se va apagando entre las nieblas y las nubes, que diría cualquiera de estos japoneses arrebatado en un trance poético. “Shogun”, como el 99% de las ficciones televisivas, dura demasiado, y recorta mucho el presupuesto hacia el final. Aquí tiene que haber una razón comercial que se me escapa. ¿Por qué hacen x series con diez episodios en lugar de 2x con cinco? 

3. Corren malos tiempos para los nostálgicos de aquellas primeras temporadas de “Juego de Tronos”. Times are changing. No se ve ni una teta. Y pollas tampoco. “Shogun” es puro mainstream. Yo pensaba que la modernidad iba a traernos una polla por cada par de tetas para igualar la cuenta de excitaciones. La igualdad  Pero no: la revolución del #Metoo nos ha traído un nuevo puritanismo. Las monjas es posible que se reproduzcan por esporas.

4. En Japón, los hombres, cuando rematan una declaración altisonante, no dicen “mecagüendiós” como aquí: dicen “jum”, con un sonido muy gutural, tirando de garganta. Lo que no sé es si “jum” también significa “mecagüendios” o si es una simple interjección carente de obscenidad.

5. Viendo “Shogun” me acordaba todo el rato de Paco Calavera cuando expresaba su perplejidad ante los subtítulos de las películas japonesas. Una frase interminable en japonés suele resumirse con apenas un “te quiero” o un “cariño, está lloviendo”, mientras que un monosílabo a veces desencadena toda una explicación en castellano sobre la toma de Osaka, la organización de los ejércitos  y las negociaciones que vendrán tras la victoria. 

6. Anna Sawai, por votación unánime del jurado, ha sido designada como la Mujer más Guapa del Año. La decimoquinta,  en lo que llevamos de año.




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José Luis López Vázquez: ¡Qué disparate!

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Los actores españoles del siglo XXI ya se parecen muy poco a José Luis López Vázquez. Tanto que ya puedes confundirlos con europeos de verdad, tan altos como son, y tan estilizados, ligando con extranjeras tirando del inglés. Las nuevas generaciones se crían con muesli y con yogur desnatado y eso se nota mucho en los fenotipos.


Pero eso es en las pantallas de cine, claro, donde escogen al ganado: en la vida real, en La Pedanía misma, los paisanos de los bares siguen siendo más o menos como don José Luis: bajitos, calvetes, feotes, histriónicos, celtibéricos de pura cepa. Fuera de la televisión, la mezcla genética resiste los asaltos multiculturales como atrincherada en un cromosoma numantino.

José Luis López Vázquez era un actor genial y un trabajador incansable. Pero es que además, en los años 60 y 70, era uno de los nuestros. Él encarnaba como nadie al español medio, reconocible en cualquier lugar. Y la gente, cuando le veía en las películas, se identificaba con sus sueños y con sus manías. Sus personajes solían pertenecer a la clase media aspiracional, y en aquellos tiempos, la aspiración de cualquier españolito era forrarse sin dar golpe y tirarse a las suecorras en la playa. O sea, como ahora, pero sin apenas armamento, a pecho lobo descubierto, poniéndose de puntillas para disimular el 1’60 y tirando de retóricas imperiales y machirulas que siempre conducían al fracaso.

Lo cuentan en el documental, pero yo ya lo había leído: que cuando George Cukor trabajó con López Vázquez en “Viajes con mi tía” se quedó de piedra y le dijo a un periodista que ese tipo, si hubiera trabajado en Hollywood, habría ganado cuatro Oscars como cuatro catedrales de la Almudena. Cuentan que Cukor le invitó a su mansión de California para ver si le seducía con las palmeras y con los dólares, pero José Luis estaba demasiado apegado a Madrid, y a su público, y además le costaba mucho manejar lo del inglés.


El puto inglés... Aquí, en la época de López Vázquez, lo llamaban “el idioma de los bárbaros”, como un parloteo muy alejado de la cristiandad. Ahora todos presumimos de un nivel medio en su manejo. Ja. 





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Mi querida señorita

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No hizo falta que llegara la democracia -este régimen atado y bien atado que supervisa atentamente el IBEX 35- para que Jaime de Armiñán y José Luis Borau se atrevieran a contar la historia de una mujer sin deseo sexual -o más bien con aversión sexual- que tuvo que ir a un médico para descubrir que en realidad era un hombre. Todo son preguntas: ¿Adela Castro, además de afeitarse la barba y de patear el balón como si fuera Pirri en pretemporada, tenía un pene malformado, un clítoris atrofiado...? ¿Tenía una pareja de cromosomas XY que se puso a construir una mujer sin hacer caso de los planos? Nunca lo sabremos. En 1972 no se podía ir mucho más allá. Los Javis, hoy en día, nos contarían pelos y señales sobre el asunto: lo que hubo que cortar, lo que hubo que añadir, lo que se reconstruyó y luego se recosió... Un lujo de detalles que en el fondo nos da igual. Nos quedamos con la copla y seguimos avanzando. 

“Mi querida señorita” es una película muy arriesgada. Tanto que a Mónica Randall se le ve un pezón cuando va a enseñarle a José Luis López Vázquez cómo se hace eso de follar. Es un detalle subrepticio, casi de darle al pause como hicimos con el DVD de “Instinto básico”. Lo dejo apuntado para los nostálgicos del destape y para los enamorados de doña Mónica -que jo, qué mujer. 

Por cierto: entre “Mi querida señorita” e “Instinto básico”, que parecen películas rodadas en dos eras geológicas diferentes, sólo transcurrieron 20 años. Entre “Instinto básico” y cualquier proyecto en marcha de los Javis han pasado más de 30. El paso del tiempo es un bulldozer que va arrasando los años como árboles en la selva.

Sobre la actuación de José Luis Vázquez ya está todo dicho. No quiero ser redundante. La idea de Armiñán era rompedora pero también muy arriesgada. Del drama conmovedor al número de vodevil no hay más distancia que una ceja bien puesta o que una mirada convincente.





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Usted puede ser un asesino

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Si matar saliera gratis nos pasaríamos la vida matándonos unos a otros. Solo los santurrones apelan a un principio moral para no conculcar el quinto mandamiento que nos enseñaron de pequeñitos. Menuda memez. No nos matamos porque no sabemos, porque no nos atrevemos, porque al final nos pillaría la policía, o porque pueden matarnos en el mismo intento de matar, o ser asesinados tiempo después en justa venganza. El ojo por ojo es sin duda lo que más acojona de todo: la espiral que no cesa. Pero son cuestiones de índole práctica, no razones etéreas que viven en las nubes. La ética es humo en el viento y los dioses tres cuartos de lo mismo.

Yo mismo, si tuviera el poder de la telequinesia y pudiera mover objetos con un golpe imperceptible de la ceja, causaría estragos en mi entorno más cercano: no quedaría, por ejemplo, ni un hijoputa de esos que van con el tubo de escape recortado, a todo lo que da, atravesando La Pedanía al triple de la velocidad permitida. Esa gentuza no merece vivir, pero con otro instrumento que no fuese la telequinesia mi crimen justiciero dejaría rastro, huella, pesquisa material para el CSI de Ponferrada. Y al final, claro, desisto del empeño.

“Usted puede ser un asesino”, reza el título de la película, y es una verdad tan grande como un templo. Pero usted, ay, no debe, o no le compensa. Y además, la película es una tontería. No le hagan mucho caso. Es un thriller criminal con música marchosa de Augusto Algueró, y eso no pega ni con cola. Jo, Augusto Algueró, qué recuerdos de la infancia... Ese señor gafapasta salía en todos lo programas de variedades de TVE dirigiendo la orquesta que acompañaba a los cantantes y a las cantantas. Fue el primer compositor musical que yo supe mencionar, mucho antes que Mozart o que Johann Sebastian. No sale en la película, pero le escuchas todo el rato. 

La película es una pura ridiculez, ya digo. Yo venía envalentonado con José María Forqué después de ver “Atraco a las 3” y me estrellé. Ni López Vázquez ha sido capaz de calmar mi irritación y sosegar mi aburrimiento, o viceversa.




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Atraco a las 3

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Hartos de contar billetes que otros roban a mano armada, deniegan a sus trabajadores o evaden al control del Ministerio de Hacienda -que viene a ser todo lo mismo-, los empleados del “Banco de los Previsores del Mañana” deciden atracar su propia oficina disfrazados de gángsters y llenarse los bolsillos con billetes verdes del color de la esperanza.

El cabecilla de la operación, Galíndez -“un admirador, un amigo, un esclavo, un siervo”- es el único que anhela los millones para llevar una vida de ricachón y de enemigo de la clase obrera. Él ha nacido para ser rico y no puede renunciar a tener un Mercedes último modelo, vivir en el mejor casoplón de La Moraleja y veranear en las playas del Caribe al lado de una suecorra que no le ame por su belleza interior, sino lisa y llanamente por su dinero.

Los compañeros de Galíndez, en cambio, se suman al plan para tapar los agujeros por los que poco a poco se les van escurriendo los sueños. Los dos milloncejos que les van a tocar en el reparto no les van a cambiar la vida; ni ellos, además, quieren cambiarla. Son pobres hasta para soñar. Ellos solo quieren hacerse clase media y sobrellevar las penurias con más alegría y desahogo: cenar fuera los sábados por la noche, poner un televisor de 1962 en el salón y comprar un coche barato para viajar a la sierra los domingos, a respirar el aire puro y escuchar los partidos del fútbol al mismo tiempo que el trinar de los pájaros.

“Atraco a las 3” es una película cojonuda, un clásico de la casposidad, pero además ha recobrado una vigencia inesperada. Hay algo en las caras de los actores, algo de la necesidad que esas gentes pasaron en la posguerra, que está regresando a los rostros de los trabajadores, y sobre todo no-trabajadores, que ahora son mayoría por aquí. Aún no pasamos hambre, pero ya estamos empezando a comer mierda muy barata.  En un viaje de ida y vuelta que ha durado sesenta años, estamos otra vez como al principio, viendo pasar los billetes que otros desfalcan o directamente utilizan para limpiarse al culo. En esto se quedó la Transición, y la estúpida Monarquía, y los primeros de Mayo de banderas rojas y tricolores.





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Mad Men. Temporada 6

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1. Mientras Megan Draper -también conocida como La Cornuda II- se quema la piel en la inconsciencia cancerígena de los años 60, Don Draper, a su lado, tumbado a la bartola tras lograr un nuevo éxito profesional y echar un nuevo polvazo con la vecina, lee en la playa estos versos incisivos de Dante:

"En mitad del viaje de nuestra vida me descarrié del camino correcto, y al despertar me encontré solo en un bosque oscuro".

Don Draper, nuestro Hombre Ideal, el macho alfa al que todos querríamos parecernos, se detiene en los versos de Dante con cara de haber sido aludido. En realidad, cualquier espectador que no sea un imbécil integral tiene que sentirse aludido: “...me descarrié del camino correcto”. Y da igual que seas el macho alfa o la última mierda del Credo. Porque además, que yo sepa, ningún imbécil integral ha conseguido llegar hasta la sexta temporada de “Mad Men”. 

2. De unos recortes que tenía por ahí he rescatado estas explicaciones de Matthew Weiner sobre el espíritu de la serie:

“El tema es que la gente hará lo que sea para aliviar esa ansiedad que proviene del espacio que existe entre un individuo y el resto de la humanidad. La forma en la que nos perciben y cómo somos en realidad. Ese aislamiento es una de las características humanas contra las que luchamos, y la mayoría de nuestras emociones negativas provienen  de alguna perturbación a ese nivel".

Sobre “Mad Men” se ha hablado mucho de lo secundario: de la nostalgia de los años sesenta, de la disección del alma americana, de la guerra entre los sexos ambientada en la burguesía pre-pija de Manhattan. De las mujeres hermosísimas y de los fuckers trajeados. Pero al final, por debajo de todo eso, como una corriente subterránea que regaba las tramas y los amores, los ascensos profesionales y los descensos al infierno, estaba la maldita soledad. La compañía incesante de uno mismo. El ojo muy poco clínico de los semejantes.





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