Tiempo de victoria: La disnastía de Los Lakers. Temporada 1

🌟🌟🌟🌟


Cuando en 7º de EGB llegó la fiebre del baloncesto a nuestro colegio, yo me hice de Los Ángeles Lakers sin haber visto jamás uno de sus partidos. La culpa la tuvo un enterado que conocía el percal de la NBA –no sé cómo, en aquella época sin partidos televisados- que aseguraba que mi gancho de derecha le recordaba al “skyhook” de Kareem Abdul-Jabbar. Fue así, sin conocer de nada al bueno de Kareem, como sentí una conexión instantánea con él, casi una comunión mística entre el caballero Jedi y su padawan aplicado al otro lado del mar.

Un año después, el hermano Pedro, alias HP, que era nuestro “coach” en la selección escolar y además un fascista de mucho cuidado, me afeó que yo emulase a un tipo que había abjurado del cristianismo para pasarse a las huestes de los sarracenos: 

- Usted, señor Rodríguez, siempre se deja seducir por los malos ejemplos -me decía HP refiriéndose al baloncesto y también a más cosas del ámbito político o literario. 

Sus palabras, por supuesto, reforzaron mi idolatría por Kareem y mi querencia por Los Ángeles Lakers, que en realidad eran dos devociones más platónicas que otra cosa. Una fe sin hechos, sin pruebas tangibles, que se sostenía únicamente en los flashes televisivos y en las fotos a todo color que publicaba la revista “Gigantes”. Kareem, en sus páginas, reinaba sobre todos los demás pívots de la NBA con su gancho inalcanzable y yo sentía que algún día podría tocar el cielo como él.

Tuvimos que esperar hasta 1988 para empezar a ver partidos completos de la NBA en TVE, con aquellos comentarios tan estimulantes de Ramón Trecet, el musicólogo de la radio. Fue entonces cuando descubrí -para apuntalar mi devoción por los Lakers y hacerla ya inquebrantable- que las cheerleaders del Forum de Inglewood eran las bailarinas más guapas y sexys de la civilización occidental: un ejército de chavalas que no conocían el defecto físico ni el error en la coordinación. Un coro de ángeles al que años después quisieron deportar al Cielo para salvar nuestras almas de pecadores.





Leer más...

John Wick

🌟🌟🌟


Mi perrito Eddie vive ajeno a los mundos de la tele. A veces se queda con el morro orientado a la pantalla como si algún estímulo le llamara la atención -los brillos de la hierba, o los actores que se mueven- pero yo creo, más bien, porque al mismo tiempo eriza las orejas y pone el rabo a trabajar, que está más atento a la ventana que hay justo detrás del aparato, allí por donde a veces, a pesar del doble cristal, se filtran maullidos de gatos y estruendos de vendavales. 

En ocasiones, a través de mis auriculares, se filtran ladridos de perros que aparecen en las ficciones, y entonces Eddie pega un respingo y se queda mirando no hacia el televisor, claro, pero tampoco hacia mis orejas, sino a un lugar intermedio que su pequeño cerebro, confundido entre la presencia del sonido pero la ausencia del olor, trata de escudriñar por si apareciera un tercer habitante en el salón.

La indiferencia de Eddie hacia la tele tiene, por supuesto, una explicación científica basada en el ramaje evolutivo, pero yo prefiero pensar que lo suyo es un desdén que surge de su propia voluntad: un desprecio de hippy que preferiría vivir en una cabaña de las montañas junto a un hombre de verdad parecido a Jeremiah Johnson. 

Otras veces, como ayer por la noche, me gusta pensar que Eddie se pone en huelga de ojos porque ya está cansado de que todos los perros que aparecen en las películas sean carne de cañón y recurso facilón de guionistas carniceros. ¿Para qué empatizar con un amiguete al que tarde o temprano van a apalear los gamberros, envenenar las ex amantes o atropellar los borrachuzos?  No le merece la pena y yo le entiendo perfectamente.

La noche pasada, por ejemplo, cuando apareció este perrete tan salado de “John Wick”, Eddie se dio media vuelta y ofreció su culo despreciativo a los guionistas previsibles. Yo tuve que haber hecho lo mismo -por lo del perrete, y por todo lo demás- pero me quedé paralizado e idiotizado al mismo tiempo. El ramaje evolutivo también explica esta fascinación por las ensaladas de tiros y de hostiazos, pero prefiero no indagar demasiado en la psique profunda y salvaje de los humanos. 





Leer más...

Historia de un matrimonio

🌟🌟🌟🌟

El amor termina igual que empieza: de sopetón. Se enciende con el resplandor divino de un cuerpo y se esfuma con el fundir inesperado de una bombilla. No hay transiciones ni estadios intermedios. No hay listas de pros y contras en una libreta cuadriculada. Se ama o no se ama. La misma duda ya es un síntoma del desamor.

La bioquímica es sin embargo tozuda y puñetera. Cuando nos sabemos enamorados lo reconocemos con certeza, pero cuando nos intuimos desenamorados las sensaciones se vuelven más difíciles de interpretar. La música que antes sonaba en allegretto ahora es una cacofonía donde las tripas tocan una melodía y la razón otra muy distinta que las contradice. 

La cosa se complica cuando en la pareja a uno se le apaga el amor y al otro todavía le resplandece. El todavía amante -que ya no amado- se queda descolocado, con cara de lelo, y se instala en un mundo fronterizo que es mitad dolor por el amor perdido y mitad esperanza por el afán de recobrarlo. Ayer mismo el amor estaba ahí, indudable, con vocación de eternidad, y de repente se ha esfumado tras la discusión última y definitiva.

En "Historia de un matrimonio”, el personaje abandonado, el que se queda haciendo pucheros como un niño, es el de Adam Driver, que intenta recobrar a Scarlett Johansson con cien argumentos que se estrellan contra su decisión inamovible. A Scarlett se le terminó el amor y punto. Harta de escuchar su cacofonía interior, decidió que era mejor alejarse del escenario que seguir aguantando ese concierto insoportable de notas discordantes. 

Adam Driver llamará varias veces a su puerta, llorará, implorará, tratará de razonar lo que ya es irrazonable y visceral en el ánimo de su mujer. Sufrirá, y mucho, pero al final de la ruptura, en la derrota final, le consolará saber que el cariño mutuo permanece. Porque “Historia de un matrimonio” no es “Kramer contra Kramer”, ni “La guerra de los Rose”, sino una batalla civilizada donde los dos contendientes van a salir tocados pero no hundidos, fácilmente reciclables para otros amores que les devolverán la sonrisa y la ilusión.




Leer más...

Estación Central de Brasil

🌟🌟🌟


Hay películas que te quitan las ganas de visitar aquellos países donde se ruedan. Funcionan como verdaderas anti-campañas de su Ministerio de Turismo. Yo, desde luego, si fuera el gobernante, a estas películas que luego triunfan en el extranjero les obligaría a devolver las subvenciones concedidas. Las realidades chuscas tienen que quedarse en casa, como sucedía en el cine franquista gracias a los censores, que vendían una realidad paralela donde todo el mundo comía tres platos diarios y estaba encantado de conocerse.

Antes de ver “Estación Central de Brasil”, la excolonia portuguesa ya ocupaba el puesto número 67 en mi lista de preferencias viajeras. En Brasil, si hacemos caso de sus películas, la violencia campa a sus anchas, hace un calor inhumano, pulula demasiada gente sin oficio y en cualquier contexto aparece alguien montando una batucada para interrumpir el sagrado derecho a nuestro silencio. Copacabana y sus mulatonas ya no son atractivos recomendables si lo que buscas es paz y ausencia de tentaciones.

Antes que Brasil tendría que recorrer Europa entera y luego aventurarme en el choque cultural con el Extremo Oriente. Conocer Australia, y Nueva Zelanda, y por supuesto Estados Unidos, que es el escenario eterno de mi cinefilia. Y aprovechando el viaje también Canadá, e incluso México, si me juran por Huitzilopochtli que no va a hacer demasiado calor. La lista de países es larga y exige sacrificar muchas pagas extraordinarias. Brasil ya no me llamaba nada la atención, y ahora, por culpa de la película, ha descendido 20 posiciones en el ránking. Es como ver cualquier película ambientada en la India o en Indonesia. No sé: me agobia.

Esta es la segunda vez que veo “Estación Central de Brasil”, pero la primera que puedo verla en portugués con subtítulos gracias a las opciones de Movistar +. Pero me ha gustado menos que entonces. Donde antes había sentimientos hoy sólo he visto sensiblerías. Apenas dos momentos entrañables salvan esta road movie que transcurre por el inhóspito sertão. Creo que ya solo me conmueven las historias de desamor. Para todo lo demás me ha salido una piel como de elefante. 






Leer más...

El día de la bestia

🌟🌟🌟🌟


“El día de la bestia” ya forma parte de nuestro entramado neuronal. De momento, hasta que vengan otras generaciones a jodernos la marrana y a sumirnos en el olvido, es una película inmortal. No sé si buena o mala: solo digo que inmortal. 

Cuando alguien la menciona te vienen a la cabeza las imágenes imborrables y los diálogos antológicos: “Soy satánico, ¡y de Carabanchel”; “Sí, padre, yo peco la hostia”; "Hace de Cé"... Qué recuerdos. Qué chanzas con los amigotes. Santiago Segura en su “prime". Todo lo suyo que vino después -salvo algún chiste afortunado del primer Torrente- ha sido decadencia y mercantilismo calculado. Una pérdida incalculable.    

Treinta años después de la venida fallida del Anticristo, yo caminaba por la Gran Vía de Madrid bajo el anuncio luminoso de la Schweppes y recordé, como en un acto reflejo, que allí, en el edificio Capitol, o en el estudio que lo recreaba, estuvieron colgados el padre Berriatúa, Jose Mari el rockero y el profesor Cavan del Chichinabo. Los tres Reyes Magos del Anticristo... Recuerdo que hice una foto nocturna para el Instagram y como único comentario puse “666”. Nadie la entendió, o al menos nadie le dio al like. También es verdad que mi cuenta es un sistema muy alejado del centro de la galaxia. 

El último día de mi turisteo por Madrid decidí ir caminando hasta la estación de Chamartín. Y en el camino, claro, me topé con las torres KIO, que oficialmente son la "Puerta de Europa" porque Castilla no es Europa pero sirve de antesala. Y recordé que allí detrás, en una obra que ahora estará sepultada bajo otras diez innecesarias, nació el anti-Dios que fue sacrificado casi de inmediato por el mismo Diablo que lo engendró. En eso, la verdad, “El día de la bestia” siempre ha sido una peli muy confusa. Rematada casi con desgana. 

El Anticristo, al final, era la Anticrista, y ya tenía 16 años cuando el padre Berriatúa vendió su alma para encontrarla. Se ve que llevaba muy equivocados los cálculos de la Cábala. Y en esas estamos, al borde del fin del mundo, como pronosticaba la película, con la Anticrista viviendo en un ático y los cayetanos poniendo orden en las aceras.  





Leer más...

The White Lotus. Temporada 3

🌟🌟🌟🌟


Nueve de cada diez seriéfilos encuestados aseguran que esta tercera temporada les parece un chicle estirado y una completa decepción. “¡Nada que ver con la segunda!”, gritan a coro en las tertulias del asunto. 

La mayoría, curiosamente, asegura haber llegado hasta las playas del tercer episodio y allí ya tumbarse a la bartola. Lo que aconteciese tierra adentro, en los bungalows de lujo o en los putiferios del alto standing, de pronto les traía sin cuidado. “La vida es corta y las series son infinitas”, aseguraban imitando a los monjes budistas que viven apartados de la vorágine turística.

Otros espectadores, los que a pesar de todo perseveran porque se sienten en deuda con las temporadas anteriores, reconocen que  la tercera entrega carece de un desarrollo ágil y de unos personajes carismáticos. Y que Tailandia, además, tan bonita y tan variopinta, queda reducida a una playa y a unas palmeras como las que puede haber en Lanzarote. Sólo los muy pacientes conocerán las calles de Bangkok en los últimos episodios porque de ellos es el reino de los Cielos.

Yo estoy en esa minoría silenciosa que ha llegado al último episodio altamente interesado.  Quizá es porque los ricos siempre me han resultado fascinantes, al mismo tiempo despreciables y dignos de estudio. En “The White Lotus” -como en “Succession” o en “Larry David”- yo les observo y me hago preguntas de índole muy comunista. Es una pedrada que -lo reconozco- proviene del rencor de clase y también de la envidia cochina. Viendo la tercera entrega de la serie yo me preguntaba cuánta pasta hay que tener para coger un avión en Wisconsin, plantarte en Tailandia y no salir durante toda la semana de un chiringuito de la playa. El despilfarro y la vagancia. 

Nadie que tire así el dinero puede ser una buena persona. Si es verdad aquello que dijo Jesús sobre el camello y el ojo de la aguja, las playas de Tailandia, como las de Hawai o las de Sicilia en temporadas anteriores, deberían ser alegorías del infierno: almas avariciosas quemadas por soles de justicia. 






Leer más...

La semilla de la higuera sagrada

 🌟🌟🌟


El algoritmo ya ha llegado a las tierras de Irán. Sálvese quien pueda. Nadie se libra de la epidemia. Incluso allí, bajo la mirada de los ayatolás, ya todo será la misma película archisabida con ligeras variaciones. Chorizos en la fábrica, o quesos de los Zagros.

Ya no existen los tonos de gris, los personajes complejos, las dudas en el alma... Las películas se han vuelto tan simples como el guiñol para los chavalines: hay un bueno, un malo y un cachiporrazo merecido. Los tiempos modernos son tiempos de certezas. El simple hecho de dudar, o de pedir más información, te posiciona junto al enemigo. Ha vuelto el maniqueísmo. Mani, por cierto, predicaba en el desierto de los persas.

En la primera mitad de la película, Iman es un buen hombre superado por las circunstancias. Él, como el verdugo de Berlanga, sólo quiere ascender en la judicatura para comprar un piso más grande y que sus dos hijas adolescentes puedan dormir en habitaciones separadas. Él es un funcionario del régimen, sí, pero un hombre con corazón. Cuando le ascienden salta de alegría, pero a las pocas semanas comprende que los ayatolás le están utilizando para firmar sentencias sin parar, sin apenas tiempo para emitir un juicio justo.

Iman no es el padre de Jessica Lange en “La caja de música”. No es Eichmann en Jerusalén. No se enorgullece de lo que hace. En ese contexto de lunáticos no es lo peor del escalafón. Iman es un hombre atormentado que regresa a casa con el corazón dividido. Por un lado la lealtad a su país; por otro, el bienestar de su familia. Podría haber salido una película cojonuda de aquí, pero estas dualidades ya no se estilan. O eres un hijo de la gran puta o no eres nada. 

Lo normal hubiera sido que las hijas de Iman, que son activistas contra el régimen, dudaran al menos en acabar con su reputación. Con su carrera y casi con su vida. Dos almas igual de divididas y otro drama la mar de interesante... Pero ahora mismo no estamos para esas tonterías. El bebé de “El Verdugo” jamás habría denunciado al pobre José Luis diecisiete años después. Eran otros tiempos. 




Leer más...

Super/Man: La historia de Christopher Reeve

🌟🌟🌟


Apenas a doscientos metros de mi casa, en La Pedanía, vive otro hombre que también sufrió un accidente tonto y se quedó tetrapléjico. Fue hace dos años. No sé en quién piensan los demás cuando pasan estas desgracias, pero los cinéfilos, que tenemos la vida dividida entre la realidad y las películas, siempre nos acordamos de Christopher Reeve cuando alguien sufre el castigo caprichoso de los dioses. 

En el caso de mi vecino -que también era un tipo deportista y fuerte como un roble- la culpa no fue de un caballo receloso, sino de una carretera traicionera. Bajaba un puerto de montaña en bicicleta y salió despedido al meter la rueda en un desagüe de la carretera.  Mi vecino no es Superman, sino Policía Nacional, aunque dicen que de los buenos, no de esos que van por ahí como si vivieran en el Far West. No sé, yo apenas le conocía, solo de vista, por el pueblo, cada uno con sus quehaceres. Un amigo común me dice que el tipo es más majo que las pesetas y que vestido de uniforme se desvivía por los demás. Rara avis, entonces, pero le creo. Mi amigo es un hombre de confianza que sabe distinguir entre la buena gente y la gentuza. 

Mi amigo, de vez en cuando, va a visitarle a su casa -una casa que estuvo en obras durante meses para construir un ascensor exterior y reservar una plaza de aparcamiento. Mi amigo me dice que entra animado pero luego sale consternado. Tiene que ser una experiencia horrible. Mucho más dura que ver un documental en la tele, por mucho que la historia de Christopher Reeve también sea real y nos amargue la tarde y luego, un poco, el duermevela. Cuando apagas la tele, el dolor y el miedo a ser uno el paralizado se desvanecen apenas al minuto. Pero mi vecino, para sus allegados, es una presencia diaria, un recordatorio continuo de la puta suerte que tenemos todos los demás, y que mañana, o ahora mismo, ya podríamos no tener. 

En un documental, además, te falta la mirada directa del infortunado. Su miedo, o su fastidio, o su resignada aceptación, sin un filtro electromagnético.





Leer más...