Ghost in the Shell

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En el futuro que vivirán nuestros tataranietos se morirán los cuerpos, pero no los cerebros. Antes de que la falta de riego sanguíneo inutilice las sinapsis, unos cirujanos abrirán nuestro cráneo, extraerán la masa encefálica y la instalarán en un cuerpo robótico ya preparado en los hospitales, hecho de plásticos y siliconas a imagen y semejanza del género humano.

    Lo que no se cuenta en las películas de ciencia-ficción es que la gente vivirá aterrorizada por morirse de algo que les aplaste los sesos -un choque frontal, una bala explosiva, un piano que cae del quinto piso- mientras que el cuñado, o el vecino, que tuvieron la potra de morirse de un cáncer de pulmón, o de una puñalada en el estómago, reviven al día siguiente en el hospital tan ricamente, y encima en un cuerpo cojonudo que ya no tiene lorzas en la barriga, ni alquitrán en los pulmones. Si la tecnología del volcado neuronal no alcanzara el desarrollo que se promete en Ghost in the Shell, la gente irá por la calle con un casco blindado de diez centímetros de espesor, tuneados al gusto de cada cual, y será como en los años veinte del siglo pasado, cuando todos los hombres llevaban sombrero, y todas las mujeres sombrerito, pero en un estilo más parecido al postapocalipsis metalúrgico de Mad Max.

    Los que tengan la suerte de no morirse neuronalmente, despertarán de la operación con la alegría de haber resucitado de entre los muertos, pero también con la extrañeza de habitar un cuerpo que ya no es el suyo. En las películas siempre resuelven ese momento con un simple comentario: “Usted no se preocupe, es una reacción normal, rápidamente se va a acostumbrar…”. Y en efecto, apenas dos o tres escenas más tarde, la Scarlett Johansson de turno ya está pegando brincos con su nuevo cuerpo fabricado en Taiwan, haciendo pilates con las amigas, o salvando al mundo de los malvados terroristas. Pero no creo, sinceramente, que las cosas sean tan fáciles como las pintan. Uno es sus pensamientos, pero también es su cuerpo, y entre ambas entidades se crea un feedback de influencias que conforman el yo desde la infancia. Yo he creado mi cuerpo, y mi cuerpo me ha creado a mí. Yo no sería el mismo de haber nacido rubio y con ojos azules, ni mi cuerpo sería el mismo de haber nacido yo con otra templanza, o con otra arrogancia. Yo soy yo, y mis vellos corporales, y mis uñas de los pies, y mi ombligo con pelusillas, y mi páncreas estirado como un mapa de Chile, al decir de las ecografías. Sin estos accidentes tan personales ya no sabría reconocerme al despertar.

Si a los setenta años yo renaciera en un cuerpo artificial de macho alfa -porque ya puestos, con la tecnología, no íbamos a conformarnos con otra cosa- seguramente dejaría de ser Álvaro Rodríguez para convertirme en otro tipo que miedo me da aventurar.




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Siempre juntos (Benzinho)

🌟🌟🌟

Dejas de ser niño cuando un día sales a la calle sin la pelota bajo el brazo, persiguiendo otras redondeces que marcarán para siempre tu destino. Dejas de ser joven cuando compruebas que todos los jugadores de tu  equipo preferido ya son menores que tú. Dejas de ser adulto cuando te pones a contar batallitas del fútbol antiguo y un día te descubres solo en el salón, desescuchado por todos, convertido en otro abuelo cebolleta que monologa con la pared. El balón de fútbol -quiero decir- marca las tres edades del buen aficionado, como marca, también, las fechas en rojo de cada año. Y del mismo modo que los chinos del badulaque funcionan con un calendario transversal, y celebran sus festividades cuando nosotros estamos con  San Atanasio, o con el Día Mundial de la Avellana, los futboleros tenemos nuestro propio día de Año Nuevo, y de Nochevieja, un santoral muy particular hecho con camisetas retiradas. Una Semana de Pasión, cuando llegan las semifinales de la Champions, o un día de Acción de Gracias, como los americanos, cuando por fin la conquistas. Que no es, ni de lejos, todos los años. Fiestas no-anuales, irregulares, pero que cuando llegan son la hostia en verso, y el gozo de vivir.

    La otra mitad del planeta que no está enferma de fútbol tiene otros calendarios para marcar el paso del tiempo. Biológicos, o religiosos, que provienen de la noche de los tiempos. En una de esas cronologías dejas de ser niño cuando te descubres capaz de engendrar ídems en la primera polución. Dejas de ser joven cuando nace tu primer hijo y termina la fiesta diurna y la cuchipanda nocturna. Empiezas a sentirte mayor -de pronto con gorra, y rebequita para pasar el otoño- cuando ese primer hijo abandona el nido para formar uno propio, con otro pajarito, o con otra pajaruela.

    Quien esto escribe -que es un futbolero enfermizo, pero también padre de una criatura- está justo ahora en ese hito del camino. Habitando un viejo nido que se ha quedado con una habitación de sobra, y con una tele de más. Como la protagonista de Benzinho, Irene, que al contrario de lo que me está pasando a mí, cae en una depresión verborreica cuando su primogénito se marcha a Alemania a defender su portería profesional de balonmano. Porque estos de Bezinho son brasileños, pero renegados del fútbol, amantes de otros esféricos. A Irene aún le quedan tres hijos menores por criar -dos de ellos pequeñajos y gemelos, dos auténticos coñazos con aspecto de angelotes. Pero ella sabe que, en cierto modo, con la marcha del hijo mayor, algo se quiebra en el calendario. Que algo se muere en el alma cuando un hijo se va, que cantaríamos, parafraseando…





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True Detective. Temporada 3

🌟🌟🌟

La Terrorífica Trinidad de nuestra infancia la conformaban el Coco, el Sacamantecas y el Hombre del Saco. Tres hijos de puta -el primero fantasmagórico, los otros dos al parecer de carne y hueso- que rondaban las calles para secuestrar a los niños que no regresaban a casa cuando anochecía. Nuestras madres -que no daban abasto en un tiempo sin lavadoras automáticas ni microondas en la encimera- no tenían que asomarse a las ventanas para gritarnos que ya eran las seis y media, en invierno, o las nueve, en verano. Nosotros mismos, acojonados, llamábamos al portal nada más ponerse el sol tras la última loma, como si viviéramos en Transilvania y los vampiros surgieran automáticamente de las alcantarillas.

    El Coco era un fantasma que llevaba por cabeza una calabaza, o un coco propiamente dicho, y aunque su aspecto tenía que ser para cagarse por las patas abajo, si aparecía de sopetón, era, en principio, el más inofensivo de la trinidad. Decían de él que sólo hacía uuuh, tendía las manos y te dejaba como mal mayor la temblequera en el cuerpo. Los verdaderamente peligrosos eran los otros dos, los que podrían haber salido en una temporada de cualquiera de True Detective. Una versión a la española, con niños perdidos  en los páramos de Castilla, o en las nieblas de Galicia, y dos detectives autonómicos, o picoletos, de gomina en el pelo y palillo en la boca, siguiendo su rastro en un Seat 131 mientras filosofan sobre la liga de fútbol o sobre la transición a la democracia. Que se las tengan tiesas, de vez en cuando, con un reportero de El Caso que vaya publicando las migajas de la investigación.

    El Sacamantecas, al parecer, fabricaba jabones para las familias más ricas de la ciudad, que apreciaban mucho el tacto de las grasas arrabaleras, y el Hombre del Saco, a falta de más información, te introducía en el saco para llevarte a esos mismos pisos de lujo con fines ambiguos que nuestros padres jamás nos aclararon, y que nosotros -pardillos de otra época, desinformados del intríngulís humano- jamás imaginamos que pudieran ser de motivación sexual. No hubiéramos entendido nada, y nos hubiéramos partido de la risa, además. "¿Un viejo que me quiere tocar el pito'? ¡Ja, ja, já...!" Eran, decididamente, otros tiempos.




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Bohemian Rhapsody

🌟🌟🌟

De adolescentes todavía nos entraba la risa tonta cuando nos enterábamos de que tal cantante, o tal actor -a veces uno tan insospechado como Freddy Mercury, en nuestra ibérica desinformación-, tenía sus preferencias sexuales puestas en la acera de enfrente. Y ya la misma expresión, acera de enfrente, nos da un poco de vergüenza recordarla... 

Los homosexuales existían, claro, eran criaturas de Dios, y nosotros celebrábamos su existencia porque los curas del colegio se indignaban mucho con ellos, y eso, por fuerza, no podía ser malo. Los curas decían que los mariquitas (sic) -ya ves, ellos, los curas...- iban a terminar con la familia y con la natalidad. Y con las buenas costumbres. Decían que los maricones (sic) daban asco a ojos de Dios, y que los socialistas de Felipe González alentaban su existencia y hasta los subvencionaban en sus aquelarres. Los curas citaban mucho aquello del pecado nefando por no decir sodomía, ni gomorría, ni darse por el culo, claro, que en estos asuntos de la penetración manejaban una riqueza de vocabulario, un eufemismo de la vergüenza, que ya daba mucho qué pensar.

    En nuestra tonta adolescencia creíamos que los gays eran cuatro gatos que le ponían morbo y color a la paleta de la sexualidad. Tipos pintorescos, y hasta bufonescos, resalados y provocadores, que lo más cerca que vivían era en Madrid, o en Barcelona, anónimos durante el día y desatados por la noche, en garitos que sólo ellos conocían y frecuentaban. En León ni los concebíamos, por supuesto, porque aquí la homosexualidad no se podía esconder a las madres ni a las vecinas, y decían que sólo en la Estación de Autobuses o en la estación de RENFE se veían cosas, o se denunciaban casos. De tipos que insinuaban, que enseñaban, que hacían no sé qué... A las lesbianas, por supuesto, ni las imaginábamos en mil kilómetros a la redonda, y pensábamos que sólo existían en California, o en Suecia, tostadas al sol de las playas o al civismo de Estocolmo, y que todas trabajaban para la industria del porno posando para las fotos de las revistas, o besándose desnudas en las películas escondidas del videoclub.
  
    Éramos, como se ve, unos merluzos de campeonato, unos cortos de vista, unos recién salidos del nacionalcatolicismo. Todavía no europeos del todo, no abiertos del todo, habitantes de una burbuja heterosexual que en realidad no era tal, sino un engaño mantenido por la publicidad. Y en esa miopía irrespetuosa que ahora costaría explicar a nuestros hijos, llegó el virus del SIDA, y mientras los curas se carcajeaban y daban gracias al Señor por haber enviado la nueva plaga de Egipto -yo los vi, y los escuché- , los demás ya nos reíamos mucho menos con la tontería. Empezamos a quedarnos sin algunos hombres que nos hacían felices en las películas, y en los walkman de Sony, e incluso en algunos programas de la tele, en aquel pleistoceno de la tecnología y de la tolerancia. Freddy Mercury, tan añorado, no fue el primero de todos. 






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Mary and Max

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La soledad es una desgracia. El plato solitario, y la cama semideshecha. Hablar con las paredes. Abrazarse a la almohada. La masturbación. La espalda sin rascar. Viajar al lado de un desconocido en el autobús. La mesa peyorativa del restaurante. El cine entre desconocidos. No poder ni bañarse en el mar, porque nadie se queda al cuidado de las pertenencias. La envidia, o la nostalgia, de las parejas que se besan. La amargura de haber fallado el blanco de la vida, como escribía Houellebecq...

    Hay gente que prefiere vivir sola -“más vale solo que mal acompañado"- pero en realidad es que se han acostumbrado a su carencia, a su déficit, como quien se hace a un dolor crónico, o aprende a manejarse con una sola mano. Han hecho de la soledad una rutina, una supervivencia. Un desafío, incluso, y hay quien lo enfrenta hasta gozosamente, como un cristiano arrojado a la arena del circo. Pero los solitarios, lo sepan o no, están enfermos. Carecen de una vitamina esencial, de un oligoelemento imprescindible. Sobreviven, transitan, pero no hay felicidad posible en la soledad. Sólo su ilusión, de tonto moderno, de lector de libros malos. Incluso Jeremiah Johnson, que quiso apartarse del mundo y recluirse en las montañas, tomó como esposa a la india Swan para abrazarse a alguien en la cabaña, y preparar un desayuno para dos al despertar, que es una forma mucho más humana de desperezarse.


    “No es bueno que el hombre esté sólo”, dice uno de los versículos iniciales del Génesis -el hombre y la mujer, imagino- y ahí sí que coincidimos los ateos recalcitrantes y los creyentes en la Biblia. Todo esto del orgullo single que ahora leemos en los suplementos dominicales no es más que otra moda sociológica, otro invento comercial. El Anti-San Valentín, o qué sé yo. Otro día de rebajas en El Corte Inglés: libros, películas y consoladores con un descuento de hasta el 60%... Max y Mary son dos solitarios que ya saben todo esto. Mary, la pobre, todavía es una niña, y lo intuye más que lo sabe. Max, al otro lado del Océano Pacífico, ya cuarentón, aquejado del mal incurable, libra sus últimas batallas.





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El día de mañana

🌟🌟

Estábamos el amigo y yo con las cervezas en la mano cuando nos dio por glosar, el otro día, en la primera terraza al solete , la belleza sin par de Aura Garrido, que es una actriz por la que ambos suspiramos muy platónicamente al borde ya de la edad provecta, casi como Harvey Keitel y Michael Caine sumergidos en la piscina de La juventud. El amigo y yo nunca coincidimos en gustos mujeriegos, que parece que viviéramos en planetas distintos, del criterio, o de la experiencia, y por eso, cuando nos descubrimos partícipes del mismo triángulo amoroso, nos ponemos muy contentos y celebramos el evento pidiendo una cerveza de más.

    Fue ahí, en la cerveza extra, que ahora comprendo que nunca tuve que haber tomado, cuando el amigo me recomendó El día de mañana, que hace meses habían pasado por el Movistar +. Yo, en principio, me mostraba reacio a seguirle el consejo, por mucho que Aura Garrido paseara en la serie su hermosura. Pero un prurito de decencia me recordó que soy el primero en dar el coñazo a las amistades -y a los cuñados, y a los compañeros de trabajo, y a cualquiera que se ponga por delante- con que “tienes que ver tal serie”, o “no puedes perderte tal película”. Así que me comprometí, en solemne juramento, y con tres cervezas muy fermentadas, a ver la serie completa y a dar parte puntual de mis progresos, como un alumno sujeto a evaluación periódica por su profesor.

    Qué lejos estaba yo de saber, ay, que esos seis episodios iban a ser como seis siglos en la cárcel de mi propio salón. Porque la serie, desde el primer momento, se me hizo chicle masticado, y regüeldo en el esófago. Los hechos narrados en la serie forman parte de la educación sentimental de mi amigo, que es mayor que yo, y supongo que de ahí procedía su didáctico entusiasmo. Pero a mí todo esto del comisario facha y el troskista barbudo, del guateque en la boite y el magreo en el picnic, Arias Navarro y el Espíritu de Febrero, los grises dando hostias y los futuros corruptos huyendo de las porras, me suena a trama de Cuéntame, muy lejana y empalagosa. A Victoria Prego dando la monserga. Sucede, además, que nunca me creo las series dramáticas españolas. Enfrentado a la pantalla de mi televisor, sólo concibo a este país desde la comedia, la astracanada, la gilipollez supina. Azcona y Berlanga, Pajares y Esteso, Muchachada Nui... Son las radiografías más certeras. El enfoque serio no va con nosotros. No nos retrata. Eso se les da mucho mejor a los anglosajones.




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El tercer hombre


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Cuando Holly Martins descubre que su amigo está envuelto en un negocio de penicilina adulterada que deja a los niños de Viena ciegos o tontos, la palabra lealtad, que hasta entonces era un principio moral esculpido en piedra aramea, de pronto se resquebraja como sometido a una temperatura intolerable. Ante las pruebas irrefutables que el ejército británico le pone ante las narices, algo muy valioso se fractura en la cabeza del abatido Holly, haciendo un ruido como de iceberg que se desgaja del continente. Como de falla insondable que de pronto se abre sobre el terreno firme. El jodío Harry, el juerguista Harry, el entrañable Harry, el amigo Harry de toda la vida, no ha defraudado unos cuantos dineros a Hacienda, ni ha montado una estafa piramidal, ni ha plantado macetas de marihuana, ni ha dejado multas de tráfico sin pagar. La lealtad podría decir peccata minuta en todos esos casos. Pero no son crímenes de chichinabo, precisamente, los que han convertido a Harry Lime en el hombre más buscado entre las ruinas de Viena, que no son sólo arquitectónicas, sino también morales, porque la II Guerra Mundial ha dejado miasmas de cinismo en el aire, una polución que se respira para dejar ennegrecidos los pensamientos.

    Y sin embargo, Holly no está dispuesto a mover un solo dedo para que su amigo sea capturado. Su amistad está acabada, pero la lealtad, quebrada como el ala de un pajarillo, todavía hace esfuerzos por volar. Es lo que tiene la amistad, que está hecha de pedernal, de wolframio endurecido, y muchas veces es más resistente a la contrariedad que el amor más loco de los amores. Holly, finalmente, sólo colaborará con las fuerzas del orden cuando en el otro lado de la balanza no estén los niños afectados por la penicilina, sino los ojazos de Anna Schmidt, y su silueta de mujer hermosa escondida bajo el abrigo sempiterno. Que qué mala suerte, también, tener que visitar Viena justo en invierno, cuando las mejores bellísimas se embuten en los ropajes. Tiran más un par de tetas que cien carretas, y que cien pobres desgraciados tirados en el hospital. Hablando de ruinas morales, es casi mejor no pensar en ello...




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Catastrophe. Temporada 4

🌟🌟🌟

Charles Bukowski hubiera dicho que en la cuarta temporada de Catastrophe el capitán salió a comer y los marineros tomaron el barco. Sharon y Rob se han convertido en una pareja más dentro del cotarro sentimental, casi secundaria en su propia serie, relegada a cuatro chistes sobre pollas y coños, y a cuatro conversaciones sobre la crianza de los hijos y la muerte de los seres queridos. Seis episodios para un puñadico de “apariciones estelares”... Casi unos also starring dentro de la comedia brillante que ellos mismos parieron. 




    Dicen por ahí, en los mentideros informados, que los Sharon y Rob de la vida real han sufrido desgracias personales, reveses de la fortuna, y quizá por eso han teñido de gris lo que nació siendo una sitcom descacharrada y deslenguada. Sea como sea, se nos han difuminado, el americano y la irlandesa, que eran nuestra pareja preferida de la tele. Un espejito en el que mirarnos, los amantes imperfectos y débiles, enamorados y contumaces. Aquellos primeros episodios catastróficos casi los vimos con una libretita sobre las rodillas, para apuntar los chistes guarros, las cursiladas de almohada, las estocadas de mala hostia. La Horgan y el Delaney estaban en estado de gracia, los muy jodíos, reyes de su propio reino, Juan Palomos de yo me lo guiso y yo me lo como, con cuatro secundarios cojonudos que les hacían la corte para subrayar la gracia, y servir de contraste. Y no como ahora, que sólo salen para tocar los cojones, para desviar nuestra atención sobre la pareja disfuncional que de verdad nos importaba, que era la suyas.

    Ya en la tercera temporada de Catastrophe había gente que chupaba demasiada cámara, que ocupaba demasiado diálogo. A la serie otrora perfecta tuve que quitarle una estrella de mis michelines cuando vine a este blog a parlotearla. Ahora, filoménico a mi pesar, tengo que quitarle otra... Sólo en el último episodio, Sharon y Rob han vuelto a dejar una pincelada para la esperanza. Volveremos, por tanto, a caer en la tentación cuando llegue la quinta entrega, ya más cercanos todos a la cincuentena que a la crisis de los cuarenta, que era, después de todo, de lo que aquí se trataba. Ay.



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