Dublineses

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Cuando Gabriel descubre a su mujer traspasada por La chica de Aughrim, comprende, abofeteado por una intuición, que él es un personaje secundario en la vida de su esposa. Durante los tres minutos que dura la canción, ella se ausenta por completo, indiferente a su presencia, y viaja muy lejos, a un recuerdo que transforma su rostro y arranca sus lágrimas. Sólo un amor perdido podría transfigurarla así, y Gabriel empieza a preguntarse si su mujer se descompondría del mismo  modo si un día tuviera que recordarle escuchando una música similar.




    Ya estaban a punto de irse de la fiesta, a punto de salvarse, felices y enlazados, pero el cochero se demora, él tarda en calzarse las botas, y de pronto, del piso de arriba, surge la canción que entona el tenor Bartell D’Arcy, y que detiene a Gretta a media escalera. Si todo lo anterior hubiera sucedido sólo un minuto antes… Pero ahora ya es tarde, y algo se ha roto definitivamente entre los dos. Al llegar al hotel ella le hablará de Michael Fury, el muchacho del que estuvo enamorada en su adolescencia. Un chico que también bebía los vientos por ella, y que una noche de invierno -la última que Gretta vivió en casa antes de ser encerrada en el internado de Dublín- se presentó bajo su balcón, cantó La chica de Aughrim y a los pocos días murió, enfriado el cuerpo y congelada el alma. Michael Fury lleva muchos años enterrado en un pueblo lejano, pero esa noche ha renacido de entre los muertos...
   
    Gretta no se abraza a su marido, no le mira, no busca en él el consuelo. Cuenta su historia como quien está soñando, o recordando el amor en una celda solitaria. Finalmente caerá en la cama sorprendida por un sueño repentino y justiciero, y Gabriel se asomará a la ventana para ver nevar sobre Dublín. La nieve cae sobre los vivos y sobre los muertos, piensa, y dentro de unos pocos años todos ellos estarán muertos. Él, y Gretta, y los presentes en la cena de Reyes, en casa de sus tías. Todos se reunirán con Michael Fury en el otro mundo sin Navidad. Gabriel está conmovido y destrozado. Ha comprendido que Gretta le ama, pero que hubo un tiempo en que ella amó a otro hombre con más fiereza, con más desesperación. Es triste, sí, pero qué importa todo en realidad… La vida sigue. Su matrimonio seguirá. Vendrán otras Navidades y otras fiestas. Y otras nieves que irán depositándose sobre los nuevos vivos, y sobre los nuevos muertos. Alguna vez será la última, y la siguiente, la primera.


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Birdman

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Una vez quise ser escritor, en la última aspiración de la juventud, pero la repercusión de lo escrito fue mínima e insuficiente. Enfrascado en la impostura del artista, mi pajarraco interior ya me advertía con la misma voz ronca del Birdman de Michael Keaton. Ese bípedo plume que le recuerda a todas horas que no es un actor, sino una estrella de Hollywood. Un tipo que necesita las tomas cortas y el disfraz de superhéroe para tapar las carencias de su talento. Un farsante que ahora quiere engatusar al público de Broadway y que va a estrellarse sin remedio contra las tablas, por hacer lo que no sabe, y fingir lo que no es.  



    Mi pajarraco -que no era de color azul como el de Birdman, sino negro como los cuervos, más parecido al Rockefeller de José Luis Moreno que a un ave imperial y majestuosa-  también seguía mis pasos por la calle, se sentaba frente a mí en las cafeterías, se ponía a cagar mientras yo me limpiaba los dientes en el baño. Se posaba en el travesaño de una silla y me interrumpía la escritura como a Michael Keaton, el suyo, le interrumpe la meditación,  y ahuyentaba a las musas con el matamoscas mientras las llamaba de todo, desde intrusas a desnortadas, haciéndoles esos mismos gestos obscenos de Rockefeller cuando se metía las alas en los bolsillos...  Luego el hijoputa se volvía, me sonreía con su pico sin dientes y me hablaba con la voz cazallera que me persigue en los monólogos interiores:

    “Lo tuyo es el fútbol, Álvaro, y no la literatura; lo tuyo es lo prosaico, y no lo poético; el bar, y no el ateneo. La chanza, y no el pensamiento. No has tenido una vida digna de contar, ni posees el tono para convertir lo vulgar en universal. La escritura es para hombres de mundo, y tu mundo provinciano ha sido pequeñito y poco exportable. Y tu mundo interior… tu mundo interior es un cajón de sastre, lleno de recuerdos confusos, de fechas mezcladas, átomos desorganizados que jamás formarán una molécula literaria…”

    Así me hablaba mi Birdman particular, irónico y contundente, y siempre remataba sus discursos diciendo: “¡Toma, Moreno!”. Pero hace mucho que no le oigo... Y yo cada día escribo más… Quizá ha emigrado, o se ha quedado mudo, o la ha espichado contra algún tendido eléctrico.



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El método Kominsky. Temporada 2

🌟🌟🌟🌟

Me gustaría llegar a la edad provecta con un amigo que se pareciera mucho a Norman o a Sandy -estos dos pájaros coñones que protagonizan El método Kominsky-, y recrear en la vida real esta serie que hace comedia con las arrugas y las próstatas, los gatillazos de la senectud y los preavisos de la chochera. Pero creo que lo llevo crudo, la verdad, porque ya no son edades para hacer amistades íntimas y perdurables. Una como ésta, que te permita coger el teléfono a las tantas de la madrugada para comentar que estás con una bella señora -o señorita-, y confesar que te has escondido en el cuarto de baño fingiendo un no sé qué y que no, que no se te levanta, que te estás tragando la hombría presumida durante la cena romántica y que a ver qué puede hacerse con el asunto: si respirar hondo y tranquilizarse, si evocar eróticos recuerdos de la juventud, o si ganarle tiempo al principio activo del Viagra contando chistes en la cama, o prolongando los prolegómenos, o a saber qué otros palomos sacados de la chistera del mago veterano. Una amistad que luego, en otros momentos menos cómicos -que también los hay en El método Kominsky-  te deje llorar en su presencia a lágrima viva, sin pedir permiso ni perdón, porque se te ha ido otro ser querido y estás roto por dentro, y sabes que la muerte va aligerando la lista de pedidos para llegar al tuyo ya no muy tarde, como un cliente inquieto en la cola del McDonald’s.



    Pero ya no es tiempo para estas conquistas. Las amistades de tal calibre vienen forjadas desde la infancia, o desde la mili, de cuando existía la mili y los que no la hicimos perdimos esa oportunidad histórica de la confraternidad bajo la bandera, y bajo los efectos del calimocho cuartelero. De la infancia me quedan conocidos de tomarse un café, resumir el último año en media hora y empezar a sentir que la confianza plena no tiene cabida ni oportunidad. De ahora, de ahora mismo, sólo podría tomarme estas confianzas con un amigo al que quiero más que a las pesetas. Vendría, si se lo pidiera, al cuarto de baño imaginado en la madrugada y me pasaría los remedios necesarios por el ventanuco, silenciosa y clandestinamente. Pero hay un problema: mi amigo ya casi está en la edad de los señores Kominsky, y yo todavía transito por la edad ilusoria que no es otoño ni juventud. Ni yo sabría aconsejarle sobre los achaques traicioneros de los años, ni a él se le ocurriría pedir ayuda a un pipiolo como yo.



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El Rey

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Reconozco que soy un pesimista que siempre escribe que el mundo no cambia, y que las estructuras del poder nunca se mueven. Pero sé que en realidad no es así. En tiempo de los césares, Alberto San Juan y su cuadrilla habrían sido crucificados a lo largo de la Vía Apia como Espartaco y sus bolcheviques con taparrabo, por haber ofendido al emperador con el estreno teatral de El Rey, que es la obra antiborbónica que aquí se presenta en formato de película. En ella se deslizan, se insinúan -¡y hasta se dicen!- cosas tan graves de quien ya es rey emérito y ex cazador de elefantes, ex amante de bellas señoritas y ex huésped sempiterno de las jaimas de la Arabia, que uno, por fuerza, por mucho que despotrique contra la democracia imperfecta y la ley mordaza de los cojones, ha de reconocer que algo se ha movido desde que Suetonio escribiera Vidas de los doce césares vigilando de reojo la entrada de los pretorianos.



    Alberto San Juan habrá pensado: Juan Carlos se nos muere en cualquier momento, de cualquier caída tonta o de cualquier disparo accidental, sin ninguna Clínica Quirón en quinientos kilómetros a la redonda, y a ver quién es el guapo que estrena una obra crítica cuando los telediarios abran con la fanfarria, los periódicos lamenten a ocho columnas y se instauren 19 días de luto oficial y 500 noches de ostracismo para quien ose recordar que don Juan Carlos -el primero, y de momento el único-, es un personaje real con más sombras que luces. Con más cosas por explicar que las explicadas hasta la saciedad. Ésas mismas que en el obituario nos recordarán los panegiristas de la campechanía hasta que se les agote la baba en la impresora…

    Alberto San Juan es un guerrillero simbólico de la Sierra Maestra, pero tiene los pies en el suelo, y la cabeza en su sitio, y sabe que nuestra generación nunca verá los papeles desclasificados, o filtrados por algún Garganta Profunda apellidado Pérez o García. En el país que inventó la Chapuza Nacional, sorprende que el único éxito de la T.I.A. de Mortadelo y Filemón sea éste. Precisamente éste. Manda cojones.



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Futurama. Temporada 1


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“Si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie”, decía un aristócrata en El Gatopardo, temeroso de que Garibaldi y sus camisas rojas acabaran con los privilegios de su clase. Esta frase se ha usado tanto en las facultades de Ciencias Políticas y en las tertulias de los políticos aficionados -allá en los bares donde arreglamos el mundo con cuatro chatos y cuatro tapas de callos con garbanzos-, que ya suena realmente a cliché, a sentencia resobada, y hasta siento un poco de vergüenza al recordarla. Pero lo cierto es que encierra una verdad como una casa de grande. Tan grande como una mansión de la vieja aristocracia siciliana a la que pertenecía el mismo Tomasi de Lampedusa. Una casta detestable de ésas que denuncia Pablo Iglesias en sus alegatos, y que sobrevivió, ciertamente, a todos los avatares de la historia -fascismo y Franco Battiato incluidos- y que seguramente, en el año 3000 de Futurama, todavía seguirá sin dar un palo al agua entre los olivares que trabajarán unos robots que nunca ondearán banderas rojas cada primero de Mayo.



    Matt Groening -que traía la mente preclara- y David X. Cohen -que traía la mente científica- se juntaron en 1999 para crear una serie de animación que en realidad viene a decir lo mismo que decía Lampedusa: que en el año 3000 todo habrá cambiado, pero todo seguirá más o menos igual. Cuando el tontolaba de Fry despierta de su criogenización involuntaria mil años después, no se extraña gran cosa de lo que ve: hay robots parlanchines que se emborrachan bebiendo cervezas, alienígenas multiformes que hacen turismo por las calles, y mujeres guapísimas de un solo ojo que trabajan para empresas intergalácticas de paquetería. Los coches atestan el tráfico aéreo de las ciudades, las anchoas se han extinguido incluso en el mar Cantábrico de Revilla, y el béisbol se juega en estadios cúbicos con la bola atada a una cuerda. Pero por lo demás, ni Philip Fry, ni los espectadores que ya estábamos un poco cansados de Los Simpson y hemos redescubierto en Futurama el descojone padre y la inteligencia madre, nos rascamos mucho el cogote cuando descubrimos las maravillas que conocerán los nietos de nuestros tataranietos.

    Un milenio no es nada en la evolución de las especies que enseñó el abuelo Darwin. El homo sapiens lleva cien mil años siendo más o menos el mismo, y entre el pintor de las cuevas de Altamira y el dibujante jefe de Futurama apenas hay un teléfono móvil de diferencia. Dentro de mil años, nuestro ADN muy poco modificado seguirá jodiéndolo todo, amando a morir, odiando a degüello, refugiándose en el sentido del humor cuando la tarde del domingo se vuelva insoportable, y alguien ponga en el DVD una serie de animación que fantaseará con el año 4000 de nuestra era…



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El hombre que mató a Liberty Valance

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Si los hermanos Lumière, allá en su aldea gala, hubieran inventado el cine en el siglo III antes de Cristo, la epopeya de los romanos expandiéndose por Italia se habría llamado Northern, o Southern, pero no Western, a la americana, porque ellos no tuvieron más remedio que seguir el sentido de los meridianos, tan cercanos y tan asfixiantes sus dos mares.

     En esas películas imaginarias que narrarían cómo los romanos fueron fundando poblachos, abriendo minas y ocupando pastos con sus gladiums, los samnitas hubieran hecho de indios arapajoes, y los etruscos, que llevaban muchos siglos de vida pacífica, de indios apaches resignados a vivir en las reservas. Los duelos entre vaqueros se hubieran dirimido a espadazo limpio entre los viñedos, y las cogorzas, que predisponen a la pelea y a la chulería, se hubieran cogido con un buen vino de la Umbría rebajado con agua, tan lejos de los efectos instantáneos del whisky peleón. Los romanos se quitarían el casco antes de entrar en el saloon, pagarían sus consumiciones con denarios de plata y subirían al piso superior para fornicar entre divanes y almohadones, nada que ver con las camas de muelles chirriantes que usaban en todos los territorios al oeste del Misisipi. Pero salvando estos detalles de atrezzo, que nada quitan ni añaden a la leyenda, el Northen-Southern de los romanos habría sido muy parecido al western americano que vimos desde pequeñitos, sin coscarnos del trasfondo socio-económico de los duelos al sol.



     El hombre que mató a Liberty Valance es una obra maestra porque sale James Stewart haciendo de James Stewart -tembloroso y tierno- y John Wayne haciendo de John Wayne -imponente y oscuro-, y no sabría explicar mejor el buen rato que hoy he pasado con esta película, retrotraído a mi infancia de los sábados por la tarde en el Cine Pasaje, o en el salón de mi casa, ante la vieja Philips en blanco y negro. Pero es que la película del maestro Ford, además, viene con carga didáctica. Una lección de historia. El día que Liberty Valance mordió el polvo en Shinbone, todo cambió en el Oeste de los americanos. Los funcionarios del Este tomaron cartas en el asunto y enviaron a sus políticos, a sus abogados, a su recaudadores de impuestos, a poner orden en ese territorio salvaje donde cada uno se defendía con su propia minga, hasta donde diera la suerte o la puntería. Nos parece que fue hace la hostia de tiempo, pero en realidad estos acontecimientos distan menos de 150 años. Apenas un puñado de generaciones. De hecho, entre el río Misisipi y el río Pecos, todavía hay muchos vaqueros montaraces que siguen desconfiando de la “escoria de Washington” y preferirían dirimir las cuitas disparando sus subfusiles de asalto, hijos perfeccionados de aquellos Colts del 45 como el que Liberty Valance llevaba en su cintura.   



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Diecisiete

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A los diecisiete años yo era un gilipollas agazapado entre libros, y extenuado entre pajas. Tampoco había tiempo para otras cosas, ni opciones para otros desahogos. Los curas nos apretaban las clavijas con mil exigencias diarias para luego clavar el examen de Selectividad y hacernos hombres y derechos en alguna carrera de las que otorgaban prestigios y dineros.  Y las chicas… Las chicas estaban demasiado lejos para apretarnos cualquier clavija. Se sentaban a nuestro lado, pero habitaban en otro planeta. Nosotros interactuábamos con su holograma, con su espectro amable pero distante. Ellas depositaban su amor y su carne en tipos que estudiaban en los institutos públicos: los macarrillas con moto, los rockabillys ridículos, los chulitos de mi propio barrio que no sabían hacer la o con un canuto pero ya se los fumaban a escondidas, y que ya presumían, con una sonrisa ahostiable, de haberse estrenado en el Asunto, y hacer serios avances en su práctica. Hombres de verdad que eran la envidia cochinera de todos los que vivíamos subyugados por una religión que no era la nuestra. Por una pacatería que nos volvía tan imbéciles y tan poco atractivos.



    Pero tampoco quiero echar balones fuera. Echarle la culpa al sistema, o a la ceguera de las muchachas. A los diecisiete años uno tenía muy poquitas cosas que ofrecer. Casi como ahora, si no fuera por el disimulo de las canas, y la verborrea de la cultura.  Comparado con este delincuente tan poco común de la película, mi yo de hace treinta años es como si perteneciera a una especie inferior, incapaz de manejar herramientas, de resolver problemas de supervivencia, de enfrentarse a quien te toca las narices con un gesto de orgullo alzando la barbilla. Qué habría hecho yo, solo en el mundo, enfrentado a la vida real, y no a la vida doméstica del estudiante sobreprotegido, o del tontolaba de nacimiento, que todavía no lo sé fijo. Debería pagarme unas buenas sesiones con el psicoanalista para resolver estas dudas, ahora que están tan desprestigiados, porque intuyo -y si no, no conozco al género humano- que la gente les rehuye porque descubren la verdad, y ya nadie paga por escuchar la verdad.



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El astronauta


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Si algo valoro en los españoles -que son los compatriotas que me tocaron en suerte, no buscados, pero ya familiares y cercanos- es su capacidad para reírse de sí mismos. He viajado muy poco, y he flirteado nada y menos con extranjeras, pero me dicen, los que sí han deshecho camas en otras geografías, que lo nuestro -o lo suyo, porque yo sigo siendo un escandinavo extraviado - es un caso único de inclinación al autofustigamiento. Pero cachondo. Este defecto colectivo es el que quizá nos ha impedido avanzar por los siglos de los siglos, haciendo juergas de las derrotas, y chistes de los batacazos, en lugar de levantarnos con orgullo y producir bienes de consumo como los europeos laboriosos. Pero, al mismo tiempo, ha producido  una estirpe de humoristas que vienen dando mucha caña desde el Siglo de Oro, con mucho arte y mucha mala follá, a veces tocados por las musas, como David Broncano y sus secuaces del siglo XXI, y otras abandonados por ellas, como estos chiquilicuatres que hace cincuenta años se juntaron para rodar la parodia del Apolo XI y su histórica singladura.



    El astronauta es una de esas películas infumables que de vez en cuando apetece ver para echar unas risas, sin más, desprejuiciados y desmadejados en el sofá, que al final vamos a terminar convirtiéndonos en unos sibaritas insufribles, críticos con pipa, de tanto buscar sólo la obra maestra o la serie de relumbrón. En 1970, en los secanos de Minglanilla, cuatro ociosos que ya no le sacan gusto al tute deciden emular a los ingenieros de la NASA y construir un cohete espacial para enviar a Tony Leblanc a la Luna. ¿Y cómo hacerlo, sin conocimientos básicos de física, con un motor arrancado al Seat 600 de Venancio, con la única financiación del cacique del lugar, que sueña con ver su nombre escrito en los periódicos y hacerse famoso en los cabarets de la capital? Pues a puro huevo, por cojones, encajando lo inencajable, como siempre se ha hecho en este país. La película es muy mala, repito, pero no puedo reprimir la sonrisa continua y tontorrona. Nunca entendí cómo la censura se preocupaba tanto de los polvos y tan poco de estos ejercicios nada patrióticos, que venían a hurgar en la herida del subdesarrollo, del cutrerío, de la chapuza nacional. Los de VOX -que son fachas mucho más inteligentes que sus padres, y que sus abuelos- no van a permitir estos antiespañolismos cuando lleguen al poder. Avisados estamos.



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