El topo


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No sé muy bien por qué, en la deriva ociosa de estos días, he terminado releyendo las viejas novelas de John le Carré y Graham Greene, ambientadas en los tiempos de la Guerra Fría. Quizá porque la Guerra Fría sigue sin descongelarse entre chinos y americanos, entre europeos del norte y europeos del sur, y en esta crisis las viejas tácticas de intoxicación y propaganda han vuelto a ponerse de moda, y se guerrea mucho más en los despachos burocráticos que en los cuarteles de la OTAN.

    Los dos, John le Carré y Graham Greene, fueron agentes de inteligencia al servicio de Su Majestad, y saben bien de lo que hablan cuando relatan ese ambiente de los conciliábulos, de los vasos de whisky que se comparten al final de la jornada entre colegas que se admiran y se envidian entre sí. Y que también, por supuesto, se espían por el rabillo del ojo, por si alguno de ellos fuera el famoso topo que trabaja para los soviéticos.



    Los dos autores escriben con un tono parecido, tristón y lluvioso, y eso no puede ser casualidad. Se nota que abandonaron la carrera por la misma puerta de atrás, la de los desencantados que tenían historias que contar. Los personajes de sus novelas son hombres inteligentes pero grises, que ya vienen de vuelta del oficio, o que permanecen en él porque se les da bien espiar y enredar, y de algo hay que comer. Hombres que al principio se apuntaron porque pagaban bien, porque les daba caché ante las mujeres, o, simplemente, porque querían hacer carrera dentro de la administración.

    Algunos, incluso, empezaron creyendo que libraban una guerra trascendente contra el comunismo manejando teletipos y sellando documentos con el “top secret”. Pero poco a poco descubrieron que su trabajo sólo era un trasiego de papeles, un tráfico de secretos que en el fondo no eran más que gilipolleces, cosas muy banales que unos se robaban a otros para justificar los sueldos y los viajes a Estambul, o a Viena, donde se cortaba el bacalao de los intercambios y se compadreaba un poco con el enemigo, entre alcoholes y prostitutas.

    La Guerra Fría, como todos sabemos, la ganó la hamburguesa, y no la carrera de armamentos, ni la labor de los intrigantes. Los alemanes de la RDA que derribaron el Muro de Berlín sólo querían probar la McRoyal con queso, que veían a todas horas anunciada en la televisión occidental.



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Reservoir Dogs

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Cuando ves una película de un director desconocido siempre piensas: “¿Será esto el principio de una gran amistad?” Generalmente ya vienes con referencias, predispuesto a que te guste, porque si no, no te tomas la molestia. Nunca ves una película en plan masoquista salvo que te la recomiende una bella señorita, para tenerla contenta, o te la meta por los ojos un amigo muy plasta -y yo soy uno de esos amigos muy plastas- para quitártelo de encima y luego, al menos, darte el gustazo de reafirmarte en que la película era una mierda, y decirle que menos mal, tío, que hay otras cosas que sustentan nuestra amistad. Porque si no, habría que hacer como decía Carlos Pumares cuando llamaban a su programa de la radio y le preguntaban: “Tengo un amigo que dice que Rocky IV es muy buena. ¿Tú qué opinas?”. Y Pumares le respondía: “Que cambies de amigo”.



    La primera película de Quentin Tarantino que yo vi fue Reservoir Dogs,  en un pase de Canal +, cuando Canal + era un cacharrico que podías llevarlo de una casa a la otra con su llave blanca y su euroconector, y te crecían los amigos como hongos -que no las chicas guapas, ay- porque allí, en la cajita mágica, había películas, y fútbol los domingos, y porno sin distorsionar los viernes por la noche. Recuerdo que Reservoir Dogs venía envuelta en una agria polémica sobre el uso y abuso que hacía de la violencia. “Quentin Tarantino es un tipo vacío sin nada que contar”, decían unos; “Un genio del diálogo y de la narración posmoderna”, sostenían otros. A veces uno también se acerca a las películas por curiosidad, sólo para poder opinar.

    Reservoir Dogs empieza con un grupo de maleantes reunidos en la mesa de una cafetería. Se ve que están allí para tramar algo turbio, pero el primer diálogo versa sobre Like a virgin, la canción de Madonna. El señor Rubio afirma que trata de una mujer muy sensible, golpeada por la vida, que por fin ha encontrado a un hombre maravilloso en quien poder confiar. Y se siente eso, feliz, como una virgen. El señor Marrón, sin embargo, cree que la canción trata de una experta comehombres que ha encontrado la polla más grande de su vida, y que al sentirla dentro de su ser, abriéndose camino, recuerda dolorosamente cómo fue su primer polvo. Cuando era virgen.

    Luego los maleantes discuten sobre la carrera musical de Madonna, sobre la necesidad de dejar un 10% de propina a la camarera, y al final de la escena salen a la calle a recoger sus coches, en pandilla, al ritmo de Little Green Bag. No tuve que esperar al final de la película para comprender que aquello mío con Quentin Tarantino no era el principio de una gran amistad, sino el principio de un gran amor. Y así fue. Ya casi va para para treinta años, nuestro feliz matrimonio, que sólo ha conocido un par de desencuentros. Peccata minuta.




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Los otros


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De pronto, viendo Los otros, un escalofrío me ha recorrido la columna vertebral. No por la película en sí, que es de final conocido, ni por la belleza de Nicole Kidman, que también produce escalofríos, pero de otro tipo, y en otro lugar de la anatomía, sino porque me ha dado por pensar que a lo peor yo también estoy muerto, como ella y sus retoños, y que de lo corto que soy aún no me he enterado, y en realidad estoy rascándome una barriga que ya no es acúmulo de grasa, sino ectoplasma desnatado.

    En seis semanas de encierro y teletrabajo no he ido más allá del supermercado, y lo cierto es que, como sucede en la película, tras el supermercado se extiende una niebla muy densa que no te deja continuar y te confunde los sentidos. Y te impide ver el país de los vivos, o el país de los muertos, a saber, que quizá es inaccesible y en él es obligatorio vivir en la república independiente de la casa encantada, o del piso de cochambre, que en el Más Allá seguro que siguen existiendo las clases sociales.


    No sé… Seguro que son tonterías mías. No hay intrusos vivos en mi casa que hagan ruidos extraños, amueblando las habitaciones que yo dejé libres a mi casero. Y Eddie, mi perrete, que es inmune al coronavirus, sigue ahí, dormitando en el sofá, sin extrañar mi nueva naturaleza de fantasma. No ha venido, tampoco, ningún ex inquilino a reclamar su lado de la cama, ni tampoco el mando a distancia de la tele, aunque es posible que sea un muerto tan antiguo que no sepa lo que es un mando a distancia, ni una tele.

    Eso sí: la panadera, el otro día, al bajarse de la furgoneta, me miró como sorprendida de verme otra vez en la carretera, pidiéndole una barra de pan rústico y una bolsa mediana de magdalenas. Fue sólo un segundo de… brillo en sus ojos: “¿Pero tú no estabas muerto?” Quién sabe: quizá ya está acostumbrada a que los fantasmas sigan bajando a comprar pan, inconscientes de su incongruencia, y ya ni se molesta en advertirnos. Y hasta puede que, para no perder el negocio de los muertos, nos esté vendiendo barras imaginarias que alimentan el espíritu.



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La ola

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Herr Wenger, en “La ola”, advierte a sus alumnos que Alemania se cree vacunada contra el fascismo, pero una crisis económica, un cataclismo medio ambiental, podría devolverlos a 1933 para que los matones ocupen de nuevo el poder y campen a sus anchas.

    Los alumnos responden al desafío lanzado por su profesor: haría falta un desempleo galopante, aventuran, y una gran injusticia social, para que la gente decidiera suicidarse en una autocracia como lemmings tirándose por el barranco. Y mucho desapego político, claro, y una conciencia nacional exacerbada, cosa que en Alemania siempre da un poco de yuyu. Herr Wenger asiente, enigmático… Estamos en el año 2007 y la cuestión parece un asunto retórico, un simple ejercicio para aprobar la asignatura de sociales.



    Ahora, 13 años después, el fascismo imposible ya se ha vuelto sólo improbable. De la nulidad matemática hemos pasado al número decimal. Y quién sabe si al entero… En Alemania, y aquí, y en cualquier lugar donde hace nada era impensable. Cuando nos dejen salir de casa, habrá un desempleo galopante, que era la condición primera que expusieron los chavales. La injusticia social, en tal panorama, sólo será su consecuencia lógica. ¿Desapego político? Las redes arden contra la clase política. El mensaje de “todos son iguales”, sin distinción, inútiles o corruptos, ineficaces o asesinos, ha calado. Y uno se pregunta, desde su mermada inteligencia, si la gente que así opina desea instaurar la I Anarquía Nacional o prefiere que salgan los militares a imponer orden. Es todo muy contradictorio…

    Y las banderas, claro… Yo mismo me reía, al principio de la pandemia, de los “anticuerpos españoles” que presumía tener el político ese de la metralleta. Pero la chorrada también ha calado. Hizo fortuna, y ahora España se ha llenado de banderas que apelan al orgullo nacional para “combatir el virus”, como si el virus supiera lo que es una frontera, o supiera distinguir a un cacereño de un argelino. Es todo muy ridículo.

    Estamos más cerca de lo que pensamos, del cataclismo que conjeturaba herr Wenger en la película. Seguramente el meteorito pasará a muchos kilómetros de distancia, pero ya está ahí, surcando el espacio. Ha abandonado la nube de Oort, y se dirige hacia el Sol.




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Yo, Tonya

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Tonya Harding nació pobre. Su madre la pegaba. Tuvo un padre biológico y unos cuantos honorarios. Estaba destinada a ganarse la vida en profesiones humillantes o de cobrar el mínimo vital. Cuando su madre descubrió que tenía dotes para el patinaje, le obligó a dejar la escuela en una decisión que aquí sería motivo de denuncia, de intervención de los servicios sociales. Al final les salió bien, o medio mal, la jugada, pero el riesgo de convertirse en carne de cañón se multiplicó por mucho en su bolsa de valores.



    Tonya Harding nació entre la masa amorfa de los pobres sin remedio, de los olvidados que algún día serán recompensados en el Reino de los Cielos. Pero Tonya Harding también nació con una combinación mágica de genes. Una carambola cromosómica entre un millón, o entre diez millones, que dotó a sus piernas de la fuerza, a sus músculos de la flexibilidad, a su oído interno del equilibrio. Y a la neuronas que rigen la voluntad y la mala hostia, de un reforzamiento en las sinapsis que convirtió a Tonya en un bicho competitivo con el que era mejor no cruzarte si querías disputarle una medalla o un campeonato de patinaje.


    La permeabilidad entre las clases sociales a veces se produce así: cuando todo está escrito, y el medio ambiente presiona hasta aplastarte contra el suelo, descubres que tu ADN, en algunas secuencias del genoma, ha producido una cadena de bases nitrogenadas que ya no es biológica, sino mineral, oro puro que reluce entre la bioquímica celular. Un prodigio de la alquimia que dejaría patidifusos a los brujos medievales. El gen, de vez en cuando, viene al rescate del desheredado. Le dota de inteligencia, o de habilidad, o de una belleza que deja enamorados a los espectadores. Los saca del arroyo o de la chabola y les catapulta a otro estrato de la vida, como también le sucedió a Maradona, o a Ava Gardner. Ellos, como Tonya, tampoco supieron dilatar el tiempo de su fortuna. O quizá sí, según como se mire. Que les quiten lo regateado, o lo bailado, o lo patinado.



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Especiales

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No todos los días ve uno películas sobre su propio trabajo. Los gángsters, los abogados y los caballeros Jedi están más acostumbrados a verse reflejados en la pantalla, y supongo que a veces montan tertulias para comentar el último estreno entre risas o indignaciones. Pero en mi caso, que educo a muchachos autistas con problemas de conducta -adolescentes que no entienden el mundo, que no manejan la frustración, que cuentan con pocos recursos para comunicarse y a veces explotan en agresiones o autoagresiones- es la primera vez que voy al trabajo sin levantarme del sofá. Una sensación extraña, novedosa, como de verme seguido por la cámara de un documental, y no participando como espectador distante de una ficción.

    Quizá se haya tocado el tema en alguna cinematografía como la de Hungría o la del Alto Volta, pero en el mainstream, que yo sepa -y yo soy muy mainstream a pesar del postureo- sólo se han visto autistas de alta inteligencia como Raymond Babbitt, nuestro querido Rain Man, que existir existen, desde luego, y te dejan con la boca abierta y el corazón desconsolado. Pero estos genios encerrados en sí mismos son más la excepción que la regla, más el asombro que la realidad, dentro de esta desolación que convierte a quien la padece en un Robinson Crusoe  naufragado en la Quinta Avenida de Nueva York.



    Me daba miedo, ver Especiales, porque Nakache y Toledano son los mismos cineastas que firmaron Intocable, aquella historia del paralítico y su asistente senegalés que me dejó más frío que emocionado. El único insensible, al parecer, en varios pársecs a la redonda. Pero Especiales me la recomendaban de continuo, las compañeras del trabajo, y hasta los críticos de cine que iluminan mi sendero se confabulaban en el entusiasmo. Y aunque yo escurría el bulto con la excusa de que no encontraba la película, porque aún estaba muy cara, en el pago, o grabada de cochambre, en el pirateo, ayer me la topé sin buscarla, subtitulada y todo, y ya no tuve excusa cinéfila o profesional para escaquearme del asunto.

    Y la verdad es que no me arrepiento. He pasado dos horas buscando la ñoñería en Especiales, la concesión al melodrama para luego venir aquí y escribir: “¡Lo sabía! Nakache y Toledano son dos blandos que se han metido en un jardín y yo, desde mi experiencia, puedo asegurar que…”. Pero no. No hay fisura. Estos tipos saben de lo que hablan. O les toca de cerca, o se han documentado de puta madre. Especiales no es, desde luego, un subproducto de Antena 3 en la sobremesa. No edulcora la realidad, ni vende remedios milagrosos. Es dura cuando tiene que serlo y esperanzada cuando asoma un rayo de luz. Uno mínimo, entre los nubarrones, que anima a seguir en el trabajo. Mi trabajo.



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The Gentlemen


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No he fumado un porro en mi vida. Pero ya tengo ganas, la verdad. He estado a punto dos veces, en las tonterías del amor, para hacerlo más tonto todavía, o más excitante, pero a ver quién tiene huevos ahora, de salir a la calle, al trapicheo, con el billete enrollado entre los dedos, y la china oculta en la palma de la mano. ¿Cuánto sería eso, en múltiplos de 600 euros, que es ahora como se miden las inconsecuencias ciudadanas, o los caprichos de quienes multan? Así que nada, lo dejaré para un tercer antojo del romanticismo, cuando el porro de la realidad se haya disuelto en la atmósfera, y el mundo vuelva a ser lo que era, con toda su crudeza de cabeza despejada. Lo de ahora es trágico, o tragicómico, y por sí mismo, ya sólo con respirar el aire, parece igualico que el mal viaje de una calada, que yo nunca he fumado, ya digo, pero sé de lo que hablo, porque tengo amigos que a veces me dejan inhalar el humo que les sobra.



    The Gentlemen es la historia de un traficante de marihuana, Michael Pearson, que quiere vender su lucrativo imperio porque ya no está en edad de pegar tiros, ni de evitarlos, y sueña con un retiro lejos de las islas Británicas, donde siempre luzca el sol y su mujer ande todo el día en bikini, o desnuda. Mickey recibe varias ofertas, pero ninguna le satisface, y los compradores, impacientes, deciden optar por el plan B y arrebatarle el negocio a tiro limpio, como en la época clásica de los gángsters, donde nadie llegaba a la categoría de gentlemen por una simple cuestión de selección natural entre asesinos.

   Todo esto, claro, sucede antes del coronavirus, en la Inglaterra del año 1 a. de C., donde los matones van sin mascarilla y no respetan la distancia social para repartirse unas buenas hostias. Supongo que ahora el negocio de Mickey valdrá diez veces más, o cien, porque la demanda de porros se ha multiplicado, las furgonetas siguen circulando, y hay gente que los necesita más que yo, que sólo bromeo, y está dispuesta a correr riesgos para relajar la tensión, echarse unas risas tontas, y olvidar por un rato que todo esto es una gran puta mierda que se cuela por las ventanas, cuando ventilas.



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Better Call Saul. Temporada 5.


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Tengo un amigo del alma que tiene sus manías, como todo el mundo, cuando opina sobre series de televisión. Aparte de mi hijo, él es la única persona con la que puedo compartir impresiones sobre Better Call Saul, y el otro día, para contener mi verborrea entusiasta -que tiende a desbordarse y a no dejar hablar al interlocutor-, me recordó que a él le gusta mucho la serie, sí, pero sólo cuando no aparece su protagonista, el propio Saul, que es como si me dices que te gusta Kojac pero cuando no sale Kojac, o, sin salir de Nuevo México, que disfrutas mucho con Breaking Bad si no sale Walter White en pantalla, cocinando la metanfetamina, o cargándose a los narcos con la barba sin afeitar.



    Mi amigo es así, un poco tocapelotas, capaz de defender la paella sin arroz, o la casa sin tejado, pero yo entiendo lo que quiere decir. La transustanciación de Jimmy McGill en Saul Goodman es la espina dorsal de la serie. La caída en el lado oscuro de quien ya tenía el alma oscura, aunque el corazón lo siga teniendo limpio, y eso le siga provocando remordimientos en las tripas. Una metástasis de la hostia, que muchas veces le oprime el plexo solar…  Pero a su lado hay muchos personajes que también lidian con su Darth Vader interior, que se sienten tentados por los caminos más rápidos, más fáciles, más seductores de la Fuerza, pero no más fuertes, ni más éticos, como enseñaba el maestro Yoda en la Facultad de Derecho de Coruscant.

     Al lado de Jimmy vive una mujer maravillosa que le aguanta y le sostiene. Y no es fácil, tratándose del viejo Saul, que a veces hace trucos muy chistosos y otras veces saca conejos muertos de la chistera. Kim Wexler imaginaba ser una abogada íntegra, de exitosa carrera,  respetuosa con las normas. Una dama Jedi que sin embargo, al lado de Jimmy, está descubriendo que todos llevamos algo de sangre Sith en las venas.  Better Call Saul también es la historia de un ángel que poco a poco se va ensuciando las alas. Que empieza a descubrir que entre el cielo y el infierno hay muchas capas de atmósfera.



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