Shoot the moon

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Mi inconsciente -al que he bautizado Freud Jr. en homenaje al abuelo Sigmund- ha vuelto a hacerme de las suyas con la descarga de una película. Ante Shoot the moon yo ya tenía el estómago lleno, la luz apagada, las piernas estiradas, los cascos ajustados, el teléfono en silencio... Una naranja amarilla y muy ácida puesta al alcance de la mano por si me entraba la gusa a media película. Y Eddie ya dormitando en su esquinita, también cagado y meado, antes del toque de queda. Ni una gana tenía yo de levantarme en las dos horas que iba a durar Shoot the moon, esta película olvidada de Alan Parker que citaban el otro día en la revista de cine con mucha reverencia, y que yo ni pajolera idea, la verdad.

    Pero empieza la película -que tenía en un USB enchufado al televisor- y descubro, para mi fastidio, y casi para mi berrinche, que el subtítulo que Freud Jr. ha bajado para seguir estos desamores no está en castellano, sino en el mismo inglés que hablan los personajes, como si esto fuera una película de Speak Up para gente que de verdad domina el idioma, y no como yo, que soy un fulano de “nivel medio” que casi no se entera de nada. ¿Aplazar la película para otro día? Ni de coña. ¿Levantarme para buscar otra cosa en la estantería? Ni hablar. No quiero mover ni un músculo en el sofá. Además, tengo el capricho obtuso de ver esta película hoy mismo, sin tardanza, más bien para quitármela de encima, porque presiento que su historia me va a hacer daño, y que va a rozar una pequeña llaga que todavía escuece en la tripa. En el “diodenar”, que diría Chiquito de la Calzada.

    Deduzco que Freud Jr. ha bajado este subtítulo  para disuadirme del empeño, maniobrando a mis espaldas para cuidarme como un ángel laborioso y metepatas. Pero una vez descubierto su truco, decido no hacerle caso, y me lanzo al subtítulo en inglés como un suicida, como un tipo de “nivel alto”, confiado en que lo que no entienda por vía oral lo entenderé por vía escrita, y si no, lo adivinaré en los gestos de estos dos intérpretes prodigiosos, Albert Finney y Diane Keaton, que bordan el drama desgarrador de dos personas que ya no se quieren y sin embargo no pueden dejar de quererse.





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El cuarto mandamiento

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Carlos Pumares decía que El cuarto mandamiento era tan buena como Ciudadano Kane, e incluso más, pero que los productores de la RKO se la habían jodido a Orson Welles para dejarnos este legado amputado y paticorto. Sostenía, Pumares, en su programa de la radio, que si a pesar de todo El cuarto mandamiento era una película tan deslumbrante y maravillosa, cómo hubiera sido, ay, la película completa que soñó Orson Welles en plena forma, todavía joven e hiperactivo, si no hubiera empezado a joder con sus problemas financieros, y con sus rifirrafes con los ejecutivos. Con sus visiones artísticas tan adelantadas a su tiempo.

    Yo, que era un acólito de Pumares, soñaba con ver algún día El cuarto mandamiento, pero era una película inencontrable en los años 80, en León, sin internet, sin Movistar +, sin emule, sin sección de VHS en El Corte Inglés porque todavía no lo habían construido. Sin Amazon, sin Filmoteca Nacional, sin videoclubs con un rincón delicatessen para lo viejuno. Sin nada de nada, sólo la esperanza de una madrugada en la Segunda Cadena, o de un ciclo de Orson Welles en la Obra Cultural de Caja España, adonde yo iba los días de diario a fabricarme una cinefilia respetable, y a ligar, si había suerte, con alguna cinéfila que todavía hoy no he encontrado por la vida.

    Fue ahí, justamente, en la Obra Cultural, donde al fin pude ver El cuarto mandamiento, pero muchos años más tarde, y en compañía de un amigo que a veces me seguía en estas obsesiones de la cinefilia provinciana. En la primera escena de la película recordé que el  título original era “La magnificencia de los Amberson”, y que a Pumares, que ya llevaba años sin hacer su programa, se le escapaba casi un jadeo cuando pronunciaba ese título tan rimbombante, “La magnificencia de los Amberson”, que reverberaba en mi cabeza en contraste con la escasa magnificencia de los Rodríguez, y de los Martínez, de los que yo provenía modestamente.

    Luego, la verdad, la película no fue para tanto. Y esta noche, en una casualidad del TCM, lo he vuelto a confirmar. Solía pasar con las pedradas de Pumares, que era -y sigue siendo- un crítico tan particular para unas cosas y tan académico para otras. Mi amigo y yo salimos de aquella sesión un poco defraudados, cabizbajos, un poco estafados a pesar del precio muy razonable de la entrada.  Sólo un año antes, en Ciudadano Kane, Welles había hecho cine, gran cine, pero ahora había regresado al teatro que le vio nacer como autor, todo tan acartonado, y recitativo, y plúmbeo, de cine que le chiflaba a nuestras madres.

-          Y además no había ninguna chica decente en la sala -le dije a mi amigo, y él me sonrió como diciendo: “A mí me da igual, que ya tengo novia”.





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Antidisturbios

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A veces basta con ver medio episodio de una serie para saber que no va contigo. A veces, como en Antidisturbios, bastan tres minutos para saber que has dado en el clavo y que ya vas a engancharte hasta el final, a pesar de las sospechas iniciales, de los recelos del bolchevique que esperaba la primera excusa para darle al stop y recular.

    Porque yo, la verdad, venía a Antidisturbios sin mucha confianza, sólo porque un amigo me la recomendó la última noche de los bares, antes de que los cerraran, y porque en los títulos de crédito figuraban Rodrigo Sorogoyen e Isabel Peña, aunque eso último que perpetraron en Madre no tenga perdón de Dios. Mi pedrada con Antidisturbios es que nos las iban a endiñar, los del gobierno, ahora que la cosa se pone cruda en lo económico, y que las calles se llenarán de pobres a los que habrá que meter otra vez en vereda porque se manifiestan andando y no en coches, y sin portar banderitas rojigualdas. Y dentro de nada, los catalanes, ya cíclicos como la gripe, a los que también habrá que reconducir cuando se empeñen en votar, ¡en una democracia!, que dónde se habrá visto semejante despropósito.

    Tenía yo la imagen clavada del Jefazo de la Policía que en las ruedas de prensa de Fernando Simón, allá por la primavera, salía junto al generalote y el picoletísimo como diciendo: llevamos cuarenta años sin salir al recreo y ya nos tocaba disfrutar un poquitín. ¿Y si Antidisturbios -pensaba yo- fuera una campaña de blanqueamiento? ¿Una cosa de Movistar + subvencionada por el gobierno para reclutar jovenzuelos como hacen los americanos cuando emprenden una nueva guerra, y cantan las bondades de su ejército en las películas belicosas?

    Pero no, no hay nada de eso en Antidisturbios. Ni siquiera se aborda la cuestión. Esto va de otra cosa. Todo es gris, contradictorio, ambivalente, en sus personajes. En los que hacen de antidisturbios y en los que no. Aquí te tratan como un espectador inteligente, que puede sacar sus propias conclusiones. Aquí no hay santos ni bestias, ni buenos ni malos: sólo gente que hace su trabajo y que tiene muchas debilidades, y un sueldo que perder, como todo hijo de vecino. Bueno sí: hay unos malos impepinables, que son los corruptos de toda la vida, los del traje y la corbata. Esos cabrones que hacen la pasta gansa a costa de todos nosotros, de los currelas y de los antidisturbios, que en realidad vivimos en el mismo saco de los enculados. En la próxima movida, a los polis de la porra, volveremos a invitarlos a que se pongan de nuestro lado, en la barricada, porque son nuestros hermanos, aunque ellos todavía no lo sepan.



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El espíritu del 45

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En 1945, al terminar la II Guerra Mundial, los británicos le perdieron el miedo a la muerte. Los que se quedaron en casa habían sufrido cinco años de bombardeos, y los que pelearon en el frente habían visto pasar las balas muy cerca del corazón. Unos y otros quedaron curados de espanto. Una vez recobrada la paz, decidieron que ya nada ni nadie les iba a privar de vivir una buena vida. Entre las ruinas de las ciudades derruidas, votaron al Partido Laborista y se olvidaron durante unos cuantos años del gran héroe de la guerra, Winston Churchill, que con sus méritos y con sus grandes frases seguía siendo un burgués muy proclive a los ricos y los poderosos. Las clases medias y trabajadoras decidieron montar una sociedad nueva, igualitaria, de riquezas repartidas y derechos sociales garantizados. Un socialismo estatal que regulaba los excesos de la economía capitalista. Ningún lord se atrevió a sacar al ejército a la calle, ni a manipular las urnas electorales. El populacho venía de pelear en una guerra y caminaba soliviantado y enardecido. Los mineros, los obreros, los ferroviarios, los estibadores, todos  habían aprendido a combatir y a organizarse. Tampoco eran, además, unos rojos que pretendiesen expropiar sus mansiones y sodomizar a los sacerdotes anglicanos. Sólo pedían una vivienda digna, una sanidad universal, una escolaridad decente para sus hijos.

    En el plazo de muy pocos años, para construir este  Estado del Bienestar, los británicos nacionalizaron los recursos energéticos, las redes de transporte, los servicios postales. Crearon un Ministerio de la Vivienda y un Sistema Nacional de Salud. De la noche a la mañana dejaron de ser Oliver Twist y se volvieron ciudadanos dignos. Con las necesidades más elementales cubiertas por el Estado, le dedicaron más tiempo al ocio, al amor, al mero placer de vivir. El sueño duró treinta años. Las generaciones que no vivieron la guerra ni conocieron el hambre no supieron valorar el esfuerzo de sus padres, y llegaron a pensar que el bienestar era una cosa que se daba por supuesta, que venía de serie en las disposiciones de la vida. Que los ricos ya se habían rendido a la evidencia irrebatible de una sociedad más justa. Se equivocaron de half a half, claro. Engañados por los fantasmas del comunismo y del despilfarro, muchos incautos y muchos mamones votaron a Margaret Thatcher en el año 79, y firmaron el acta de defunción de aquellos buenos tiempos. 

    Maggie era el bulldog de las clases pudientes, la espada flamígera de su venganza contra los pobres. Los plebeyos llevaban treinta años jugando en el jardín y ya era hora de que alguien les pateara el culo y les dijera cuatro cosas bien dichas: que eran unos vagos, unos alcohólicos, unos piojosos, unos delincuentes. Nada más llegar al poder, Maggie sacó las tijeras del costurero y se puso a recortar como una loca. Invitó a varios neoliberales a jugar una gran partida de Monopoly y en un par de tardes se repartieron todos los servicios que prestaba el Estado. Para enriquecerse a costa de la chusma, todo lo volvieron más caro y de peor calidad. Maggie, designada por las urnas, se partía el culo de risa en el número 10 de Downing Street. Las carcajadas podían escucharse desde el otro lado del río Támesis.

    Esto es, más o menos, lo que viene a contar Ken Loach en su documental "El espíritu del 45". Imprescindible. Impagable. Dan ganas de llorar, y de liarse a hostias -dialécticas, por supuesto- con unos cuantos que yo me sé.





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La noche del cazador

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La noche del cazador tiene momentos memorables y momentos ridículos. Tres o cuatro cosas para el recuerdo y una sarta de sandeces que ya no se sostienen. Nunca olvidaremos, por ejemplo, lo del “love” and “hate” escrito en los nudillos del predicador. Porque quién no va por la vida con el amor en un puño y el odio en el otro, preparado para lo bueno y para lo malo. Amar es imprescindible, pero odiar también es sano, dignifica, te posiciona ante la vida.  Lo que pasa es que el predicador odia las cosas que a nosotros nos gustan tanto, y por eso nos cae como una patada en el culo. Aparte de que sea el hombre del saco, claro.

    Curiosamente, en castellano, el amor y el odio también se escriben con cuatro letras, lo que no puede ser una casualidad. Seguro que tiene algo que ver con la Cábala, o con el carácter universal de las pasiones. Además, qué narices: el amor y el odio son dos caras de la misma moneda, de la misma luna. La cara visible y la cara oculta. Sólo se odia lo que se amó, o lo que se desea amar y es inalcanzable. Lo otro es indiferencia, que se escribe con muchas más letras, exactamente el triple.

    Toda la parte final de La noche del cazador es un porro fumado en Navidad. Siempre recuerdo a aquel internauta que escribió: “Es obligatorio ver los clásicos, pero no es obligatorio aplaudirlos”. La “obra maestra” de Charles Laughton se ha quedado vieja, muy vieja, pero los nostálgicos, los que se acojonaron cuando la vieron de niños y ahora conducen al pueblo elegido de la cinefilia, nunca van a reconocerlo. Me temo que el emperador camina desnudo, pero son muy pocos los que se atreven a señalarlo. O eso, o que los disidentes somos unos cinéfilos de pacotilla, provincianos, con medias luces, incapacitados para apreciar la gran belleza de las cosas. No digo que no, por supuesto. La gran belleza, por cierto, la película de Sorrentino, sí que era una obra maestra...

    En mi barrio también había un hombre del saco. Lo vimos una vez, mientras jugábamos a la pelota. Subía por la cuesta sin el saco. Era un hombre avejentado, sucio, mal afeitado, medio borracho o medio ido.  Alguien gritó “¡Ése es!” y salimos todos corriendo, acojonados. No me fijé si llevaba algo escrito en los nudillos. Nunca lo volvimos a ver. No se casó con ninguna de nuestras madres. Ninguna estaba viuda, y ninguna dejó a su marido por él. Tampoco había nadie con 10.000 dólares escondidos en un Geyperman. Nuestra infancia no fue gran cosa, pero de esa mandanga sí que nos libramos, gracias a los dioses.





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On the Rocks

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El mundo de Sofia Coppola es el mundo del pijerío. Se ve que lo conoce al dedillo porque vive en él, o porque le fascina su paisanaje. Lo normal sería que fueran ambas cosas, dado su pedigrí de nacimiento, los Coppola de toda la vida, con las mansiones y los viñedos, los apartamentos en Nueva York y las vacaciones en Europa. Pero quizá Sofia reniega de su condición, repudia a sus semejantes, y simplemente es que conoce bien el percal, y lo retrata como nadie en sus películas.  Yo mismo, que me crie en el arrabal de León, fui a un colegio exclusivo donde era alumno desubicado y transgresor. Pero quedé tan marcado por mis compañeros del pijerío, por su modo de vivir y de comportarse, que veo a los personajes de Sofia Coppola y es como si les conociera de toda la vida, tan glamurosos, tan atildados, tan de ensalada en Pijo`s Cafe a 90 pavos la tontería.

    Yo, como Sofia con su cámara, no dejaba de seguir asombrado a mis pijos: su manera de hablar, sus ropas, sus preocupaciones crematísticas... La perfección de sus dientes, de su vocabulario, de sus maneras educadas. Mis compañeros nunca llevaban roña en las uñas, ni cerumen en el oído, ni legañas en el lagrimal. Nosotros, los del barrio, nos lavábamos todas las mañanas, por supuesto, pero al poco rato de estar en clase siempre manaba una disfunción cutánea que delataba tu origen. Ellos, como los personajes de Sofia Coppola, lo llevaban todo en su sitio, sin mácula, sin tacha. Impecables y pluscuamperfectos. Eran odiosos, pero también eso, fascinantes, y no te digo nada las chicas pijas, tan hermosas, tan repeinadas, con sus cabellos rubios que en mi barrio no se cultivaban, y con sus diademas, y con sus faldas reglamentarias de las monjas...

    Deberían de repatearme el culo, estos retratos del pijerío que pinta Sofia en sus películas. Pero el amor, ay, nos iguala a todos en sus penurias. En las alegrías no, porque hay amores de 5ª Avenida y amores de polígono industrial. Pero en la desdicha, todos somos hermanos y hermanas. Que los ricos también lloren cuando les va mal en la vida, pues mira, que les den por el culo; pero si lloran por desamor, o porque temen perderlo, yo estoy con ellos, empático y desclasado.




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Polvo de estrellas (o el iPod de Proust)

 

Si Marcel Proust viajó a su infancia tras probar una magdalena mojada en té, yo, estos días, he viajado a la mía escuchando viejos podcasts en un iPod. Los de Polvo de Estrellas de Antena 3, aquel programa de cine que Carlos Pumares presentaba en las madrugadas de la radio justo cuando José María García tenía a bien soltar el micrófono.

En las últimas semanas, cada vez que salía a pasear por el monte, ponía en el iPod una de aquellas emisiones, y entre que apenas me cruzo con nadie, y que la naturaleza del monte podría ser casi la misma de antaño, porque aquí hasta las furgonetas de los hortelanos siguen siendo las Citroën de toda la vida, el iPod se me ha vuelto condensador de fluzo nada más rebasar yo la velocidad de 5 kms/h, y  ha obrado el milagro del retroceso en los relojes. Era tal, el efecto que obraban en mí los viejos programas de Pumares, que, sugestionado, transportado a otra época de mi vida, yo apretaba el paso por los senderos como hacía de chavalote, sin jadeos ni fastidios, apurando los hectómetros como si ya no existieran las lorzas ni las oxidaciones celulares.

    Iba por el monte, sí, pero en realidad yo estaba vez otra vez tumbado en mi cama, en León, a las dos o tres de la madrugada, haciendo como que repasaba el temario para un examen, o dejando que transcurriera lánguidamente la madrugada. Una verdadera sinestesia, ésa que me llevaba del archivo sonoro a la sensación táctil de estar tumbado a oscuras, soñando con una vida futura más divertida y excitante, que ya ves tú qué mierda, de mejoría... Mis paseos transcurrían en el año 2020 del Señor, pero en el iPod salían oyentes que le preguntan a Pumares si era mejor el sistema VHS o el Beta, y qué narices es eso del DVD plateado que viene anunciado de América, o si merece la pena comprar un televisor panorámico o seguir apostando por uno cuadrado tradicional. Oyentes preocupados por si algún día se rodará la segunda parte de El Señor de los Anillos en dibujos animados, o si algún día existirá un banco de datos donde puedan hacerse consultas  de cine sin confiarlo todo a la memoria prodigiosa del señor Pumares... Y yo, teletransportado, pero con un pie puesto en el presente para no despeñarme, no sabía si maravillarme por tanto disparate anacrónico y echarme a reír, o si hacer la cuenta exacta de los años que han pasado y dejarme llevar por la melancolía, allá en el monte solitario, acompañado tan sólo por el perrete, que perseguía a los conejos y a los topillos entre las viñas de las laderas.






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Días de radio

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Ahora que sabemos lo que pasó -y lo que no pasó, y lo que dicen que pasó- se hace extraño ver a Mia Farrow en las películas de Woody Allen cuando era la actriz y la amante, la musa y la compañera. Es como si un amigo divorciado te pasara el vídeo de su boda, o de su luna de miel, en Bora Bora, con esa mujer que ahora le odia y desea su ruina completa. Eran tan dichosos entonces... A todos nos ha pasado esto del vídeo traidor que te vomita el pasado feliz, sólo que nosotros solemos tirar esas cosas a la basura, o a la papelera de reciclaje, y ya no queda ni rastro de su hijaputez. O las guardamos en discos duros tan ultrasecretos que luego ya no sabemos ni dónde están. Pero las películas de Woody Allen son historia, patrimonio público, y sus tiempos gozosos con Mia Farrow están a la vista de todos, como un recordatorio de que todo es efímero y enclenque en el amor.

    De todos modos, el papel de Mia Farrow en Historias de la radio es episódico, intermitente, porque se trata de una película coral, sin personajes principales, y estos pensamientos se diluyen en el resto de anécdotas y recuerdos. Historias de la radio es el homenaje de Woody Allen a la radio de su infancia, allá en Brooklyn, cuando el invento de Marconi era el rey del salón, y toda la familia se reunía a su alrededor para conocer las noticias del mundo, y las canciones de moda, y los inventos maravillosos que se anunciaban en las pausas. Fue mucho antes de que se inventara la tele, y siglos, eones, antes de que un ovni venido de Andrómeda nos trajera lo de internet.

    Aunque en mi casa teníamos televisor,  la infancia radiofónica de Woody Allen se parece mucho a la mía, y quizá por eso la película me toca cierto tuétano de los huesos. En mi casa la radio estaba encendida a todas horas. Mi madre hacía sus labores llevando la vieja Grundig por todas las habitaciones, y eso empapaba la casa de ondas hertzianas, a veces lejanas, a veces cercanas, según dónde estuviera la tarea. Cuando mi padre llegaba del taller, comíamos con la radio puesta, para escuchar el parte. Todavía hoy, cuando visito a mi madre, comemos con la radio puesta, en la mesa de la cocina, para comentar las noticias... Yo me apropiaba de la Grundig por las tardes, para escuchar los partidos de fútbol, y Los 40 principales, cuando me entró la tontería. Luego, por la noche, mi madre hacía las cenas con ella puesta, al hilo del último noticiero, y cuando mi padre llegaba del cine, a las tantas, escuchaba los deportes con José María García, y yo a veces me asomaba por allí, a ver qué decían del Madrid...  


    Tengo muchos recuerdos de la tele, pero creo que tengo más de la radio: de las voces, de las sintonías, de los anuncios. Había unos puros que se llamaban como yo, y que tenían mucha vitola.





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