La noche del cazador

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La noche del cazador tiene momentos memorables y momentos ridículos. Tres o cuatro cosas para el recuerdo y una sarta de sandeces que ya no se sostienen. Nunca olvidaremos, por ejemplo, lo del “love” and “hate” escrito en los nudillos del predicador. Porque quién no va por la vida con el amor en un puño y el odio en el otro, preparado para lo bueno y para lo malo. Amar es imprescindible, pero odiar también es sano, dignifica, te posiciona ante la vida.  Lo que pasa es que el predicador odia las cosas que a nosotros nos gustan tanto, y por eso nos cae como una patada en el culo. Aparte de que sea el hombre del saco, claro.

    Curiosamente, en castellano, el amor y el odio también se escriben con cuatro letras, lo que no puede ser una casualidad. Seguro que tiene algo que ver con la Cábala, o con el carácter universal de las pasiones. Además, qué narices: el amor y el odio son dos caras de la misma moneda, de la misma luna. La cara visible y la cara oculta. Sólo se odia lo que se amó, o lo que se desea amar y es inalcanzable. Lo otro es indiferencia, que se escribe con muchas más letras, exactamente el triple.

    Toda la parte final de La noche del cazador es un porro fumado en Navidad. Siempre recuerdo a aquel internauta que escribió: “Es obligatorio ver los clásicos, pero no es obligatorio aplaudirlos”. La “obra maestra” de Charles Laughton se ha quedado vieja, muy vieja, pero los nostálgicos, los que se acojonaron cuando la vieron de niños y ahora conducen al pueblo elegido de la cinefilia, nunca van a reconocerlo. Me temo que el emperador camina desnudo, pero son muy pocos los que se atreven a señalarlo. O eso, o que los disidentes somos unos cinéfilos de pacotilla, provincianos, con medias luces, incapacitados para apreciar la gran belleza de las cosas. No digo que no, por supuesto. La gran belleza, por cierto, la película de Sorrentino, sí que era una obra maestra...

    En mi barrio también había un hombre del saco. Lo vimos una vez, mientras jugábamos a la pelota. Subía por la cuesta sin el saco. Era un hombre avejentado, sucio, mal afeitado, medio borracho o medio ido.  Alguien gritó “¡Ése es!” y salimos todos corriendo, acojonados. No me fijé si llevaba algo escrito en los nudillos. Nunca lo volvimos a ver. No se casó con ninguna de nuestras madres. Ninguna estaba viuda, y ninguna dejó a su marido por él. Tampoco había nadie con 10.000 dólares escondidos en un Geyperman. Nuestra infancia no fue gran cosa, pero de esa mandanga sí que nos libramos, gracias a los dioses.