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As bestas

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“As bestas” ha sido el acontecimiento del año en La Pedanía. Más aún: yo diría que ha sido el acontecimiento de la década, e incluso del siglo, porque hay gente que ha visto la película y que no pisaba un cine desde el estreno de “Titanic”, allá por el año 98.

Aquí, la verdad, el cine no suele interesar gran cosa, y mucho menos el cine nacional. Las salas de Ponferrada solo hacen negocio con los adolescentes granulosos y con las hordas familiares. Más allá de las pelis de Marvel, de Santiago Segura o de dibujos animados, el resto pasa sin pena ni gloria o directamente ya no se estrena. Así que el espectador con “pretensiones” se ha refugiado en la paz del hogar y en la oferta de las plataformas, donde hay incluso gente rara, casi toda de la capital, que le pone subtítulos a las películas extranjeras con lo fácil que es escucharlas en cristiano.

“As bestas”, sin embargo, ha logrado el milagro de llevar al cine a todos mis vecinos. Por una vez en la vida -y yo vivo aquí, precisamente, desde que se hundió la maqueta del “Titanic”- he sido el último en asistir al acontecimiento. “¿Pero todavía no la has visto...?”, me preguntaban un poco perplejos. Yo esperaba, no sé, una confluencia de los astros, pero al final la he visto en mi casa, en el sofá, junto a T., en un acto de protesta contra esos cines que solo ahora se han acordado del espectador cultureta. Además, la copia ilegal que he pescado es cojonuda, para nada un screener o una mangurriada.  

El éxito local de “As bestas” se debe a que gran parte de su metraje se rodó cerca de aquí, en las lindes con Galicia, en una aldea unipoblacional donde solo vivía un paisano con su rebaño de cabras. A su rodaje se presentó tanta gente para participar de figurantes que hasta yo mismo, que vivo en mi burbuja, conozco a varios que lo intentaron con suerte dispar . Al chico de la bicicleta, por ejemplo, no le conozco personalmente, pero sí de oídas. No lo hace mal. Queda muy natural ante la cámara. A partir de mañana voy a decir en La Pedanía no solo que ya he visto la película, sino que además soy amigo, casi íntimo, fíjate, de uno de sus actores.





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El reino

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No hay que ser muy listo para deducir que este reino sin nombre -el que estos cortesanos de traje y corbata esquilman para irse de yates con las esposas y de putas con los compadres- es el reino de Valencia que los camps y los zapalanas saquearon hasta dejar sólo las telarañas y dos gorritas amarillas de cuando recibieron al Papa emocionados. Y dos tornillos que se cayeron de los Fórmula 1 cuando quemaban goma por el circuito de la ciudad.

Para que el homenaje a la tierra valenciana no quede tan evidente, Rodrigo Sorogoyen rodó algunos exteriores en Madrid para hacer más universal el concepto de corrupción. Más transautonómico, digamos. Y luego, ya para esparcir la mierda en plan urbi et urbi, le puso a la jefa de los golfos apandadores -“La Ceballos”- un acento andaluz que disimulara su inquietante parecido con doña Rita, aquella chumadora que ponía orden y disciplina en estos latrocinios que asolaron los telediarios. De este modo, el público de derechas también sale reconfortado de ver “El reino”, y puede contarle a las amistades que “los andaluces también robaban”, los EREs y tal, que lo han dicho en la película, y que la corrupción es una cosa de todos los partidos políticos, de todos, y que ya está bien de señalar siempre a los mismos.

    No se salva ni Dios, en “El reino”. Poque no hay dios que pueda perdonar a todos estos atracadores: ni a los contumaces ni a los arrepentidos. Así se titulaba, justamente, otra película de Rodrigo Sorogoyen. Yo, en eso, estoy con el personaje de Bárbara Lennie imitando a Ana Pastor: ¡y una mierda!, los actos de contrición. Que le corten la cabeza igual al hijoputa este. Y que devuelva lo robado. Lo triste es que tampoco hay dios que pueda perdonar a los periodistas “incisivos” como ella. Cómo se puede ser tan lista, tan valiente, tan “independiente”, y no saber que el dueño que te paga está puesto ahí, precisamente, para proteger a los más altos saqueadores del reino. 





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Antidisturbios

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A veces basta con ver medio episodio de una serie para saber que no va contigo. A veces, como en Antidisturbios, bastan tres minutos para saber que has dado en el clavo y que ya vas a engancharte hasta el final, a pesar de las sospechas iniciales, de los recelos del bolchevique que esperaba la primera excusa para darle al stop y recular.

    Porque yo, la verdad, venía a Antidisturbios sin mucha confianza, sólo porque un amigo me la recomendó la última noche de los bares, antes de que los cerraran, y porque en los títulos de crédito figuraban Rodrigo Sorogoyen e Isabel Peña, aunque eso último que perpetraron en Madre no tenga perdón de Dios. Mi pedrada con Antidisturbios es que nos las iban a endiñar, los del gobierno, ahora que la cosa se pone cruda en lo económico, y que las calles se llenarán de pobres a los que habrá que meter otra vez en vereda porque se manifiestan andando y no en coches, y sin portar banderitas rojigualdas. Y dentro de nada, los catalanes, ya cíclicos como la gripe, a los que también habrá que reconducir cuando se empeñen en votar, ¡en una democracia!, que dónde se habrá visto semejante despropósito.

    Tenía yo la imagen clavada del Jefazo de la Policía que en las ruedas de prensa de Fernando Simón, allá por la primavera, salía junto al generalote y el picoletísimo como diciendo: llevamos cuarenta años sin salir al recreo y ya nos tocaba disfrutar un poquitín. ¿Y si Antidisturbios -pensaba yo- fuera una campaña de blanqueamiento? ¿Una cosa de Movistar + subvencionada por el gobierno para reclutar jovenzuelos como hacen los americanos cuando emprenden una nueva guerra, y cantan las bondades de su ejército en las películas belicosas?

    Pero no, no hay nada de eso en Antidisturbios. Ni siquiera se aborda la cuestión. Esto va de otra cosa. Todo es gris, contradictorio, ambivalente, en sus personajes. En los que hacen de antidisturbios y en los que no. Aquí te tratan como un espectador inteligente, que puede sacar sus propias conclusiones. Aquí no hay santos ni bestias, ni buenos ni malos: sólo gente que hace su trabajo y que tiene muchas debilidades, y un sueldo que perder, como todo hijo de vecino. Bueno sí: hay unos malos impepinables, que son los corruptos de toda la vida, los del traje y la corbata. Esos cabrones que hacen la pasta gansa a costa de todos nosotros, de los currelas y de los antidisturbios, que en realidad vivimos en el mismo saco de los enculados. En la próxima movida, a los polis de la porra, volveremos a invitarlos a que se pongan de nuestro lado, en la barricada, porque son nuestros hermanos, aunque ellos todavía no lo sepan.



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