El truco final

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Uno viene a las películas de Christopher Nolan a entretenerse. Pero también, por qué no, a que le estimulen la inteligencia. Lo que pasa es que esto es como la estimulación anal: que a veces, cuando hay confianza -y con Christopher Nolan hay confianza- uno se deja acariciar el ojete, se relaja, se siente tratado como una persona inteligente y sensible, y de pronto, zas, te encuentras con que el fulano te la ha metido doblada, y que se descojona a tus espaldas, mitad amante y mitad cabronazo. Terminada la experiencia -quiero decir, la película- ya no sabes muy bien qué pensar: por un lado ha sido excitante, y por otro, una humillación. Sea como sea, se te queda la cara de tonto...

Aquí, en El truco final, la cuestión es saber si la máquina de Tesla produce o no fotocopias de las cosas, y ya puestos a electrocutarse, fotocopias de uno mismo. Saber si Nolan ha hecho una película de ciencia-ficción o si el mago Angiers sólo perpetraba otro de sus trucos, apoyado en la existencia de su gemelo... Da igual: quien la haya visto, sabrá de qué hablo, y quien no, se va a quedar como estaba, porque esto es como hablar en chino, y no desmenuzo gran cosa con el spoiler.

Después de apagar el DVD, recomponer el gesto y tantearme subrepticiamente el ojete, me he puesto a pensar qué haría yo con una máquina de Tesla que funcionase. Lo primero, eso seguro, fotocopiarme a las ocho de la mañana para que Álvaro Bis fuera a trabajar mientras yo me quedo durmiendo un rato más. Luego sacaría al perrete sin prisas, y haría un poco de ejercicio, y avanzaría un poco en la nueva escritura sin recorrido... O sea, vivir. El problema iba a surgir cuando Álvaro Bis regresara al hogar. No íbamos a disputarnos el mando a distancia, eso no, porque somos idénticos en los gustos, y a los dos nos mola Broncano y la NBA, pero ya, para empezar, habría que poner dos platos, y dos lavadoras, y dos de todo... Eso no sería problema: lo haría por una mujer aventurera, aí que cómo no iba a hacerlo con mi clon, que soy yo mismo. Lo que pasa es que, como dicen en la película, cuando tu clon descubre que dependes de él para seguir con el truco, estás en sus manos, y una de dos: o cedes en todo, y te conviertes en su esclavo, o le asesinas -o sea, te asesinas- o tienes que inventarte otro número para seguir de vacaciones.




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Reyes de la noche

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La única guerra que yo he vivido como combatiente es justamente ésta: la Guerra de las Ondas. La que se cuenta en “Reyes de la Noche”. Una guerra civil que enfrentaba a dos Españas radiofónicas a las doce de la noche. Tuvo lugar en la Península Ibérica, a finales del siglo XX, y ha llovido tanto desde entonces -bueno, cada vez llueve menos- que aquello ya parece la guerra del general Espartero, o el desembarco en Alhucemas.

Yo era combatiente, ya digo, y además encarnizado, hombro con hombro en la trinchera de José Ramón, que entonces era el viento fresco y la radio divertida. Hasta que de tanto fingirse su némesis, J. R. se acabó convirtiendo en su mortal enemigo. Yo por entonces era un converso, un traidor de García. Yo, como otros tantos, me había venido de Sylvania a Freedonia a echarme unas risas, y a desprenderme de la trascendencia. Qué me importaba ya el último escándalo de la Federación, o la última corruptela del Ministerio de Deportes, si sólo quería divertirme y pasar las noches en vela.

Dejar a José María García fue casi como dejar a un padre. En mi niñez, mi padre, el biológico, cuando venía de trabajar, cenaba en la cocina, y ponía Supergarcía en la hora cero para enterarse de la última cagada del Madrid, que era lo que a él le levantaba la moral tras estar 16 horas al pie del cañón en otra guerra muy diferente: una guerra de comer, de llegar a fin de mes. La lucha de clases... Yo le esperaba remoloneando por la casa, disimulando con los deberes, y me sentaba un rato en la cocina para escuchar el programa. Así fue cómo me hice de García. Su voz -familiar, histriónica, inconfundible- me acompañó hasta la llegada en falso de la madurez. Con García viví mil desgracias deportivas y un puñado de momentos eufóricos. Una vez que vino la Vuelta a España a León, mis amigos y yo nos grillamos una clase para verle a él, no a los ciclistas. Le adorábamos... Pero luego se volvió un tiranuelo sin gracia y hubo que matarlo. Metafóricamente, claro. Y entonces cruzamos las líneas enemigas, para desertar.

Con el tiempo también terminé desertando de José Ramón, pero eso ya son guerrillas, más que guerras, y además incruentas, y muy civilizadas, que no darían para hacer una serie de televisión.



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El diputado

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Nada ha cambiado desde los tiempos de la Transición. Aquí seguimos, leña al rojo, caza y captura. Que el cabronazo, o la cabronaza, se entere de lo que vale un peine. Que  no soliviante a las masas, y que no predique con el ejemplo. A ver qué se han creído... Estos con Franco no se movían, y aquí hay mucho privilegio en juego, mucho mamoneo, mucho hijo tonto al que colocar en la empresa o en la Administración.

No hemos salido de la Transición. Todo quedó atado y bien atado. Mira que nos hemos reído con la tontería, ja, ja, imitando la voz de Franco, decadente y gangosa, pero la tontería sigue ahí, maniatando la democracia. ¿Democracy? ¿What democracy? Estamos confundiendo la democracia con la ausencia de golpes de estado... Los que se hacen con tanques, me refiero, disfrazados de torero, porque los otros, los periodísticos y los económicos, se producen cada vez que un rojo asoma la jeta. Ningún heredero de Alejandro ha podido deshacer todavía el nudo gordiano. El Coletas venía espada en mano, decidido a cortarlo, pero le han parado los pies. Vaya que si le han parado los pies... En El diputado, se encargaban unos matones de acojonar al diputado: te enseñaban la Luger, o te disparaban con la Luger, o te aporreaban la cara con la Luger. Ahora, recién iniciada la Transición 3.0, te envían por correo las balas de una Luger.

No me extraña que Yolanda Díaz, nuestra esperanza roja, nuestra esperanza mujer, esté deshojando la margarita. Ella sabe que nada más aceptar sufrirá el acoso de los chacales. El franquismo sociológico nunca se fue, y ahora empieza a reconquistar los parlamentos. Y cuentan, además, con una legión de camisas pardas, armados de ordenadores. Está la cosa muy jodida. La acosarán, la difamarán, hurgarán en su basura, ¿Quién no tiene un trapo sucio ? ¿Quién no se ha cagado alguna vez en esto o en lo otro? ¿Quién no se ha pasado de frenada? ¿Quién no ha de dejado dicho, o escrito o firmado? ¿Quién no tiene un conocido corruptible, o un ex conocido miserable? La diputada...





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Palomares: Días de playa y plutonio

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El incidente de Palomares se lee en 10 minutos, en su entrada de la Wikipedia: el choque de los aviones, los muertos, los rescatados... Las peripecias de los pescadores, que se lanzaron al rescate de los paracaidistas con sus barcos de Chanquete... El destino incierto de las bombas atómicas, que no explotaron porque esta tierra es santa, y pía -o al menos lo era en 1966- y aquí se rezaba mucho a los milagros de la Virgen, y a los favores del Niño Jesús.

En la Wikipedia, por supuesto, se cuenta lo del bañador de Fraga, y se discute si en realidad se mojó el body en Palomares o si lo hizo en Mojácar, aguas abajo, para que no le saliera un tercer huevo en el escroto, o un segundo ojete en el culo. También se cuenta que en Palomares, aunque nos riamos mucho con la tontería, no hubo paz y después gloria: las bombas no explotaron, pero el material radioactivo quedó por ahí, esparcido, y todavía hoy se respira en el polvo que levantan las motos al pasar. Por un momento he pensado que Nerja, el pueblo de Verano Azul, quedaba por las cercanías de Palomares, y que quizá la motocicleta de Pancho había hecho un estropicio en el genoma de sus compañeros. Eso explicaría algunas cosas... Pero no: Nerja queda a 200 kilómetros en línea recta. Aunque qué son, para las partículas radiactivas, 200 kilómetros cabalgando sobre los vientos y las mareas...

Uno venía al documental para que le ampliaran la información, y para que se la pusieran en imágenes. Pero no para que le abrumaran con esta catarata de testimonios, que al final es una tontaca de testigos que dicen que lo vieron, que estuvieron allí, que oyeron el estallido, que tenían un primo muy majo que vivía por las cercanías... Una retahíla infumable. Y hablo sólo del primer episodio, que es el único que he visto de los cuatro. Y el único que veré. Esto es un chicle estirado. Una cosa para justificar los presupuestos. Hay que comer, y yo eso lo entiendo, pero ver Palomares en plan didáctico es como buscar la pepita de oro en la corriente del Yukón. Que no era radioactiva.





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El ciudadano ilustre

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El día que yo gane el Premio Nobel de Literatura -tendré que comprimir toda mi obra en una década inspiradísima y gloriosa- no tendré un pueblo al que regresar. Mis abuelos lo vendieron todo en el agro y se vinieron a León a servir a los señoritos, y a vender pollos en el mercado. Mi pueblo es León, y en León, tras casi treinta años de exilio laboral, ya no me conoce ni la madre que me parió. Bueno: la madre que me parió sí, afortunadamente. 

Además, quién narices me iba a llamar, si yo todo lo que escribo es anticlerical, o medio bolchevique, y en León la cultura sigue perteneciendo a los curas, y a los que ponen banderas rojigualdas en el balcón. Una vez me metí -o me metieron -a columnista de periódico, y duré lo mismo que el Máxim Huerta aquel en el ministerio del no sé qué.

No: al contrario de lo que pasa con Daniel Mantovani en la película, nadie me llamará del pueblo natal para erigirme una estatua, y otorgarme la medalla de Ciudadano Ilustre. Así que tras recibir el Premio Nobel, y saludar educadamente a los reyes de Suecia -no va a quedar otro remedio- volveré a La Pedanía, porque de la literatura, por mucho Nobel que se sea, no se vive como se vivía antes, y tendré que seguir trabajando en el colegio hasta que los huesos digan basta. Y aquí, en La Pedanía, aparte de un amigo que tiene la huerta por el vecindario, pero que en realidad vive en la capital, tampoco hay nadie que sepa quién soy yo. Conocen mi jeta, pero no mi vocación. Me saludan, pero no me perforan. Y yo, por supuesto, tampoco dejo que me perforen. Soy un ente extraño y distinto. Mi cultura es la cultura de los libros, de las pelis, de las pedanterías que se ostentan en una estantería Billy pedida por internet. En cinco kilómetros a la redonda no hay ningún vecino como yo. Y tampoco, ay, ninguna, vecina... Bueno, sí, una... Así empezará, precisamente, mi carrera literaria...

Aquí, en La Pedanía, la cultura es otra, provechosa y ancestral: la huerta, la viña, el árbol frutal... Yo no sé hacer nada con las manos. Sólo rascarme los huevos, y escribir estas gilipolleces.




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Beginning

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Comienzo a ver Beginning sin tener ninguna gana de ver Beginning. Ni una puta gana, vamos... Es un masoquismo que practico cuando “tengo que” ver una película que viene rodeada de la polémica y la disensión. Mi cinefilia, tan improductiva, tiene estas servidumbres, estas ataduras estúpidas, mientras la vida de verdad transcurre ahí afuera, en la primavera que se afianza.

Beginning, por lo que había leído, y por lo que había escuchado en las ondas, es de esas películas que marcan la fractura insalvable entre la cinefilia oficial y la cinefilia de andar por casa. Salvo un crítico muy conocido en este país, que la tachó de “demencial, bodrio, inentendible y dormitiva”, todos los demás se rindieron a su propuesta experimental. A su “arriesgadísimo concepto del cine como expresión del no sé qué...” Y a mí, que soy un cultureta de pacotilla, cuando me hablan de cine experimental -y además rodado en Georgia, pero no en Georgia de Estados Unidos, sino en Georgia del Cáucaso- me entra como una congoja, como una cagalera, y ya me preparo para lo peor arrellanado en el sofá.

Mientras transcurren los primeros fotogramas -en efecto, soporíferos- me distraigo con internet y leo que el pueblo llano se ha dormido en la proyección de la película, o la ha abandonado a los veinte minutos, o se ha echado unas risas con los amigos a cuento de la tontería. O, directamente, se ha puesto a echar un polvo en el sofá mientras allá lejos, en Georgia, los personajes permanecen hieráticos en sus paisajes, sacándole jugo existencial al paso de una nube, o al temblar de unas hierbas. Pero yo me recompongo, insisto, me pongo muy terco al filo de la medianoche. Mejor esto que entregarse a las pesadillas... Y entonces se me va a la mirada a las estanterías que acabo de montar, donde he trasladado todas las películas que tenía en el altillo: son casi mil, una vida entera dedicada a la compra y al goce de la contemplación. Miro Beginning, miro la videoteca, y me pregunto qué estoy haciendo con este “experimento”, cuando tengo toda esta belleza al alcance de la mano.




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Crock of Gold: Bebiendo con Shane MacGowan

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En el colegio, cuando estudiábamos las guerras de religión, yo siempre iba contra los católicos y a favor de los rebeldes. Para mí el Papa era como Darth Vader, y cualquiera que se enfrentara a él se convertía en el héroe de la película. Católicos eran -y furibundos, y además muy fachas- los Maristas que nos auguraban el infierno, y nos prevenían contra el socialismo, así que yo, en buena lógica, quizá no teológica, pero sí muy consecuente, intuía que las gentes de bien, más serenas y epicúreas, más amables con la vida y con el reparto de la riqueza, estaban en el otro bando: en la lado correcto de la historia, concretamente, que dijo el otro día la Tonta del Bote.

Si estudiábamos las andanzas imperiales de los Austrias, yo iba a muerte con los luteranos; si estudiábamos las guerras en Francia, yo iba con los hugonotes; si la escisión de la iglesia anglicana, con Enrique VIII; si las Cruzadas en Tierra Santa, con Saladino; si el Imperio Romano, con Nerón y su lira; si la revolución mexicana, con los anticlericales; si la revuelta de Solidarnosç, con el general Jaruzelski. Y si la Guerra Civil española, por supuesto, con la II República.

La única guerra en la que yo siempre he ido con los católicos es la irlandesa. Hablo, por supuesto, de su independencia del Imperio Británico. Y mira que yo, por tradición cultural, debería ir con la pérfida Albión. Ellos inventaron todas las maravillas del mundo moderno: el fútbol, el snooker, la puntualidad, el punk, el fenotipo de Kate Moss... Pero una vez, de joven, vi El hombre tranquilo en la tele, y me enamoré de Innisfree, y de su pelirroja más preciosa y malhumorada, y desde entonces, Irlanda es el sueño de mi vida, mi Paraíso Terrenal. La tierra mítica no de mis ancestros, pero sí de mis imposibles descendientes.

Además, viendo Crock of Gold: Bebiendo con Shane MacGowan, he comprendido finalmente -y espero que no sea demasiado tarde- que el dios de los católicos es el único verdadero. Que Shane MacGowan, con todo lo que se ha metido, y todo lo que ha excretado, haya llegado vivo a la frontera de la jubilación, es un milagro tan portentoso que me río yo de lo sucedido hace dos mil años, a orillas del Tiberíades.





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El señor de los anillos: El retorno del rey

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(Nota para desinformados: El retorno del rey no va del regreso del rey emérito. Trata sobre el regreso de Aragorn al trono de Gondor. A día de hoy, nuestro monarca sigue riéndose de la vida en Abu Dabi. No problem. Los dioses, de momento, no han decidido su des-exilio. Llegará ese día, sí, pero espero que no hagan una película sobre él. No sin Azcona y sin Berlanga. Que los resuciten, si eso, a los pobrecicos...)

He tenido que ver nueve veces las películas de El señor de los anillos -quiero decir tres veces las tres películas-, y además zamparme las versiones extendidas, con sus proteínas necesarias y sus grasas redundantes, para comprender que esto no era una película, sino una ópera en tres actos. Lo que pasa es que como las sopranos son todas guapísimas y delgadísimas, y jamás cantan, sino que susurran, y todos los tenores aparecen esmirriados y sin afeitar, y tampoco cantan, sino que lanzan gritos guerreros, reconozco que  andaba muy despistado con la naturaleza del espectáculo. Pero esta vez, como ya me sabía los diálogos, y los destinos del personal, me he abandonado a la contemplación, y a la escucha, y allí, en el trasfondo de las escenas, subrayando los procederes, estaba la maravilla que ahora no paro de escuchar en el iTunes, mientras escribo, o se me va la mirada a las montañas. Al Monte del Destino, concretamente, porque aquí, en la comarca, también hay uno que es muy sombrío. Tenemos hasta una Torre del Mal, pero esa es otra historia...

También he tenido que ver nueve veces las películas para comprender que los habitantes de la Tierra Media son más inteligentes que nosotros, aunque lleven varios siglos de retraso tecnológico. Ellos aceptan que su destino ya está escrito, que viene prefigurado en las profecías, y que cuando se lanzan a la acción y al desempeño, saben que recorren un camino ya recorrido. Aceptan, con sabiduría, su inanidad. Nosotros, en cambio, que podríamos masacrar toda la Tierra Media con dos pepinos nucleares, insistimos en creernos los reyes del mambo, los libertarios de la voluntad, y nos creemos caminantes que hacen camino al andar. Qué bonito poema, y qué alta vanidad.





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