Cuando Harry encontró a Sally

🌟🌟🌟🌟

El orgasmo más famoso de la historia del cine salía en Cuando Harry encontró a Sally, o viceversa, y era uno fingido. Y ni siquiera tenía lugar en una cama, o en un coche aparcado en la colina, sino en mitad de una cafetería. Una real, por cierto, en Manhattan, que todavía hoy indica el lugar del crimen con un cartel. Si usted no sabe de qué orgasmo le estoy hablando, una de dos: o es demasiado joven, o acaba de salir del convento a conocer mundo, antes de morir.

(Yo, por cierto, en esta última revisión, me he fijado en lo que comía Sally antes de lanzarse a la actuación, para pedir lo mismo que ella, claro, como en el chiste que remataba la escena: es un sándwich de carne y queso, con pan integral, al que ella, tan dotada para la farsa como maniática para las comidas, va despojando poco a poco de las lonchas).

Supongo que el orgasmo de Sally es una metáfora del propio cine, que no deja de ser un placer fingido por las neuronas espejo, mientras nuestro cuerpo, despatarrado en el sofá, ni siente ni padece. Supongo que también viene a demostrar que el sexo no visto siempre es más perturbador que el sexo explícito. No más excitante, eso no, porque ante los cuerpos desnudos el periscopio se activa casi sin querer, pero sí más morboso y seductor... Me consta que Meg Ryan se desnudó una vez en pantalla, decidida a ganar el Oscar, y sin embargo, aunque estoy seguro de que yo miré por una rendija, no recuerdo nada de su belleza interior. Decididamente, me pone mucho más Sally hablando de sexo que Meg mostrando sus esplendores. Y eso que yo, como muchos, estábamos enamorados de ella: de su cara de muñeca, de sus ojos azules, de su pinta de exalumna de las monjas... Mientras los críticos sesudos la atizaban, nosotros, en secreto, la mirábamos, y la remirábamos, y la admirábamos... Durante varios años fue la gran estrella de Hollywood. Con Meg, como quien dice, aprendimos a mandar emails a nuestros amores lejanos. Luego, en homenaje, la Unión Astronómica Internacional le puso su nombre a un asteroide, el 8353 Megryan. No es una estrella, vale, pero surca el firmamento.




Leer más...

Memento

🌟🌟🌟🌟🌟


Esto de la amnesia anterógrada -que no seas capaz de consolidar los recuerdos inmediatos y cada cinco minutos te sobresaltes pensando “¿Dónde narices estoy?”, o “¿Quién coño eres tú?”-  parece una cosa de las películas, y de los manuales de psiquiatría. Enredos de Christopher Nolan, y curiosidades de Oliver Sacks. Pero sospecho que en la vida real se da mucho más de lo que pensamos. Lo que pasa es que quien la padece aprende a disimular, a poner caras de póker o sonrisas enigmáticas, y sólo los más íntimos saben el alcance de su dolencia. “Recuerda a Sammy Jankis...”.

Yo, en cierto modo, también soy un amnésico anterógrado, pero sólo hasta las once o doce de la mañana. Hasta que tomo el tercer café y despierto al mundo, y a las gentes, y entonces ya sí, ya soy capaz de retener en la memoria los encargos que me hacen, las recomendaciones, lo que me dijeron que corría mucha prisa y yo dije que por supuesto, que ahora mismo, que oído cocina, pero que a los dos minutos  -como le pasa a Guy Pierce en “Memento”- se me había ido por el sumidero del olvido.

Pero yo no hablo de amnésicos transitorios, sino de amnésicos de verdad, de esos que quedan en llamarte y luego nunca te llaman. Pero no por descortesía, ni por un quedar bien, que es el lubricante del mundo civilizado, sino porque son realmente gente con un problema en el hipocampo. Gentes -todos los conocemos- que cuelgan el teléfono o tuercen la esquina y en un minuto ya te han olvidado por completo, como si nunca hubieras existido. El otro día, sin ir más lejos, una señorita de buen ver me llamó por teléfono, mantuvimos una agradable conversación y al terminar me dijo que volvería a llamarme por la tarde. Que quería saber más cosas de mí... Que me enviaría un whatsapp para confirmar que yo estaba online... Que chao, que no te olvides, que se lo había pasado pipa... Eso fue hace un mes y sigo esperando. Sin embargo, en la red, le sigue poniendo corazones a cosas que yo escribo. Juraría que cada vez que lo hace se pregunta: “¿Quién es este tipo?”.



Leer más...

El sabor de las cerezas

🌟🌟


Recuerdo haber visto El sabor de las cerezas hace muchos años, en un ciclo de cine iraní que organizaba la Universidad de Invernalia. Eran los tiempos de mi juventud aventurera, de mi primer contacto con filmografías alejadas de la española o la jolivudiense... Yo soñaba con ser ciudadano del mundo no a través de los viajes, sino a través de las películas. Volverme culto y universal. Educar mi gusto y mi sensibilidad. Volverme atractivo a las miradas femeninas menos superficiales. Yo, en aquel cineclub universitario, soñaba con conocer a una belleza solitaria y accesible, de andar por casa, coqueta y sensual, con la que seguir viendo cine en otros contextos, en la intimidad de otros respaldos. Luego, la verdad sea dicha, ninguna estudiante se presentó jamás sin un novio de la mano, protegiéndola del peligro...

En El sabor de las cerezas conocí a un fulano llamado Abbas Kiarostami que se llevaba los grandes premios en los festivales. Juraría que entonces me gustó la película, pero hoy he intentado verla otra vez y me he quedado dormido. Muchas cosas han cambiado desde los tiempos universitarios... Se ve que he perdido el apetito por la aventura intelectual. Que me he hecho mayor volviéndome otra vez niño, como en un curioso y lamentable caso de Benjamin Button. He pasado veinte años viajando por las películas de aquí y de allá: he visto cine de casi todos los sitios, de casi todas las sensibilidades, afamado y de culto, estafador y fallido, y al final, en un viaje circular alrededor de mí mismo, he regresado a los gustos de mi adolescencia. Cosas digeribles, entretenidas, americanas a ser posible, de eso que los críticos llaman con desprecio artesanía, y no arte.

Es en películas como El sabor de las cerezas donde me descubro rendido a la evidencia: ya nunca seré el cinéfilo que siempre quise ser. El hombre que encara con entusiasmo ecuménico la última novedad procedente de Tailandia o de Paraguay. Lo vengo sospechando desde hace años, y hay películas como ésta que ya me golpean con una certeza ineludible. Veo -o intento ver- El sabor de las cerezas, y cada bostezo pantagruélico divide por dos los restos de mi autoestima.  Estoy incapacitado para ver la poesía en una cosa así. En un pestiño así. Me acepto -qué remedio-, y me odio un poquito.




Leer más...

Insomnio

🌟🌟🌟🌟


Pues a mí me pasa justo lo contrario que a Al Pacino en Insomnio: que me duermo a cualquier hora, y casi en cualquier sitio. Es coger la posturica, o encontrar el silencio, y catapúm, la mente se me nubla, y el cuerpo se me desmadeja, como si alguien me desenchufara de la corriente. Una película que contara mi vida se titularía Narcolepsia, o algo parecido. El dormilón no, que ya está cogido. Me mantengo entre los despiertos gracias al café en vena, y a la adrenalina de los deportes televisados.

Yo necesitaría, no sé, diez horas de sueño para funcionar como funcionan los demás; once, para producir destellos mínimos de inteligencia. Sería una vida más productiva, más digna de ser vivida, pero sólo sería, ay, media vida, porque además habría que restarle las siestecicas, y las cabezadas en el sofá, y los cinco minutos más que siempre se arrancan al acto de levantarse... Un continuo descansar de no hacer nada. El paraíso de un vago sin causa. Un auténtico tumbado de aquellos que hablaba Luis Landero.

Calidad o cantidad: he ahí el dilema. De momento, en lo que llevo de vida, salvo extraños momentos vacacionales, siempre he optado por lo segundo, por vivir más. Y así me va, claro: mientras los demás producen, yo finjo que produzco. Me ha costado años perfeccionar este arte engañoso, este recurso de actor consumado, pero cualquiera que intima sabe que por debajo de la careta, como en las comedias de la tele, hay un tipo roncando su sueño.  Me paso las dieciséis horas de vigilia amodorrado, ensoñando, disperso y muy poco atento. En mi trabajo saben que cualquier cosa que se me diga antes de las doce de la mañana no se alojará en mi memoria a medio plazo. Que se perderá en la maraña de neuronas que todavía no han encontrrado la cobertura del wifi interno. 

Curiosamente, los síntomas del insomnio que acosan a Al Pacino en la película se parecen mucho a los síntomas de la modorra permanente: entrecierras los ojos, pierdes la orientación, te hablan y es como si te hablaran desde el extremo muy lejano de un túnel... O desde la lejanía de un planeta colonizado, con muchas interrupciones, y electricidad estática. De las alucinaciones -las mías siempre son mujeres pelirrojas que se pasean por la escena y me sonríen- no voy a hablar aquí.





Leer más...

Origen

🌟🌟🌟🌟


Esta debe de ser la cuarta o la quinta vez que veo Origen. La verdad es que ya no lo hago por gusto, sino por saber si la dichosa peonza sigue girando o si ya reposa su baile de derviche. Es una pedrada, sí, pero no muy distinta a tantas otras. Si otros no pueden dormir pensando en la independencia de Cataluña, yo, por mi parte, que me la sopla, y que tarareo mucho lo de cada loco con su tema, no puedo conciliar el sueño pensando si al final Leonardo DiCaprio se encontraba con sus hijos, o si, por el contrario, los besaba en las profundidades de su quinto o sexto sueño. Si usted ha visto Origen sabrá de lo que hablo, y seguramente compartirá mi congoja; y si no, le va a dar igual, porque el lío es tan morrocotudo que cualquier spoiler es como una lágrima perdida en la lluvia.

Cada cuatro o cinco años repaso la película para tratar de entender lo que antes no entendí. Y la verdad es que aún quedan entendimientos para rato... Estas cosas de Nolan están por encima de las mentes mediocres y perezosas como la mía. Pero no voy a desistir. ¿Qué son un par de horas dedicadas a la película cada cinco años? Nada: otra gota en la inmensidad del tiempo. Yo quiero formarme una opinión sólida, con fundamentos, que no me deje en mal lugar cuando un reportero me pregunte. “¿Usted qué opina del indulto a los presos del procés...? Y, por cierto: “¿Usted es de los que piensa que la peonza de DiCaprio sigue girando o que termina derrumbándose?”

Pero esta vez, por añadidura, he venido a Origen como quien acude a la consulta de un psicoanalista. He venido a tomar apuntes para expulsar al fantasma de mis sueños. Porque yo -al igual que DiCaprio en la película- también tengo una mujer fantasma que se pasea por mis noches, y que nunca me deja soñar en paz. Da igual lo que sueñe, y donde ubique lo soñado: ella revienta cualquier argumento, y se presenta en mitad de las escenas sin ser invitada, con su sonrisa perversa, a perturbarlo todo: a joder conmigo, o a joderme, o joder la marrana...  Lo mismo que hace Marion Cotillard en la película, aunque Marion, para los espectadores enamorados, siempre es bienvenida.




Leer más...

Los europeos

🌟🌟🌟🌟


Termino de ver “Los europeos” casi a la una de la madrugada, rendido de sueño. Sin embargo, antes de apagar la tele, vuelvo sobre algunas escenas de la película. He seguido la trama sin mayores dificultades, pero me he perdido varios diálogos que quería recuperar. Podría hacerlo al día siguiente, con la mente despejada, y ahora meterme en la cama con los reyes de la noche. Pero me puede la impaciencia: tengo que verla otra vez, a ella, a la actriz francesa...

Esta vez mi desatención no provenía del teléfono móvil, ni del desinterés por la película. Yo soy muy de Víctor García León, desde los tiempos de la pena y la Gloria. Y aunque esta vez la crítica oficial venía tibia y poco entusiasta, yo he vuelto a encontrar en su cine las grandezas y miserias que nos definen como celtíberos. Esa cosa azconiana que además, esta vez, venía sustentada en una novela del propio Azcona. Con el cine de García León te ríes, sí, pero sólo a veces, y a media sonrisa, como movido por un escalofrío. A veces te ríes por no llorar. Y en la segunda parte de “Los europeos” ya ni eso...

No: esta vez me he perdido porque me quedaba mirando el rostro de esta actriz llamada Stéphane Caillard y no me lo creía. Su primera aparición se produce más o menos a las doce de la noche, y es como si se hubieran juntado el hoy con el mañana, y la vigilia con el sueño. La fantasía de lo imaginado con la crudeza de lo existente. Hay un momento de duda en el que pienso que acabo de morirme y que ella es el ángel encargado de recogerme.

Esta misma tarde, en la terraza del bar, en conversación recurrente y animada, yo le decía al amigo que la mujer más hermosa del mundo era Christina Rosenvinge, la cantante que hacía ¡chas! y aparecía al lado de un tipo con mucha suerte. La vi el otro día en una entrevista y se me quedó su recuerdo... Pero si esta misma tarde volviera a juntarme con el amigo, le diría que es esta chica, la francesa, sin duda... Stéphane tiene algo que comunica directamente con mi entraña. Algo que no puedo explicar con palabras: es como si ella fuera el resumen de las aspiraciones imposibles, o de las poesías inacabadas. Era la una y media de la madrugada y yo seguía repasando las escenas.




Leer más...

Quo Vadis, Aida?

🌟🌟🌟🌟


La gran desgracia de los bosnios en guerra fue que en su patria no había petróleo, ni prospecciones halagüeñas. Así que cuando empezaron los disparos, los marines no se lanzaron en paracaídas sobre su territorio. Iba a decir que jamás desembarcaron en sus playas, como en Normandía, pero he recordado que los bosnios se quedaron incluso sin mar, en la contienda.

Otra suerte les hubiera sonreído si allí, en los montes, hubiera brotado un chorro de crudo al cavar otra tumba. Entonces sí: alguien en el Pentágono habría dicho que los serbios guardaban armas bacteriológicas, o que experimentaban con uranio enriquecido. Un avión espía -pilotado por Tom Cruise, seguramente- habría detectado cabezas nucleares apuntando hacia Berlín. Cualquier excusa hubiera valido para lanzarse en picado sobre los manantiales. Y, aquí, por supuesto, hubiéramos aplaudido con las orejas, y hasta hubiéramos enviado una fragata, a la Bosnia sin mar, con un par de cojones.

Pero a lo que íba: en Bosnia, en los años 90, sólo había pobreza, y bosnios, y bosnias, y equipos de baloncesto, así que cuando empezaron las matanzas -porque una cosa es una guerra y otra las matanzas de civiles-, la OTAN, y la ONU, y el Sursum Corda, enviaron a unos pobres holandeses a interponerse entre los paramilitares serbios y los civiles de Srbrenica. A los holandeses les encasquetaron un casco azul  para que no les disparasen, pero no para imponer ninguna autoridad. Mladic, el carnicero, se reía de los paísesbajeños a la puta cara, como nos cuentan en la película. Él sabía que los americanos pasaban de todo, y que los rusos se lavaban las manos, hermanados en lo eslavo. Todavía hoy se sigue riendo de todo el mundo, en su celda VIP de La Haya.




Leer más...

War horse

🌟🌟🌟

Las enciclopedias hablan de un cineasta llamado Steven Spielberg que nació él solito en 1946. No quiero gracias al Espíritu Santo, ni por generación espontánea, sino que nació -ay, madre, cómo escribir esto ahora -sin une hermane gemele o mellice. Cuentan que Spielberg era un chaval muy precoz que ya filmaba sus juegos infantiles con una cámara Super 8, como -ay, Jesús- les niñes de aquella película. Pero uno está convencido de que aquel día, en Cincinnati, nacieron dos niños a la vez, y que por alguna razón que algún día desclasificará su gobierno, el hermano gemelo, al que yo llamo Spielberg Steven, permanece protegido en el de anonimato.

No hay otra explicación para entender esta serie binaria de grandes películas y películas decepcionantes. Se ve que cuando Steven Spielberg está en enfermo, o no le apetece dirigir, llaman a su hermano Spielberg Steven para que le sustituya. Le ponen la misma gorra, las mismas gafas, la misma barbita de nerd, y arreando... O quizá suceda al revés, que el talentoso sea el ignoto, y el torpe el conocido. 

Sea como sea, estos dos gemelos son como el yin y el yang, como la cal y la arena. Uno es el artífice de Indiana Jones, el visionario de Minority Report o de Inteligencia Artificial. El genio que nos montó en las barcazas para desembarcar en Salvar al soldado Ryan, o  nos hizo soñar con los extraterrestres en ET o en Encuentros en la tercera fase. El tipo que una vez se pasó al blanco y negro para rodar la película definitiva sobre el Holocausto... El dios de los cinéfilos provincianos que nunca creímos en Dreyer, ni en Godard, ni en Manoel de Oliveira.  El dios de los sindiós.

El otro es el que utiliza los golpes bajos del melodrama. El que cuenta el final de sus películas con dos horas de antelación. El que dice hacer clasicismo cuando se entrega con gusto a la cursilería. El que da la brasa con los hijos de los padres divorciados. El que usurpa el nombre de su hermano para endilgarnos, cada cierto tiempo, una película de impecable factura, de actores cojonudos, de fotografía bellísima, intenciones irreprochables, pero que al final te deja aburrido en el sofá, reprimiendo los bostezos. Confundido una vez más sobre la identidad aleatoria y enigmática de estos dos fulanos.




Leer más...