Misery

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Las mujeres no sé, porque no soy tal, pero prometo averiguarlo en una próxima reencarnación. Pero los hombres, eso puedo asegurarlo, escribimos para ligar. Para dar la nota. Para que se nos vea por encima de las demás cabezas. Para que el foco de la fiesta, durante unos segundos mágicos, nos señale a nosotros y nos proponga como candidatos. No lo digo yo: lo escribe, y lo explica por internet, Geoffrey Miller, que es un psicólogo muy sabio que trata estos asuntos de la selección sexual, y de la evolución de las jodiendas. 

Miller sostiene que al final todo es menear la cola del pavo, solo que los hombres, tan variopintos, tan distintos unos de otros, tenemos muchas colas de pavo que menear. Están los que se musculan, los que cantan en la tele, los que meten goles en los estadios... Los que envían ingenios a la Luna, o cuentan chistes como nadie, o tienen unos ojos azules que sólo hay que exponerlos y nada más... Y luego, en el margen de los ecosistemas, siempre en un tris de extinguirse, están los que nos asfixiamos con el ejercicio, los que tenemos careto en internet, los que no sabemos componer una sinfonía o dirigir una película, y entonces, en la desesperación de la tarde aburrida, nos ponemos a escribir, que es lo que está más a mano de cualquiera, para que las mujeres se detengan un momento, y lean las cuatro primeras líneas del texto, o los cuatro primeros versos de la poesía, y les entre la duda de si tras esa escritura hay verdaderamente un hombre inteligente, culto, subyugador, que podría amenizarles los ratos junto al mar, o en la terraza, o en la cama tras el coito.

Si, amigos, y amigas: yo estoy con Geoffrey Miller, aunque suene superficial, y evolucionista que te cagas. ¿Reduccionista? No creo. Se escribe para despertar el interés de las mujeres, y la envidia de los rivales, y para, con un poco de suerte, si un editor pica, subir en el escalafón del oficio, y dar un salto en el mercado bursátil del amor. El peligro del triunfo -y yo ya estoy dudando de perseverar en este pavoneo- es que lo mismo te encuentras un pibón en la cola de firmas, que ya te ha puesto su número de teléfono en la hoja, que te topas con una chalada como ésta de Misery que te quiere para ella solita, en exclusiva, en su casa perdida en las montañas...







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La caza del Octubre Rojo

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En la ficción bélica de 1990, el Octubre Rojo era el último grito en cuanto a submarinos nucleares se refiere. Y era, por supuesto, con ese nombre tan bolchevique, un submarino soviético. Un cachalote gigantesco, pero silencioso, y muy cabroncete, capaz de salir de Múrmansk, cruzar todo el Atlántico con el sigilo de un fantasma y emerger delante de las Torres Gemelas para derribarlas de un pepinazo, antes de que el siguiente enemigo de la democracia copiara la idea y copara las portadas de los periódicos.

Mientras veía la película en la siesta canicular -bueno, es un decir, porque ahora mismo en la Meseta se está la mar de bien- me acordé de aquel otro ingenio soviético que también era la pera limonensky, el Firefox, el caza a prueba de radares que Clint Eastwood les robaba a los soviéticos dejándolos con un palmo de narices. Y me dio por pensar que los americanos, en el fondo, son como esa mujer guapísima que no deja de envidiar a todas las demás, cuando es ella la inalcanzable, la pluscuamperfecta. Un complejo de inferioridad que en las películas siempre atribuía a los rusos la última tecnología, la más letal, la que era casi alienígena, aunque luego -porque los del politburó eran unos carcas, y los subsecretarios unos arrogantes, y los ejecutores unos psicópatas chapuceros- los americanos siempre salieran triunfantes de todos los enredos.

No había más que ver los Ladas que circulaban por nuestras carreteras comarcales, en los tiempos de la Guerra Fría, para sospechar que los soviéticos, de tecnología, iban más bien justitos, y que su apuesta estratégica era ganar la guerra por aplastamiento, y no por refinamiento, produciendo más misiles y más artefactos que nadie. Y así fue como se arruinaron, claro... Quiero decir que yo mismo, de adolescente, sin ser analista político ni sovietólogo de carrera, podría haber predicho el colapso de la URSS con sólo observar aquellos Ladas que eran como tanquetas cuadriculadas, hostia proof, eso sí, pero lentos, y poco estilosos, nada que ver con los coches americanos, y a siglos-luz de los automóviles alemanes, tan fiables y comodísimos.



 



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Toro salvaje

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De las primeras cosas que aprendes en la Facultad de Cinefilias es que Robert de Niro, para encarnar a Jake LaMotta jubilado, engordó casi treinta kilos para que el papo se le descolgara y la barriga le reventara los fracs de cuentachistes. Un autodestrozo del cuerpo que luego repitieron muchos otros con mejor o peor fortuna, pero siempre recordando que el pionero, el que lo dio todo por ganar un Oscar, o simplemente por planchar un papel como Dios manda, fue el gran Bobby de Niro. Su lunar en la mejilla, sin embargo, se le quedó tal cual, ni más ancho ni más gordo que antes, tan sano como una ciruela.

Lo que nunca nos han explicado bien es cómo Jake LaMotta -que escribió estas memorias tan jugosas y que incluso asesoró a Robert de Niro en los asuntos pugilísticos- tuvo la osadía, o la desvergüenza, o la absoluta indiferencia de sus santísimos, de permitir que el gran público conociera su faceta impresentable de ciudadano, de cuando se bajaba del ring y tenía que lidiar con las cosas que lidiamos todos: la familia, y la señora, y los gastos... Aunque en su caso, la verdad, no existe otra faceta distinta a la del boxeador, porque LaMotta todo lo arreglaba a hostiazos, sin distinguir lo que era el oficio y lo que era el tiempo libre, lunático y paranoico, y lo mismo le arreaba un puñetazo a la señora porque sospechaba de un adulterio, que le partía la cara a su propio hermano por sospechar que era él quien se la beneficiaba.

Y luego, en Toro salvaje, está lo puramente pugilístico, la otra transformación corporal de Robert de Niro, convertido ahora en un tipo musculoso, de abdominales aznarianos, que a decir de los expertos da el pego cantidubi en las escenas de combate. Pues bueno... Yo ahí ni pincho ni corto. Dios me llamó por los caminos indirectos del boxeo, que son las películas que lo retratan, pero no por el boxeo en sí mismo, crudo de moratones, y rojo de salpicaduras. Quizá porque de niño, en mi casa, el boxeo era un deporte que sólo poníamos en la tele para ver alguna pelea de Roberto Castañón, el peso pluma leonés que era campeón de Europa y nunca pudo serlo del mundo. Una vez, de chavales, en la piscina municipal de la Palomera, un amigo mío dijo que el socorrista -un tipo fornido y bigotudo- era él, Castañón, pero nadie se atrevió a acercarse para preguntárselo.




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Silencio

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Silencio cuenta la historia de un sacerdote jesuita, el padre Rodrigues -antepasado mío por la rama portuguesa-  que es incapaz de apostatar de su fe ni aunque lo maten. Ni aunque maten a toda su grey delante de su celda. Cabezón como él solo; terco como buen Rodrigues, o Rodríguez, que se precie. O quizá sólo un hombre temeroso de Dios, contable puntilloso de los pros y los contras de sus actos: porque qué es la vida para un creyente, aunque sea miserable y dolorosa, si se la compara con la eternidad a la diestra de Dios Padre. Qué es la tortura del cuerpo al lado del gozo del alma.

Silencio transcurre en Japón, en el siglo XVII, en la época de las persecuciones religiosas, cuando los shogunes y los samuráis no se andaban con hostias, valga la expresión. Al cristiano primero le daban la oportunidad de abjurar, pisando una efigie de Jesucristo, o de la Virgen María, colocada en el suelo, pero si el hombre se empecinaba, o la mujer no se atrevía, rápidamente les aplicaban una tortura -no china, sino japonesa, pero igual de refinada- que desembocaba en una muerte atroz para servir de escarmiento. Pero al padre Rodrigues, que ha venido a Japón para rescatar al padre Ferreira, que al parecer se ha casado y vive tan feliz entre los nipones, todos estos sufrimientos causados por su mera presencia, por su cabestro empeño en seguir predicando, son como las agujetas en la luna de miel: un pequeño fastidio, en comparación con el gran placer junto al Amado.

Qué distinta, ay, es la fe de mi antepasado de la que yo tuve siendo niño, reo de la catequesis, y alumno de los Hermanos Maristas. Mi fe en los milagros de Jesús, y en la virginidad de María, se esfumó como se vino, haciendo puf una mañana lluviosa de domingo. Aquel día de mis once años puse la tele en el salón, vi que empezaba el programa “Tiempo y marca”, y decidí, al contrario que Enrique IV de Francia, que los deportes minoritarios bien valían abandonar una misa. De pronto me pareció más importante aprender los entresijos del voleibol, o del hockey hierba, que asegurarme una plaza en el Cielo, con lo caras que están ahora en la reventa. Y así sigo.




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El método Kominsky. Temporada 3.

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En algún momento crucial que ahora no recuerdo- y que quizá me pilló buscando una Coca-Cola en el frigorífico, o haciéndole una carantoña al perrete- El metódo Kominsky pasó de ser una comedia mordaz y molona, con diálogos que a veces daban ganas de anotar en el cuaderno para presumir luego de ellos como si fueran propios, a un drama sobre los problemas de la tercera edad que no necesita ser emitido en una plataforma de pago, o ser buscado como un tesoro en los outlets de internet. Porque como esta tercera temporada de las andanzas de Mr. Kominsky hay dos o tres truños cada día en las cadenas generalistas, allí donde aún quedan huecos de programación entre los anuncios.

Es verdad que en El método Kominsky siguen saliendo Michael Douglas y Kathleen Turner haciendo como una segunda parte imposible de La guerra de los Rose, dado que los Rose, si mal no recuerdo, murieron en mitad de su proceso de divorcio, tan jodido y amoral. Pongamos, entonces, que Douglas y Turner están en la tercera parte de Tras el corazón verde, pero ya retirados de la selva, claro, jubilados de la lianas y los tantarantanes, él reducido a un soplido y ella inflada en una bocanada. Pero ni aún así, ni siquiera por los viejos tiempos, ellos -¿elles?- consiguen remontar el vuelo de las tramas, rodeados de personajes medio bobos o medio listos, a saber, planos y huecos, nada incisivos en lo que dicen, o en lo que callan, como si hicieran una serie de no sé, yo mismo, soltando vaguedades y tonterías sobre la vida, en la cola del pan.

De todos modos, tampoco descarto que mi súbito distanciamiento con El método Kominsky no sea un asunto climático, un desfallecimiento de la atención provocado por las altas temperaturas que estos días azotan la meseta. No es lo mismo ver una serie en invierno, con la mantita, la sopita, los chuzos de punta cayendo al otro lado de la ventana, que verla ahora en verano, refrito, sudando, rascándote las picaduras de los mosquitos. Tanteándote las agujetas del cuello, ahora que diez meses después te has lanzado de nuevo a la piscina, moviendo los brazos al tuntún, descoordinado, cagándote en todo, como un Moussambani cualquiera de los Juegos Olímpicos de La Lorza.




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El velo pintado

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A veces tienes el amor de tu vida delante de los morros y no lo ves. Y lo dejas escapar. Es como vivir justo al lado de un repetidor de televisión, que no coges bien la señal, de lo próximo que estás, y te quedas sin ver el partido del siglo. A veces la persona ideal es tan obvia, y está tan a mano, a sólo una pregunta decisiva, a sólo un bostezo de la voluntad, que nuestro instinto desconfía, se inventa defectos ocultos, y prefiere torturarse de nuevo en amores imposibles, o en amores de tercera, que nunca nos harán felices.

A mí me pasó una vez, y todavía hoy, cuando repiten los highlights por la tele, me pregunto si la gilipollez supina tiene un suelo sólido, del que es imposible caer más bajo, o si, como me temo, es posible seguir excavando hacia niveles de estupidez más profundos. En fin... Me consuelo pensando que el mal de muchos es el consuelo de los tontos, y que hay más gente como yo en la vida real, porque de estas historias que se quedaron en el limbo de una duda, en la encrucijada de una ceguera, yo podría contar al menos otras dos, y muy cercanas además.

Y luego está el cine, claro, donde estos desamores son la trama fundamental de algunas películas muy notables. Lo que le pasa, por ejemplo, a Naomi Watts en El velo pintado es un despiste de manual. Un daltonismo erótico que viene descrito en algunos manuales de psicología: dejar de lado a ese marido que bebe los vientos por ella y liarse a polvos con el tío más bueno de Shanghái, cuando es obvio que ella no es la primera inquilina de su cama, y que tampoco, ni de coña, va a ser la última.

Es aquello que escribía Pessoa en el “Libro del desasosiego”, que las mujeres se pasan la vida esperando a hombres como nosotros, grises pero nobles, feúchos pero monógamos, quizá pasmados, pero por eso seguros, y luego, cuando nos encuentran, es como si fuéramos transparentes, y a través de nosotros vuelven a buscar al guaperas que tarde o temprano las dejará por otra mujer. Ellas quizá lo saben igual que nosotros, pero lo olvidan en el subidón de los orgasmos: que los tipos como Liev Schreiber en la película son tiburones del amor que si se detienen se ahogan, y se precipitan -y te precipitan con ellos- a los fondos abisales.





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El fundador

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Si esto fuera un blog de cine convencional, sujeto a las reglas del género, y por tanto volcado hacia lectores cultos que esperan mis palabras, yo ahora tendría que hablar de El fundador como película en sí, como decían los existencialistas, con su narrativa, y su trasfondo, y su legado -más bien escaso- en las retrospectivas del cine americano. Hacer, quizá, en el último párrafo, un acercamiento crítico a estos tipejos con traje y corbata que llaman emprender a pisar cabezas, robar ideas, evadir impuestos, chanchullar contratos, malpagar a sus trabajadores, y que encima, para más inri, quieren introducir el “emprendimiento” como asignatura obligatoria en la secundaria, para levantar el país, y formar un ejército de individualistas que aspiren por encima de todo al todoterreno, al chalet en la playa, al esquí en los Pirineos, al internado en Estados Unidos para el retoño, o la retoña... Esa tribu urbana, sí.

Pero yo, humano servidor, que alquilo estas páginas a un servidor inhumano para hablar de mi vida, de mi mundo, casi siempre de mis obsesiones políticas o sexuales, vengo a hablar de El fundador como película para sí, que era otra categoría de los objetos, en clase de filosofía. Recuerdo que estaba la cosa en sí, y luego la cosa para sí, aunque la cosa siempre fuera exactamente la misma, imperturbable a no ser que le aplicaras unas leyes físicas que se estudiaban en otro negociado: una patada, o una explosión, o el aliento hipohuracanado de Pepe Pótamo

Yo lo que quería contar de El fundador es que la he visto con mi hijo, que andaba de visita, y esa coincidencia ya es tan esquiva en el calendario que se ha convertido, por sí misma, en sí, y para sí, en todo un acontecimiento. El debate, además, ha estado muy animado, porque mi hijo tiene a veces un ramalazo emprendedor que yo trato de podarle con mis tijeras bolcheviques, heredadas de un abuelo que trabajaba en un koljoz: mira, hijo, y tal, está bien que quieras ganar dinero a mogollón, como este hijoputa de la película, pero antes está la ética, y la solidaridad, y la clase obrera que te trajo al mundo y todavía te financia la vida. Acuérdate de nosotros, tus ancestros del tajo, o de la fábrica, o del sueldico funcionarial, cuando hagas tu primer millón cocinando para la burguesía. 




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In the loop

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Aunque a veces nos parezca lo contrario, en el mundo de la política no existen más estúpidos que en nuestro contexto laboral o familiar. O vecinal. O parroquiano. Carlo Cipolla, el eminente estupidólogo que dejó escritas las leyes fundamentales de la estupidez, tan importantes para el desarrollo de la humanidad como las leyes de Newton, explicaba que el porcentaje de estúpidos es siempre el mismo mires donde mires, viajes donde viajes. Que no importa la edad, el género, la formación, el escalafón ocupado en la sociedad... Los estúpidos son una lacra que lo mismo carcome un Consejo de Ministros que un claustro de profesores, o que una discusión en el bar sobre un gol anulado por el árbitro. Y cuando hablamos de una discusión en Facebook ya ni te digo...

Los estúpidos lo mismo tienen acceso a la regadera de una huerta que al botón nuclear de los misiles. La estupidez -enseñaba Cipolla- es líquida, escurridiza, universal. Y, sobre todo, muy dañina, porque los malvados, al menos, obtienen un beneficio del mal que provocan, y de algún modo perverso mantienen el equilibrio en la Fuerza, el saldo neutro de la energía, pero los estúpidos, embotados en su propia estupidez, se dedican a joderlo todo sin obtener réditos personales, en un juego demencial que todo lo pervierte y todo lo desmorona.

Sobre la estupidez infiltrada en las altas esferas, Stanley Kubrick rodó hace sesenta años una comedia insuperable que se titulaba Teléfono Rojo: Volamos hacia Moscú, donde una acción coordinada entre los estúpidos habituales y los locos de remate nos mandaba a freír espárragos en las fogatas del uranio. Yo creía que esta película se quedaría así, única en su especie, hasta que un día, siguiendo la pista a estos dos tipos corrosivos que son Armando Ianucci y Simon Blackwell, me encontré una botella de ácido mezclado con veneno que ponía In the loop en su etiqueta. Una comedia en la que no paras de reírte y sin embargo no tiene ni puta gracia, porque cada sonrisa que te saca, cada carcajada que te arranca, se queda congelada al instante, en un escalofrío invernal y premonitorio.



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