Review. Temporada 2

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Sí. Usted ha visto bien: le he puesto seis estrellas a la segunda temporada de “Review”. No es que sea mejor que la primera, o que la tercera. Es la misma puta maravilla, la misma puta locura. Lo que pasa es que en esta andanada le han propuesto a Forrest saltarse sus propias normas, y poner una estrella de más a las cinco que son el máximo permitido. Y yo, en solidaridad con el santo patrón de mi blog, que es quien pone las estrellas ahí arriba, también he decidido saltarme mis normas por una vez..

Por lo demás, y siguiendo el hilo de las desventuras Forrest MacNeil en la segunda temporada, he de decir que jamás me he peleado con nadie porque sí, a lo macarra de barrio, y que nunca he chantajeado a nadie a no ser en las pequeñas escaramuzas de la vida doméstica. Nunca he puesto la pilila en un gloryhole ni creo que lo vaya a hacer jamás, pero no por virtud, sino por timidez, y porque aquí, además, en La Pedanía, no hay de esas cosas.

Jamás le he dicho a nadie que la homosexualidad “se cura”, y nunca he practicado sexo en un avión, ni en ningún aparato locomotor. Pero sí he sido acusado falsamente. Jamás me acosté con ninguna de mis profesoras, ni de rapaz ni en la universidad, aunque con alguna ganas me quedaron. No puedo ser una persona bajita ni aunque me lo proponga, y sobre fundar sectas con las que hay creo que ya es suficiente.

Me gustaría tener un cuerpo perfecto, pero no hay ejercicio ni dieta que pueda con esta osamenta. Hago catfish en internet con fotos que llevan varios meses desfasadas. Mil perdones. Prometo actualizaciones -desoladoras- e inmediatas. Jamás he dormido en casas encantadas, pero sí al lado de alguna fantasma, y con mucho ruido de los vecinos. De niño jugué a hacer el indio como Guillermo Tell, pero eran flechas con ventosa, del badulaque, y con botes de plástico en la cabeza. Las manzanas del frutero estaban contadas. (Continuará)





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Orfeo Negro

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Para empezar, no sé por qué la película se titula “Orfeo Negro”, y no simplemente “Orfeo”. Es obvio que Orfeo es un muchacho de raza negra que conduce su tranvía, toca su guitarra y baila en los carnavales de Río con la alegría del trópico,  pero esto no tiene nada de particular, nada de racial, a no ser que nos quieran vender la moto -que tampoco parece- de que los de su raza son unos tarambainas de mucho cuidado. Es por eso que lo de “Orfeo Negro” suena tan bobo, y tan redundante,  como “Barton Fink blanco”, o “Los siete samuráis amarillos”. Una gilipollez.

Tengo que confesar, de todos modos, que quizá haya una explicación racional para esto, una que sucede más allá del minuto 41 de metraje, que es cuando he dicho basta y me he puesto a mirar por la ventanilla del tren, más pendiente del paisaje montañoso coronado por los molinos. Me pregunto si al final había otro Orfeo en la película, uno blanco, que rivaliza con nuestro muchacho en la conquista de las mujeres. O si remarcan lo de negro en contraste con el griego de la mitología, enamorado de Eurídice, que todos suponemos blanco jónico, o dórico, o corintio. Me pregunto, también, ya desentendido de la película, qué hubiera hecho Don Quijote por estas tierras de León, en el siglo XXI, enfrentando a estos molinos que no son gigantes, sino el mismísimo Galactus multiplicado por mil,  que vino de otra galaxia a  renegociar las energías.

A “Orfeo Negro”, como a tantas otras películas, he venido engañado por la publicidad. Me decían que esto era una película, pero no lo es: es un documental enmascarado de la vida en las favelas, pobretona pero alegre, antes de que la droga lo invadiera todo y Zé Pequeno viniera a poner orden con su pistola. También me dijeron que aquí estaba el origen de la bossa nova, casi retransmitido en directo,  con Vinicius de Moraes y tal, pero aquí, hasta el minuto 41 sólo había sonado “Tristeza” y tampoco en su totalidad. Un rollo. Y una envidia, el tal Orfeo, que las vuelve locas a todas con su baile de pies , y su sonrisa de Pelé.




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Kagemusha

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Doy fe de que todos los famosos tienen su doble, su sosias. Su kagemusha, que es la palabra japonesa. El señor Shingen, jefe de los Takeda, no está solo en la fotocopiadora. Cualquier dictador sanguinario tiene dobles que desfilan por ellos en las calles, o inauguran fábricas en la periferia, por si algún rebelde le dispara o se inmola con una granada. Dicen de Stalin que tenía unos cuantos en el Kremlin siempre disponibles, y cuentan que el doble de Franco era un señor muy triste que vivía en El Pardo, en habitaciones contiguas, y que era él quien se comía el marrón de los pantanos y del balcón en la Plaza de Oriente, mientras el generalísimo pescaba el atún o cazaba perdices con el marqués de Leguineche.

Y digo que doy fe porque a mí me llamaron una vez de “Qué grande es el cine” para que fuera a sustituir en la tertulia a Juan Manuel de Prada, que andaba indispuesto. Al parecer, el día anterior, en la misa dominical, le habían administrado unas hostias mal consagradas, muy poco kosher, y el tipo estaba echando los intestinos por la boca, incapaz de articular un párrafo coherente en televisión. Nuestro parecido era -y sigue siendo, a mi pesar- asombroso. Como el de Takeda Shingen y su kagemusha, no te digo más. Tan pasmoso que a veces, cuando me presentan a alguien, se produce un silencio incómodo de varios segundos, mientras la otra persona procesa que no, que yo no puedo ser Juan Manuel, tan fuera de contexto, y dedicado a otras labores menos académicas.

Aquel lunes por la mañana, cuando me llamaron del programa, les dije que no, que tenía que ir a dar clases a mis niños, pero que muchas gracias y tal. Y justo cuando iba a preguntar cómo habían dado conmigo, quién les había puesto tras mi pista, colgaron. Me quedé muy mosca. Es como si hubiera más candidatos y nos fueran tachando de la lista a toda prisa. Y estamos hablando de Juan Manuel de Prada, mi némesis, que tampoco es un señor del Japón, ni un asesino de masas. Sólo un casposo vaticanista que se hace las pajas vestido con camisón.

Ya me podría haber parecido yo a George Clooney, ya te digo.





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Top Secret

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En el disco duro del ordenador guardo varias películas de Fritz Lang -etapa norteamericana- que no me apetece nada ver, y también unas cuantas pelis de Kurosawa -Rashomon, Kagemusha, todas esas que llevan la “sh” intercalada-, que me apetecen bastante más, pero que son tan largas como las katanas de sus samuráis, o como un día sin arroz, y que justo ahora, paradójicamente, que ando de vacaciones, es cuando peor me encajan en los horarios.

Bajé todo esto hará cosa de un mes, y, conociéndome, pasarán muchos meses hasta que las carpetas queden vacías. Allá por Navidad, con suerte. El lector atento o la lectora atenta dirá: si no las quiere ver, o le producen una pereza mediterránea, ¿para qué narices se las baja? Pues porque -querido lector, y querida lectora- sigo empeñado en sacarme el título de cinéfilo contra viento y marea, y en la universidad presencial, y en la universidad a distancia, ya agoté todas las convocatorias. Allí no se puede llegar a los exámenes y soltar que Dreyer es un peñazo, o que bostezas con Cassavetes, o que sólo en Vértigo encuentra uno el solaz y las cosquillas con don Alfredo. Te suspenden, claro, y te hacen volver en septiembre, y no sé cómo, quizá porque llevan más de un siglo dando la matraca con el cine de postín, te cazan las mentiras si escribes que el cine de Bergman está de rabiosa actualidad, o que Alain Resnais es el gran e injusto olvidado de nuestros días.

También bajé, en aquel mismo arrebato pseudocinéfilo, Top Secret, que es una majadería de la factoría Zucker/Abrahams, con sus chorradas para adolescentes y gentes con un índice pensante inferior a 2 dedos. Fue como ir al supermercado y comprar verdura, pescado blanco y luego, de postre, para joderlo todo, un tazón de profiteroles. El pecado original. El suspenso inmediato en la facultad. Top Secret la tenía por ahí suelta, como una cabra sin apriscar, y hoy la he sacrificado en honor a los dioses, mientras les pedía un aprobado en la Escuela Nocturna de Cinefilia, que es donde ahora me peleo con los profesores.



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El fantasma y la señora Muir

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Mi sueño inmobiliario siempre fue comprarme una casa al borde del mar, donde reposar mis lances guerreros y entregarme a la lectura de bibliotecas enteras. Me hubiera conformado con la cuarta parte de ese caserón que la señora Muir se compró en The Fith Pino, en el Mar del Norte, pero por unas cosas o por otras nunca pudo ser. Me maniataron los enredos de la vida, y los números del banco, y las tías millonarias que nunca tuve y nunca fallecieron cuando debían.

De todos modos da igual, porque tengo por seguro que yo hubiese comprado una casa con fantasma incorporado, agazapado hasta el día de mi firma. Un fantasma dedicado en cuerpo y alma -o bueno, sólo en alma- a darme por el culo justo a las horas en las que yo iría a dormir, o a leer, como estos vecinos que me han tocado en las vacaciones, que a las dos de la mañana siguen jugando a las canicas, a la peonza, a dar portazos originales y llenos de suspense. A probar unos rodamientos que deben de haberse traído del trabajo, de la fábrica de camiones, para tenerlos bien testados al día siguiente. Estos esforzados trabajadores no son fantasmas, sino seres de carne y hueso sin civilizar, ajenos a la existencia de otros seres humanos bajo los suelos, o tras las paredes. Es decir: unos sociópatas.

Pero bueno, a lo que íbamos... A la señora Muir, en la película, sí le advierten que la casa tiene como pega un fantasma gruñón, pendenciero, el ectoplasma de un antiguo marinero que no quiere okupas en su hogar. Pero a mí, en Asturias, aun sabiéndolo de antemano, nadie iba a advertirme de nada, y a la primera noche de pesadilla, con el contrato ya firmado, hala, a joderse y a aguantarse. Sólo si el fantasma se pareciera mucho a la señora Muir aguantaría yo su ronda nocturna, su soplarme en la oreja cuando me dispusiera a leer o a convocar a Morfeo. En la película, de hecho, la señora Muir no sale espantada del caserón porque cae enamorada de su fantasma, que tiene la presencia recia y la voz profunda de Rex Harrison. Pues esa mismo, pero al revés, sería la condición de mi paciencia: vivir en el mar junto a Gene Tierney, aunque no la pudiese tocar.





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El diablo entre las piernas

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Justo ahora mismo, mientras escribo estas líneas, tengo el ordenador colocado sobre mi propio diablo. Bueno, no exactamente, porque esto despide un calor del infierno, sino sobre las rodillas bronceadas, o mejor dicho quemadas, mientras viajo en el tren. Ahí abajo, amparado tras el teclado, viaja mi diablillo perezoso, ya entrado en veteranías. La buena noticia es que RENFE, de momento, no me cobra billete por él, como sí hace con el perrete, que viaja a mi lado en el transportín, con un special ticket más caro que el mío, por esas cosas absurdas del ferrocarril español.

Mi diablillo, de momento, que aún goza del privilegio de viajar gratis y de alojarse por la cara en los hoteles, ha conocido más camas domésticas que camas de hospital, pero ya me dicen los viejos de la tribu que a este demonio, que siempre me ha traído por la calle de la amargura, le quedan muy pocos años de esplendor, si es que le queda alguno. Pues mira, que le den. Por culpa suya, en la adolescencia, abandoné los caminos del Señor y aposté por la carne antes que por el alma. Por culpa suya, porque piaba a todas horas como un pajarillo hambriento, me alejé de cualquier esperanza de salvación eterna y lo fie todo al cielo inexistente de los ateos, donde todos, creyentes y no creyentes, ascetas o libertinos, algún día nos igualaremos en la nada.

En realidad ya estoy harto de mi diablillo, y espero con cierta esperanza que llegue su decadencia y su pitopausia. Será, como aseguran algunos escritores a los que sigo, el tiempo de la serenidad y de la paz de espíritu. Un tiempo de plenitud y mansedumbre. Cuando este demonio deje de graznar, me liberaré del deseo, y una calma de santón hindú recorrerá mi cuerpo para enfrentarme a la vida con otra sonrisa, con otra paciencia. Quizá con un algo beatífico, si aún estuviera a tiempo de ser perdonado.

Tiene razón el título de la película: esto que llevamos los hombres entre las piernas es un diablo calenturiento y caprichoso. Un soñador y un picapleitos. Un irresponsable y un traidor. “Es un asunto muy viejo lo de este socio traidor”, cantaba Radio Futura. Hay películas como ésta que tienen un título maravilloso y luego no hay cristiano que las aguante.





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Wonder Wheel

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Kate Winslet es una actriz como la copa de un pino. Y de un pino inglés, además, que son los más afamados. Kate, además, es una mujer bellísima, de las que se fía de sus propias arrugas para tenernos encandilados un año sí y otro también, hasta que la enfermedad, o la muerte, o la ceguera, nos separe. O hasta que ella se harte de la farándula y se dedique a ser Kate Winslet la ciudadana, la madre, quizá ya la abuela, a tiempo completo. Se nota, se siente, se trasluce en sus entrevistas, que a ella no le gustan los artificios ni las vidas artificiosas.  ¡A la mierda la cosmética!, dicen que gritó un día que andaba con mucha prisa, y así se quedó, con cuatro pinceladas en la cara y en el cuerpo, tan pura y tan limpia que ya es una actriz con el sello bio estampado en su currículum.

Yo -vaya otra vez por delante- admiro mucho a Kate Winslet. Es como en aquella película suya, ¡Olvídate de mí!, que resulta imposible olvidarse de ella aunque te operen los lóbulos temporales. Pero Kate Winslet, ay, no es perfecta, es tan humana como todos los que la queremos, y tiene, entre otros defectos, la curiosa costumbre de leer la prensa sólo en la consulta de su dentista. Y ya sabemos que los dentistas -sean de Londres o de La Pedanía, trabajen para clientes ricos o para clientes pobres- siempre dejan en la mesita revistas de anteayer, o de anteaño, a veces incluso de la guerra de Cuba, con artículos de Azorín y peroratas de Ortega. Sólo así se explica que antes de trabajar en Wonder Wheel, Kate Winslet no supiera nada de los tránsitos judiciales de Woody Allen, y que justo después de terminar la película, embolsarse el sueldo y participar en las promociones contractuales, se enterara de la movida, se palmeara la frente como si se acordara del donut y exclamara: “¡Pero cómo he podido trabajar con un tipo como éste!”.

No es la primera vez que le sucede. Cuando trabajó con Roman Polanski en Un dios salvaje -que se rodó, no sé, treinta y cinco años después de la famosa violación- ella, nada más terminar el rodaje, salió tarifando y llamándole monstruo abusador. En el caso de Allen, a fecha de hoy, ni siquiera tenemos constancia de que haya cometido un delito. Ay, Kate, Kate... Cómo me recuerdas al capitán Renault en Casablanca: “¡Qué escándalo, qué escándalo! ¡He descubierto que aquí se juega!”




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Los siete samuráis

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Viendo Los siete samuráis me acordaba todo el rato de Paco Calavera, cuando contaba que a él, las películas japonesas, y más si eran precisamente de samuráis, le producían una extrañeza inconsolable. Calavera, a su modo, imitaba al guerrero que se declara a la dulce aldeana pero que más bien parece que la esté insultando, gritándole a la cara con cara de enajenado, “¡Ojojuná!”, y “¡Konidimá!, y “ ¡Uuuuuh... Korigató!”, cosas así, mientras el subtítulo en castellano reza: “Te quiero. Eres la luz de mi vida. Te trataré como a una flor de la orquídea en la mañana...”. Y al revés, claro, porque luego Calavera imitaba a esa proto-gueisa de mirada clavada en el suelo, lánguida y virginal, que en voz minimalista responde al guerrero con fonemas muy dulces mientras el subtítulo traduce: “Eres un cacho de mierda. Si no te vas de aquí voy a avisar a mi padre, el shogun, para que venga con su guardia y te corten los testículos para abonar con ellos el arrozal...”


Quiero decir, sumándome a la tesis de Paco Calavera, que estas películas de Akira Kurosawa siempre me dejan medio admirado y medio empanado. Lo que se ve es exótico, sí, y a veces subyugante -¡esa batalla final bajo la lluvia, por Dios!-  pero en el fondo es como ver una película de marcianos. Quiero decir, rodada por los marcianos. Los siete samuráis tiene un magisterio, un saber hacer evidente, pero no puedo evitar la comezón intelectual de estar perdiéndome las claves del asunto. Me sacan de la historia algunos diálogos besuguiles, algunas reacciones extemporáneas, algunas conductas de orates que corren bajo los rayos del sol naciente. Es una minusvalía mía, o un abismo cultural insalvable.


Y además, es todo muy lento, lentísimo, 205 minutos de metraje que se podían haber quedado en dos horas como mucho, pongamos dos horas y cuarto, para incluir alguna escena de costumbrismo en el arrozal. De hecho, los americanos, una década después, contaron exactamente lo mismo en casi la mitad de tiempo, cuando hicieron su propia versión. Me gustaría volver a verla, Los siete magníficos, pero ya tengo asociada su tonadilla inmortal al facha de los bigotes que la pone cada mañana en la radio, como preludio de su hablar venenoso. Un puto asco, con lo bonita que es.



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