Broadway Danny Rose

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En los años 80, Woody Allen y Mia Farrow fueron la pareja de moda en las revistas. Los Brangelina de la época; Shakira y Piqué; el “Preparado” y la señora Ortiz. Fueron la comidilla, vamos, porque eran pareja, pero vivían separados, cada uno en su apartamento de superlujo, con todo Central Park de por medio para que las discusiones se las llevara el viento y la hojarasca. Y eso, en la España de los ochenta -que ya parece que se nos ha olvidado- era un escándalo mayúsculo, cosa de protestantes, de americanos sin remedio. Un mal ejemplo para los matrimonios católicos, o para las parejas sin casar, que quizá veían en aquel concubinato una idea muy práctica y cojonuda. La solución a todos los males que acaban carcomiendo el amor: los ronquidos, el ruido al masticar, las gotas de orina, el olor de los excrementos, la visión diurna de los cuerpos, la posesión del mando a distancia... Woody Allen y Mia Farrow, de haber concursado algún día en el Un, dos, tres, habrían declarado ser pareja pero residentes en pisos distintos, y por eso eran los héroes de la España liberal, bienfollante, no atada a los sacramentos ni a los papeleos. Si hay que follar, se folla; y si hay que discutir, pues mira, cada uno a su casita, a que escampe la tormenta.

Aquella partición de la convivencia matrimonial les granjeó muchos cariños, muchos afectos, y por eso, cada vez que se estrenaba una de sus películas corrían ríos de tinta, y se reservaban las portadas de los magazines. Woody Allen y Mia Farrow eran un poco nuestros héroes, nuestros primos de América. Les envidiábamos a rabiar, él tan listo, y ella tan guapa, y por eso ahora, cuando ves sus viejas películas, y les sorprendes besándose, o mirándose con ojos de deseo, te entra como una pena, como una congoja que te aprieta la garganta. Broadway Danny Rose, como otras tantas películas, ya es el álbum de fotos de un tiempo feliz que fue destruido por el volcán.





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Café Society

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La vida suele ser ansí, como decían en las novelas de Baroja, y no así, como proponían en la películas antiguas, las que superponían el The End sobre el beso ya desencadenado, y algo lascivo, de los amantes. Café Society, para enmendar la plana, para servir de contrapunto, termina justo al revés, con los amantes separados, ensoñándose, pero ya derrotados, sobreponiéndose al final de su ilusión.  Aunque esté ambientada en los rococós de la belle époque, Café Society es la antítesis de las viejas películas. La protesta de un judío bajito y con gafas clavada en la puerta de una iglesia. El manifiesto anti-romántico un hombre que ya lleva muchas pedradas en el zurrón.

Café Society, ya que no es un pedazo de película -pues en la filmografía de Allen está a medio camino entre los grandes títulos y los pasatiempos jolgoriosos- es, al menos, un cacho de vida, porque la vida es ese desencuentro, esas jodiendas, obstáculos, azares... Una carrera de caballos, y los pisos, nuestras cuadras. El amor, para fructificar, para ser un amor como el que triunfaba en el viejo Hollywood, tiene que sortear tantos peligros, superar tantas barreras, surfear tantas olas, aguantar tantos vaivenes y sobrevivir a tantos malentendidos, que al final es como un milagro, como una sospecha de divinidad. Quizá los amantes triunfantes sean justamente eso: semidioses de epopeya. Héroes de futuras ficciones.

Y luego, en la película, está Kristen Stewart, y su belleza chupada, y sus ojazos de cine mudo, y su cintura volátil, y su boca como de tímida tentación, o de volcánico melindre. Lo mío con esta mujer viene de lejos. Es como una fascinación idiota, como un abducción de la meninge. Me quedo clavado en su rostro con la boca en un rictus de pelele. Será alguna reminiscencia, o alguna manía... El casting está bien, hay caras reconocibles, y oficios sin tacha, pero Café Society depende por entero de Kristen para tenerme amorrado a su desventura, a su devaneo, a su andar dubitativo que va fracturando corazones en cada quiebro, como una futbolista bellísima y talentosa.




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Minority Report

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Los precog de Minority Report son unos genios de la adivinación, unos mutantes de la neurona. Nada que ver con Rappel y su escuela de nigromantes. Pero los precog también son -vamos a decirlo todo- bastante limitados. Lo único que pueden ver en el futuro son los asesinatos. No sirven para acertar un quiniela, para adivinar si lloverá, para saber si finalmente fulanita me amará. No cuentes con ellos para saber si el gobierno agotará la legislatura, si la luz seguirá subiendo de precio, si la novela encontrará después de todo un editor... Para todo lo que no sea adivinar una muerte violenta, Ágatha y sus hermanos sólo son un adorno, una curiosidad científica. Y puede que también unos rehenes del Estado. Ellos mismos, las víctimas de un delito.

Sucede, además, que hay muchas formas de matar, diferentes al disparo o al apuñalamiento, y que ellos tampoco las sueñan en su piscina de los iones. Se puede matar de hambre, o cerrando un hospital, o reduciendo un presupuesto primordial. Se puede matar a disgustos, a insultos, a vejaciones. Se puede matar, simplemente, olvidando al pre-muerto. Y para toda esta panoplia de crímenes incruentos, ellos, los precog, están ahí como si oyesen llover.

Quiero decir que, después de todo, yo no soy tan distinto de los precog de la película. Yo también tengo una parcela de futuro donde las clavo casi todas, sin apenas equivocarme. Es la marcha del Real Madrid, concretamente su sección de fútbol masculina, donde quizá más por viejo que por perro, me las huelo todas con meses e incluso años de anticipación. No alcanzo, en mis profecías, el refinamiento de estos precog de Philip K. Dick,, que aciertan la hora exacta, y el lugar, y hasta concretan la escena con todo lujo de detalles. Lo mío, al no ser yo mutante, es mucho más modesto, más de aproximación en el diagnóstico, pero vamos: que si digo que fulano es una estafa de jugador, o se cae en el invierno de las alineaciones o en el verano a más tardar; y si digo que mengano es un pufo de entrenador, indigno de nuestro club, tarde o temprano lo acaban largando por la puerta chica. Y todo así. Y sin cables en la cabeza, ya ves tú.






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El oscuro carisma de Adolf Hitler

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Me puse a ver El oscuro carisma de Adolf Hitler porque pensé que el enfoque era distinto a otros documentales -con eso del “oscuro carisma”-  y que la BBC había dado con filmaciones secretísimas guardadas en una lata de metal. Pero la publicidad, de nuevo, me engañó. Y también el amigo, que ya le cantaré las cuarenta cuando vuelva a verle, porque él me dijo que había visto la serie y que estaba muy bien, y luego resultó, cuando le saqué el tema, que en realidad sólo había visto un episodio, y medio dormido, o no sé cómo...

En fin, que me dejé liar por un documental que cuenta la misma historia de siempre, la archisabida. O al menos archisabida para quienes una vez tuvimos la pedrada de la II Guerra Mundial y leíamos todo lo que nos caía en las manos, y veíamos cualquier película ambientada en la época. Hitler, a estas alturas -su auge y caída, su demencia y su carisma, su origen austríaco y su muerte berlinesa-, ya no es un misterio para nadie. Queda poco que rascar, al fondo del perol, y este documental no venía con la cuchara de madera.

Pero perseveré, no sé por qué. Quizá porque la voz del narrador era subyugante y yo no tenía otra cosa que hacer a la hora de la siesta; o, quizá, porque las imágenes de los nazis siguen teniendo un poder de atracción inexplicable, y fascinante. Si una vez existió el mal absoluto, como predican los maniqueos, sin duda se encarnó en estos tipos del gesto chulesco. ¡Pero qué porte, qué estilazo, que manera más elegante de llevar el gris y el azul de los trajes de franela! Su outfit, como dicen ahora, sigue siendo insuperable.

De todos modos, no está de más refrescar los viejos conocimientos sobre el fascismo. Supongo que es ocioso recordar que Hitler llegó al poder ganando unas elecciones democráticas. Y ahora, sus nostálgicos peninsulares están a punto de hacerlo otra vez. Conquistar el poder sin pegar un solo tiro. Volverán de otro modo, más sibilino, más refinado, más del 78, pero volverán: el racismo, el matonismo, el nacionalismo beligerante. El himno en los colegios. Ya están ahí... Mientras tanto, la izquierda discute si son fascistas, fascistos o fascistes.




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El sirviente

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Ya apenas se habla de la lucha de clases. Sólo en tertulias de bar, y en mesas apartadas, como conciliábulos decimonónicos. El fantasma que recorría Europa ahora está de vacaciones en Copacabana, con el recuerdo del Dioni, y dicen que va a tardar mucho en volver; y que a lo peor ni regresa. Hemos retrocedido siglo y medio en los calendarios. La barba de Marx y la gorra de Lenin, lejos de ser antiguallas, empiezan a ponerse otra vez de moda, en la marcha atrás de los relojes. Dentro de poco llegaremos al peluquín y al lunar postizo en la mejilla....

Los ricos modernos, como ya no pueden enviarnos a las guerras de trincheras, ahora nos dividen entre catalanes y españoles, o entre hombres y mujeres, para que nos sigamos peleando entre nosotros, y nos tienen todo el día disparándonos discursos ofendidos, y recciones furibundas: fuego amigo que esparce la derrota entre las barricadas. Mientras tanto, ellos, de nuevo triunfantes, siguen afanando y viviendo como reyes exiliados, o como burgueses en su palacio. El truco es muy viejo, pero funciona.

Así que estoy pensando, después de ver “El sirviente”, hacerme un ciclo peliculero sobre la lucha de clases, Espartaco, o Novecento, clásicos así, antes de que estas películas que llaman a la revolución, o al menos a la protesta, a la tocadura de cojones, queden prohibidas por decreto-ley, por filocomunistas, o filoetarras. La más reciente, sin duda, sería Parásitos, que pasó todas las censuras capitalistas porque al final aquello era una ensalada gore y el mensaje quedaba diluido en el jeto indescifrable de los coreanos.

Hoy me he dado cuenta de que Parásitos y El sirviente cuentan exactamente la misma historia, una con más personajes y otra con menos, pero, en esencia, la misma venganza planificada de los criados. La usurpación de la mansión en nombre del pueblo. La reivindicación de la igualdad epicúrea y estropajil entre los hombres. Ni siervos ni esclavos, sino comunas de consumidores que luego habrán de limpiarlo todo por turnos, o a la vez, armados con el Fairy.



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Scoop

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Lo que le ocurre al personaje de Scarlett Johansson en Scoop es un conflicto clásico, de amígdala enfrentada a lóbulo temporal. El instinto y la razón; la emoción y el pensamiento. La jodienda y el cálculo. La neurología moderna habla mucho de todo esto... Los seres humanos -y las seras humanas, para que no se enfade doña Irene- sufrimos esta maldición del cerebro escindido, medio esquizofrénico, que sufre torzones continuos y vaivenes de mareo. Por eso la naturaleza, para remendar un poco su chapuza, fabricó el cerebro con un tejido esponjoso y medio elástico, para que no se rasgara en las contradicciones de la voluntad, que tiran de él como caballos desbocados en distintas direcciones.

En Scoop, la señorita Johansson sospecha que ese dandy tan guapo es un serial killer de tomo y lomo, y para demostrarlo, y estar lo más cerca posible de las pruebas del delito, no se le ocurre otra cosa que acostarse con él una noche de verano. La pasión y el peligro a cambio del prestigio profesional, del reconocimiento eterno de intrépida reportera. La adrenalina desbocada... Lo que no entraba en sus planes era enamorarse de quien podría asesinarla en cualquier momento. Scarlett se confiesa con su amiga, con el mago, consulta con varios psicólogos fuera de pantalla. No se entiende a sí misma. El peligro de morir no mete miedo en su libido desbordada, que puede con cualquier muro, con cualquier fortificación, como un tsunami que llegara arrasando con todo.

Un animal, en su situación, saldría huyendo como pájaro que corta el viento, pero los humanos, y las humanas, somos una complicación andante. Tenemos un cableado que da mil vueltas en la cabeza y a veces se enreda y cortocircuita. Al mismo tiempo que nos cagamos de miedo, nos puede la curiosidad; amamos y odiamos en oleadas de sentimientos que a veces no se anulan, sino que se superponen. Esta capa de corteza de cerebral extra, de la que tanto presumimos, es a la vez nuestra gloria y nuestra condena. Dolor y gloria, como en aquella película de Almodóvar.





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The Wire. Temporada 1

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Llevamos tanto tiempo hablando de “The Wire” que ya hemos perdido la perspectiva de los años. Yo por lo menos. “The Wire” lleva en la cartelera catódica veinte años, que son un tercio de vida si tienes mala suerte, o un cuarto, si la fortuna te sonríe. Sea como sea, un buen cacho de existencia. El gol de Iniesta ya empieza a coger el color sepia del gol de Zarra y sin embargo, cuando Camacho gritaba afónico en el televisor, ya hacía dos años que “The Wire” había terminado su andadura en la HBO, las cinco temporadas completas, y se iba posicionando en el top 5 espiritual de todos nosotros. Cuando “The Wire” dejó de ser soporte físico y ascendió a los cielos del wifi, empezó a convertirse en mito y religión. Y desde entonces que no hemos parado de alabarla...

Tenía miedo de ver la primera temporada. A veces la leyenda no resiste una visita. Todos los católicos, por ejemplo, sueñan con viajar en el tiempo a la Palestina de Cristo, como en Caballo de Troya, pero no sé cuántos regresarían al siglo XXI con su fe intacta. La narración de los evangelistas y la realidad de los hechos puede ser tan chocante como demoledora. Algo así me temía yo con “The Wire”: una especie de desacralización, o de mundanidad. En el primer episodio te das cuenta de que los teléfonos móviles son todavía unos cacharros antediluvianos y poco generalizados. Por eso, precisamente, se andan con tanto lío en las escuchas... Hay teles cuadradas, y ordenadores con Windows 95, y los detectives hablan mucho de cómo se ha puesto la cosa con las detenciones en comisaría, al hilo del 11-M. Es, directamente, el mundo del ayer.

Pero la narrativa, ay, permanece intacta. Te entra por los ojos y por los oídos a los quince minutos de parloteo, y ya te relajas del todo y disfrutas como un enano. La serie resiste, vaya que si resiste. Es más: campea victoriosa. Las jetas de todo este casting pluscuamperfecto conforman algo así como una esfinge de Giza que mira al puerto de Baltimore, imperturbable. El viento y la sal todavía no han producido rasguños detectables.

Hay nariz para muchos años.




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Review. Temporada 2 (II)

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(Sigo desgranando las peripecias de Forrest MacNeil en la segunda temporada de “Review”. Las experiencias tontorronas, o gravísimas, o bizarras, que tendrá que vivir para luego poder criticarlas, y no como hacemos a este lado del televisor, que criticamos lo que nunca hemos vivido y nunca vamos a vivir).

 

Yo también he concedido deseos, claro, como todo el mundo. Pero han sido deseos domésticos, de andar por casa: favores, helados, cambios de canal, encuentros sexuales... Una vez regalé flores a la mujer amada. Pero hacer feliz a alguien, así, sin añadiduras, creo que no. Soy demasiado difícil. También tengo que decir, en mi descargo, que nadie me ha hecho feliz: momentos de felicidad, a lo sumo, como pompas de jabón.

He dado paseos en barca, pero nunca en solitario. Una vez, en compañía de una mujer, me puse en plan remero olímpico y terminamos encallando en el arrecife más mohoso y alejado del parque del Retiro. Nunca he sido enterrado vivo, como Forrest, aunque una vez quisieron enterrarme en vida, que no es exactamente lo mismo. En la crítica anterior ya le puse seis estrellas a una reseña. La de esta temporada de Review, precisamente.

Me acojona, hablar en público. Me pongo tan nervioso que me ruborizo, olvido lo que iba a decir, temblequeo.... Nunca he asesinado a nadie, y tampoco he dejado que una bola mágica decida por mí en los asuntos de la vida. Aunque quién sabe: quizá me hubiese ido mucho mejor, fiándolo todo al azar.

Procrastino a todas horas. No sé impostar la felicidad. Hace quince años que no hago una lucha de almohadas con mi hijo. No tengo amigos imaginarios, pero una vez, de chaval, me dio por imaginar que el espíritu de Nietzsche caminaba conmigo, y yo le explicaba las maravillas tecnológicas y deportivas del mundo moderno.

¿Teorías de la conspiración? Sólo una, y original, pero no la puedo escribir aquí. Nunca me han perseguido con un fusil en ristre, como si yo fuera un jabalí, pero una vez me tuvieron entre ceja y ceja y casi acaban conmigo. Sobreviví. 






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