Tres

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El inicio de la película es prometedor: Marta Nieto -que además es una mujer bellísima- sufre una desincronización auditiva con la realidad. Ella, que para más inri trabaja sincronizando bandas sonoras, empieza a escuchar los sonidos con demora, o con delay, como dicen los modernos. Es como cuando oyes el trueno tres segundos después de que caiga el rayo, pero así con todas las cosas: la moto que pasa, la palabra que te dicen, el aplauso que te dan... Es un desquicie para los nervios y quizá, precisamente, un trastorno de los nervios, una cosa neurológica que rápidamente queda descartada en los análisis. En las analíticas, como también se dice ahora.

¿La solución al enigma? Ninguna. O no al menos ninguna racional, porque luego resulta que Marta no escucha las cosas con demora: es que escucha las cosas que quedan flotando en los sitios, aunque ella no haya estado allí. Tú, por ejemplo, hablas mal de ella en una reunión de trabajo, la reunión se disuelve, y Marta entra cinco minutos después para escuchar todas las recriminaciones que salieron por tu boca, y que se quedaron ahí, como volutas de humo, o como miasmas de rencor. Es un superpoder del copón. Uno que nunca sale en las listas de los superpoderes más envidiables, como la invisibilidad o la visión de rayos X. Yo sigo prefiriendo la telequinesia, pero me valdría lo de Marta. Jodó, que si me valdría...

Las posibilidades que se abren a partir de ahí son infinitas: Marta podría convertirse en una superagente del gobierno, o una vengadora de la noche, algo en plan Marvel con cuero ceñido, Supercóclea, o la Oreja Maravilla. Porque además el superpoder muta de vez en cuando, y a veces Marta escucha las cosas antes de que sucedan, lo que implica, ay, la adivinación del futuro, y quizá la capacidad de influir en los destinos. Ya no una superhéroe de cómic, sino una semidiosa de los olímpicos. Pero nada: “Tres” prefiere trillar otros caminos. Aventurarse por terrenos esotéricos. El rollo New Age. Haberlas haylas. Una decepción y una coña. Marinera.



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Recuerdos

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“Recuerdos” empieza con una pesadilla que al parecer es universal y no solo patrimonio de mi inconsciente. Woody Allen viaja en un vagón de tren destartalado, acompañado de gente con cara de sufrimiento: famélicos, o enfermos, o refugiados de alguna guerra. Allen les mira con cara de no entender. “¿Qué hago yo aquí?”, se pregunta. Al otro lado de las vías, detenido en paralelo, hay otro tren con viajeros que se lo están pasando pipa: gente joven, dicharachera, vestida para una fiesta. Hay bailes, besos, carcajadas... La mismísima Sharon Stone se percata de que Woody Allen les espía y le planta un beso en el cristal. Allen protesta al revisor antes de arrancar: “Yo no debería estar aquí y tal”, pero el revisor le ignora, el tren arranca, y Allen, desesperado, intenta tirarse del vagón en marcha, pero la puerta no cede, y la ventanilla no se baja...

La pesadilla es horrible, y yo me siento reconocido en ella porque la he soñado muchas veces. Pero no exactamente así: mis pesadillas cuentan que me subo a un autobús que va en dirección contraria, o que pierdo por un minuto el tren que partía hacia el Paraíso. De todos modos, es la misma sensación de que la felicidad siempre está en otro sitio, en otra vida, inalcanzable por culpa de un equívoco, o de un retraso, o de una mala pata secular. De ser uno como es, y de ser los demás como son.

La moraleja que yo saco es que da igual que seas un chiquilicuatre de provincias que un hombre como Woody Allen en 1980, aclamado por sus seguidores, poseedor de un apartamento de lujo y seductor de las mujeres más bellas del mundo (mujeres como Charlotte Rampling, por ejemplo, que revienta la pantalla con sus dos ojazos asimétricos y gatunos; la belleza absoluta, quizá, por animal e indescifrable). Al final van a tener razón los psicólogos de la felicidad: que se nace feliz o no se nace. Que eso va en unos genes de nombre alfanumérico muy escondidos en el cromosoma. Una puta lotería. Que hay gente feliz con el palo de una escoba y gente infeliz que se asoma cada mañana a Central Park mientras Charlotte te reclama de nuevo desde la cama.



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Benedetta

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Podría soltar muchas excusas para explicar por qué he visto “Benedetta”: una, que sigo con interés la carrera de Paul Verhoeven, y otra, que sigo con más interés todavía la carrera de Charlotte Rampling, También podría decir que estoy haciendo una tesis doctoral sobre el mundo de los conventos en la Contrarreforma italiana... No sé, cosas así, de cinéfilo responsable, o de historiador aficionado. Pero no voy a mentir. El lector ya me conoce, o no me conoce en absoluto, así que qué más da. Yo venía a la película porque la publicidad hablaba de dos monjas que alcanzaban juntas el otro éxtasis del Señor, y el morbo, y la cosa tonta, obraron el milagro de amordazar a mi yo cinéfilo y asexuado, que últimamente está bastante insoportable.

Antes de ser seducido por el Mal, él me aseguraba que “Benedetta” no iba a ser más que una provocación, una cosa del viejo verde de Paul Verhoeven. Un instinto básico con crucifijos en lugar de picahielos, o un baile de showgirls en el refectorio conventual. Una tontería de dos horas para provocarme un par de erecciones subterráneas y nada más.

Pero no: mi cinéfilo se equivocaba. “Benedetta” tiene sus momentos, desde luego, con esos cuerpos hermosos y esos amores arrebatados, pero a su alrededor crece una trama compleja de personajes oscuros e intereses entrecruzados, los divinos y los carnales. “Benedetta”, además, nos recuerda dos sabidurías fundamentales que no han perdido vigencia: la primera, que el sexo es una fuerza irreprimible, y que si la reprimes, te salen como ronchas en la piel, o como bultos en el espíritu. La segunda, que no hay gente más peligrosa en el mundo que la que se cree elegida por Dios. En el siglo XVII, las Benedettas del mundo podían montar como mucho una campaña militar en Flandes, o quemar un par de brujas en la plaza del pueblo. Asuntos graves, pero no planetarios. Ahora, sin embargo, una Benedetta investida de poder podría apretar el botón nuclear para salvar al mundo de sus pecados, mientras se parte de la risa beatífica.



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Belfast

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Diez diferencias entre la infancia de Kenneth Branagh y la infancia de Álvaro Rodríguez:

1 En León no convivíamos católicos y protestantes, sino católicos y gente que protestaba contra el catolicismo. Parece lo mismo, pero no es igual. Para empezar, los que protestábamos lo hacíamos en voz baja. Corrían los años 80 y no estaba el horno para bollos. Yo estaba en la EGB y el hijo de Dios nos vigilaba desde el crucifijo.

2 Mi abuelo nunca me explicó los secretos básicos de la vida: el escaqueo laboral, y la seducción de las mujeres. Mi abuelo, cuando íbamos a visitarle, hacía un saludo raro con el mentón y se enfrascaba de nuevo en su solitario de la baraja. Eran solitarios, claro.

3 Mi abuela tampoco era como el personaje de Judi Dench en la película. Mi abuela decía que ella ya había criado a sus hijas, y que los nietos no éramos más que una molestia de la biología.

4 Nunca me enamoré de una niña del colegio porque, entre otras cosas, no había niñas en mi colegio. Éramos discípulos del beato Marcelino Champagnat, que rogaba por nosotros. Él nos quería así: atentos a la lección, sin distracciones femeninas. Él nos convirtió en unos monstruos de timidez y desvarío.

5 León no será como Belfast, pero al menos teníamos parques de hierba para jugar a la pelota.

6 Mi madre no era una exmodelo de Victoria’s Secret. Mi padre tampoco era el tío guaperas al que todas la mujeres sonreían.

7 Yo tampoco era un rubiajo encantador como el pequeño Kenny. Yo era más bien remoreno, de pelo castaño y mirada tristona. Así me quedé.

8 Mi hermana tampoco era como este hermano de Kenny en la película..

9 En mi barrio no había Unionistas del Ulster apatrullando la ciudad, pero sí un loco llamado Ramón que a veces te perseguía sin motivo para darte un par de hostias. Era un esquizofrénico perdido, no un luchador de la patria. Ramón era un macarra sin nada de glamour.

10 A mi padre también le ofrecieron un trabajo mejor en otra ciudad. Más dinero, y mejores perspectivas. Pero mi padre no quiso mudarse. Él, como la madre de Kenneth Branagh, vivía aferrado a su barrio y a su gente. Así que nunca salimos de Belfast.



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Maixabel

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Yo no perdonaría, desde luego. Ni olvidaría. Ni mucho menos me reuniría con su asesino. Por muchos años que hubieran pasado. Por mucho que el fulano se presentara arrepentido, y con la llorera desbordada. Por mucho que yo quisiera ser una buena persona, comprensiva y ecuménica. Yo no soy así. Yo soy un tipo muy básico, a medio camino del ideal evolutivo. Maixabel Lasa tiene toda mi simpatía, desde luego. Hay que tener mucho valor. Pero es como si ella perteneciera a una especie que no es la mía. Reconforta ver que no todo está perdido para los seres humanos.

Tampoco trataría de vengarme. Eso no. O no, al menos, pasado un tiempo prudencial, con la sangre ya templada y el ánimo medicado. Porque, además, ¿con qué demonios iba a vengarme yo de tal asesino? ¿A escupitajos? ¿Contratando a otro asesino a sueldo en la Deep Web? Vamos, hombre. Tengo grabado a fuego que la venganza sólo genera más venganza. La famosa espiral. El ciclo macabro de la vida que no se nos contaba en “El rey león” porque era para niños.

Yo lo que haría es... pasar. Cada uno a su vida. Cada mochuelo a su olivo. Uno con su dolor y otro con su remordimiento. Pero cada uno en su casa, y Dios en la de todos. Mi reconciliación sería anónima, no publicable. Un acto interior. Una mirada al sol del poniente mientras susurro: “Bueno, ya está. Hay que seguir...” Algo así. Puedo reconciliarme con el mundo, con los dioses, con el destino... Con la mala suerte. Pero no con las personas. Ni siquiera creo en la reconciliación cuando me engañan en el amor, así que como para creer en la reconciliación cuando me matan a la amada. Solo faltaría.

La película es cojonuda, pero no lloro en ningún momento. Nada que objetarle a Icíar Bollaín, que maneja una nitroglicerina sentimental muy peligrosa. Pero ella sabe lo que hace. Es una directora que rara vez te defrauda, listísima y eficaz. Pero ya digo que no lloro. El otro día le dije al amigo que ya solo lloro con las historias de desamor. Es lo que he vivido. Mi talón de Aquiles.



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El vengador tóxico

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Hollywood nos ha enseñado que para ser un superhéroe hay que ser, en primer lugar, guapo. Guapo es Clark Kent con su rizo sobre la frente, y también Peter Parker con su exultante juventud. Bruce Wayne triunfa entre las modelos de Gotham mientras Tony Stark triunfa entre todas las surfistas de Malibú. Thor es un dios del deseo y el Capitán América un apolíneo sin tacha. Hulk no es guapo, pero el doctor Bruce Banner que vive en su interior sí. Y todos así... Quizá el único superhéroe feo de cojones -que además ya nunca podrá regresar a su humana identidad- es La Cosa de Los 4 Fantásticos, que asiste envidioso al sex appeal de sus compañeros.

Para ir a contracorriente de esta dictadura de la belleza, los tarados de la productora TROMA imaginaron un superhéroe ya no feo, sino horrendo, primo hermano del hombre elefante de David Lynch.  El pobre Melvin ya era muy feo ante de la transformación, y por eso se reían de él los chuloputas y las buenorras, que son los afortunados del fenotipo. Pero Melvin, tras caerse en el barríl de los residuos, ya es directamente un monstruo, un amasijo de músculos inflamados y piel supurante que vaga por los alrededores de Nueva York impartiendo justicia como haría Bud Spencer si fuera más allá de los bofetones. Es decir: arrancando brazos, y aplastando cráneos, y clavando hierros en los ojos. Quien ríe el último ríe mejor, sí.

Es imposible no sentir una simpatía vergonzante por el vengador tóxico, a pesar de sus cafradas. Pero es que su ojeriza es nuestra ojeriza también, aunque la nuestra sea civilizada y esté bajo control.  Melvin se venga de los imbéciles que le ofendieron, y de los políticos que le humillaron. Gente tan odiosa como universal. Pero con los demás, con los fofisanos del mundo y con los perdedores de la riqueza, Melvin es un osito de peluche que siempre está dispuesto a echar una mano. Existe la solidaridad obrera, y existe, también, la solidaridad entre los feos.





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Kiki, el amor se hace

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El amor se hace cuando se puede. Y si no se puede, pues se piensa, o se escribe, o se expresa verbalmente. O se echa de menos. También se puede reprimir, claro, pero esa actitud crea neurosis en el alma, como explicaba el abuelo de Viena.

La Iglesia condena el sexo en sus cuatro vertientes: pensamiento, palabra, obra y omisión. Omisión, sí, porque denegar el sexo a quien quiere concebir otro cristiano sin afanes recreativos también comete pecado. Y uno morrocotudo, además. O sea, que el sexo es pecado lo mires por donde lo mires. Lo cojas por donde lo cojas.

En la carrera de Magisterio -lo de carrera es un decir- teníamos un cura que nos daba la asignatura de religión. No había ni un solo católico practicante entre nosotros, pero necesitábamos los créditos para ganarnos la vida en un colegio privado si fuera menester. De todos modos, nos llevábamos bien. Él sabía a lo que venía y nosotros también. Un día nos dijo que no entendía la expresión “hacer el amor”: que le parecía fría y mal construida. Que el amor no se hacía, sino que florecía, o algo así. Y que, por supuesto, florecía fuera de la cama, y no dentro, donde solo era concupiscencia y trampa mortal.  Una compañera mía que estaba más buena que el pan, y que salía con los tipos más cachas de la Universidad, le dijo que para ella “hacer el amor” era una expresión perfecta. Que el amor se trabajaba realmente entre sudores de fragua. Que la cama era una forja donde se templaba el metal y se hacía más resistente. Y para nada, como afirmaba él, un lugar donde el amor se desvirtuaba o languidecía. Lo dejó patidifuso, claro. Y a nosotros más enamorados todavía. Platónicamente, claro, como al cura le gustaba.

No sé qué hubiera dicho nuestro cura si hubiera visto “Kiki, el amor se hace”. Supongo que le habría dado un infarto nada más empezar. Si ya no entendía lo que era hacer el amor en una pareja convencional, imagínate en estas, que se excitan con los tejidos, o con los peligros, o que se juntan de tres en tres, o contra natura, o que se van de orgías el sábado sabadete.  “Una cosa es la libertad y otra el libertinaje”, hubiera gritado al televisor antes de palmar.



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El poder del perro

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Del agua mansa me libre Dios, que de la brava me libro yo. Lo decía mucho mi abuela cuando yo era pequeñín. Pero como era pequeñín, no terminaba de entenderla. A mí me parecía más bien al revés: que Dios, o Jesusito de mi Vida, que era niño como yo, estaban en la Torre de Vigilancia para defendernos del agua brava: de las olas gigantes, y de los ríos desbocados. Y que para el agua mansa -que era el agua de los charcos, o de los arroyos sin profundidad- bastaba con pegar un saltito o coger la mano de mamá. Hablamos de las personas, claro. Y de Benedict Cumberbatch en particular, que parece el río desbravado de esta película.

Mi abuela hablaba de los bocazas como él, de los faltones pendencieros, que a veces no son tan peligrosos como los pintan. O sí, según... Pero que aun siendo peligrosos, se les ve venir a la legua y puedes levantar las barricadas. Están ahí, enfrente, posicionados. En cambio, de los falsos que sonríen, de los sicarios que disimulan, es mucho más difícil guarecerse. Los quintacolumnistas son la gente más peligrosa que puedas imaginar. Pueden pasar por perfectos desconocidos que te cruzas al pasar, pero también pueden ser tus amigos, tus parientes, cualquiera que te siga el rollo. Tus amantes incluso. El peor enemigo puede ser quien te besa cada mañana jurándote fidelidad mientras rumia su venganza, o planea su deserción. El agua mansa...

Por otro lado, tengo que decir que me toca mucho los cojones que la Biblia se meta tanto con los perretes, yo que tengo uno, y que además estoy convencido de que ellos son los ángeles del Señor, inocentes y tontunos. Aquellos barbudos del desierto que tanta turra nos dieron con sus guerras por el agua -qué otra cosa, sino, es el relato de la Biblia- tenían a los perretes por seres sucios, inmundos, poseídos casi siempre por diablos. Yo pensaba, siguiendo a mi abuela, que lo del poder del perro hacía referencia al perro ladrador y poco mordedor. O al poco ladrador pero peligroso de cojones. Pero no: no era eso. Mecachis lo profetas. Eddie, a mi lado, asiente con su cabecita.




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