La casa Gucci

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El imperio de la moda está construido sobre la plusvalía del trabajo o sobre la tontería del trabajador. Quiero decir que los productos Gucci -pongamos por caso- son el gasto lujoso de quien ha sustraído dinero a los proletarios, o de quien, siendo él mismo proletario, quiere disimular su condición o superarla. En cualquier caso, un asunto de clasismo. Simbología y humo. Guerra de clases. Trascendida una cierta calidad en los tejidos o en los materiales, ya solo se paga la tontería, el ego, el estatus. Palabrejas. Yo valgo más que tú, y usted no sabe con quién está hablando... Esas cosas. Vanidad.

Yo vivo en el otro extremo de la moda que son los pasillos de la marca Tex, en el Carrefour. Tan lejos de Gucci como del cielo prometido. En el Carrefour encuentro lo que necesito para vestir dignamente y no me sonrojo. Así luego me sobra para entrar un ratito en la librería. El problema es cuando quiero ponerme guapo -tan guapo como doy de mí, claro- y necesito trascender las camisas Tex sin tener que llegar a las camisas de Tom Ford. Un dilema. Una tierra de nadie extensísima y llena de incertidumbres. Esos pasillos ignotos del centro comercial, abarrotados de tiendas con ropa.

Y luego está la película de Ridley Scott, que es a lo que veníamos, y que no habla realmente del mundo de la moda -que menos mal- sino del ascenso y caída de Patrizia Reggiani, que es de esas mujeres que antes salían mucho en las películas, y en la vida real, pero ahora ya no. Leo que “La casa Gucci” -además de las críticas que se merece por ser algo lenta y un poco tontaina- ha recibido algún varapalo porque dicen que se demoniza una vez más al personaje femenino. Y sí, es verdad: Patrizia Reggiani -luego ya Gucci- es una trepa que utiliza sus encantos para seducir al más rico de la fiesta y luego manipularle a su antojo. Haberlas haylas, desde luego. Y las hubo. Y las habrá. Pero un retrato particular no tiene por qué ser un retrato genérico. En esta película, además, nadie sale bien parado.





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Viaje a Grecia

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Rob Brydon y Steve Coogan se van haciendo mayores ante mis ojos. Ellos nacieron siete años antes que yo, en 1965, y se les van notando las erosiones y las barrigas. Quiero decir que poco a poco van alcanzando la decadencia física de este espectador que les aplaude. Ellos son atractivos de natural, y se cuidan, y de vez en cuando se dan un rule por Europa para degustar los mejores vinos y las mejores viandas. Comen muy sano en terrazas espectaculares con vistas al mar, y luego duermen en los mejores hoteles del Mediterráneo donde nadie da por culo al otro lado del tabique. O da por culo en silencio, moviéndose con suavidad. Así cualquiera se cuida...

Pero la edad no perdona, y esta es la primera vez, después de acompañarles en otros tres viajes divertidísimos, que siento que Brydon y Coogan -o más bien sus autoparodias - están a la misma altura existencial que yo habito. Un poco marchitos y en decadencia. Sonrientes ma non troppo. Circunspectos, incluso. Como si esa vida de la que huyen les hubiera alcanzado dentro de la película, no sé.

También se nota que se van haciendo mayores porque cada vez hablan menos de lo serio y mucho más de lo banal. Recordé, de pronto, a Jep Gambardella en su ático de Roma, explicando a sus invitados que con la edad ya sólo apetece hablar de chorradas y chismorreos, porque lo serio ya lo conocemos, y duele, y además es inmodificable. Yo mismo intento comportarme así y la gente me toma por frívolo porque no alcanza a comprender esta posición ante el destino. Qué le voy a hacer...

En los otros viajes de este serial, Brydon y Coogan aprovechaban los descansos entre carcajadas para interrogarse sobre el amor, la fidelidad, las carreras profesionales. El sentido de la vida y el miedo a la enfermedad. Pero aquí, en Grecia, quizá en el terreno más propicio para filosofar, ellos prefieren imitar las voces de sus ídolos, y lanzarse puyas malignas, y mirar de reojo el culo de las camareras. Abortar cualquier simulacro de circunspección. Hasta que la realidad vuelve a golpearles con una llamada de teléfono al final de la película.



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La sombra de las mujeres

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No sé por qué la película se titula “La sombra de las mujeres” porque aquí se engañan por igual hombres y mujeres. El adulterio como deporte nacional al norte de los Pirineos. El aduleterio omo en las películas de Rohmer que estoy siguiendo en paralelo. De hecho, es como si Philippe Garrel hubiera cogido su testigo para ahondar en los mismos quebraderos de cabeza. Había un personaje en la película que le era fiel a su pareja y decidieron suprimirlo en el montaje definitivo porque desentonaba con el paisaje.

Puestos a pensar mal, uno diría que el título tiene una intención misógina. Como si fuera el adulterio de la mujer el que ensombrece la relación, y no el adulterio de su compañero, que tanto monta y monta tanto. Y vaya que si montan, estos dos picaflores, estos dos pecadores de la pradera parisina. Si aún creyéramos en el cielo y en el infierno, diríamos que los Campos Elíseos son el único cielo que van a pisar a lo largo de su vida. Etimológicamente hablando claro. Pero ya sabemos que el bien y el mal no existen: que nos guía el conflicto de intereses, y que ese entrechocar no tiene castigo divino ni perdón en la oración. Solo nos queda la honestidad como refugio.

La gran pregunta que sobrevuela la película es: ¿puede una pareja sobrevivir a una infidelidad? Y más aún: ¿puede sobrevivir a una infidelidad mutua? Y no se vayan todavía, porque aún hay más: ¿puede sobrevivir a una infidelidad mutua sostenida en el tiempo? El tono de la narración dice que sí, pero tengo por seguro que ninguna pareja sobrevive incólume a estos estropicios. De esa batalla -cuando se vuelve- se vuelve con una cicatriz que atraviesa el rostro de lado a lado. Ya no miras igual, ni te miran igual. O vuelves sin un miembro, perdido en el combate. Tras la escabechina, los amantes más puristas prefieren no darse una segunda oportunidad. Otros, en cambio, por múltiples razones que van desde la obsesión sexual hasta la soledad inconsolable, deciden perdonar y perseverar. La otra gran pregunta es si eso supone el triunfo del amor o su traición definitiva.




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La rodilla de Claire

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En las películas de Eric Rohmer no existe la lucha por la subsistencia. Nunca se ve a nadie peleando por un trabajo, combatiendo en una guerra, huyendo del cataclismo... Siempre son burgueses que están de vacaciones, o que están a punto de cogerlas, mientras ahí fuera caen chuzos de punta o se encarece la gasolina de los coches. A ellos les da lo mismo. Ellos viven blindados en sus fincas del regocijo, y en sus áticos de París, y si unos trabajan en empleos que jamás conocen la crisis, otros viven directamente de las rentas o de la plusvalía robada a los obreros. En cualquier película que escojas de la estantería, la máxima preocupación de estos personajes es conservar el amor que ya tienen, o encontrar uno nuevo que les ilumine. O alternar un par de ellos, para tener de quita y pon. Un amante de entresemana y otro para el finde. El amor -dijo no sé quién- es esa comezón que a uno le entra en la tumbona cuando todo lo demás ya está resuelto. Yo no pienso así, pero entiendo lo que quiere decir.

Por lo demás, y ya centrados en la rodilla de Claire, tengo que decir que yo soy más de orejas que de rodillas. Las rodillas son un amasijo de ligamentos que la evolución improvisó para mantenernos erguidos y sostenernos en la carrera.  Una chapuza de la biología que siempre ha tenido muy poco de erótica escultura. A mí, por lo menos, no me ponen. Por muy romántico que se nos ponga Jerome en la película, la rodilla de Claire sólo es un lugar de tránsito entre la suavidad de su muslo y el dibujo de su pantorrilla. Tierra de nadie. Scalextric de autopista. A Jerome lo que le gusta de verdad es lo que no se ve, lo que queda oculto bajo la falda de Claire, pero no se atreve a decirlo porque así queda como un poeta más elevado y experimental.

Yo -ya digo- soy mucho más de quedarme turbado con la contemplación de una oreja. No lo digo de coña. Hay un erotismo muy poco valorado en ese cartílago retozón. Si el asunto de la película es obsesionarse con una zona erógena de las secundarias yo, desde luego, hubiera rodado la historia de un burgués obsesionado con una oreja. Que para mí es un órgano primario y fundamental.





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Espíritu sagrado

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Hasta este verano pasado yo creía en los extraterrestres. Pero a pies juntillas, vamos. Como un niño ilusionado con las galaxias. De Carl Sagan a muerte. De tener un póster con la ecuación de Drake para soñar despierto con la visita de los marcianos, o con el aterrizaje del Halcón Milenario en el descampado frente a mi casa.

Ahora ya tengo más dudas. Este verano leí un libro que reúne los argumentos a favor y en contra de la astrobiología, y la conclusión de su autor es más bien pesimista. Stephen Web dice que la vida, nuestra vida terrestre, puede que no sea más que una chiripa de la química. Una moneda de la física que cayó de canto y así se quedó, en un milagro irrepetible de las probabilidades. Para cortar la vida de raíz existen los rayos gamma, los soles abrasadores, las estrellas gélidas, las órbitas excéntricas, las catástrofes climáticas...

De todos modos, sigo creyendo. Pero ya desde más lejos, desde una distopía de comunicación imposible. Y por supuesto: jamás he creído en los que dicen haber contactado con los extraterrestres. O en los que recopilan esas sandeces para vender sus libros o promocionar sus programas. Si los extraterrestres existen, una de dos: o están muy lejos, o han pasado de largo. Así que quienes hablan de avistamientos o de abducciones solo buscan un objetivo: sacar dinero o fundar una secta.

Lo de sacar dinero ya es grave, pero bueno: se acepta. Las librerías están llenas de mercachifles y de vendedores de crecepelo. Un libro sobre el fenómeno OVNI no es más denunciable que uno sobre la terapia del yo o sobre hacerse millonario con un cursillo acelerado. Allá cada cual con sus ilusiones. Pero lo de la secta ya es harina otro costal. Rara es la secta que en el fondo -ojo, spoiler- no anda buscando una congregación de hermanos en lo sexual. Esperar la Llegada en la gran cama redonda del gurú, todos al unísono o pasando a turnos por la piedra.

Tampoco es nada grave cuando este juego discurre entre adultos informados, aunque anormales. Allá cada cual, también, con sus genitales. Pero es que en “Espíritu sagrado” -ojo, spoiler- tampoco es el caso.





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La peor persona del mundo

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Julie no es la peor persona del mundo. Lo que pasa es que nos ponen ese título para que piquemos. Para retenernos en el sofá con una dosis de misterio.

“¿Quién será esa persona tan malvada y qué atrocidades estará cometiendo?”, nos preguntamos. Y nos decimos que no puede ser esa noruega tan guapa que corre por la calle en el cartel promocional. Las noruegas hermosas, como aquella modelo que pudo haber sido la reina de España, son las criaturas preferidas del Señor, y es imposible que en sus almas como la nieve anide la maldad. Y al final, en efecto, no anida. La peor persona del mundo ahora lanza misiles sobre Ucrania, o clama por el regreso a la Edad Media en el Congreso de los Diputados. La peor persona del mundo también la conozco yo, pero solo hablaré de ella en mi próxima autobiografía.

Pero es que Julie ni siquiera es mala. Es... Julie. Y Julie es como todos. Busca su sitio, como Raquel buscaba su sitio. A punto de cumplir los 30 años, Julie busca el hombre ideal, el trabajo adecuado, la maternidad asumible... Julie parece un poco inmadura, un poco perdida, pero yo creo que en realidad nos supera a todos en madurez. Ya que no es la peor persona del mundo, vamos a proponerla como la mujer más madura de Oslo. Y quizá la más guapa, en el otro concurso paralelo.

A nuestras madres Julie puede parecerles una vaca sin cencerro. Una mujer algo buscona y pelandusca. Una estudiante sin recorrido, y una fiestera de la noche eterna del invierno. Pero Julie, simplemente... no se ata. No se conforma. Siempre piensa que hay algo mejor o alguien mejor a la vuelta de la esquina. Ella también lo vale, claro, y lo sabe de sobra, y juega con esa ventaja.

Julie es una mujer escandinava del siglo XXI, y eso es como ir al frente en la evolución de las costumbres. Las mujeres del norte son las zapadoras que van por delante de nuestros ejército, construyendo puentes y desbrozando caminos. Quitando minas. Tapando bocas.



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Secretos de un matrimonio

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Los malentendidos en el amor son, casi siempre, una cuestión de vocabulario. Yo te amo, y tú me amas, pero podemos estar hablando de dos amores que no tienen nada que ver. Que pueden ser incompatibles incluso. Destructivos en ocasiones. Materia y antimateria que entran en colisión y generan explosiones de energía.

La cuestión no es amar más o amar menos, sino que hay tantos modos de amar como personas en el mundo. Ocho mil millones de paradigmas. Ocho mil millones de sueños románticos, de aspiraciones sexuales, de ideales de convivencia... El amor es una torre de Babel, una cacofonía, y por eso cuando dos amantes sintonizan la misma frecuencia hablamos del “milagro del amor”. Enamorarse -enamorarse de verdad- es una verdadera excepción a la regla de no entenderse.

Y además está el sexo, escurridizo, que enreda entre los amantes como una serpiente bíblica de la tentación. El personaje de Jonathan dice que es muy fácil confundir el buen sexo con el amor. Y quizá sea eso, después de todo, lo que les pasa a Mira y a Jonathan: que incluso en los peores momentos son incapaces de contenerse, de no desearse con una turbulencia infatigable, y en ese polvo de reconciliación se vuelven a creer enamorados cuando en realidad solo faltan quince minutos para no volver a soportarse. La frontera entre el amor y el sexo siempre ha sido difusa, porosa, terreno de eterna disputa. Puede que ni siquiera exista, y que todo sea el mismo sentimiento que va cambiando de nombre según los contextos. Otra vez una cuestión de vocabulario.

 “Secretos de un matrimonio” es una serie cerrada, sin continuación, pero yo rodaría un spin-off con todos esos amantes que Mira y Jonathan van dejando en el camino mientras deshojan la margarita de su matrimonio. Amantes a los que ellos usan como escapatoria, como justificación, como desahogo. Amantes, algunos, a los que prometen la vida eterna mientras de reojo siguen esperando la llamada en el móvil, el mensaje... El grito desesperado. Mira y Jonathan son dignos de piedad porque se aman a pesar de su boludez, pero al final de la serie empiezan a caerme un poco gordos, la verdad.  



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Robot Chicken: Star Wars

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Gracias a esta parodia de Robot Chicken, Retoño y yo hemos confirmado muchas cosas que ya veníamos sospechando, pero que la saga de Star Wars nunca dejó claras por aquello de la censura, o de la inconveniencia, o porque -no lo olvidemos- esto es un cuento para niños. O para adultos de 50 años que se comportan como tales.

1 Que entre Chewbacca y Han Solo había algo más que una simple amistad. Al menos por la parte de Chewie... Por mucho salto al hiperespacio que dé el Halcón Milenario, los viajes espaciales aún son demasiado largos, y como diría Luis Ciges: “Un wookie en la cama siempre es un wookie en la cama”.

2 Que Ponda Babas perdió su brazo en la cantina de Mos Eisley por un problema tonto de traducción.

3 Que los oficiales del Imperio se reían de Darth Vader a sus espaldas, y fingían ser ahogados por “la Fuerza” para no perecer luego atravesados por su láser.

4 Que tras la máscara de los stormtroopers había hombres decentes como Gary, que simplemente se reengancharon tras la mili y tuvieron que lidiar con una movida galáctica que ni les iba ni les venía.

5 Que Anakin Skywalker empieza su caída al Lado Oscuro al ser rechazado sexualmente por esa puritana de Amidala, que sólo cree en el gozo matrimonial y le pone a hervir los midiclorianos hasta volverlos locos y del revés.

6 Que ni siquiera el emperador Palpatine se libra de tener que esperar su maleta en el aeropuerto de la Estrella de la Muerte. (¿Y si el Imperio, después de todo, fuera una sociedad de tipo escandinavo muy poco proclive a los privilegios?)

7 Que en el Gran Consejo Jedi -¿por qué no?- también se piden unas pizzas al italiano para matar la gusa de los allí reunidos.

8 Que el español, salvo que seas nativo, o procedas de los Balcanes, es un idioma muy jodido de aprender. Que se lo digan a C3PO, que maneja seis millones de forma de comunicación pero la nuestra no.

9 Que Chewbacca va desnudo porque sí, porque le da la gana, no porque los Wookies sean naturistas de nacimiento.

10 Que Boba Fett, antes de que Disney + destapara sus vergüenzas y sus limitaciones, era el personaje más molón de la galaxia muy lejana.  Y hace mucho tiempo, además.



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