El hombre del norte

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Pues sí, queridos amigos, y queridas amigas: ustedes están como yo. Por un lado está la película y por otro el misterio que la sobrevuela: comprender cómo estas bestias del Norte, que en el siglo IX eran poco más que primates con espada, pecadores irracionales de la tundra y de la taiga, llegaron, con el tiempo, a construir las civilizaciones más avanzadas que jamás ha conocido la humanidad. Ese milagro escandinavo que es la envidia cochina de todos los votantes socialistas del sur, que siempre introducimos la papeleta soñando con noches eternas y trenes que llegan a la hora.

Qué cambió, qué genes se modificaron, qué conquistas se produjeron, cuáles fueron los vientos benévolos de la historia, para que los descendientes de estos borrachos impenitentes, de esos carniceros profesionales, crearan un Edén próximo al Círculo Polar donde los  impuestos son altos pero las prestaciones cojonudas. Donde las calles han sido tomadas al asalto por las bicicletas y las flores. Donde ya se da la inexistencia práctica de hombres y mujeres a no ser para negociar los asuntos de la cama, porque ya nadie pregunta por ese detalle vital a la hora de pagar o de contratar.

Ay, los nórdicos... Confieso que yo vivía enamorado de ellos mucho antes de saber lo que era la socialdemocracia, porque antes de las ideas políticas estuvieron los cómics de “El capitán Trueno”, y allí -al principio en blanco y negro, pero luego ya a todo color- vivía la novia eterna del capitán, Ingrid de Thule, con su cabello rubísimo y su piel blanca como la leche de las cabras. Una mujer todo belleza y todo valentía, que amaba al capitán como todos querríamos ser amados alguna vez. Ingrid era la princesa de las nieves y la reina de las brumas. Y, al mismo tiempo, el calor que te protegía de todo escalofrío. Ay, Ingrid... De aquellos sueños infantiles vinieron luego estas fascinaciones, y estos apostolados de lo nórdico. Me ponen una de vikingos y ya me quedo turulato. Cuanto más sangre ponen a chorrear, yo más me adentro en el misterio.





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West Side Story

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A los treinta minutos nadie se atrevía a decirlo, pero nos estábamos aburriendo como ostras. Cuando la película nos mola hay comentarios, suspiros, movimientos continuos de piernas. Un baile estático en el sofá. La mente se concentra, pero el cuerpo queda vivo, absorbiendo las emociones para convertirlas en energía cinética. Pero cuando la función no es de nuestro agrado cae un silencio tenso, de cuerpos reposados o paralizados, en el que nadie se atreve a decir nada por no meter la pata. ¿Y si al otro le está gustando y le rebajamos el entusiasmo con un comentario negativo?

Pero eso era al principio, cuando apenas nos conocíamos. Ahora ya sabemos, ya intuimos, aunque siempre sea T. la primera en romper el silencio. Ella es más espontánea, más atrevida, mientras que yo, meseteño del gesto estoico, sufro las hemorroides en silencio, por aquello de la cinefilia gafapasta, y del compromiso con el arte, y todas esas zarandajas que me roban tiempo de vida.

Esta vez, sin embargo, los dos protestamos al mismo tiempo: yo la miré, ella me miró, y en los ojos nos leímos el mismo mensaje: “Pues será todo lo West Side Story que sea, pero jolín, me estoy durmiendo...”. Un muermo, la verdad. Nos rehicimos un poco cuando Tony canta a la belleza de María en el callejón, “I've just met a girl named Maria”, que es una canción preciosa que nunca pasará de moda. T., además, se llama María, y también tiene el pelo negro, y largo, y una voz prodigiosa de americana nativa, mientras que yo, falseando un poco la arquitectura, podría pasar por un yanqui bien estirado y alimentado. Quiero decir, que la canción parecía escrita un poco para nosotros, y eso nos emocionaba.

Pero después volvía el conflicto callejero, la cruz de navajas, y justo antes del baile más famoso decidimos aparcar la película para otro día. El aplazamiento de T. se hizo, con los días, definitivo; pero yo, ayer, con su permiso, me asomé a hurtadillas para ver al menos el número de “América”. Y tengo que decir que vale por la película completa. Una pura gozada. Un prodigio. Desde ahí, hasta el final, aun queda otra hora larga de ejercicio tan virtuoso como plomizo.





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JFK: Caso revisado

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“JFK: Caso revisado” no es una película, sino un prolijo documental. Tan prolijo, que confieso haberme saltado partes con el mando a distancia, mareado con los nombres, los intrigantes, los mil y un documentos falseados por la comisión Warren. Están los agentes de la CIA, y sus enlaces, y sus agentes encubiertos, y sus agentes por cubrir, y los delegados territoriales, y los tipos del FBI, y los confidentes del FBI, y los civiles que trabajan para el Pentágono, y los militares que trabajan para los civiles... Pululando alrededor del asesinato de Kennedy están Bill, John, Sam, Jack, Bob, Fred.., todos esos norteamericanos monosilábicos que es imposible retener en la memoria. Qué distintos son los magnicidios en España, con nombres como Vellido, y Mateo, y Buenaventura, distinguibles para los espectadores de cualquier país que quiera conocer nuestra historia.

El documental de Oliver Stone es bienintencionado, pero extenuante: te hablan de la “bala mágica” y salen veinte fulanos que la tuvieron en la mano para emitir sus dictámenes; te hablan de la autopsia de Kennedy y salen otros veinte menganos que pulularon alrededor del cadáver para mangonear los informes, unos en Dallas y otros en Bethesda... Yo entiendo a Oliver Stone: él quiere que comprendamos, que nos indignemos con esta cascada de chapuzas y ocultamientos. Pero querido Oliver: no hacía falta. Ya sabíamos. No dices nada que no hubieras dicho ya  en “JFK: Caso abierto”, que era aquella obra maestra donde Donald Sutherland le contaba al juez Garrison las verdades del barquero. Los motivos que mueven la rueda del mundo.

No sé dónde he leído que “JKF: Caso revisado” ni siquiera es un documental, sino una especie de archivo histórico que habrán de consultar las generaciones del futuro. Un verdadero lío incluso para los que venimos con esta carrera terminada. Un posgrado de la hostia. Un máster del copón. Así que no te digo nada, si caes aquí por casualidad, con tu cuaderno en espiral y tu boli Bic, todavía creyendo que hubo un único tirador en Elm Street llamado Lee Harvey Oswald.





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Frasier. Temporada 3

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Además de que te ríes mucho, ver una temporada de “Frasier” convalida una visita trimestral al psiquiatra. Te ahorras una pasta en tratamientos, y a estas alturas todos necesitamos un tratamiento más o menos ortodoxo, más o menos en profundidad. A según qué edades, el que esté libre de torceduras que lance la primera piedra. Yo, por ejemplo, en este brotar de las canas y de los pelos insospechados, todavía estoy ordenando mis prioridades y luchando contra los fantasmas de la noche. Todavía estoy buscándome a mí mismo y tratando de hacer comedia sobre mí mismo. Porque en la risa, queridos hermanos, está la salvación.

Yo, en tiempos, me dejé buenos dineros en la compra de los DVD de “Frasier”, que en España no pasaron de la cuarta temporada porque nadie los compraba. Ni siquiera en Las Rebajas de El Corte Inglés, donde valían lo mismo que en cualquier época del año porque justo el día antes de los descuentos esos mamones inflaban el precio hasta el absurdo. Daba igual: todo el mundo alababa la serie pero nadie la veía. Aun así, he salido ganando con el negocio. Lo que disfruto en el sofá de mi casa me lo ahorro en divanes alquilados a 120 euros la hora, para contar unas penas que además tienen muy poco remedio. Cualquier psiquiatría exitosa pasa por un esfuerzo personal. Por una travesía del desierto sin más brújula que el sol.

Y no es que “Frasier” vaya del rollo “tú me cuentas tus penas y yo te aconsejo como terapeuta”. No es, para nada, un psicoanálisis virtual protagonizado por los hermanos Crane. La terapia de la serie va implícita en la trama. Consiste en comprobar que nadie, ni siquiera el terapeuta de los locos, está libre de la neurosis o de la manía pasajera. De la soberbia puntual o de la depresión traicionera. De la lujuria que te vuelve ciego o de la envidia que te vuelve malvado. “Frasier” te enseña que la salud mental nunca es completa, como no lo es tampoco la salud del cuerpo. Y esa sabiduría, qué quieren que les diga, reconforta. El mal de muchos es el consuelo de los tontos. Pero es que en este caso el mal es universal, y no sirve de nada disimular. 





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The Wire. Temporada 5

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Ayer mismo me quejaba con T. de esta esclavitud moderna de las series de la tele, que nos chupan el tiempo como vampiros insaciables. ¿Qué fue de cuando leíamos libros, y veíamos películas, y dormíamos una hora más en la madrugada? ¿De cuando la tentación última de la jornada era el sexo con la señora, o con el señor, y no los siguientes capítulos de una serie inaplazable e inabarcable?

    Las series han cambiado nuestros hábitos culturales, y no sólo eso: creo que nos están haciendo personas distintas, no creo que mejores. Vivimos apalancados, adosados al sofá o al respaldo de la cama. Decía Charles Bukowski que algún día naceríamos sin piernas de tanto usar las escaleras mecánicas. Y yo vaticino que si la Edad de Oro de las Series no pasa de moda, o nadie le pone remedio desde el Ministerio del Tiempo, nuestros nietos ya van a nacer directamente en los sofás, enraizados como árboles. Yo siempre soñé con una vida que fuera saltando de la cama a la vida y de la vida a la cama, en un dulce retozar. Y pasar por el sofá lo mínimo imprescindible: dos horas al día, como mucho, para ver el fútbol o la película del Plus. Eran sueños de un tiempo caducado.

    Pero eso sí: cuando llegue el tiempo de la liberación, y quememos los DVD en las hogueras, y se proscriban todas las plataformas digitales, que no me toquen “The Wire”. Habrá que redactar una ley ex profeso para protegerla. Declararla, junto a otras series incuestionables, un Bien Cultural de la Humanidad, o un Patrimonio, lo que sea, Preservarla de la vesania de las clases populares, que algún día regresaran a las salas de cine y a los prados de las fiestas, y no distinguirán la trufa de la mierda cuando se pongan a despotricar de las series que nos alienaban. 

    “The Wire” tiene que ser conservada en todos los formatos posibles, analógicos o digitales, tangibles o etéreos. Servir de ejemplo para recordar que una vez se hicieron series no para robarnos el tiempo sin más, como ladrones que entraban por la ventana, sino que pretendían ampliar el listado clásico de las artes. Porque “The Wire” es una obra de arte. Una pieza de museo, y un motivo de nostalgia.


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Arthur Rambo

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Yo también he escrito alguna que otra barbaridad en las redes sociales. Antes más que ahora, la verdad, porque ya conozco el percal y los peligros de dejarse llevar. Quisiera recordar aquí alguna, a modo de ejemplo, para establecer un paralelismo personal con Arthur Rambo y su lengua larga, y sus dedos ágiles. Pero mi memoria, que me mima, y me protege de todo lo malo, no me deja. Mejor así.

Pero sé, por mucho que mi memoria lo censure, que he escrito cosas que bordean el límite del buen gusto, o que lo traspasan, con un pie puesto en lo valiente y otro en la temeridad. Un Coloso de Rodas algo estúpido e inestable. Supongo que algunas tonterías todavía andan por ahí, flotando en la nube, como gas metano maloliente. Sé de una persona que las recopila -o las recopilaba- para esgrimirlas como argumento de que yo no soy tan majo como parezco. Lo que es un ejercicio inútil, y una pérdida de tiempo lamentable, porque yo mismo, y Billy Wilder, y las personas que me quieren, ya sabemos que Augusto Faroni dista mucho de ser un hombre perfecto, y que de vez en cuando mete la gamba, o la pata, hasta el corvejón, y a veces incluso más arriba.

Que tengo mis aristas, y mis pedradas, y mis huellas dactilares dejadas en la mierda. Como todo el mundo, supongo, solo que yo dejaba constancia por escrito, y no me limitaba a soltar paridas en la terraza del bar. La verdad es que no sé qué coño pretendía: dármelas de atrevido, de outsider, de opinante original.  O, simplemente, devoto como soy de la diosa Shiva, por tratar de “hacer de reír”, como decía el señor Barragán.

No sé... Quería ver “Arthur Rambo” porque yo también estoy a punto de alcanzar la gloria literaria -es un decir- y sé que el día que los admiradores me aplaudan, y los periodistas me entrevisten, y todas las personas que me quieren me den besos y abrazos, alguien tirará de hemeroteca y sacará a colación que yo una vez, por ejemplo, porque de esa sí que me acuerdo, me metí mucho con Karim Benzema y propuse hasta venderlo por una cantidad razonable. Y ahora ya ves: campeones de Europa, gracias a su magisterio.





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Tristana

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Ninguna película de Luis Buñuel me parece una obra maestra. “Viridiana”, si acaso, y un poco cogida por los pelos. Siempre hay cosas que se me escapan, o que me irritan: los surrealismos, los onirismos, los chistes particulares que solo don Luis entendía.

Buñuel no dejaba ninguna película diáfana. A ratos le sigues y a ratos te pierdes; a ratos entras en comunión apostólica y a ratos te entran ganas de apostatar. Pero nunca te deja indiferente, y ese es el secreto de su continuo revivir. El motivo de que sus películas nunca desaparezcan de las estanterías o de las plataformas digitales. Dentro de cien años, cuando otros cineastas más académicos, más “entendibles”, ya habiten en el olvido, todavía habrá cinéfilos de provincias y directores de festivales que programen sus viejas trapisondas. Y él, complacido, romperá el silencio de su tumba aporreando un tambor de Calanda.

Buñuel sobrevive porque él entendió lo que otros niegan, o vadean, o consideran una desviación del espíritu: que el sexo es un perfume omnipresente, un pequeño martilleo cotidiano, y que la vida de los hombres, y la civilización que los alberga, se construye sobre su eficaz represión o su total aceptación. Freud dixit. Eros y civilización. La calavera del abuelo Sigmund también sonreía cada vez que Buñuel estrenaba una nueva película. Su cine era... psicoanálisis en acción. Neurosis y psicopatologías. Ansiedades y frustraciones. Felicidades efímeras. Mentes turbadas por el deseo, o perturbadas, o masturbadas en el autoconsuelo. Rara vez satisfechas, porque el sexo es escurridizo, carísimo, rara avis, y cuando por fin se aposenta ya estás temiendo que levante de nuevo el vuelo.

En “Tristana”, el oscuro objeto del deseo es Catherine Deneuve, que rompe todos los corazones y tensiona todas las braguetas. La de su protector, Fernando Rey, que es un viejo verde galdosiano, y la de su amante, el pintor de ojos azules, que comprenderá demasiado tarde que Tristana no quiere a nadie en realidad, porque para ella el sexo es un juego con los hombres, una llave maestra para abrirlos en canal. Una femme fatale con una sola pierna, y toledana, para más señas.





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Malnazidos

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En los primeros títulos de crédito aparece Mediaset como una de las productoras de la película. Y es justo ahí cuando asumo que la película no va a ser ninguna maravilla. Que voy a ver “Malnazidos” de vistazo en vistazo mientras charlo con el retoño o respondo a mis rivales en el Apalabrados. Cine de verano, insustancial y tontorrón. Me dieron ganas, incluso, de verla sin gafas -que total, mira tú- para así despojarme de esta fotogenia gafapasta y enfrentar “Malnazidos” como un espectador más parecido al target de Tele 5.

(Si no lo hice fue porque de pronto apareció Aura Garrido disfrazada de guerrillera republicana y Aura Garrido no merece el cristal esmerilado de mis dioptrías. Ella se merece mucho más que la distracción de un intelectual atrapado en un espectáculo del bombero-torero).

Y no es que yo viniera, precisamente, a ver una de zombis dirigida por Ingmar Bergman o por Michelangelo Antonioni. Pero Mediaset -joder, ¡Mediaset!- es como el escalón más bajo del riesgo y de la creatividad. Sus directivos engominados jamás invertirán en un producto que se vaya por los cerros del autor o por los bosques de lo artístico. Ni, por supuesto, en un producto que alimente un mensaje revolucionario de clases trabajadoras. “Malnazidos” es una película sobre la Guerra Civil, pero ya no es como aquellas películas que se producían bajo el amparo de Pilar Miró. Aunque aquellos socialistas iniciaron el desmontaje de las siglas históricas de su partido, luego, en las películas, dejaban claro quiénes fueron los agredidos y quiénes los agresores en aquel golpe de Estado que ahora llaman “guerra fratricida”.

El mensaje de “Malnazidos” es pura basura ideológica: se dice que no hubo ni buenos ni malos. Todos víctimas. Que España estaba mangoneada por Hitler y por Stalin. Que Franco y sus asesinos nada: unos títeres. ¿Los curas?: de rositas, buena gente, aunque algo depravada. Salen el nazi puto-loco y el psicópata con gafitas del PC. El falangista compadrea con el rojo alrededor de las pasiones nacionales: el vinazo, y la baraja, y el culo de las señoras. Tópicos de una guerra perdida y manipulada.





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