Californication. Temporada 6

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Tengo que confesar que ya me cansa un poco “Californication”. Y eso que yo era su evangelista -su lúbrico evangelista- en esta tierra estéril de los infieles. La sexta temporada es un calco de todas las anteriores. Los chistes se repiten y el desenfreno se autoparodia. 

Incluso la trama central parece el mismo ADN duplicado: Hank Moody -que desde hace varias temporadas ya no es escritor y no sabemos muy bien de qué vive– le baila el agua a una estrella del rock and roll que a cambio le provee de titis y de drogas hasta jartarse. “En temporadas anteriores de Californication”, Moody, al menos, se curraba los triunfos con la escritura, o con la caidita de las Rayban sempiternas. Ahora le ponen los polvos como a Franco le ponían el atún, o al Emérito el oso siberiano, así que hace tiempo que se nos ha caído el mito del Hank Palomo que se guisaba y se comía sus propios platos suculentos. 

(Mientras tanto, entre polvo y polvo -polvo de coca y polvo de meteysaca, digo- Moody sigue echando de menos al amor de su vida, la tal Karen, que se ha vuelto otro personaje escurridizo y sin línea argumental, supongo que porque Natascha McElhone entraba y salía de los rodajes a causa de sus compromisos o de sus movidas personales). 

Eso sí: en esta sexta temporada sale la mujer más guapa de cuantas se acostaron con Hank Moody en la ficción. Y puede, incluso, que con David Duchovny en la realidad. Si California se ha convertido otra vez en el paraíso perdido de “Californication” es gracias a esta actriz llamada Maggie Grace que consigue que la atención del espectador vuelva a vitaminarse y mineralizarse. Mi Super Ratona... 

Cando ella no está dan ganas de avanzar el metraje con el puntero del ratón; cuando ella aparece con sus vestidos mínimos y sus botazas de rockera, dan ganas de congelar el momento para toda la eternidad. Bendito sea el código binario que la inmortalizará en nuestros ordenadores o en la nube de las plataformas. Dentro de las matemáticas se escondía una secuencia de unos y ceros que era la belleza absoluta -la soñada por el mismísimo Platón- y creo que los científicos ya la han encontrado.





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El cuarto pasajero

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BlaBlaCar -como enseñan en “El cuarto pasajero”- también se inventó para ligar. La verdad es que no hay aplicación o plataforma que no sirva para encontrar pareja, ya sea como objetivo principal o secundario. Instagram, por ejemplo, que nació con vocación de ser una exposición de arte universal, un gran museo donde unos publicaran sus fotografías, otros sus vídeos  y otros -como este mismo tolai- sus escrituras infumables y underground, se ha convertido en otro campo de batalla sexual donde los machos exponen sus méritos, las hembras sus intereses, y el que anda más listo se lleva el premio gordo escondido por las sábanas. 

Puede que TikTok sea el instrumento que usa Fumanchú para subvertir el orden mundial de los americanos, pero antes que nada es el ágora donde la chavalada se conoce meneando el body o ideando chorradas sin cuartel.  La revolución sexual es más apremiante que la revolución en las barricadas.

(Joder: yo sé de una pareja que se conoció jugando al Apalabrados, que es el juego menos erótico que uno pueda imaginarse a no ser que te salgan  las siete letras de la palabra polvazo o tetamen). 

Hace cuatro veranos yo mismo usé BlaBlaCar para ligar. Pero no con la conductora que me llevaba -que ojalá, porque mira qué era guapa la chica- sino con otra mujer que me esperaba en un pueblo costero de Galicia. Como allí no llegaban los autobuses ni los trenes de la modernidad -y además yo no tengo carné de conducir- tuve que recurrir a la bendita aplicación para que alguien me acercara al nido del amor. Luego resultó que aquella mujer me había engañado con las fotografías, sacadas de un álbum de su juventud, y que además se comportaba como una cabra del Cantábrico, de esas que pastan muy cerca de los acantilados, a punto de despeñarse. Tuve que recurrir otra vez a BlaBlaCar para salir pitando de allí... El conductor que me trajo de vuelta no era Alberto San Juan, sino otro entrenador del fútbol base con el que conversando y conversando fui olvidando la pesadilla. 





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Ariane

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El final de “Ariane” es muy bonito: un japi-én al puro estilo de Jolivú. Dos amantes que van a despedirse en la estación de tren, deciden, en el último momento, contra todo pronóstico, emprender juntos la aventura. Y no me digan que soy un revienta-películas porque ustedes ya saben, si vieron "Ariane", o ya lo intuían, si estaban predispuestos a verla. 

Es lo malo que tienen los clásicos en blanco y negro: que salvo contadas excepciones no admiten un final infeliz o atravesado, y eso le quita mucho emoción a la experiencia. No es como en el cine moderno, que será mucho peor a decir de los críticos, pero que al menos nunca sabes qué conejo te sacará de la chistera. En el siglo XXI, un remake de “Ariane” podría terminar con Gary Cooper metido en la cárcel por acoso o con Audrey Hepburn operándose de arriba abajo para convertirse en Adolf  y casarse con Gary en algún país tolerante como España. Quiero decir que la palabra spoiler es muy moderna, de apenas unas décadas para acá, y que todo lo que tiene de molesta lo tiene también de sorpresa y de regalo. 

De todos modos, si lo pienso bien, el final de “Ariane” -ese que nunca veremos tras la cortina del "The End"- es una tragedia morrocotuda. No a corto plazo, desde luego, porque suponemos que en ese coche-cama que sale de París van a suceder cosas muy románticas por indecentes, y viceversa. Ni tampoco a medio plazo, porque el amor de Frank y Ariane viene sustentado, además de por la belleza física, por los muchos millones que maneja ese gran mago de las finanzas. Las próximas semanas o meses serán como aquel derroche de amor que cantaba Ana Belén mientras se cimbreaba. Pero ay, a largo plazo, cuando Frank Flannagan, el macho alfa, el conquistador compulsivo, el galán de las aristócratas europeas, decida que hasta aquí hemos llegado. Porque los ligones experimentados son así: para ellos, conformarse con el nuevo amor de su vida es como claudicar, como traicionarse a uno mismo, aunque ella sea tan dulce y tan bonita como Ariane. 

Pobre Ariane, la impechada violoncelista, que emprendió el vuelo mortal de la luciérnaga.





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Tetris

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En segundo de BUP me hicieron un test de inteligencia y salí señalado como deficiente mental. Ligero, eso sí. Un “borderline” que decíamos entonces, antes de que los eufemismos convirtieran el retraso mental casi en un superpoder, como dice Paco Calavera. 

Y no voy a decir que se equivocaron con el diagnóstico o que los test de CI no sirven para nada. Yo creo sobre todo en la ciencia y en el progreso. Lo que pasa es que nunca he sido muy listo y a las pruebas me remito... Pero disimulo muy bien, y en cuestiones de verborrea tengo cierta facilidad. Aquella mañana del test, además, yo venía casi sin dormir porque había preparado unos exámenes muy exigentes que nos esperaban tras la encerrona. Sirva de atenuante.

Como llevaba años medrando en el ecosistema escolar, me sabía los trucos y sacaba sobresalientes en casi todo, pero en cuestiones de inteligencia visoespacial -como el test puñetero atestiguaba- mi intelecto solo podía rivalizar con los loros que trajinan con formas geométricas. Ellos con sus picos y yo con mis dedos, podríamos disputar un torneo interespecies si alguien nos cronometrara y luego pusiera nuestro desafío en el YouTube.

Cuento todo esto para explicar que yo de chaval apenas jugué al Tetris. Primero porque no tenía Game Boy; segundo porque mis padres no me daban dinero para ir a las salas recreativas y no podían sufragarme la compra de un ordenador; y tercero -y lo más importante- porque la rara vez que podía jugar yo veía caer las piezas del cielo y me entraba un sudor frío de incomprensión. “¡Pero dónde coño va esta pieza! Esto es imposible...” Mi cerebro no acertaba a girar las formas en el espacio, así que todas caían a plomo, como Dios las había diseñado, y solo de puta chiripa, al llegar al suelo, formaban una bonita línea sin huecos y se desintegraban.

Pero si yo, ay, hubiera sabido entonces que el Tetris era la invención de un ingeniero soviético, y que fueron los cerdos capitalistas quienes se llevaron la fama del invento y los millones de sus derechos, hubiera perseverado en su práctica solo para hacer honor al esfuerzo de aquel camarada ninguneado por la historia.



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WALL-E

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Decía Charles Bukowski que algún día los seres humanos naceremos sin culo. Que no lo vamos a necesitar con tanto automóvil y tanta escalera mecánica que usamos sin raciocinio. Me acordé de él cuando WALL-E descubre a los seres humanos del futuro, holgazaneando en su nave espacial. Todos gordos y con culos enormes, pero inútiles en el mismo sentido del que hablaba el poeta borrachín. 

Cuando la Tierra sea un basurero global y haya que emigrar a las estrellas, sólo lo harán los que tengan muchos millones para comprarse los billetes. Una vez allí, ya sin yates y sin paraísos fiscales, todo será calma chicha y aburrimiento. Los deportes de la élite -el golf, el polo, la Fórmula 1- perderán todo su sentido al no haber pobres a quienes poder escupírselos. Así que los afortunados de la nave espacial se entregarán al epicureísmo de la carne para entretener los muchos años -posiblemente generaciones enteras- que la Tierra tardará en volver a ser habitable. Como esto es una película de Pixar diseñada para todos los públicos, nuestros tataranietos de dibujos animados optan por los placeres culinarios y se ponen cebones y asquerosos. Si esto fuera una película más apegada al instinto de los humanos, habría salido un porno duro de orgías interminables que me río yo de las que organizaba Calígula en su palacio.

Aun así, WALL-E es un prodigio del cine animado que esconde un mensaje positivo para la chavalada: el planeta, queridos amigos, y queridas amigas, se va a tomar por el culo si no detenemos el consumo desenfrenado. Un par de siglos más y aquí solo podrán vivir los robots que recopilan la basura. Aunque sean, eso sí, robots enamorados. El amor entre WALL-E y EVA queda muy bonito en la película, pero sospecho que esconde la génesis de un mal renovado. Porque el amor no deja de ser, stricto sensu, una competición por ver quién se lleva a la robota mejor diseñada, o al robot con más transistores en los cataplines. El amor es una fuerza atractiva que lo va destruyendo todo a su paso. Requiere demostraciones de estatus, chulerías varias, consumos locos otra vez. El ciclo de la vida, supongo.



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Los Soprano. Temporada 4

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Tony Soprano es una mala bestia. Un tipejo con el que conviene no entrar en tratos por muy ventajosos que nos parezcan. Porque si la cosa se tuerce, vas jodido. Tony Soprano se reiría con tus reclamaciones y se limpiaría el culo con tus denuncias. Él conoce todas las salidas legales o tiene a la policía metida en el ajo. Y cuenta, además, con un ejército de matones. Tipos que no se asustan ante un dedo cercenado o ante un hueso roto que sobresale. Así que al final, si no le devuelves lo que te pide, o no le pagas lo que te demanda, acabas perdiendo un ojo o una pierna, o el negocio que te da de comer. O tu vida. O la vida de un ser querido. Vaya este recordatorio por delante.

Sin embargo, Tony Soprano tiene un corazoncito para los animales, uno chiquitito y rojo al lado de ese tan negro y exagerado. En esos episodios en los que Tony alimenta a los patos o consuela a los caballos malheridos, siento que un ala de colibrí aletea en mi interior, y me gustaría regresar al catolicismo para pedirle al Señor que le bajen un poco la temperatura de la caldera en el infierno. O que esa mañana los diablillos no afilen el tridente con el que le pinchan el culete. Es más: le pediría al buen Yahvé que a Tony le dieran un día de asueto. Que le dejaran probar un vino italiano para que brinde a mi salud, yo que soy un devoto seguidor de sus aventuras y que ya voy necesitando estos gestos simbólicos para cuarme los achaques.

Como buen mafioso, Tony Soprano practica y consiente la violencia contra los seres humanos. Cuando las víctimas son personas inocentes que solo pasan por allí, él esboza un gesto como diciendo: “¡Qué le vamos a hacer! Son gajes del oficio...!” Pero cuando su compinche Ralph Cifaretto decide cargarse a la yegua Pie-o-My para cobrar el dinero del seguro, Tony explotará con una ira que no le volveremos a ver en ninguna otra ocasión. Contemplando el cadáver de Pie-o-My se le salía la pena de dentro, y un gesto de compasión, insospechado en un sociópata como él, se dibujaba en su caraza de grandullón jocoso y asesino. 





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Traidor en el infierno

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Esta es sin duda la peor película de Billy Wilder. Aunque él mismo, en el libro de conversaciones con Cameron Crowe, diga que es uno de sus orgullos. Ironías...

Aprovechando que Brackett y Diamond no figuraban en el guion, dos payasos se hicieron con la función para interrumpir continuamente la trama de las fugas y los nazis. Un disparate de Miliki y Fofó... 

- ¿Cómo están ustedes?

- Pues aquí, en el sofá, aburridos de ver esta tontería...

Ver “Traidor en el infierno” es como atender en clase mientras dos repetidores hacen chistes en voz alta y ponen sus pies sobre la mesa. Pero con chistes malos, y provocaciones sin anarquía. Qué pesaditos, esos dos presos afectados por la Cejijuntez de los Apalaches, que es una enfermedad que te vuelve australopiteco sin remedio. Resulta incomprensible que Wilder -el profesor hueso, el terror del instituto- no les metiera en vereda para salvar este despropósito de comedia. Para que la pelicula, ay, superara la prueba del tiempo. Y es que es verdad que nadie es perfecto. 

William Holden está bien, pero sale muy poco. Casi tan poco como Anthony Hopkins en “El silencio de los corderos”, aunque el recuerdo de su presencia nos traicione. Hollywood les concedió el Oscar principal haciendo de secundarios. Anécdotas y tal. Como que el jefe del campo de prisioneros es Otto Preminger, el afamado director. Un prusiano con acentorro y cabezón.

Lo más triste es que ya me olía la tostada. De hecho, “Traidor en el infierno” era la única película de Wilder que nunca había visto. Será mi sentido arácnido, que me avisa de los peligros. Iba a decir mi sexto sentido, pero ésa es otra película americana. ¿Bruce Willis salía con gabardina o con americana? Ya no lo recuerdo. Tendría que volver a verla, aunque ya nos sepamos el final. Es el privilegio de los clásicos. De muchos que rodó Billy Wilder, por ejemplo. Pero éste, en concreto, no. 





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The Quiet Girl

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En “El sentido de la vida” sale un matrimonio católico que cría docenas de hijos casi en la indigencia. Un día el padre regresa del trabajo para anunciar que le han despedido, y que como ya no puede alimentar a sus hijos, donará sus cuerpos a la ciencia que experimenta con los vivos. Los chavales protestan, e incluso le abuchean, y le preguntan por qué no se ha cortado la polla antes de llegar a tales extremos. Pero el padre, orgulloso de su catolicismo, les ordena desfilar por la puerta camino de los laboratorios.

Como "El  sentido de la vida" es una comedia de los Monty Python te ríes mucho con la escena. Su remate, además, es el descacharrante número musical de “Every sperm is sacred”. Pero en la vida real, o en la vida ficticia de otras películas, estas cosas ya no tienen tanta gracia. En “The Quiet Girl”, por ejemplo, esta familia de católicos irlandeses no tiene hijos por docenas, pero sí demasiados para los ingresos que se les adivinan. El pater familias, además, no es el cachondo de Michael Palin, sino un tipo desastrado, alcoholizado, que pasea entre sus hijos como quien pasea por el huerto esquivando las lechugas. Puede que el papa de Roma sonría satisfecho ante tanta proliferación de cristianos, pero los espíritus sensibles sabemos que ese hogar es un agujero negro de la felicidad. Casi un crimen organizado contra esas pobres criaturas del Señor.

La chica callada del título es Cáit, una niña reservada, triste, pero atenta a todo lo que sucede. Sus padres, desbordados por el nacimiento de un nuevo bebé -y cómo se relame otra vez, en sus dependencias privadas, el papa de Roma- deciden enviarla con unos familiares lejanos para que pase el verano y no dé mucho la tabarra. Me acordé de pronto de aquellos niños saharauis que hace años venían a La Pedanía a disfrutar de la vida en Occidente: las piscinas, las ludotecas, la vida alegre de las terrazas. Los chalets impresionantes que estos paisanos se gastan gracias a las ayudas de Bruselas. Yo les veía disfrutar y me alegraba. Pero al mismo tiempo imaginaba su regreso a los campamentos del Sáhara y se me torcía la sonrisa. 



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