Full Monty

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Ya han pasado 26 años desde aquel desnudo integral que devolvió la moral a los eternos parados de la ciudad de Sheffield. Donna Summer vivió su tercera y última juventud gracias a la materia caliente que decía necesitar esa misma noche para revivir.

Echo las cuentas y supongo que nuestros amigos stripers ya estarán todos jubilados, o en vías de jubilarse. Al menos los que gracias a la inyección de autoestima encontraron un empleo con el que pagar el alquiler del apartamento, la manutención de los hijos y las pintas de cerveza que alivian la tristeza en esas latitudes donde se hace tan pronto de noche.

Otros, imagino, los más alcoholizados o los más desafortunados, los que no cedieron a la humillación de trabajar sirviendo mesas o apilando palés en el hipermercado, habrán fallecido como suelen morir los parados cuando el paisaje se desindustrializa y en su lugar construyen centros comerciales y palacios de congresos para ejecutivos trajeados que se ocupan de otros menesteres.

Las gentes de bien estábamos con estos tipos simplones pero buenazos, a los que comandaba Robert Carlyle para salir del marasmo existencial. El iluminó sus vidas con la simple certeza de que sólo había que sacarse la polla delante de unas amas de casa mal folladas -mal folladas por ellos mismos, queridas Irene e Ione, lo decía sin acritud- para recolocar la sonrisa en su sitio y enfrentar la cola del INEM -o del SEPE, o de como hostias se llame la cola del paro en la pérfida Albión- con una sonrisa en la cara y un estremecimiento bailongo en las pantorrillas.

Sin embargo, visto lo visto, yo ya no pondría la mano en el fuego por estos tipos que en realidad tenían más pinta de hooligans borrachos que de proletarios convocados por Marx para hacer la revolución comunista. Lo digo porque ahora, seguramente, estos amiguetes de Carlyle votan a la extrema derecha para limpiar las calles de los negros, los moros y los polacos (y puede que también de los españoles) que realizan los trabajos mal pagados que ellos mismos rechazaban en “Full Monty”, como hidalgos de Sheffield muy orgullosos y venidos a menos. 




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Mal genio

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Con apenas 19 años cumplidos y sin conocerle de nada, Anne Wiazemsky le escribió una carta a Jean-Luc Godard tras ver “Masculino, femenino”. En ella le declaraba su admiración por la película -eran otros tiempos, sí-, pero también su admiración por el hombre que estaba detrás de la cámara. Tanto decía reverenciarle que en la carta ya se confesaba enamorada de él. Hay tipos con suerte... 

El encuentro cara a cara al que Godard por supuesto no puso objeciones fue, para ella, tan solo una formalidad del corazón. Godard, por su parte -nos ha jodido- quedó atrapado en la belleza de esa mujer tan joven y tan anarquista, la musa de sus siguientes descacharres fílmicos, ya completamente perdido el oremus de las películas convencionales. Godard debió de pensar: objetivo cumplido. Para qué hacemos arte, si no, los gafotas y los tipos raros, si no es para conquistar el corazón de las mujeres que jamás se enamorarían de nosotros por la fachada. La escritura, la cinematografía, la pintura rupestre...: no son más que exhibiciones más o menos afortunadas. Mientras unos bailan en la pista o se pasean con el Ferrari, otros aporreamos los teclados haciendo un ruido muy parecido a los gorgoritos del pájaro cantor). 

Lo que se desprende tras ver “Mal genio” –que es un biopic corrosivo, recalcitrante, nada complaciente con la figura de Godard pero rodado a su estilo libérrimo y a veces absurdo- es que Jean Luc, tan heterodoxo como cineasta, era un tipo de lo más ortodoxo como genio. Un megalómano de lunes a viernes y un artista autodestructivo cuando llegaban los fines de semana. Un tipo irritante y empecinado. Tan inteligente como temeroso de no saber; tan atractivo para las mujeres como inseguro y maniático a su lado; tan adorable como insufrible; tan exultante como depresivo; tan fascinante en la revolución como cargante en el dormitorio. Tan anarco-bolchevique que ni él mismo mandaba en su interior.




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The Architect

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Al cine escandinavo siempre le pongo una estrella de más porque su telón de fondo es el verdadero paraíso en la Tierra, y yo me quedo maravillado contemplando lo que hay más allá de los amores y las desgracias: la limpieza, y el bendito frío, y las bicicletas, y la eficacia de los servicios públicos. Las vikingas en su salsa y los cielos límpidos de su poesía.

Aunque en Escandinavia ahora gobiernen las derechas para ir jodiendo poco a poco el invento, la socialdemocracia de la posguerra construyó allí lo más parecido al ideal comunista que lleva un siglo alimentando nuestros sueños. El experimento soviético terminó en ruina porque Rusia siempre fue un país incapaz de crear riqueza para luego repartirla entre los tovarichs. La culpa fue de Lenin, ese tártaro cabezón, que contraviniendo las sabidurías de Marx se empecinó en llevar la revolución a su país y no a Gran Bretaña, o a Alemania, donde se podría haber ahorcado a los capitalistas con longanizas.

Esta vez, ay, no le voy a poner la estrellita de regalo a una producción escandinava. Porque lo que se muestra en “The Architect” ya no es la utopía, sino la distopía, contraviniendo el acuerdo tácito que teníamos. Una distopía, además, muy cercana en el tiempo, casi de mañana mismo. Si juntáramos los cuatro episodios de la serie en uno solo -75 minutos de metraje- nos saldría una nueva pesadilla de “Black Mirror” centrada en los precios inasumibles de la vivienda, y en la obligación del proletariado noruego de vivir en el inframundo de los aparcamientos para coches. Un destino aún peor que compartir piso con otras cuatro familias en el “paraíso” soviético de los bloques moscovitas.

Uno pensaba que esto de la inflación de las hipotecas y los alquileres era un fenómeno más bien ibérico, provocado por la presión que ejercen los jubilados alemanes, los mafiosos del Este y los garrulos que siguen pagando al contado con fajos de billetes. La crisis del campo... Pero no: se ve que en Noruega también están acojonados y hacen series temiéndose lo peor. Y si esta gente ya se está preparando para la batalla y alertando a sus espectadores, aquí ya podemos darlo todo por perdido.





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La costila de Adán

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Adam es un fiscal del distrito casado con una de sus costillas. Ella -que se llama Amanda y no Eva- es una mujer que ejerce de abogada en su mismo distrito de Nueva York, sin que ningún espectador europeo sepa muy bien qué es esto del distrito americano.

Como hasta ahora nunca se habían tenido que enfrentar en los tribunales, Adam y Amanda se llevan de puta madre, tanto como Spencer Tracy y Katherine Hepburn se llevaban en la vida real. De hecho es que ni actúan, los muy tunantes, y sólo se dejan llevar. Cuando toca arrumaco, te los crees a pies juntillas, y cuando toca discusión, solo tienen que tirar de recuerdos domésticos, quién sabe si del mismo día del rodaje. La naturalidad de Hepburn y Tracy es tan pasmosa que arranca una sonrisa en el espectador, y eso contribuye a que la película no derrape en demasía, tan tontorrona y pasada de rosca como se quedó.

Adam es un hombre de su época (bueno, y de ésta misma, porque el feminismo moderno solo es un barniz sobre el comportamiento de los hombres): Adam es dominante, de derechas, muy macho y dictatorial, y no le gusta que su mujer, tan inteligente como él, le iguale en la certeza de los razonamientos. Su costilla le ha salido ágil, muy guapa y respondona. La pesadilla de un fiscal del dichoso distrito que aspira a medrar dentro del Partido Republicano... 

En el fondo sabemos que él valora tener una mujer así, tan distinta a las demás, pero tiene que mostrar que le jode tanta igualdad para dar una imagen ante sus amigotes en el bar, y ante sus compañeros en la oficina. Pero cuando llega la hora del anochecer todo se perdona y todo se resuelve en el matrimonio de los Bonner: ella se olvida de su machismo y él de su marimandonez, y el sexo redentor desciende sobre ellos para sanar las heridas abiertas. 

Pero ay, cuando Adam y Amanda se vean abocados a enfrentarse en un tribunal... La guerra de los sexos que enfrenta al demandante y a la demandada se extenderá como un incendio hasta llegar a sus mismos pies. Ellos, que se sientan en escritorios contiguos y rivales, tendrán que tirar lápices al suelo como hacíamos en la escuela para escrutarse las intenciones. 





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Todos dicen I love you

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Todavía me dura la tontería de París. Hace ya varias semanas que regresé a la vida aldeana de La Pedanía -con sus senderos, sus viñedos, sus tontos del pueblo- pero el recuerdo de haber recorrido el Sena de acá para allá me asalta casi en cualquier recodo. Es lo que tiene estar tan poco viajado, que cualquier aventura deja un recuerdo muy marcado, casi mítico, como de haber estado en la Luna o en el País de las Maravillas. Viajar poco es como follar poco: cada hito se almacena en la memoria como un triunfo, como un trozo de vida excepcional, que sirve para alimentar después las noches muy largas del invierno.

Ayer mismo, viendo el Francia-Australia de rugby, me emocioné como cualquier gabacho mientras el Stade de France tarareaba al unísono “La Marsellesa”, que antes era el himno más bonito del mundo y ahora ya es también un poco el mío. Yo siempre fui un poco afrancesado para mostrar mi rebeldía contra esta monarquía hispano-borbónica avalada por el Papa, pero es que ahora, además, por las calles de París, los barrenderos están limpìando los restos de mi sudor, y mis cabellos caídos, y los pellejitos de mis pies, que tanto la patearon. Como diría un poeta digno de bofetón: una parte de mí se ha quedado en París para no volver. 

Es por eso que ante la duda sigo escogiendo películas que se filmaron por sus rincones, para devolverme un poco la emoción de los hallazgos. “Todos dicen I love you” es un musical tontorrón que tarda mucho rato en trasladarse a París, pero cuando lo hace, jo... ¡Yo estuve allí!, en ese mismo puente de Notre Dame donde Woody Allen y Goldie Hawn bailaban suspendidos de unos cables. En mi catetez me he sentido, no sé... parte del mundo. Cinéfilo participante. 

También tengo que decir que ese recodo no está tan limpio como aparece en la película. Bajo los puentes del Sena ahora se desarrolla una película que no es un alegre musical, sino un drama de vagabundos durmientes en colchones sucios y meados. El París real y el París de las películas... Como cuando rueden una película en La Pedanía y esto parezca la Arcadia de los pastores, cuando en realidad es un pueblo asaltado por el tráfico. 





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Indiana Jones y el dial del destino

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Reunidos en sus despachos, los ejecutivos de Hollywood tomaron una decisión salomónica y en la quinta entrega nos partieron a Indiana Jones por la mitad. La cosa estaba entre dar placer a los veteranos y ofrecer carnaza a la chavalada. Apostar por la aventura clásica o crear otro videojuego con palomitas. Una decisión complicada, porque optar por un público significaba perder al otro en la taquilla, y los chalets de Beverly Hills necesitan muchos jayeres para seguir luciendo su esplendor. 

Si el juicio se hubiera celebrado en vista pública, con los afectados presentes como en el relato de la Biblia, tengo por seguro que nosotros, los veteranos, representados por gente muy juiciosa con canas en las sienes, hubiésemos preferido que Indiana Jones se quedara a vivir con los adolescentes. Que les dieran la quinta entrega por entero, para disfrute de su desconexión neuronal, y renunciar a Indy para saberlo al menos vivo. Total: tenemos las otras cuatro películas para nosotros, y no necesitamos el Dial del Destino para verlas cuando nos pete. Nos basta con una conexión a internet, o con un reproductor de Blu-ray, un aparato en vías de convertirse en otra reliquia más de las ruinas de Siracusa. 

Nosotros, los viejunos, somos los padres verdaderos de Indiana Jones -como aquella mujer era la madre verdadera del chaval- y hubiéramos preferido no verlo a verlo desangrado de esta manera. Las nuevas generaciones, en cambio -los Y, los Z, los millennials, la madre que los parió- hubieran dicho que nada, que a partirlo por la mitad, como al final hicieron los ejecutivos para tenerlos contentos y sentarlos en las butacas: una hora y media de CGI mareante para ellos, y para nosotros las migajas de cuatro apuntes históricos, tres conversaciones sobre el paso del tiempo y dos homenajes lacrimógenos a los orígenes de la saga, para que salgamos del cine entre contentos y llorosos. Cuarenta y dos años, ay, separan del Arca Perdida de la Anticitera de Arquímedes, que son los mismos que separan nuestra adolescencia de nuestro próximo ingreso en la jubilación.

(En realidad eran tres estrellas las que puse en la calificación, y no cuatro. La última es mi lagrimita de despedida).






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Bola de fuego

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Al final, todas las enciclopedias se resumieron en una sola: la Wikipedia, que ya no ocupa el altar mayor de los salones porque no está hecha de materia, sino de ráfagas de luz. La Wikipedia es incorpórea, como el saber mismo, que nunca ocupa lugar. Vive en una nube como los ángeles y se hace texto cuando nos conectamos al dios verdadero que está en todas partes. Porque Internet -¡alabado sea el Señor!- es el último dios llegado al panteón y supongo que ya el definitivo. 

Si nos lo llegan a decir hace cuarenta años, cuando mis padres empeñaron hasta el jilguero para comprar la Enciclopedia Carroggio de 40 tomos como 40 adoquines, no lo hubiéramos creído. El saber de aquella época -de cualquier época desde el empeño de los enciclopedistas franceses- se escribía sobre un papel satinado que cortaba los dedos si pasabas las hojas con mucha impaciencia. La gente con posibles se suscribía a la Enciclopedia Británica o la Nueva Larousse, y los demás íbamos rebajando el caché según los ingresos hogareños y la inflación subyacente. De todos modos, tengo que decir que la Enciclopedia Carroggio -que todavía presume de sapiencias anticuadas en casa de mi madre- era una obra muy digna que formaba parte del decorado de “El tiempo es oro”, aquel concurso de la tele que presentaba Constantino Romero y que consistía en responder preguntas buceando entre los tomos. 

“Bola de fuego” es la historia de ocho sabios que viven recluidos en un caserón para redactar una enciclopedia que alumbre las mentes de sus contemporáneos. Los siete enanitos -más el gigante de Gary Cooper- llevan años sin pisar la calle, monásticos o aspergers, o quizá homosexuales amordazados por la censura. Sea como sea, viven felices, entregados a su tarea, hasta que un día aparece la Eva de turno para ofrecerles no la manzana de la sabiduría, sino la otra manzana, la que contiene justamente el antídoto: el baile, el sexo, la tentación, la vida real... El contenido de sus continentes. Bárbara Stanwyck es la bola de fuego que hará arder el papel como en “Fahrenheit 451” o como en las novelas de Vázquez Montalbán, cuando Carvalho enciende la chimenea.







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Roma. Temporada 2

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En el Frente Popular de Iberia -enemigo acérrimo del Frente Ibérico Popular- siempre hemos aplaudido con entusiasmo el afán civilizador de los romanos. Qué hubiera sido de nosotros, ay, si antes de los romanos hubieran llegado los etruscos, o los cartagineses, o los bárbaros de Germania todavía sin civilizar. O los vikingos, con sus cascos de cornudos. Para bien o para mal, las legiones de Roma nos hicieron como somos, y más vale lo imperfecto conocido que lo sublime por conocer. 

En el siglo I antes del profeta palestino, los romanos eran el pueblo más presentable a este lado del río Tíber. No voy a negar que eran unos salvajes de tomo y lomo, esclavistas, sanguinarios, sucios como cerdos del Averno, pero también es verdad que tenían escrúpulos morales, y leyes escritas, y un respeto civilizado por los dioses ajenos que sojuzgaban. Por todos salvo por Yahvé, claro, que pretendía ser el Único de Todos, en un ejercicio de soberbia intolerable.   

En el Frente Popular de Iberia nos salen más pros que contras si hacemos balance de su gestión. Gracias a ellos, por ejemplo, ahora tenemos un pasado edificado en piedra que podemos enseñar a los turistas: acueductos, y murallas, y restos de asentamientos que asoman cuando se construye una nueva fila de adosados. A cambio de robarnos el oro de las Médulas, los romanos nos lanzaron como primer destino turístico del Mediterráneo, pues aquí venían a retirarse los veteranos de las legiones en haciendas concedidas por la República o por el Imperio, del mismo modo que ahora vienen los jubilados alemanes a comprar los chalets por cuatro chavos al cambio de su poder adquisitivo.

Viendo la segunda temporada de “Roma” yo fantaseaba con ser un descendiente de esos legionarios curtidos en mil batallas. Un descendiente, incluso, del mismísimo César Augusto, que vino a pacificar a los astures y acampó con la Legio VI para fundar lo que ahora es León, mi terruño y mi criadero. Augusto Faroni, me llaman, y no es solo por el personaje de Luis Landero: yo, en mis delirios de grandeza, siento hervir en mi sangre los genes de los Julios, o de los Claudios, que menudo lío matrimonial...




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