Presence

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En esta casa donde yo vivo no hay ningún fantasma. Y si lo hay, es uno la mar de silencioso. Uno que quizá en vida se educó en un colegio de pago y luego se dedicó a una profesión intelectual y meditabunda. En eso he tenido mucha suerte. Y él conmigo creo que también. Porque yo no pongo la música alta ni me levanto a las cinco de la mañana -de momento- a quejarme del insomnio y ponerme un colacao. Yo sé que él también agradece que le haya tocado un ser humano como yo. Lo nuestro, de haberlo, es una convivencia ejemplar entre compañeros de piso que proceden uno de la realidad y otro de la ficción. O de la locura. 

Mi fantasma es un primor de conviviente que no tira cosas al suelo ni ulula amenazas en las madrugadas. Tampoco me enciende y me apaga las luces cuando se aburre de pasear. Si yo estoy a lo mío -al fútbol, a la lectura, al trajín por la cocina- él está a lo suyo, a sus cosas de fantasma: flotar por el pasillo, mirar por las ventanas, dejar pasar los días hasta que reabran por fin la autopista A-77 del Más Allá.

Antes de poner dobles ventanas yo aún vivía con la duda del fantasma. El tráfico creciente de La Pedanía quizá enmascaraba sus quejidos o sus susurros. Pero desde que se ha hecho el silencio en las habitaciones -salvo cuando pasa un lugareño con el tractor, o un hijo de puta con la moto- ya tengo por seguro que mi fantasma no existe o existe en otra dimensión. 

En “Presence”, sin embargo, porque esto es una película de terror, el fantasma es un ente que no para de dar p’ol culo a los habitantes de la casa. A los miembros de la familia Ghost les molesta mucho que el fantasma les mueva los libros de la estantería o les susurre distorsiones al oído, pero no parece importarles haber pagado un millón de dólares por vivir justo al borde de la carretera por donde transitan los camiones que van a Canadá. Yo, en su caso, me preocuparía más de las ventanas que de los ectoplasmas. Quizá el fantasma sólo les está diciendo que llamen a un cristalero y que pongan fin a los motores en la madrugada. 





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Misión imposible: Sentencia final

🌟🌟🌟🌟


Siempre hay un momento en las películas de “Misión imposible” en el que me pregunto: ¿y todo esto para qué? Es la mar de entretenido pero no sirve para nada. La humanidad se va a ir al carajo tarde o temprano. Es cuestión de años. De unos pocos siglos a lo sumo. Casi todas las novelas de ciencia-ficción se desarrollaban en futuros milenarios y cada vez nos parecen más utópicas e inocentes. Todas las misiones imposibles de Ethan Hunt no son más que una lucha desesperada contra el destino. Tanta pasión para nada. Tanta operación de jeta y tanta tabla de gimnasia para encarnar a un héroe del todo innecesario. 

Cualquier día aparecerá el coronavirus definitivo o se estrellará un meteorito tan grande como Australia. Uno de estos veranos la temperatura se pondrá en 50º C a la sombra y ya no bajará de ahí hasta el día de Navidad. Se secarán las fuentes y nos quedaremos sin resuello. Las guerras por el petróleo serán una broma histórica comparadas con las guerras por el agua. Quizá, quién sabe, ya ha nacido el loco que un día apretará el botón nuclear jaleado por su pueblo. Y luego está la Inteligencia Artificial, claro, que aquí se llama “La Entidad” pero en las películas de Terminator ya era conocida como “Skynet”. Es una vieja conocida de la cinefilia. 

Después de todo, ¿qué es la humanidad? Mi humanidad es el puñado de personas a las que quiero y me sobran dedos para contarlas. También está el puñado de las personas a las que admiro -que es mucho más numeroso y variopinto- pero todas ellas viven muy lejos, allá en Madrid o en California. O en Sebastopol. Ellos son los escritores, los artistas, los magos del balón... Les aprecio pero están a muchos grados de separación. Cuando leo sus muertes en el periódico me entristezco pero no lloro. No me joden el día. 

Sin embargo, los animales que sufren o que mueren me enternecen el corazón. Los salvajes y los domésticos. Los que pertenecen a alguien y los que un día me pertenecieron. Ethan Hunt tiene la misión imposible de resucitarlos en una nueva entrega que ya nunca se rodará.




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Misión Imposible: Sentencia Mortal

🌟🌟🌟🌟


A mitad de película tuvimos que parar porque ya nos dolía la cabeza de tanto procesar información. Nuestro software bioquímico no alcanza ni de lejos las prestaciones de la dichosa Entidad de las narices.

En la pausa yo tomé un café solo y mi hijo uno con leche. Galletas para mí y nada para él. Tom Cruise es más que un actor cojonudo para las nuevas generaciones: también es un ejemplo de barriga plana y de actitud positiva ante la vida. Si le mencionas a mi hijo que el tío Tom se ha operado la jeta varias veces se mosquea un poquitín. Dice que son imperativos del guion; arreglos necesarios para que el personaje sea convincente y nos siga regalando películas como ésta.

Nada que objetar.

Para aclararnos con la película nos pusimos a hablar de los giros de la trama, pero luego se nos fue el oremus comentando detalles fisonómicos de Rebecca Ferguson y de Vanessa Kirby. Al final resultó que yo soy más de Rebecca y mi hijo más de Vanessa. De la protagonista principal no dijimos nada y la verdad es que no entiendo nuestro desdén de enamorados.

Nos dolía la cabeza, sí, pero no en plan mal, de vaya rollo de película, sino en plan de computadora que ya no da abasto con el argumento. Érase una vez dos sistemas recalentados. Yo juraría que algunas de mis neuronas se hicieron un nudo tratando de comprender. “Misión imposible: Sentencia mortal” es el rizo del rizo. El rizo 7.0. Y es solo la primera parte del colocón... 

Hace unas horas que terminó y ya no sabría muy bien cómo resumirla. Está la CIA, el FMI -el otro FMI, idiota- el MI6, los rusos del submarino, una IA global desquiciada, un malo malísimo, una intermediaria de París, una asesina casi albina y una ladrona que roba cosas sin preguntar qué son o para qué valen. Todos mezclan verdades con mentiras y algunos se ponen máscaras de látex. Los hay, incluso, que cambian de bando de repente, y cuando ya crees que has retomado el hilo de la acción te ponen a Rebecca Ferguson en primer plano y ya se te va el oremus otra vez. 


O a Vanessa Kirby, que tanto monta monta tanto.




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Nathan for you. Temporada 1

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Nathan Fielder también pasó una vez por La Pedanía, aconsejando a los empresarios y a los políticos del lugar. Y dejó, como sucede en la serie de televisión, un par de ideas brillantes y varios negocios arruinados. Así nos luce el pelo desde entonces... Lo que pasa es que todo aquello sucedió en sus tiempos de prácticas en la Universidad del Descojono, así que no ha quedado plasmado en ningún episodio de “Nathan for you”. Pero nosotros lo recordamos.

Nathan ya era por entonces un emprendedor tan idiota como inteligente. Un tiro al aire. Nathan, como Alberto Chicote, es capaz de coger un negocio en ruinas y ponerlo a funcionar, pero también de asesorar a un fulano que ganaba mucho dinero y hundirlo totalmente en la miseria. Por eso “Nathan for you” es una serie de humor y no un documental pro-capitalista de esos que ponen en Discovery Max. Nathan alterna grandes ideas con ocurrencias propias de aquel tipo que asó la manteca en un libro de cocina..  

En La Pedanía, por ejemplo, para fomentar el uso del transporte público, Nathan propuso que los autobuses fueran 100% ecológicos y viajaran pintados de amarillo en vez del naranja tradicional. Eso último nunca lo entendimos muy bien. Sea como sea, aquel dispendio dejó las arcas del ayuntamiento como aquellos baúles con telarañas que salían en Mortadelo y Filemón, así que ahora nos han suprimido varias rutas y ya no sabemos ni a qué hora pasan los escasos autobuses -flamantes, eso sí- que todavía sobreviven. 

Sin embargo, para compensar el descenso de nuestra calidad de vida,  Nathan resucitó uno de los pocos bares que ya nos quedaban en La Pedanía. Su medida fue tan simple como mal vista por nuestras vecinas feministas: poner a una tía buena a servir las mesas de la terraza. En apenas un par de semanas -lo justo para que se corriera la voz y la mirada- aquello reflotó y ya ni siquiera navega, sino que corta el mar y ya vuela, el velero bergantín.




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Batman vuelve

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Si me hubieran preguntado ayer mismo por el momento más erótico del cine de los años 90, hubiera respondido sin dudar que el descruce de piernas de Sharon Stone en “Instinto básico”. Otros, los más raritos, habrían mencionado, yo qué sé, una escena tórrida en una película perdida de Abbas Kiarostami, pero en provincias, donde el mainstream forma parte de nuestra cultura ancestral, el potorro jamás visto de Sharon Stone -porque nunca se vio en realidad y se jodieron muchos VHS tratando de capturarlo- ocupa el número 1 en el hit parade de nuestra indecencia. 

O mejor dicho, ocupaba, porque hoy, viendo “Batman vuelve”, he recobrado el beso húmedo de Catwoman sobre el Batman derrotado y se ha encendido una bombilla de varios amperios donde hacía muchos días que no se registraba actividad eléctrica por culpa de la caló. Ha sido el primer brote verde del otoño. Michelle Pfeiffer enfundada en cuero negro ha fundido varios plomos de mi memoria desmemoriada. La recordaba, claro que sí, pero no así, y no para tanto. 

Su felino personaje es lo más rescatable de una película que tiene pocas cosas que rescatar. ¿He dicho película? Más bien una astracanada tan alejada de los cómics que parece la adaptación grotesca de un cuento para niños. Batman ya no tiene ni la media hostia de la película original y Christopher Walken -que es un santo muy adorado por estas tierras- va haciendo un ridículo espantoso que luego le fue perdonado por nuestro Señor misericordioso. 

El único personaje que iguala las prestaciones de Catwoman es el Pingüino. Hace poco vi la serie de Netflix y se me fue el gas de la risa cuando descubrí que era una parodia de nuestro Jesús Gil perdido por Gotham City. Pero este Pingüino al que da vida y mala baba Danny DeVito es otra cosa: es un personaje nauseabundo y entrañable. Un peluchín asqueroso. Un psicópata benefactor que tiene como objetivo político revertir el cambio climático para que empiece una gran glaciación como aquella de nuestra infancia. Es un cabronazo, sí, pero yo le votaría. “¡El hielo es la civilización!”, gritaba Harrison Ford en “La costa de los mosquitos”.



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Batman

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Aún recuerdo la matraca que nos dieron con el “Batdance” de Prince para promocionar el “Batman” de Tim Burton. La canción de Prince sonaba a todas horas en “Los 40 Principales” de los chavales, pero yo nunca me cansaba de escucharla. A mí me gustaba la canción, o lo que fuera. Yo era tan rarito que llegué a comprar la banda sonora de la película meses antes del estreno. Mis amigos ya se habían pasado al rockabilly o al pop británico y me habían dejado muy solo con mis gustos frankenstenianos: un amasijo de órganos donde compartían sangre Prince y Javier Krahe, Supertramp y Golpes Bajos, Beethoven y Radio Futura, Ana Belén y su marido Víctor Manuel.

La sorpresa llegó cuando fuimos al cine y la canción de Prince no sonó por ningún lado. Sonaron otras, pero ésa no. Ni siquiera en los títulos de crédito finales, que yo me tragué por entero ante la impaciencia del acomodador. Porque aún había acomodadores por entonces en los cines de León, Estoy hablando de 1989, que fue aquel año del Cuaternario en el que cayó el Muro de Berlín, la Quinta del Buitre ganó su cuarta liga consecutiva y Kim Basinger cobró mil millones de dólares por hacer de mujer florero en esta gran superproducción. Supongo que una cosa fue por la otra: “Batdance” no sonó pero Kim Basinger salió más guapa que nunca. Entonces no sabíamos que esto se llama “cosificar” y que está muy mal visto dentro de la progresía. 

Pero nosotros, en la penúltima inocencia de la infancia, no habíamos ido al cine a ver a Kim Basinger, sino a ver a Batman, que era nuestro ídolo nocturno de los cómics. Esperábamos ver un Batman como aquel que dibujaba Frank Miller y nos encontramos con un señor casi cuarentón que tenía entradas en el pelo y no tenía ni media hostia cuando se peleaba con los malotes. El Joker de Jack Nicholson se lo comía con patatas en todas las escenas. De hecho salía más y quedaba mucho más resultón.

Aquel Batman de Tim Burton fue como el primer beso o como el primer polvo: tan esperado como decepcionante. Yo le juré odio eterno a ese mequetrefe que lo encarnaba, pero luego, con el tiempo, nos hemos ido reconciliando.




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Supermán II

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1. Yo estoy con Carlo Padial -que a su modo es otro extraterrestre - cuando dijo que su adolescencia, prorrogada mucho más allá de lo conveniente, terminó justo el día que vio el documental sobre la desgracia y muerte de Christopher Reeve. Ya lo sabíamos, por supuesto, pero verlo en HBO Max fue algo así como un certificado de defunción. Los actores que vinieron después -decía Padial- no son más que unos mindundis para nada creíbles. Unos héroes de pacotilla que fingen haber nacido en el planeta Krypton o en sus cercanías. 

La terrible certeza que conmocionó a Carlo Padial es que Supermán ya nunca más vendrá a rescatarnos cuando nos caigamos por las cataratas del Niágara o nos amenacen tres tarados venidos del espacio exterior. Estamos definitivamente solos. Es -ahora ya sí- el tiempo de la adultez. 

2. La historia romántica que anima ”Supermán II” no se entiende demasiado bien. ¿Por qué Supermán necesita despojarse de sus poderes para acostarse con Lois Lane? ¿Es por aquello que decían en una película guarra cuyo título ahora no recuerdo: que el esperma de Supermán, eyaculado con la superfuerza de sus contracciones, rasgaría cualquier tejido orgánico dispuesto a recibirlo? 

3. “Supermán II”, con su argumento tontorrón, ya nos estaba contando lo que iba a pasar cuarenta y tantos años después con la DANA de Valencia: mientras el mundo entra en caos geológico y se suceden las muertes y las desgracias, el responsable de prevenirlas -en este caso el propio Supermán- se encuentra desaparecido durante las horas más críticas perdido en otros gozosos menesteres. 

4. Recuerdo que de niño tuve muchas pesadillas con la Zona Fantasma: ese romboide como de plexiglás donde viven apresados los tres malvados del planeta Krypton. A veces me despertaba con el recuerdo de una claustrofobia insoportable, encerrado en aquella prisión y vagando por el espacio como castigo a mis pecadillos inocentes. Pecadillos de niño normal, del mainstream de los chavales, en el planeta de León.




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Superman

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No había vuelto a ver “Supermán” desde que mi hijo era chiquitín y se la puse para iniciarle en los mitos peliculeros. Veinte años después él se habría descojonado con este producto analógico que solo divierte a los carrozas sin princesa.

Viendo otra vez “Supermán”– porque no es una gran película, pero forma parte de mi educación sentimental- también recordé estas cosas:

- Mi boca abierta y mis ojos como ensaladeras. Mis pies de siete años -que no todavía de siete leguas- colgando de una butaca del cine Pasaje la primera vez que Supermán echó a volar con esa fanfarria de John Williams que todavía me pone los pelos -ya canos, ay- de punta.

- Mi amigo del barrio, el muy jeta, que siempre se pedía Supermán en nuestras aventuras callejeras porque era mayor que yo y me relegaba un día sí y otro también a ser Batman, un superhéroe terrenal que peleaba con gadgets y mierdas que podían fallar en cualquier momento. 

- Lex Luthor, el malo por antonomasia, que después de todo no era más que un especulador inmobiliario. No un lunático, ni un fanático, ni siquiera un loco como el Joker que sólo quiere ver el mundo arder. No: un simple especulador como estos de nuestra patria. Un personaje que podría haber sido el dueño de las grúas en la novela "Crematorio"

- Recordé también a Jerry Seinfeld en el “Monk’s Café”, explicándole a George Costanza que si Supermán es superfuerte y superrápido, no había ninguna razón biológica para que no sea también supergracioso. ¿Por qué -insistía Jerry, ante la negación tozuda de su amigo- esa parte de su cerebro no tendría que verse afectada por el sol de la Tierra?

- Recordé a Carlos Pumares en la madrugada de Antena 3 radio, riéndose de “Supermán” porque no acababa de entender que Clark Kent llevara siempre puesto el esquijama. ¿Pero es que los poderes dependen del esquijama o qué?- se quejaba Pumares con su inquina habitual-. ¿No puede volar desnudo? ¿No puede dejar el traje en una mochila y cambiarse a hipervelocidad? ¿Y si un día le da un vahído y le aflojan el primer botón de la camisa y descubren quién es?




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El fin de la comedia. Temporada 1

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A Ignatius Farray le debo esa fea costumbre de decir “All right!” cuando quiero decir que estoy de acuerdo, y también esa manía de apostillar “la casualidad...” cuando se producen fenómenos extraños en lo cotidiano. Y por encima de todo: le debo la conciencia de pertenecer a una minoría oprimida que apenas sale en los periódicos de la izquierda: los padres leoneses divorciados y con gafas. Tuvo que ser él, Ignatius, en sus diatribas del descojono, en sus evangelios de la barbarie, el que instalara en mí la conciencia combativa de ser lo que soy y de saber quiénes son mis enemigos encarnizados.

Quiero decir que he integrado a Ignatius Farray en esa comunidad de demonios interiores que hablan por mi boca y me traicionan ante los hombres, y me ridiculizan ante las mujeres. Esos que también dicen “fistro”, o “digamelón”, o “pretty, pretty, pretty good”... El homenaje continuo pero muy perjudicial a los cómicos del catodicismo. 

Ignatius Farray es un comediante que lo da todo en el escenario. Él, en principio, ofrece el desnudo integral de su psique, pero si la gente no se ríe, no duda en ponerse a chupar pezones o en enseñar a Pollito de Troya para que los más fieles refuercen su fidelidad y los que pasaban por allí echen pestes del espectáculo. Farray no deja a nadie indiferente con esos pelos de loco y esa mirada de orate. Con esa pinta de haber salido de la cueva para contar sus desventuras y luego irse a cazar el mamut por los bares de Madrid.

Pero todo eso, por supuesto, sólo es una farsa. El recurso que él utiliza para ganarse la vida en la dura competencia con otros cómicos. Cuando se baja del escenario, Ignatius Farray se transforma en un tipo como cualquiera de nosotros: un hombre educado, afable, enamorado de sus libros y de sus películas. Un currante que busca contratos para llenar el frigorífico y pagar el alquiler. En el escenario es un Mr. Hyde que se comporta como un orangután y no conoce el filtro de las ocurrencias; pero luego, ya hecho carne entre nosotros, Farray es un Dr. Jekyll generoso y bonachón, muy grande y peludo, tan suave y tan blando por fuera que se diría todo de algodón.




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Up in the air

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El personaje de George Clooney vivía tan feliz -up in the air, y down on the earth- hasta que el demonio del amor se instaló en su corazón. El romanticismo es un virus incorpóreo que altera la función hepática y el latido del corazón. Basta que un contagiado te susurre palabras al oído para caer enfermo y coger una fiebre de campeonato. 

El amor, según san Heriberto de Antioquía, se inventó para que los feos tuvieran una oportunidad de reproducirse. Y George Clooney vive en las antípodas de la fealdad. El amor, según aquel padre de la Iglesia, es una ficción literaria que establece un contrato vinculante entre los desheredados. Un seguro de vida para las inclemencias del tiempo y para las travesías en el desierto... Para los demás, para los que recibieron el don divino de la belleza, sólo existe el sexo libre y armonioso. Los hombres como George Clooney -en el siglo IV de san Heriberto, y también en el siglo XXI de los vuelos oceánicos- no tienen por qué conocer el lado amargo de las relaciones. Ellos pueden elegir y eligen siempre la belleza y la sonrisa. Los días buenos y los perfiles luminosos.

Yo, desde mi sofá, viendo “Up in the air”, le gritaba a George Clooney que no le hiciera caso a esa hermana que le estaba metiendo el demonio a través de los oídos. La carga viral apenas necesita un par de rapapolvos para anidar en el tímpano y reproducirse a velocidades inauditas: que si eres un egoísta, que si tienes miedo al compromiso, que si vas a morirte solo y bla, bla, bla... 

En otras circunstancias, George Clooney hubiera sonreído con ese cinismo suyo tan particular, pero en “Up in the air” él está al borde de la crisis de los 40 -tiene 50, pero los guapos pasan estas crisis con diez años de retraso- y le han pillado con las defensas muy bajas porque vive colgado de una compañera que es la correspondencia exacta de su sex-appeal. En el fondo yo le entiendo: cuando una mujer como Vera Farmiga te sigue el rollo es muy fácil desear que ese rollo dure para siempre.






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Juno

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La madurez no se adquiere con el tiempo. O viene de serie o ya no viene. Ni se puede sintetizar en los ribosomas ni se puede adquirir en la farmacia de la esquina. La madurez tiene que ver más con el ADN que con las experiencias. De hecho, todo tiene que ver más con el ADN que con las experiencias...

Juno, por ejemplo, con solo dieciséis años, demuestra ser más madura que muchos adultos que la rodean. Una vez soltada la bomba de su embarazo, conocerá a gente comprensiva y dialogante, pero también a varios hombres superados y a unas cuantas mujeres gilipollas. Y viceversa. Juno es una irresponsable que no tomó medidas anticonceptivas en el momento de la fiesta, pero luego, si hablamos de enfrentar el destino con responsabilidad, no hay muchos que la ganen en ese villorrio americano donde la vida transcurre a una velocidad muy confortable. 

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Recuerdo que en los maristas de León jamás nos dieron una charla sobre educación sexual. Hablar de sexo era pecado y además no hacía ninguna falta. El riesgo de dejar embarazada a una alumna era exactamente del 0% porque no había alumnas en nuestra cárcel de la cristiandad. Nuestro experimento pedagógico fue el último coletazo del medievo.

En nuestra grey sólo había un par de elegidos para la gloria que tenían novia desde los catorce años, allá extramuros, y que iban pasando trabajosamente de las palabras a los hechos. Conquistando el sexo milímetro a milímetro. Dos héroes, sí, dos referentes, a los que teníamos más admiración que envidia cochina. Los demás llevábamos en la frente la marca de Jesucristo. Éramos medio bobos y además lo parecíamos. Ninguna chica de los institutos circundantes hubiera querido tocarnos el cilindrín. Y mucho menos introducírselo en la vagina aunque solo fuera por curiosidad, como hizo Juno con su novio. Fue entonces cuando los chulos y los imbéciles nos cogieron la delantera y ya jamás les hemos alcanzado.





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