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Estos escritos -además de mal escritos- jamás tendrán muchos seguidores porque siempre llegan con retraso a la película, cuando las polémicas ya son rescoldos en la chimenea. Hace mucho tiempo que uno dejó de ir al cine porque aquí, en provincias, en los sistemas exteriores de la galaxia, no existen los refugios de educación que sí hay en Madrid o en Barcelona, donde los buenos aficionados se repantigan en su butaca y disfrutan de la película sin preocuparse de los moscardones. En estas periferias todavía sin romanizar, los cines son como la plaza del pueblo, como la cafetería de la esquina. Como el piso de estudiantes en plena fiesta de viernes por la noche.
Los neuróticos no tenemos reposo posible en esas situaciones, y todo nos molesta, y nos distrae, y las películas pasan ante nuestros ojos como telón de fondo de nuestra frustración. Es por eso que uno espera impaciente los estrenos en DVD para ponerse al día, a ver si las almas generosas los ripean, y los ofrecen en la red a los sedientos y a los hambrientos.
De La isla mínima, que es la última gran película del cine español, ya se ha escrito de todo, y con mucha enjundia. Sesudos analistas y agudos lectores han diseccionado en ella la España Profunda, el tardofranquismo resistente, el retraso secular del campo andaluz. El tránsito doloroso y poco limpio de la dictadura policial a la democracia de las leyes. A casi nadie se le ha escapado que La isla mínima bien podría ser el True Detective andaluz, con esos paisajes de las Marismas que a ojos de profano medioambiental tanto se parecen a los meandros del Mississippi. Con esa pareja de detectives atrapados en un paisaje irreal, como de ensueño, o de mentira, en el que las vistas son diáfanas pero nada se adivina ni se concreta. Donde los fantasmas personales se aparecen aprovechando la monotonía del paisaje. Sería muy estúpido por mi parte -y muy aburrido para el lector- volver a repetir argumentos tan conocidos.
Lo que a mí me deja La isla mínima es un desasosiego geográfico, un prurito de vergüenza propia. Hace unos minutos que he subsanado mis ignorancias en el Google Maps, pero en el momento de la película, mientras los detectives recorrían los canales, yo, en el sofá, me revolvía intranquilo porque era incapaz de localizar en el mapa mental las Marismas del Guadalquivir. Uno sabía que estaban ahí abajo, a la izquierda, después de Sevilla, siguiendo el curso del gran río, pero luego he descubierto que colindan con el Parque Nacional de Doñana, que uno hacía mucho más al Oeste, casi en la raya de Portugal... Y me duelen, me duelen muchísimo estas cosas, porque uno, con dos cervezas de más, o con dos siestas de menos, se pone a presumir de culto ante ciertas amistades, y sin embargo, en estas cuestiones de la geografía sureña, ando tan perdido que me salen los sonrojos.
Ahora, gracias a la película, por lo menos ya sé dónde queda la Isla Mínima, que para más cojones no era una isla, sino un cortijo.