La verdad sobre el caso Harry Quebert

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Esclavizado por mi afición al deporte televisado -que si el fútbol y el rugby, que si el snooker y la NBA- hace ya un cuarto de siglo que vivo matrimoniado con lo que ahora se llama Movistar +, aquello que empezó siendo el descodificador de la llavecita blanca que uno metía en la maleta e instalaba en cualquier televisor que dispusiera de una entrada para euroconector. Hice muchas amistades -aunque ninguna femenina, ay- llevando y trayendo aquella cajita negra que traía en sus adentros, como un regalo de Navidad para todo el año, el porno del viernes, el fútbol del domingo, el cine de cualquier día de la semana pasado con subtítulos amarillos y sincronizados...

    Entre que el producto se ha vuelto más complejo y la inflación no ha dejado de crecer, y que estos tunantes parabólicos saben que yo pertenezco al público cautivo y desarmado, ahora mismo estoy pagando una cantidad desorbitada por un montón de canales que no podrían verse ni en cien vidas de cinéfilia y sillón-ball. Perdido en esa selva de ofertas, uno a veces se deja llevar por las recomendaciones machaconas del propio Movistar, y cae en productos que luego se desvelan tontorrones, irrelevantes, de los que te roban diez horas de vida que uno podría haber dedicado a ficciones mejores, o a tomar el sol con el perrete, por los sotos de la pedanía. 

    Al principio de esta serie te dejas enredar porque el tal Harry Quebert parece un nuevo Humbert Humbert encaprichado por Nola, que no por Lola, y entre las reminiscencias de Kubrick y la trama criminal que se adivina en lontananza, uno se adentra en los capítulos de la mano paternal del señor Movistar, que te sonríe complacido y te asegura que no te has equivocado en la elección.

    Pero hacia la mitad de los diez (interminables) episodios, uno se descubre atrapado en un telefilm de sobremesa, estirado, ridículo en ocasiones, con giros y contragiros a cada cual más idiota, y de la Nolita/Lolita de Dicker/Nabokov pasamos al Todos menos tú que cantaba Joaquín Sabina allá por los años noventa. Aquí, como en la canción, hay un poco de todo, caótico y tontorrón: putones verbeneros, cronistas carroñeros, trotamundos fantasmas, soplones de la pasma, escritores que no escriben, vividores que no viven, tontopollas sin cura, filósofos con caspa, venus oxidadas, caballeros en oferta, señoritas que se quieren casar, Blancanieves en trippie, amor descafeinado, muertos que no se suicidan, niñatos, viejos verdes, y el marqués de Massachussets.






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Black Mirror: Bandersnatch

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En mi juventud, cuando iba a los cines que más tarde se reconvirtieron en restaurantes de palomitas, yo veía las películas con los diez dedos cruzados sobre la barriga si a mis lados había otras personas disputándome el espacio vital. Si no había nadie, yo, menos cohibido, ponía los brazos extendidos sobre los reposatales y apretaba las palmas de las manos como un invitado en el Halcón Milenario a punto de saltar al hiperespacio, siempre expectante ante lo que sucedía en la pantalla. Una postura que sólo cambiaba si había chicas atractivas por las cercanías, porque en esos casos yo adoptaba manualidades de cinéfilo reconcentrado, y lo mismo cruzaba los diez dedos bajo la barbilla como hacían los críticos de los festivales, que hacía una L con el dedo índice y el dedo pulgar para sujetar elegantemente mi sien y mi barbilla. Es lo que hacían los universitarios más interesantes que se paseaban por los cineclubs: los tipos de la parka y la barbita, siempre exitosos con las mujeres a la salida de la función, verborreicos y ocurrentes, inimitables e inalcanzables.

    Ahora, de mayor, que por pereza y por amortización del Movistar + ya no salgo de mi sofá, veo las películas con una mano sujetando la cabeza que rebosa de malos pensamientos, y con la otra, sea invierno o verano, exista o no causa justificada, agarrando los testículos en un tacto a medio camino entre la caricia sensual y la exploración del bulto sospechoso. Es un desmadejamiento nada presentable a ojos del visitante ocasional, pero muy cómodo, muy campechano, como de Borbón en su palacio, si uno está a solas con su ocio televisivo. Estando en soledad no abandono mi postura por nada del mundo, y es por eso que la nueva entrega de Black Mirror, Bandersnatch, jamás la hubiera visto de no ser porque otra persona, a mi vera, acurrucadita en el sofá, manejaba el mando a distancia de las decisiones, que si los cereales, que si la psicóloga ninja o que si quién coño le está tomando el pelo a este pobre chaval que diseñaba el videojuego...



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La enfermedad del domingo

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Al principio de la película aparecen sobreimpresionados los nombres de Bárbara Lennie y Susi Sánchez sobre el fondo de un bosque invernal. El efecto es bonito, etéreo, como de niebla suspendida entre los árboles. Pero pasan los segundos y los nombres de las actrices siguen ahí, colgados, pertinaces, y yo empiezo a pensar que algo no funciona bien en mi televisor. Tal vez el perrete, que le dio al pause con las pezuñas, o tal vez yo, que a veces aplasto el mando a distancia con el culo.

    Mi pereza lucha varios segundos contra el deseo de desatascar la película. Es justo entonces, al mover el primer músculo, cuando los nombres empiezan a desvanecerse, lentamente, como un témpano de hielo en ese invierno pirenaico, y comprendo, con una súbita certeza que psicosomatizo con un respingo de terror, y con un amago de bostezo en las mandíbulas, que me he metido sin saberlo en una película “poética”, de auteur, de esas que captan el gesto, el paisaje, la hondura interior de los personajes, en planos sostenidos de un gorrión o de una mano reposada que se van acumulando hasta convertir un guión mínimo en una película de casi dos horas. De nuevo, ay, el cine exquisito, de cineclub, de gallarda personal que se teje con las pelusas que crecen en el huerto del propio ombligo...


    Pude haber huido de la película, claro está. Haber puesto otra más vivaz en la tarde apagada de invierno. Pero La enfermedad del domingo lleva un título tan sugestivo que la hace insoslayable. Porque el domingo, ciertamente, desde que uno tiene memoria, es un día enfermo, plomizo, deprimente, aunque luzca el sol y canten los pájaros. Aunque uno esté de celebraciones por causa del amor o de la vida resucitada. Da lo mismo. No ha habido un solo domingo en mi vida que al final no haya salido tristón y cenizo. Yo venía a La enfermedad del domingo a confirmar que otros seres humanos también padecen esta peculiar afección del calendario. Pero aquí, en la película, todos los días son domingo para sus protagonistas, así que el experimento me ha salido fallido y sin sustancia.





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El método Kominsky

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En la prensa digital de cada mañana, después de las noticias del día y de los análisis en profundidad, aparecen los artículos que podríamos llamar del buen vivir: consejos para comer bien, para quemar las calorías, para conocer rincones geográficos por un módico precio. Y, sobre todo, recetarios para llevarse bien entre los seres humanos, que somos muchos y muy complejos. Sobre este azaroso cohabitar se habla mucho de sexo, casi siempre de sexo, del que se hace mal, o no se hace, o soñaríamos con hacer en un mundo idílico entre las sábanas. Luego, en espacios más reducidos, aparecen los artículos paternofiliales y maternofiliales, que chacharean sobre esa ciencia inextricable que es la llevanza entre la familia. Porque en realidad, por mucho que aconsejen los expertos, el vínculo genético obedece a leyes particulares, subjetivas, que muchas veces no encuentran acomodo en los manuales.



    De la amistad, sin embargo, que es la otra vinculación que nos ata al género humano, y nos impide hacernos ermitaños en lo alto del monte, se habla muy poco en los periódicos. Y muy poco, también, en los productos audiovisuales, que hoy en día son mayormente series, infinitas series que se estrenan cada día para dar de comer a esa industria mastodóntica de los platós de rodaje. Los americanos han hecho mucha sitcom de compañeros de piso, que siempre es una amistad algo ficticia, práctica, para no matarse cada día porque alguien dejó abierto el frasco de mermelada o no limpió una zurrapa de mierda en el retrete. Luego la vida coloca a cada uno en su sitio y de aquellas cohabitaciones de juventud casi nunca queda nada. Nadie se ha atrevido a retomar a los personajes de Friends veinte años después porque posiblemente ya ni se hablen, ni sepan nada los unos de los otros, la mitad en Boston y la mitad en California.

    De la amistad propiamente dicha, de la que sobrevive a los años y a los matrimonios de cada cual, a los hijos que abandonan el nido y a los achaques que van minando la salud, se rueda muy poco material, y uno, que no está tan lejos de la edad provecta, y que siempre ha soñado con una amistad longeva y a prueba de avatares, ya echaba de menos una serie como El método Kominsky, una tragicomedia que sigue al señor Kominsky por los avatares de su vida despistada, porque este hombre, siempre ajetreado y con la cabeza en otro sitio, no lee o no asimila los consejos de la prensa digital, y su relación con la mujer que ama, o con la hija que adora, es claramente disfuncional. Pero la otra pata de la mesa, la que le sujeta a su viejo y avejentando amigo Norman, está hecha como de roble, como de acero reforzado, y gracias a ella Kominsky no va caminando por la vida como una vaca sin cencerro, que dijo -en inmortal metáfora- aquella mujer tan sabia de La Mancha.


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Agosto

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Cuando no es Navidad, las familias mal avenidas tratan de esquivarse como pueden. Hijos y madres, sobrinos y abuelas, se inventan excusas para no coincidir y no terminar a voces o a reproches. O incluso a hostias. Fingen teléfonos entrecortados, enfermedades contagiosas, labores incompatibles... Pero llegan las fiestas entrañables y la mayoría no es capaz de resistir la presión. Son los anuncios de la tele, o las luces del vecino, o el turrón que compraron antes de tiempo y que al morderlo les traslada a los tiempos de la infancia. Piensan que, quizá, esta Navidad va a ser diferente porque es año bisiesto, o impar, o cualquier otra razón cabalística. La primera Navidad de otras muchas felices que están por llegar... Sólo es cuestión de ponerle voluntad, de dejarse llevar. Dos mil años de tradición no pueden estar tan equivocados.

    Sea como sea, al final las familias disfuncionales se reúnen a finales de diciembre del mismo modo que la familia Weston se reúne a mediados de agosto en la película. Y nunca sale bien, la encerrona. En Nochebuena la cosa suele ir más o menos templada en el aperitivo del consomé, o en el primer ataque a los langostinos. Hay sonrisas, buenas intenciones, la conversación fluye... Pero llega el plato principal y algo empieza a agitarse dentro de las tripas. La primera sensación de una impostura, de una farsa teatral. Es entonces cuando alguien, el menos contenido de la familia, lanza la primera puya, quizá en tono irónico, sin maldad consciente. Pero esa puya tontorrona abre la primera grieta, y es como el primer alemán del Este que empezó a aporrear el muro de Berlín con el mazo... Llegan los postres y ya todo es hostilidad entre los comensales. La familia ha regresado a su ser, a su verdadera esencia de incomunicación, y las viejas historias ponzoñosas apenas dejan saborear la bandeja final de los dulces.





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Roma

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Si yo tuviera que contar mi infancia a través de los ojos de la criada que nos ayudaba, allá en el arrabal de León, tan lejos de las colonias donde vivían los médicos y los abogados, mi Roma particular hablaría de las peripecias domésticas de mi madre, que era la criada que hacía todas las labores del hogar, las más livianas y las más pesadas, sin la ayuda de ninguna chacha como la Cleo de la película. Ni tampoco filipina, claro, que en mi niñez eran las chachas más demandadas en las casas de los ricos, no sé por qué, quizá por el influjo oriental de Isabel Preysler y sus portadas en el Hola (cuántos burgueses de León que contrataban a sus criadas soñaban, seguramente, con un exótico adulterio de bolas chinas y pañuelos en el culo...).


    Quiero decir -con toda esta pedrada- que Roma es una película que sólo puede responder a la infancia perdida de un burgués acomodado. Y a este viejo bolchevique como yo, que aún guarda una bandera roja en el armario por si acaso se reprodujera la Revolución, ver una película de señores y criados -aunque no sea el tema central de la película, y todo respire un aire poético y melancólico- le pone a uno en guardia y le hace centrarse en aspectos colaterales de la lucha de clases. A Cleo la tratan con mucho mimo en la familia Cuarón, con muchos halagos y muchos besos de buenas noches, pero la tienen todo el puto día deslomada, fregando y haciendo los recados; sujetando al perro y haciendo las camas; haciendo la comida y tendiendo la ropa... Cleo, por la noche, con los huesos pulverizados y los músculos hechos plastilina, se sienta cinco minutos a ver El chavo del 8 con toda la familia y ya tiene que levantarse otra vez para traer una infusión, un tececito, una galleta, un caprichito cualquiera... Cleo, la adorada Cleo, la añorada Cleo, la homenajeada Cleo, es una simple esclava en el hogar, por mucho que Cuarón se ponga nostálgico y haga del abuso un recuerdo casi romántico.







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Vergüenza. Temporada 2

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"En el cine, como en el teatro, no hay más que un argumento: un hombre encuentra a una mujer. Si follan, es una comedia. Si no, ¡es una tragedia!”

    Esto lo dijo Marcel Pagnol en los tiempos fundacionales del cine, y dicho así, con esta rotundidad de cinéfilo, parece que yo suiera quién es Marcel Pagnol, cuando en realidad esta frase la encontré hace tiempo en el Diccionario de Cine de Fernando Trueba, que citaba al escritor francés. Hace solo un minuto que he tenido que acudir a la Wikipedia para refrescar la memoria sobre quién era el tal Marcel, novelista, dramaturgo y cineasta nacido en 1895... Da igual. Lo importante es la frase del principio, su aforismo inmortal, que yo suscribo por completo. Y aunque en películas que tratan sobre el Holocausto o sobre el puente sobre el río Kwai es difícil aplicar esa simpleza de hombres y mujeres que viven pendientes del follar, creo que nadie como Marcel se ha acercado tanto a la piedra filosofal que explica (casi) todos los argumentos.

    Dicho esto, Vergüenza es una serie tan dislocada, tan extravagante -y seguramente tan genial- que la sentencia de Marcel Pagnol se vuelve del revés. A uno le encantaría que al viejo dramaturgo -qué cultureta queda eso del “viejo dramaturgo”- le concedieran un permiso en el cementerio y pudiera ver la serie en Movistar + para luego abrir una mesa redonda donde pudiera participar con Cavestany y Armero -los showrunners- y los actores principales- Alterio y Gutiérrez- para explicar por qué cuando los protagonistas de Vergüenza no follan, la cosa se convierte en una comedia, y cuando por fin se lanzan los arrumacos,  la serie deriva en una tragedia sin parangón. 




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El rehén

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Después de parir el celebérrimo anuncio de la Coca-Cola, Don Draper se arrellanó en la silla giratoria de su despacho, puso las piernas sobre la mesa, y mientras se pegaba un buen lingotazo de whisky on the rocks, miró hacia el infinito del ventanal, más allá de los rascacielos de Manhattan, y se preguntó: “¿Y ahora qué?”. Como dijo una mañana Lester Burnham haciéndose una paja en la ducha, a partir de ahora todo va a ser cuesta abajo: la decadencia de la inspiración, el declive de las ambiciones, el Ozymandias Melancholia de su sexo antes incombustible... Don acaba de cumplir cuarenta y tantos años, dos tercios de su ajetreada vida si la salud lo respeta -cuarto y mitad con un poco de suerte-, y el futuro se esconde tras una cortina que le da miedo descorrer... 

    Don, por supuesto, acaba de tirarse a su secretaria para celebrar el alumbramiento de su cocacólica idea, y entre el alcohol en sangre, la modorra postcoital, y el merecido reposo de las neuronas extenuadas, le asalta un sueño confuso en el que se ve trabajando para la CIA, de diplomático, en algún lugar donde lluevan las hostias como panes. Un puesto ideal para su porte, para su inteligencia, para su labia legendaria. Los trajes a medida, los coches oficiales, el gesto enigmático... Mujeres a gogó, y los mejores alcoholes de la región. Don, en su despacho del edificio Sterling & Cooper, duerme su sueño durante unos minutos que parecen semanas, tan vívido que parece real, y al despertar, como teletransportado, como abducido por un OVNI fabricado en el Pentágono, se encuentra aterrizado en Beirut, en el Líbano, trabajando ya para la CIA, con un traje nuevo, con unas gafas de sol especiales para la luz del Mediterráneo, talcualico que en el sueño. 

    Porque al fin y al cabo, lo de ser diplomático y lo de ser publicista viene a ser más o menos lo mismo. Consiste en vender burras, en camelar al cliente. Convencer al americano medio de fumar Lucky Strike es el mismo trabajo que convencer al palestino medio, y al israelí medio, de que los intereses americanos en la región es mejor no tocarlos, por si acaso.




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