Juego de Tronos. Temporada 8

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Somos millones los súbditos de Poniente y de Saliente que ahora mismo, en sincronía, acariciando o aporreando los teclados, escribimos nuestras impresiones sobre el final de Juego de Tronos. Entusiastas y cabreados, analíticos y literatos, escuetos y pelmazos. Lectores de las novelas y espectadores de la tele… Es un ejercicio de pura vanidad venir a este blog para escribir algo que suene original, interesante. Todo está dicho ya, o va a decirse en muy poco tiempo. Pero tengo una disciplina diaria, me aburro si no escribo, y mis cuatro amigos se preocupan mucho si no me ven activo, puesto al día, imaginando que he vuelto a la dejadez, a la depresión, al que le den a todo por el culo, Juego de Tronos incluido. 

    Así que tengo que decir, para empezar, que el final del embrollo ha sido visualmente impecable, pero narrativamente infumable. Dentro de unos años nos quedarán las imágenes, poderosas, pero no el relato, descosido. Y la belleza de algunas actrices, claro... Los que ya transitamos la primera edad de las desmemorias, cualquier verano de estos, en la terraza del bar, nos pondremos a recordar y se nos traspapelarán las genealogías, y se nos volatilizarán los argumentos. En la traca final ha habido más capricho que coherencia, más prisa que desarrollo. Pero todo esto -insisto- ya está dicho.

    Lo que me ha quedado en las escenas finales es una congoja, una pesadumbre que no tenía nada que ver con los personajes. Ninguno de sus destinos trágicos me ha conmovido, salvo los de aquellos que murieron por amor. Al fin y al cabo, Juego de Tronos ha sido la revista ¡Hola! de la Edad Media: un reportaje a todo color de las casas reales, con sus palacios y posesiones. Reyes y reinas, príncipes y princesas, consortes e infantas, que entre matanza y matanza se ponían como el Quico en sus salones ceremoniales, mientras allá fuera, en los arrabales de sus capitales, los recaudadores de impuestos sangraban al pueblo llano con el látigo o la horca. Juego de Tronos ha sido exactamente eso, el ajedrez violento de los entronables, que salvo Tyrion y los Stark han sido todos unos hijos de puta muy despreciables. Muchas veces he echado de menos a un Robespierre que plantara la guillotina en mitad de la plaza para terminar con tanta tontería en una sola mañana de trabajo...
  
    No: mi congoja ha sido personal, íntima, la conciencia súbita de que todo esto ha pasado como un rayo por mi televisor y en realidad hace ya ocho años que empezó la zarabanda. Cuando Canal + estrenó Juego de Tronos yo ni siquiera era un cuarentón, y ahora ya tengo preocupaciones propias de un señor mayor: la salud, y la soledad, y el tiempo que me queda por disfrutar… Se me ha vuelto a escurrir la vida entre los dedos, mientras veía la tele.





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Amarcord

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La adolescencia es una película porno que nunca termina. Un amigo mío recordaba su pubertad como el destello intermitente y cegador de un anuncio de puticlub -sexo, sexo, sexo... Las luces del deseo, que se encendían y se apagaban con la regularidad de un faro, de un púlsar cósmico que jamás dejaba de girar. La erección de la mañana y la paja en el baño; el escote de la compañera y las piernas de la maestra, el tetamen de las viandantes y la farmacéutica que sonríe; la chica en el telediario y el beso en la película; la revista guarra y el VHS clandestino. El anhelo desbocado de los cuerpos en primavera. La polución nocturna y el sueño erótico. El beso a la almohada. La desesperación de poseer un cuerpo que no fuera uno imaginado. La chica de la que estábamos enamorados en la distancia, inalcanzable y preciosa. Y de nuevo el despertar erecto, la paja en la ducha, la condena del deseo inextinguible, del fuego que se reaviva en cada intento de apagarlo. La maldición del sexo, que arruinó nuestra vida despreocupada y feliz, apegados a un balón, y a los payasos de la tele.

    No todo va a ser follar, cantaba el maestro Krahe, pero en la adolescencia hay una radiación de fondo, una hilo musical, una miasma en el ambiente, que todo lo perturba. Una feromona que siempre anda revoloteando, incordiando, porque la exudamos nosotros mismos. Cuando Fellini se puso a recordar su adolescencia en Amarcord, le salieron unas memorias traspasadas por el sexo, y lo mismo en los desfiles fascistas que en las fiestas del pueblo, en las andanzas familiares que en las desventuras escolares, siempre había una mujer a la que desear, una chica a la que cortejar, una prostituta a la que espiar, una estanquera a la que resoplarle entre las tetas… En Amarcord Fellini no se pone ñoño, ni tonto, ni quiere vendernos la moto de una pureza o de una inocencia de poetastro. La adolescencia es sucia, obsesiva, y muy triste. Su recuerdo huele a semen, a lágrimas, a vergüenza. El humor nos salvó entonces de la desesperación, y el humor es el único filtro que nos permite recordarla con decoro.




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La Strada

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Gelsomina está en edad de merecer, pero ningún hombre valora sus merecimientos. Ella es pobre, poco agraciada, medio lela, y además no sabe cocinar. En la posguerra italiana, como en la posguerra española, su destino más probable hubiera sido el convento, encargada del huerto comunal, o de la recogida de expósitos en el torno. Pero Gelsomina, que vive sin teléfono en una casa que además no figura en los distritos postales, todavía no ha recibido ningún mensaje del Señor. Su familia, enfrentada al dilema de cómo alimentar a n polluelos con n-1 gusanos, decide venderla por diez mil liras al mejor postor; y así, de buenas a primeras, en el tiempo que se tarda en meter cuatro trapos en una maleta, se descubre recorriendo las carreteras secundarias -y muchas de las terciarias- en la furgoneta de Zampano, que es un forzudo que la utiliza de figurante en sus performances pueblerinas, y que se acuesta con ella en las noches más crudas del invierno, cuando las prostitutas del lugar no están disponibles para él, o arrecia la Cuaresma en los páramos del calendario.

    Ahora que está de moda hablar de las relaciones tóxicas, La Strada podría ilustrarlas en las facultades de psicología. Pero La Strada no serviría para ilustrar el camino correcto de la liberación, de la autoafirmación de quien dice: "hasta aquí hemos llegado, bonita, o que te den por el culo, mamón". La pelicula serviría, como mucho, para advertir que a veces, simplemente, no se puede, o no se quiere, salir del laberinto. Que a veces, como Gelsomina, nos quedamos varados como ballenas en la playa, y que aunque llegan las olas que podrían devolvernos al mar, y los helicópteros que nos tienden la cuerda del rescate, nos quedamos atados al vínculo por una convicción muy íntima, intraducible para quien nos escuchaba y aconsejaba. Porque Zampano es un homínido apenas evolucionado, un hombre simple que piensa en términos estrictos de supervivencia y desfogamiento sexual. Las florituras de la vida sólo le confunden, y le despistan de su oficio. Gelsomina lo mismo podría ser para él una mujer que una burra, una muñeca hinchable que una esclava de Babilonia. O eso es al menos lo que él cree, tal vez embrutecido sin remedio por la pobreza. 

Ya será demasiado tarde cuando descubra que ese mariposeo que sentía al despertar junto a Gelsomina, o al rematar con ella una función, era el amor que él creía tonterías de las novelas que nunca leía.




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El ejercicio del poder

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El ejercicio del poder es una película francesa que viene a ser como El ala oeste del Palacio del Elíseo. Va de hombres trajeados que nunca pasan por casa y siempre están reunidos en algún despacho, o viajando a toda hostia en coches de cristales tintados. Si en El ala oeste de la Casa Blanca los funcionarios son todos unos bonachones incapaces de robar un clip o de soltar un mal taco, porque lo suyo es trabajar hasta la extenuación por el bienestar del pueblo americano, aquí, en El ejercicio del poder, sale mucho hijoputa que dice ser benefactor de la patria y luego trabaja para las grandes corporaciones que se comen el Estado a bocados.

       El protagonista de la película es el ministro de transportes, un cincuentón estresado que se enfrenta, él solito, con un par de cojoncillos todavía socialistas, a la política de privatizaciones que está emprendiendo su propio gobierno. El ministro no es que sea precisamente un rojo de esos que aún salen en las películas de Guédiguian, pero añora la vieja grandeur del Estado francés. Teme, además, porque lo primero es seguir en la poltrona y luego servir al electorado, que la plebe se rebele contra las medidas y la oposición suba como la espuma en las encuestas. El problema de la película, que es ilustrativa y densa, es que no hay quien se crea a este personaje. A nadie se le escapa que el presidente ficticio del Elíseo es un trasunto de Nicolás Sarkozy, el entusiasta demoledor de la infraestructura pública. ¿Qué iba a pintar, en su gabinete, un ministro de transportes como éste? A un disidente de la línea oficial le iban a dar, como mucho, una alcaldía en el pueblo más apartado de la Bretaña. No una cartera ministerial de esta importancia estratégica. La ocurrencia del guionista anima el debate, las dudas, el intercambio de impresiones. Crea una tensión dramática que te mantiene casi dos horas siguiendo los pactos y las traiciones. Pero ubica la película en el territorio de la ciencia-ficción, y no en el de la realpolitik, que era el asunto que nos atraía en un principio.


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Viaje al cuarto de una madre

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En los primeros tiempos de mi cinefilia sólo había un puñado de directoras españolas: Pilar Miró, que venía de vuelta, e Icíar Bollaín, que hacía sus pinitos, e Isabel Coixet, que ya aburría a las ovejas de antaño. También Gracia Querejeta, con sus aires británicos, y Josefina Molina, que acabo de recordarla en la Wikipedia… Luego, gota a gota, se fueron incorporando más señoras al oficio, y más señoritas, y nuestro cine empezó a conocer otras historias y otros tonos narrativos. Un porcentaje poco trascendente, más simbólico que otra cosa, que dejaba muchas películas para el olvido y sólo un ramillete para el recuerdo. Porque el cine -sea de hombres o de mujeres- es como la búsqueda del oro en el Yukón, y hay que cribar mucha piedra para encontrar la pepita que compense los intentos fallidos, los tiempos desperdiciados, las riñonadas de coger malas posturas en el sofá.


    De pronto, en los últimos años, las mujeres han decidido -o por fin las han dejado- entrar en tropel, asaltar la ciudadela, disputar a brazo partido el manejo de las cámaras. Ahora, todos los meses, en la revista de cine, aparecen al menos tres películas españolas con firma femenina. El hecho, en lo que tiene de movida generacional, de entrada de aire fresco, es por supuesto para aplaudir. Pero uno empieza a darse cuenta de que a esas películas los críticos les ponen estrellas de más, adjetivos de regalo, retóricas de poetiso, como si ejercieran una discriminación positiva o quisieran dar un empujón de veteranos paternalistas. Es comprensible, y hasta disculpable, pero uno empieza a fiarse cada vez menos de sus críticas, a ponerse en guardia.

    Películas como Viaje al cuarto de una madre ayudan más bien poco a animarse. Mientras los articulistas volaban por las nubes, la cinefilia de tropa se empotraba contra un muro. Una hija que se va, una madre que se queda, habitaciones silenciosas y rutinas rutinarias. Hora y media de… nada. Correcto, plomizo, olvidable tras el sueño de la noche. Uno preferiría que a partir de ahora, consolidado el fenómeno, los críticos dejaran de ser tan corteses. Que se olviden de quién coño o de quién polla dirige la función, y nos digan, simplemente, si merece la pena asomarse por el teatrillo.


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Un asunto de familia

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No saber apreciar la belleza donde otros sí la encuentran es una experiencia humillante. Yo vengo del arrabal, del cine blockbuster, del fútbol de los domingos. Y aún así, por un poco de dignidad, me esfuerzo por asomarme a la cinefilia y a la intelectualidad, arriesgándome a recibir ese revés de nuestro ego. Esa confirmación de nuestra impostura. 

    Nos hubiera gustado ser más cultos, tener el morro más fino, percibir la esencia de las cosas sofisticadas y hermosas. Pero nos quedamos en el intento. Nos gustaría ver una ópera sin estar pensando que todo aquello es ridículo: gordas que cantan, y obesos que se desgañitan, dos arias maravillosas que no compensan el tedio de dos horas de pasmo y acomplejamiento. Leer Los hermanos Karamazov sin sufrir sudores a partir de la página 30, aburridos, desinteresados, abrumados por las mil páginas que restan para el final. Nos gustaría ir a un museo de arte moderno y no tener la molesta sensación de que todo el mundo está conchabado, en el ajo, riéndose de nosotros por no saber apreciar algo que en realidad no hay que apreciar. Quizá una trampa, una risa, una cámara oculta. Leer un libro de poesía sin tener que releer cada estrofa cinco veces para descifrar el sentido oculto de esas palabras amalgamadas, inconexas en apariencia, que lo mismo pueden aludir al amor perdido que al huevo frito de la comida. Ir a un concierto de música clásica y saber cuándo termina la pieza para no aplaudir a destiempo. No taparnos los oídos cuando tocan las Cacofonías Horrísonas de Bartók, o no hacer el ridículo tarareando por lo bajini las melodías eternas de Mozart...

    No. Hay cosas que están vedadas para los chicos del barrio, para los Boyz N the Hood. Otros tuvieron la suerte de estudiar en Madrid, o en Barcelona, de mamar en los foros, de aprender en los ateneos, de arrellanarse en los cineclubs, de rodearse de gente instruida que poco a poco les fue quitando el pelo de la dehesa y el vello del entrecejo. Supongo que es así como llega uno a apreciar películas como Un asunto de familia, a extasiarse con ella, a ponerla de obra maestra para arriba. A extraerle todo el jugo, como decía el profesor Keating. Oh capitán, mi capitán… La sensibilidad, en una palabra. Desde mi lejana pedanía, Un asunto de familia se ve, se sigue, remonta en las peripecias finales. Japoneses pobres -que también los hay- ganándose el sustento como pueden, en el latrocinio, en el porno, en la estafa a los presupuestos. Un poco celtibérico todo. Interesante pero aburrido.

     Cuando termina la película, pongo otro canal donde están hablando de la crisis del Madrid. Los fichajes y las ventas. La renovación del vestuario. Tenía un sueño terrible, pero de pronto me siento desperezar. El fútbol ha conseguido lo que no logró la Palma de Oro en Cannes. Es para dimitir del empeño…



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Mula

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Dentro de mil años, cuando de nosotros ya no queden ni el recuerdo ni las pestañas, quedará, con un poco de suerte, el apellido. Esto es lo que decía Tywin Lannister en aquel soliloquio bajo la carpa que definía los empeños de su vida.  Claro que esto lo decía en los tiempos muy antiguos, cuando el apellido paterno prevalecía por ley, y existía una cadena reconocible que unía a los antepasados con sus descendientes…
   
    Tywin Lannister, atravesado por la melancolía de Ozymandias, se lamentaba de que tarde o temprano se perderán nuestros textos y se destruirán nuestras obras. De que todo lo que comimos y viajamos, bebimos y follamos, quedará congelado en una región inaccesible del espacio-tiempo (bueno, él no decía espacio-tiempo, pero creo que nos entendemos). También se perderán los lagrimones y las desgracias, y los tiempos estúpidos que pasamos haciendo cola o viendo majaderías en la tele. Todo. Ni siquiera nuestros genes conformarán ya individuos familiares, reconocibles, porque se mezclarán y se extraviarán en las cien coyundas de las próximas generaciones, y en nuestro tataranieto ya sólo quedará un residuo de lo que nosotros fuimos, un escorzo de la nariz, o un lunar en el culo. Nos iremos por el retrete del tiempo como zurullos que una vez fueron comida fresca y palpitante, y pasaremos la eternidad en un mar oscuro y profundo que no es navegable y además no figura en ningún mapa.

    Pero ahí arriba, en la biosfera, alguien seguirá llevando nuestro apellido aunque sea de un modo simbólico, en el primer lugar de la ristra, o en el octavo, ocho apellidos vascos, o murcianos, y ese hilo muy fino nos seguirá uniendo de algún modo con la vida. Esa es la enseñanza de papá Lannister que el viejo Earl Stone, en Mula, asume casi al final de su vida. En sus casi noventa años, el viejo Earl ha hecho de todo menos cuidar a su prole: ha combatido en Corea, ha cultivado flores, ha ido de flor en flor, y ahora, para tapar unos cuantos agujeros, ejerce de mula para una banda de narcos chapuceros que Héctor Salamanca o Gustavo Frings se cargarían con un simple pestañeo. Earl Stone ha comprendido que las flores se pudrirán, que sus amantes se morirán, que los mexicanos le asesinarán tarde o temprano... Que dentro de cien años Corea será un país finalmente unificado por las aguas del Pacífico, que lo anegarán en la subida climática de los océanos. Una vida entera hecha filfa, triturada, que sólo habrá dejado el legado sólido de su progenie. Ésa que ahora ya se atreve a visitar, y a mirar a la cara, en las bodas y en los funerales, reconciliado con el sentido de la vida que los Monty Python tanto buscaron y jamás encontraron.  





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El vicio del poder

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El vicepresidente de los Estados Unidos es básicamente un monigote que se sienta en su despacho a esperar que el presidente fallezca, o le fallezcan, o anuncie su dimisión con gruesos lagrimones frente al televisor. Un eterno suplente que chupa banquillo a la espera del infortunio o la defenestración. Mientras tanto, para no perder del todo la forma, ni el contacto con la plebe, el vicepresidente se dedica a dar charlas en foros secundarios, a inaugurar obras de poco calado, a recibir a mandatarios de medio pelo con la cubertería que ya no usan en el Despacho Oval.

    Cuando Armando Ianucci quiso hacer sangre sobre la casta política de los americanos, se fijó en este cargo tontorrón para convertirlo en el eje de sus maldades, y así nació la mejor comedia televisiva de los últimos tiempos, Veep, que la próxima semana se nos despide del cargo. El vicio del poder es otra comedia sobre la dura tarea de levantarse cada mañana para ser vicepresidente en Washington, pero en este caso, al apagar el televisor para ir a mear y lavarnos los dientes, no nos queda el consuelo de decir que menos mal, que todo era ficción, teatrillo filmado en un estudio de Hollywood. Para desgracia del mundo contemporáneo, Dick Cheney -al que yo por cierto daba por fallecido, pero ahí sigue, con sus muchos infartos echados al coleto- fue un vicepresidente muy real, y mucho más que eso: un presidente en la sombra, la Mano del Rey Bush cuando éste ocupó el Trono de Hierro gracias a los banqueros de Braavos, que veían peligrar sus inversiones en el acero valyrio de los armamentos.

    Mientras George leía comics en su despacho o asaba costillas en su rancho -incapaz, posiblemente, de situar Afganistán en un mapa, o de leer un memorándum sin perderse en la cuarta línea- Cheney, que jamás pudo optar a la presidencia porque tenía una hija lesbiana que hubiera sido su talón de Aquiles en cualquier campaña, se inventaba aquello de las armas de destrucción masiva en Irak, y alentaba el uso de la tortura en los campamentos de la CIA. Convertía el cargo de Presidente en un puesto prácticamente dictatorial, y promulgaba leyes para que los ricos dejaran de pagar impuestos que sólo servían para subvencionar la vidorra de los negros y los pobres. Un tipo al que idolatraba nuestro José María Ánsar… Pues eso.




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