La Unidad

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Aquí, en la Pedanía, hay un musulmán que hace sus recados con una furgoneta blanca decorada con suras del Corán. O eso es, al menos, lo que Yusuf explica con una sonrisa tranquilizadora cuando alguien le pregunta. En la Pedanía no hay nadie más que maneje el árabe a no ser su señora, claro, que es argelina y bastante invisible, así que nos fiamos de lo que él nos diga, a cien kilómetros del traductor más cercano.

    Pero claro: podrían ser suras que cantan al amor universal o suras que claman por iniciar la yihad en el entorno rural. Quién sabe, con esa caligrafía tan ajena a la escritura de los romanos… Pero yo, conociendo al personaje, vivo bastante tranquilo, la verdad. A Yusuf me lo cruzo a veces, cuando saco al perrete cerca de su casa y él sale con la furgoneta para ir el mercado, a vender sus baratijas, y sus cachivaches, y siempre me saluda con una sonrisa franca, cordial, que se adivina entre la espesura de la barba  Lo que el fútbol unió, que no lo separe el hombre. Y de fútbol hubo una época, cuando sus hijos aprendían conmigo los rudimentos, que hablábamos largo y tendido, diseccionando el cruyffism que a mí me amargaba la vida y a él se la endulzaba, con aquellas innovaciones tácticas que eran el no va más de la época .



    Quién sabe: quizá Yusuf nos toma el pelo y el texto que decora su furgoneta no es más que una broma para echarse unas risas en la intimidad, “tonto el que lo lea”, o “me parto el culo, si pensáis que llevo explosivos ahí atrás”, cosas así. Me imagino que algún vecino asustado, o que no le conociera lo suficiente, llamó en su día a la Policía Nacional para que vinieran a echarle una foto a la furgo, y enviar el texto a una traductora como éstas que salen en la serie La Unidad, con hiyab, y ojos muy negros, sentada en alguna oficina muy chula y acristalada de Madrid. Si esa mujer hubiera descubierto una sura incendiaria, binladeniana, a buen seguro que aquí se hubiera presentado hasta el Ministro del Interior, viendo cómo se las gastan estos tipos y tipas de La Unidad, con los geos, los coches patrulla, los helicópteros dando vueltas sobre el cubículo secreto, en un alarde de medios que desmiente -digo yo- lo que debería ser una operación ultrasecreta, de cuatro agentes de la hostia muy selectos y muy silenciosos. Pero doctores tiene la Iglesia…

    Pero nunca se vio a nadie, por estos entornos, montando una escena de película o de serie de Movistar en la casa de Yusuf. Y aquí, las ancianas, no se apean de las ventanas, ni de los huertos, y lo escuchan todo incluso de noche.



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Misterioso asesinato en Manhattan

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En su libro de memorias, Woody Allen -antes de enredarse en el morboso asunto que nos llevó a comprarlo-, cuenta anécdotas muy divertidas sobre cómo era su vida de niño, en Brooklyn, en una familia de currantes y buscavidas que parece sacada de un cómic de la época. Como la familia Trapisonda, la de aquí, la que dibujaba Francisco Ibáñez en el Pulgarcito y cuyas desventuras yo leía sin entender la crítica social que traía loca a la censura.

    Woody Allen cuenta que de niño, en los cines de su barrio, vivía fascinado con las películas que transcurrían en los áticos de la clase alta, de techos altísimos y pianos colocados en un altillo. Apartamentos de ensueño donde Fred Astaire y Ginger Rogers bailaban sorteando criadas, y criados, y mesas con champán, y amigos ociosos de la burguesía que siempre iban vestidos de etiqueta, como si nunca se cambiaran de ropa entre que venían de un teatro y se iban a una fiesta de alto copete. Allen dice que ésa es la vida que le gustaría haber vivido, decadente, golfa, como la que vivía Jep Gambardella en La Gran Belleza, suspendido veinte pisos por encima de la realidad, frente al Circo.



    Y hoy, mientras veía Misterioso asesinato en Manhattan, he descubierto, por primera vez, como un cinéfilo poco avispado que necesita las inteligencias masticadas, que los personajes de sus películas también viven otra vida ideal y envidiable que quizá sea la extensión filmada de aquellos asombros de su infancia.

    Aquí, en los asesinatos de Manhattan, y en otro montón de películas por el estilo, todo el mundo trabaja en artes creativas que satisfacen el ego y ensalzan el espíritu, y no hay nadie que se gane la vida limpiando retretes o conduciendo taxis mugrientos. Todos estos urbanitas de Woody Allen son escritores, o fotógrafos, o críticos de cine, o profesores de universidad. Pero lo más maravilloso es que nunca se les ve trabajando, como si estuvieran de vacaciones perpetuas, o fingiendo una baja laboral, o como si sus empleos fueran de ocho a diez de la mañana para poder pasar el resto del día yendo al Madison Square Garden, o a la ópera, o a tomarse un cóctel en el último bareto de moda.

    O persiguiendo criminales en excitantes aventuras que ponen un poco de picante en sus vidas, y que estimulan el sexo en las camas matrimoniales que ya van quedándose algo frías.


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Bailando con lobos

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Yo también fui un teniente Dunbar de la vida. Cansado de pelear en las trincheras, solicité un puesto en los Límites de la Pedagogía, donde casi nadie quería aventurarse. Sólo los locos, o los inadaptados, o los rarunos de cojones.

    Hace 21 años llegué a la Pedanía en un coche que ahora parecería un carromato de los colonos. La Pedanía, como el Fort Sedgewick de la película, era la última frontera educativa, con ese colegio que es como un OVNI aterrizado en mitad de un extrarradio. Pero luego descubrí que también era una frontera geográfica, sociológica incluso, el último bastión de las tierras civilizadas, más allá de las cuales sólo se extendían los viñedos y las montañas. Hasta llegar al mar… La última gran ciudad quedaba justo a mis espaldas, pero lo suficientemente lejos como para no oírla, y no sentirla, bulliciosa y fea, agresiva, llena de peligros para los incautos como yo. Descubrí, gozoso, que la Pedanía era el último claxon de los coches y el primer piar de los pájaros. La primera noche que dormí en ella también dancé alrededor de un fuego imaginario, y luego me tumbé a contemplar las estrellas, que hacía años que no contaba con los dedos de los pies, ayudando en la tarea.




    Yo, como el teniente Dunbar, también tuve que entenderme poco a poco con los indígenas, que hablaban mi idioma, sí, pero con un acento particular que siempre me obligaba a preguntarles las cosas dos veces. Los oriundos eran gentes sencillas, laboriosas,  que me miraban con gran curiosidad. Yo traía las bolsas llenas de libros y de películas, que eran artículos extraños y misteriosos, porque allí todo el mundo usaba las bolsas para traer lechugas de la huerta, y conejos de las cacerías. Cuando corrió la voz de que yo me pasaba el día tumbado en el sofá, a mi rollo, con una antena parabólica que me suministraba los regocijos, los lugareños me bautizaron como Disfrutando con Películas, y a mí, lejos de parecerme mal, casi me dio por ponerlo en una placa a la entrada de casa, como un título de abogado, o de dentista.

    No sé… Supongo que cuento todas estas chorradas, todos estos paralelismos idiotas, para no confesar -o confesar casi en la última línea- que ayer volví a llorar viendo Bailando con Lobos. “Esta vez no”, me dije. Pero no hay manera. Jodío Calcetines… Jodía banda sonora… Y jodío Cabello al Viento…

    "Soy Cabello al Viento ¿no ves que soy tu amigo, que siempre seré tu amigo?” Lagrimones, a las doce y media de la noche, como gotas de lluvia que tardarán mucho en volver a caer, porque justo a esa hora entraba el maldito verano en el calendario.



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Thelma y Louise

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La primera vez que vi Thelma y Louise, en un cine de León, en una pantalla que magnificaba los paisajes del suroeste americano, salí del cine con cara de abobado, y con un nudo en la garganta, claro. La película era… cojonuda. Un clásico instantáneo. Ridley Scott parecía un tipo nacido en Oklahoma, y no en Inglaterra, y se movía como pez en el agua -o mejor dicho, como serpiente en pedregal- por esos desiertos petrolíferos. Pero sobre todo, se movía con maestría por los desiertos morales de los hombres, que la guionista de la película, Callie Khouri, dejaba abrasados bajo el sol. Por donde cabalgaban sus palabras, no volvía a crecer la hierba de un hombre decente.



    Sólo el personaje de Harvey Keitel, el único hombre justo que Yahvé encontró en aquellos páramos, impidió que el sur de Estados Unidos fuera arrasado por su cólera divina. Salvo este buen policía, no había ni un solo personaje con polla al que poder salvar de la quema. Unos eran directamente imbéciles, otros unos mierdas, y algunos, directamente, unos violadores. La película era como una panoplia de indeseables. Como un recuento de pecados masculinos, unos más veniales y otros mortales de necesidad.

    Thelma y Louise fue la película del año, con el permiso de Hannibal Lecter. Resonó en todas las tertulias de la radio, y en todas las tertulias de los provincianos. Mis compañeras de Magisterio llevaban pegatinas de Thelma y de Louise en sus carpetas para los apuntes… Fue el pistoletazo de rebeldía para muchas mujeres que vivían atadas a la cocina, y a los churumbeles. Thelma y Louise fue la reina del videoclub, el estreno anunciadísimo en las cadenas generalistas, y yo la vi varias veces en Canal + con sus voces originales, y con sus subtitulicos de gafapasta.


    Hacía, no sé, quince años que no veía la película. Y sin embargo la recordaba casi en cada escena, en cada diálogo. Hay películas que se graban a fuego y otras que se esfuman al día siguiente. A veces es lógico, y a veces es un gran misterio… Serán la cosas del #MeToo, o que la película es muy buena, o las dos cosas a la vez, pero estas dos mujeres, Thelma y Louise, aunque todos sabemos que al final se despeñan por el Gran Cañón, todavía rulan por las carreteras, con la melena al viento.



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Dos hombres y medio. Temporada 2

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Joan Manuel Serrat tiene una canción que es, más que una canción, un poema. Y más que un poema, un sueño de vida. En Seria fantàstic, Serrat enumera un manojo de sueños e imagina la vida fantástica que le gustaría vivir si el mundo fuera como está mandado: una existencia sencilla, de gentes amables y respetuosas, donde reina el instinto bien entendido, y puedes mearte de la risa. Y al final ganan los mejores, y heredan los desheredados. Y donde puedes ir distraído por cualquier sitio, que es un verso maravilloso de la canción, y que es una cosa que a mí me vendría de puta madre, de lo que bobo que voy siempre por ahí.



    Y ya sé que no tiene mucho que ver, una cosa con la otra, y que quizá, en la búsqueda forzada de este folio, hago una asociación de ideas entre Malibú y Barcelona con la única coincidencia de que ambas tienen un mar tras las ventanas. Pero hoy, mientras veía los episodios de su segunda temporada, me ha dado por pensar que Dos hombres y medio, a su modo cachondo y puñetero, también es la confesión de una vida soñada. La de sus guionistas, quizá, que vuelcan en ella la existencia que les hubiera gustado llevar. Y a quién no, nos ha jodido...

    Hoy me he dado cuenta, después de ver un porrón de episodios, que esa vida del pariente lejano de Serrat, Charlie Harper, también músico, pero afincado a orillas del Pacífico, es una vida como traída del Paraíso. Como si todos los personajes estuvieran muertos en realidad, pero aún no fueran conscientes de vivir en un Cielo con palmeras.  No es sólo que Charlie Harper nunca le de un palo al agua, o que sólo tenga que sonreír para conquistar a las mujeres de bandera. Es que nunca ves a ninguno de sus parientes haciendo algo provechoso: su hermano nunca trabaja, el crío nunca hace los deberes, su cuñada se pasa el día tramando enredos... Sólo la criada que le limpia la casa, y sin mucha prisa además, parece que hace algo productivo en las escenas.

    Todos los personajes de Dos hombres y medio están durmiendo, o follando, o viendo la tele, o relajando el body en la terraza, frente al mar. No existe la comida sana en casa de Charlie Harper. Todos beben café, o coca-colas, o refrescos energéticos a cualquier hora, y nadie engorda, ni se pone de los putos nervios con la cafeína. Y todos tienen, además, la envidiable capacidad de soltar siempre la frase exacta, la más divertida, la que venía justamente a cuento y no otra, para dejar al imbécil, o la impertinente, con la cara congelada. Esa gracia caía del Cielo que a otros siempre se nos ocurre media hora después, o jamás, y que nos reduce a la miseria cotidiana de los don nadies que vemos la serie.

    Seria fantàstic…



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La mentira de Lance Armstrong

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La mentira de Lance Armstrong es un documental que contiene varias películas en su metraje: la del enfermo de cáncer, la del superciclista de Marvel, la del mentiroso compulsivo... Y por último, la del arrepentido que se entrega en la comisaría de Oprah Winfrey. Las andanzas de Lance Armstrong -que además siempre ha tenido la chulería retadora de un vaquero de Texas- recorren varios géneros cinematográficos, y por eso me permito la licencia de incluirlas en estas cinefilias, que además son mías, y libérrimas, porque casi nadie las lee, y los polos opuestos del muy leído y del nada leído se juntan en estas autonomías.



    Recuerdo, como aficionado al ciclismo, las primeras andanzas de Lance Armstrong en el pelotón. Era un americano bragado, con dos cojones, implacable en las carreras de un día, pero incapaz, en las grandes vueltas, de subir los puertos con los mejores. Un buen corredor, excelente incluso, campeón del mundo de fondo en carretera, pero de ningún modo el sucesor de Greg Lemond, su compatriota que conquistaba los Tours. Un ciclista más, Lance Armstrong, en la memoria de los aficionados, sino fuera por el cáncer inesperado que casi lo mató, y del que regresó convertido en un ciclista completamente diferente: un cocodrilo de las alturas, un Fitipaldi de las contrarrelojs, el conejo Duracell en los llanos interminables… Un cambio radical. Un héroe de cómic. Un moribundo que tras someterse a una dosis excesiva de radiación se había convertido en una máquina perfecta de pedalear, Pedalmán, o Megapulmón, el 5º Fantástico del grupo.

    Un periodista de la época dijo. “O es la mayor hazaña de la historia del deporte, o es el mayor engaño de la historia del deporte”. Y al final, como muchos sospechaban, fue lo segundo. Unos tenían pruebas de su trapicheos, pero no cantaban, y sólo confesaron cuando llegaron los federales con sus placas, como en las películas. Otros, los enfermos que tomaron a Lance Armstrong por un mesías, rezaban todas las noches para que los rumores sólo fueran eso, rumores. Y otros, sin pruebas, y siempre desconfiados de los predicadores, y de los resurrectos, teníamos muchas ganas de que sus trapicheos con la EPO se demostraran de una vez. Porque a algunos, en el fondo, para qué engañarnos, nos jodía mucho que el Tour de Francia se llenara de banderas americanas en las curvas de los puertos míticos.

    Casi todo el pelotón iba hasta las cejas en aquella época, eso es verdad. Pero el americano las llevaba siempre a la moda. El alumno aventajado, y el más mentiroso.



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Rebeca

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Lo que no se dice en Rebeca, porque estamos en 1940 y bastante se insinúa ya sobre la lascivia de esta mujer, es que la primera señora de Winter, cuando su marido y sus amantes se iban a jugar al golf, aprovechaba para calzarse también al ama de llaves, a la famosa señorita Danvers, que ahora, al inicio de la película, vaga por Manderlay como alma en pena, y como cuerpo sin éxtasis.

    Lo primero que uno piensa de Rebeca de Winter, aparte de ser una bisexual intolerable para la época, es que iba tan burra que lo mismo se acostaba con hombres apuestos de la jet-set que con mujeres feuchas de la servidumbre. Cualquier cosa, con tal de apagar el fuego que la abrasaba. Pero quién sabe: tal vez, en la precuela de Rebeca que nunca se rodará, pero que a mí me apetecería mucho ver, la señorita Danvers era una mujer jovial, cantarina, enamorada del mundo, incluso guapa, y seductora, que al entrar en tratos con su divina señora transfiguraba su rostro, y sonreía a los pájaros en el alféizar de su alcoba, tras las marejadas del amor.



    Quizá el odio que destila la señorita Danvers hacia su nueva señora sólo es eso,  desinterés sexual. Nada personal. La certeza de que con esa poquita cosa de Joan Fontaine -aunque un día improbable se pusieran al asunto- nada iba a ser como antes, en el tálamo clandestino. O quizá está pirada de verdad, la señorita Danvers, como se insinúa en la película para tranquilidad de las beatas, y respiro de los pacatos, y ella se encuentra con fantasmas imaginarios por los pasillos de la mansión: el de Rebeca, y el de sus besos, y a toda la reata de señoras de Winter que allí vivieron en los siglos anteriores, vestidas con sus cosas estupendas.

    No sé: son teorías sexuales que yo me monto para aplacar el aburrimiento. Y el sentimiento de culpabilidad, porque de nuevo, ante el clásico incuestionable y venerado, me he sentido un cinéfilo de Tercera División. El farsante provincial de toda la vida… Sólo el tramo final de Rebeca ha despertado mi sensibilidad de garrulo. El resto ha envejecido mal, muy mal. Música entrometida, transparencias lamentables, diálogos de merluzos, comportamientos caprichosos… Menos mal que esto no es un blog de cine, sino un diario camuflado, y que para pastorear almas sensibles ya existen otros foros por ahí.



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El misterio von Büllow

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Cuentan por internet que Jeremy Irons, para encarnar a Claus von Bülow y mantener el misterio de su culpabilidad, interpretaba algunas escenas con cara de asesino y otras con cara de inocente. Ayer, que volví a ver la película, me fijé en el truco, y el efecto es realmente escalofriante. Nadie en estos últimos treinta años de cinematografía ha vuelto a fumar los cigarrillos como Jeremy Irons en El misterio von Büllow. A veces parece un nazi de las películas bélicas; otras, un aristócrata decadente de Visconti; y otras, en los momentos de mayor fragilidad, solo un pobre hombre azotado por el reverso de la fortuna. Esa manera de sostener el cigarro entre los dedos y de sopesar entre el humo a su interlocutor, merecía el Oscar de sobra. Aristocráticamente de sobra…



    ¿Claus von Büllow intentó realmente asesinar a su esposa? En el primer juicio, un tribunal le declaró culpable: poco después, refutadas ciertas pruebas, otro tribunal le declaró inocente. O, al menos, dictaminó que existían muchas dudas. Supongo que todos los que hemos visto la película nos moriremos con el interrogante. Sunny von Büllow nunca despertó del coma, y murió hace años en la habitación privadísima de un hospital. Claus, su marido infiel, dejó este mundo justo el año pasado, antes de estas movidas coronavíricas. Las únicas dos personas que saben lo que ocurrió de verdad en aquella madrugada ya no pueden hablar.

    De todos modos, El misterio von Büllow tiene una trama más interesante que la meramente detectivesca: la historia del abogado defensor de Claus, el archifamoso Alan Dershowitz. Un abogado progresista, liberal, al que los ricachones de yate y mansión le caen básicamente como el culo. Claus es rico, es un jeta, tiene aires de superioridad, y además es muy probable que se merezca los treinta años de cárcel que le impuso el primer tribunal. No es, ni de lejos, un “caso Dershowitz”, de esos que sientan jurisprudencia para defender al ciudadano humilde. Y sin embargo,  Dershowitz lo acepta.

    Su personaje, en la película, dice que un abogado fetén tiene que aceptar desafíos que vayan contra su naturaleza. Seguramente, la verdad sea mucho más pedestre: Dershowitz, a von Büllow, le cobró lo que no estaba en los escritos para redistribuir un poco mejor la riqueza de los americanos.



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