¡Vivan los novios! es quizá la película más minusvalorada del dúo Azcona-Berlanga. Y a mí- siempre tan raro, pero no por vocación, ni por afán de destacar, sino porque simplemente soy raro- me parece de las mejores.
¡Vivan los novios!
¡Vivan los novios! es quizá la película más minusvalorada del dúo Azcona-Berlanga. Y a mí- siempre tan raro, pero no por vocación, ni por afán de destacar, sino porque simplemente soy raro- me parece de las mejores.
Manual de cine para pervertidos
🌟🌟🌟🌟
La primera vez que vi “Manual de cine para pervertidos”
piqué, pues eso... como un pervertido. Yo esperaba la guía definitiva sobre desnudos
y escenas subidas de tono: quién, y en qué película, y dónde encontrarlo por
internet. Joder, ahí ponía “Manual de cine...”, y los manuales son libros
prácticos, no teóricos, que te enseñan a hacer cosas de provecho. Guías, y no
especulaciones. Hombres en acción, y mujeres a la aventura, y no filósofos
hablando de la metafísica de los rábanos.
La sorpresa -y la decepción- vino a los cinco minutos, cuando comprendí que aquí no se hablaba de la carne, sino del
subconsciente, y que la estrella de la función era un filósofo esloveno -mitad
cinéfilo y mitad psicoanalista- que hablaba un inglés tan macarrónico y tan
lento, tan arrastrado de erres en sus sesudas dubitaciones, que hasta yo, que
ya me pierdo en el “¿Ja guar yú?”. podía seguirle el discurso sin casi mirar
los subtítulos. Mi primera reacción fue, por supuesto, pasar del documental, y
emplear el tiempo libre en otra película, o en otra sabiduría. Pero tengo, para
mi suerte, un Yo que aún no ha perdido las riendas del todo, y que a veces se
impone al Ello caprichoso. Incluso al Superyó judeo-cristiano, tan gruñón y tan
pesado.
Mi Yo, cuando vio que Slavoj empezaba a diseccionar los simbolismos de “Terciopelo azul” se dijo: “¡Tate!, que esto puede ser interesante...”, y allí nos quedamos los tres, en el sofá: el Yo curioso, y el Ello cabreado, y el Superyó tomando notas, por si había que arrepentirse de algo después. Durante dos y horas y media -que son como una charla magistral en la Universidad- Slavoj Zizek se pierde en germanías, en literaturas del género. En verborreas inaprensibles para el lego. Porque uno, más allá de la estructura básica de la mente, y de cuatro conceptos aprendidos del abuelo Sigmund, sólo tantea tinieblas y aguas cenagosas. Pero de vez en cuando, entre el perifollo, Zizek macarronea reflexiones que son como perlas para el intelecto. Claves insospechadas de películas inmortales. Introspecciones muy válidas que te golpean la conciencia.
La vaquilla
🌟🌟🌟🌟🌟
La primera vez que vi “La vaquilla” fue con catorce años,
en casa del amigo más querido del grupo. Y era el más querido porque era el
único que tenía un VHS: un cacharro Philips de la hostia, negro como el
monolito de Kubrick, y con poderes tan mágicos como aquél. El último grito en
tecnología, como se decía en los anuncios de entonces. Un invento de los americanos que su
padre había comprado en Madrid en un arranque de “estos son mis cojones”, y a
precio, precisamente, de huevas de esturión.
Corría el año 86 u 87, y aquel VHS se convirtió en el tótem
de nuestra cinefilia. En el salón del amigo fundamos una iglesia a la que
íbamos siempre que podíamos, cuando la esclavitud de los Maristas nos dejaba
algo de tiempo libre. Su padre siempre estaba en viaje de negocios, como aquel yugoslavo
de la película, y su madre, como todas nuestras madres, vivía la otra esclavitud
de las labores del hogar, así que casi nunca pisaba por aquel terrirorio sagrado, que
era nuestro Reino de los Cielos, o nuestro Paraíso Terrenal.
Por aquel VHS pasaron todas nuestras neuras adolescentes: las
películas de Rambo, las cafradas de Chuck Norris, las comedias de los hermanos
Marx... Las películas porno -si no había moros en la costa- que el tipo del
videoclub nos detectaba en el mostrador pero dejaba pasar con una
sonrisa de comerciante comprensivo. Veíamos cine clásico y cine palomitero,
cine maravilloso y cine execrable. Europeo y americano, español y de la Cochinchina.
Éramos infatigables y pantagruélicos. Cien años de historia del cine se acumulaban
en las estanterías del videoclub, gritando “¡Descúbreme!”....
Y en uno de aquellos lotes metimos un día “La vaquilla”,
porque decían en la publicidad que te partías de risa con ella. En el salón del
amigo estaba representado todo el arco parlamentario de la Transición: estaba
yo, que era más rojo que los tomates, y un chaval facha, que era hijo de
falangista, y un rarito que ya entonces se declaraba “ácrata de las
costumbres”. Y el dueño de la casa, claro, que siempre fue un ultracentrista
del baricentro. Ver “La vaquilla” y reírnos con la mitad de sus chistes -porque
la otra mitad se nos escaparon, de lo torolos que éramos- fue nuestro Pacto de
la Moncloa. En aquellos sofás, alrededor del VHS totémico, se juntaron qué sé yo, cuatro Españas, para
tratar de entender aquellas dos de la guerra.
Cuando Harry encontró a Sally
El orgasmo más famoso de la historia del cine salía en Cuando
Harry encontró a Sally, o viceversa, y era uno fingido. Y ni siquiera tenía
lugar en una cama, o en un coche aparcado en la colina, sino en mitad
de una cafetería. Una real, por cierto, en Manhattan, que todavía hoy indica el lugar del crimen con un cartel. Si usted no sabe de qué orgasmo le estoy hablando, una de
dos: o es demasiado joven, o acaba de salir del convento a conocer mundo, antes
de morir.
(Yo, por cierto, en esta última revisión, me he fijado en lo
que comía Sally antes de lanzarse a la actuación, para pedir lo mismo que ella,
claro, como en el chiste que remataba la escena: es un sándwich de carne y
queso, con pan integral, al que ella, tan dotada para la farsa como maniática
para las comidas, va despojando poco a poco de las lonchas).
Supongo que el orgasmo de Sally es una metáfora del propio
cine, que no deja de ser un placer fingido por las neuronas espejo, mientras
nuestro cuerpo, despatarrado en el sofá, ni siente ni padece. Supongo que
también viene a demostrar que el sexo no visto siempre es más perturbador
que el sexo explícito. No más excitante, eso no, porque ante los
cuerpos desnudos el periscopio se activa casi sin querer, pero sí más morboso y
seductor... Me consta que Meg Ryan se desnudó una vez en pantalla, decidida a
ganar el Oscar, y sin embargo, aunque estoy seguro de que
yo miré por una rendija, no recuerdo nada de su belleza interior. Decididamente,
me pone mucho más Sally hablando de sexo que Meg mostrando sus esplendores. Y
eso que yo, como muchos, estábamos enamorados de ella: de su cara de muñeca,
de sus ojos azules, de su pinta de exalumna de las monjas... Mientras los críticos
sesudos la atizaban, nosotros, en secreto, la mirábamos, y la remirábamos, y la
admirábamos... Durante varios años fue la gran estrella de Hollywood. Con Meg,
como quien dice, aprendimos a mandar emails a nuestros amores lejanos. Luego,
en homenaje, la Unión Astronómica Internacional le puso su nombre a un
asteroide, el 8353 Megryan. No es una estrella, vale, pero surca el firmamento.
Memento
🌟🌟🌟🌟🌟
Esto de la amnesia anterógrada -que no seas capaz de consolidar
los recuerdos inmediatos y cada cinco minutos te sobresaltes pensando “¿Dónde
narices estoy?”, o “¿Quién coño eres tú?”- parece una cosa de las películas, y de los
manuales de psiquiatría. Enredos de Christopher Nolan, y curiosidades de Oliver
Sacks. Pero sospecho que en la vida real se da mucho más de lo que pensamos. Lo
que pasa es que quien la padece aprende a disimular, a poner caras de póker
o sonrisas enigmáticas, y sólo los más íntimos saben el alcance de su dolencia.
“Recuerda a Sammy Jankis...”.
Yo, en cierto modo, también soy un amnésico anterógrado, pero
sólo hasta las once o doce de la mañana. Hasta que tomo el tercer café y despierto
al mundo, y a las gentes, y entonces ya sí, ya soy capaz de retener en la memoria
los encargos que me hacen, las recomendaciones, lo que me dijeron que corría mucha
prisa y yo dije que por supuesto, que ahora mismo, que oído cocina, pero que a
los dos minutos -como le pasa a Guy
Pierce en “Memento”- se me había ido por el sumidero del olvido.
Pero yo no hablo de amnésicos transitorios, sino de amnésicos
de verdad, de esos que quedan en llamarte y luego nunca te llaman. Pero no por
descortesía, ni por un quedar bien, que es el lubricante del mundo civilizado, sino
porque son realmente gente con un problema en el hipocampo. Gentes -todos los
conocemos- que cuelgan el teléfono o tuercen la esquina y en un minuto ya te
han olvidado por completo, como si nunca hubieras existido. El otro día, sin ir
más lejos, una señorita de buen ver me llamó por teléfono, mantuvimos una
agradable conversación y al terminar me dijo que volvería a llamarme por la
tarde. Que quería saber más cosas de mí... Que me enviaría un whatsapp para confirmar
que yo estaba online... Que chao, que no te olvides, que se lo había pasado
pipa... Eso fue hace un mes y sigo esperando. Sin embargo, en la red, le
sigue poniendo corazones a cosas que yo escribo. Juraría que cada vez que lo hace
se pregunta: “¿Quién es este tipo?”.
El sabor de las cerezas
🌟🌟
Recuerdo haber visto El sabor de las
cerezas hace muchos años, en un ciclo de cine iraní que organizaba la
Universidad de Invernalia. Eran los tiempos de mi juventud aventurera, de mi
primer contacto con filmografías alejadas de la española o la jolivudiense...
Yo soñaba con ser ciudadano del mundo no a través de los viajes, sino a través
de las películas. Volverme culto y universal. Educar mi gusto y mi
sensibilidad. Volverme atractivo a las miradas femeninas menos superficiales.
Yo, en aquel cineclub universitario, soñaba con conocer a una belleza solitaria
y accesible, de andar por casa, coqueta y sensual, con la que seguir viendo
cine en otros contextos, en la intimidad de otros respaldos. Luego, la verdad sea dicha, ninguna estudiante se presentó jamás sin un novio de la mano, protegiéndola del peligro...
En El sabor de las cerezas conocí a un
fulano llamado Abbas Kiarostami que se llevaba los grandes premios en los
festivales. Juraría que entonces me gustó la película, pero hoy he intentado verla otra vez y me he quedado dormido. Muchas cosas han cambiado desde los
tiempos universitarios... Se ve que he perdido el apetito por la aventura intelectual. Que me
he hecho mayor volviéndome otra vez niño, como en un curioso y lamentable caso
de Benjamin Button. He pasado veinte años viajando por las películas de aquí y de
allá: he visto cine de casi todos los sitios, de casi todas las
sensibilidades, afamado y de culto, estafador y fallido, y al final, en un viaje circular alrededor de
mí mismo, he regresado a los gustos de mi adolescencia. Cosas digeribles,
entretenidas, americanas a ser posible, de eso que los críticos llaman con desprecio artesanía,
y no arte.
Es en películas como El sabor de las cerezas donde me descubro rendido a la evidencia: ya nunca seré el cinéfilo que siempre quise ser. El hombre que encara con entusiasmo ecuménico la última novedad procedente de Tailandia o de Paraguay. Lo vengo sospechando desde hace años, y hay películas como ésta que ya me golpean con una certeza ineludible. Veo -o intento ver- El sabor de las cerezas, y cada bostezo pantagruélico divide por dos los restos de mi autoestima. Estoy incapacitado para ver la poesía en una cosa así. En un pestiño así. Me acepto -qué remedio-, y me odio un poquito.
Insomnio
🌟🌟🌟🌟
Pues a mí me pasa justo lo contrario que a Al Pacino en Insomnio:
que me duermo a cualquier hora, y casi en cualquier sitio. Es coger la
posturica, o encontrar el silencio, y catapúm, la mente se me nubla, y el cuerpo se me desmadeja, como si alguien me desenchufara de
la corriente. Una película que contara mi vida se titularía Narcolepsia, o algo parecido. El dormilón no, que ya está cogido. Me mantengo entre los
despiertos gracias al café en vena, y a la adrenalina de los deportes
televisados.
Yo necesitaría, no sé, diez horas de sueño para funcionar
como funcionan los demás; once, para producir destellos mínimos de inteligencia.
Sería una vida más productiva, más digna de ser vivida, pero sólo sería, ay,
media vida, porque además habría que restarle las siestecicas, y las cabezadas
en el sofá, y los cinco minutos más que siempre se arrancan al acto de levantarse...
Un continuo descansar de no hacer nada. El paraíso de un vago sin causa. Un auténtico
tumbado de aquellos que hablaba Luis Landero.
Calidad o cantidad: he ahí el dilema. De momento, en lo que llevo de vida, salvo extraños momentos vacacionales, siempre he optado por lo segundo, por vivir más. Y así me va, claro: mientras los demás producen, yo finjo que produzco. Me ha costado años perfeccionar este arte engañoso, este recurso de actor consumado, pero cualquiera que intima sabe que por debajo de la careta, como en las comedias de la tele, hay un tipo roncando su sueño. Me paso las dieciséis horas de vigilia amodorrado, ensoñando, disperso y muy poco atento. En mi trabajo saben que cualquier cosa que se me diga antes de las doce de la mañana no se alojará en mi memoria a medio plazo. Que se perderá en la maraña de neuronas que todavía no han encontrrado la cobertura del wifi interno.
Curiosamente, los síntomas del insomnio que acosan a Al Pacino en la película se
parecen mucho a los síntomas de la modorra permanente: entrecierras los ojos,
pierdes la orientación, te hablan y es como si te hablaran desde el extremo muy
lejano de un túnel... O desde la lejanía de un planeta colonizado, con muchas
interrupciones, y electricidad estática. De las alucinaciones -las mías siempre
son mujeres pelirrojas que se pasean por la escena y me sonríen- no voy a
hablar aquí.
Origen
🌟🌟🌟🌟
Esta debe de ser la cuarta o la quinta vez que veo Origen. La verdad es que ya no lo hago por gusto, sino por saber si la dichosa peonza sigue girando o si
ya reposa su baile de derviche. Es una pedrada, sí, pero no muy distinta a tantas
otras. Si otros no pueden dormir pensando en la independencia de Cataluña, yo,
por mi parte, que me la sopla, y que tarareo mucho lo de cada loco con su tema,
no puedo conciliar el sueño pensando si al final Leonardo DiCaprio se encontraba
con sus hijos, o si, por el contrario, los besaba en las profundidades de su quinto
o sexto sueño. Si usted ha visto Origen sabrá de lo que hablo, y seguramente
compartirá mi congoja; y si no, le va a dar igual, porque el lío es tan morrocotudo
que cualquier spoiler es como una lágrima perdida en la lluvia.
Cada cuatro o cinco años repaso la película para tratar de
entender lo que antes no entendí. Y la verdad es que aún quedan entendimientos
para rato... Estas cosas de Nolan están por encima de las mentes mediocres y
perezosas como la mía. Pero no voy a desistir. ¿Qué son un par de horas dedicadas
a la película cada cinco años? Nada: otra gota en la inmensidad del tiempo. Yo
quiero formarme una opinión sólida, con fundamentos, que no me deje en mal
lugar cuando un reportero me pregunte. “¿Usted qué opina del indulto
a los presos del procés...? Y, por cierto: “¿Usted es de los que piensa que la
peonza de DiCaprio sigue girando o que termina derrumbándose?”
Pero esta vez, por añadidura, he venido a Origen como
quien acude a la consulta de un psicoanalista. He venido a tomar apuntes para expulsar al fantasma de mis sueños. Porque yo -al igual que DiCaprio en la película-
también tengo una mujer fantasma que se pasea por mis noches, y que nunca me deja
soñar en paz. Da igual lo que sueñe, y donde ubique lo soñado: ella revienta
cualquier argumento, y se presenta en mitad de las escenas sin ser invitada,
con su sonrisa perversa, a perturbarlo todo: a joder conmigo, o a joderme, o
joder la marrana... Lo mismo que hace Marion
Cotillard en la película, aunque Marion, para los espectadores enamorados,
siempre es bienvenida.