El fundador

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Si esto fuera un blog de cine convencional, sujeto a las reglas del género, y por tanto volcado hacia lectores cultos que esperan mis palabras, yo ahora tendría que hablar de El fundador como película en sí, como decían los existencialistas, con su narrativa, y su trasfondo, y su legado -más bien escaso- en las retrospectivas del cine americano. Hacer, quizá, en el último párrafo, un acercamiento crítico a estos tipejos con traje y corbata que llaman emprender a pisar cabezas, robar ideas, evadir impuestos, chanchullar contratos, malpagar a sus trabajadores, y que encima, para más inri, quieren introducir el “emprendimiento” como asignatura obligatoria en la secundaria, para levantar el país, y formar un ejército de individualistas que aspiren por encima de todo al todoterreno, al chalet en la playa, al esquí en los Pirineos, al internado en Estados Unidos para el retoño, o la retoña... Esa tribu urbana, sí.

Pero yo, humano servidor, que alquilo estas páginas a un servidor inhumano para hablar de mi vida, de mi mundo, casi siempre de mis obsesiones políticas o sexuales, vengo a hablar de El fundador como película para sí, que era otra categoría de los objetos, en clase de filosofía. Recuerdo que estaba la cosa en sí, y luego la cosa para sí, aunque la cosa siempre fuera exactamente la misma, imperturbable a no ser que le aplicaras unas leyes físicas que se estudiaban en otro negociado: una patada, o una explosión, o el aliento hipohuracanado de Pepe Pótamo

Yo lo que quería contar de El fundador es que la he visto con mi hijo, que andaba de visita, y esa coincidencia ya es tan esquiva en el calendario que se ha convertido, por sí misma, en sí, y para sí, en todo un acontecimiento. El debate, además, ha estado muy animado, porque mi hijo tiene a veces un ramalazo emprendedor que yo trato de podarle con mis tijeras bolcheviques, heredadas de un abuelo que trabajaba en un koljoz: mira, hijo, y tal, está bien que quieras ganar dinero a mogollón, como este hijoputa de la película, pero antes está la ética, y la solidaridad, y la clase obrera que te trajo al mundo y todavía te financia la vida. Acuérdate de nosotros, tus ancestros del tajo, o de la fábrica, o del sueldico funcionarial, cuando hagas tu primer millón cocinando para la burguesía. 




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In the loop

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Aunque a veces nos parezca lo contrario, en el mundo de la política no existen más estúpidos que en nuestro contexto laboral o familiar. O vecinal. O parroquiano. Carlo Cipolla, el eminente estupidólogo que dejó escritas las leyes fundamentales de la estupidez, tan importantes para el desarrollo de la humanidad como las leyes de Newton, explicaba que el porcentaje de estúpidos es siempre el mismo mires donde mires, viajes donde viajes. Que no importa la edad, el género, la formación, el escalafón ocupado en la sociedad... Los estúpidos son una lacra que lo mismo carcome un Consejo de Ministros que un claustro de profesores, o que una discusión en el bar sobre un gol anulado por el árbitro. Y cuando hablamos de una discusión en Facebook ya ni te digo...

Los estúpidos lo mismo tienen acceso a la regadera de una huerta que al botón nuclear de los misiles. La estupidez -enseñaba Cipolla- es líquida, escurridiza, universal. Y, sobre todo, muy dañina, porque los malvados, al menos, obtienen un beneficio del mal que provocan, y de algún modo perverso mantienen el equilibrio en la Fuerza, el saldo neutro de la energía, pero los estúpidos, embotados en su propia estupidez, se dedican a joderlo todo sin obtener réditos personales, en un juego demencial que todo lo pervierte y todo lo desmorona.

Sobre la estupidez infiltrada en las altas esferas, Stanley Kubrick rodó hace sesenta años una comedia insuperable que se titulaba Teléfono Rojo: Volamos hacia Moscú, donde una acción coordinada entre los estúpidos habituales y los locos de remate nos mandaba a freír espárragos en las fogatas del uranio. Yo creía que esta película se quedaría así, única en su especie, hasta que un día, siguiendo la pista a estos dos tipos corrosivos que son Armando Ianucci y Simon Blackwell, me encontré una botella de ácido mezclado con veneno que ponía In the loop en su etiqueta. Una comedia en la que no paras de reírte y sin embargo no tiene ni puta gracia, porque cada sonrisa que te saca, cada carcajada que te arranca, se queda congelada al instante, en un escalofrío invernal y premonitorio.



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Casino

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La familia Corleone repartía los negocios ilegales -que eran casi todos- entre Las Vegas y Nueva York. En Nueva York se dedicaban a sus cosas de toda la vida: a la extorsión, al trapicheo, al atraco de furgones cargados de whisky o de tabaco, y para ello reclutaban a tipejos como los que retrató Martin Scorsese en “Uno de los nuestros”, que era como una película costumbrista de la vida en los bajos fondos.

En Las Vegas, por el contrario, por aquello de las luces de neón y de Frank Sinatra cantando con pajarita, los Corleone robaban de una manera más civilizada, enguantada, desfalcando las cajas de sus propios casinos sin dejarle ni un duro a la Agencia Tributaria. Para que los maletines llegaran repletos de dinero, los Corleone, y otros apellidos ilustres del mundo emprendedor, reclutaban a gestores tan eficientes como Ace Rothstein, que se ocupaban de alimentar y engordar las cajas fuertes, y a psicópatas sin escrúpulos como Nicky Santoro, que le pegaban un tiro o le soltaban un navajazo a cualquiera que se interpusiera en el negocio bien lubricado.

Scorsese, como se ve, decidió hacer en Casino una segunda parte de Uno de los nuestros, pero esta vez centrada en el proletariado de Nevada que rinde cuenta a sus patronos. Aunque bueno, lo de proletariado es un decir, porque estos sujetos manejan una pasta gansa que no manejaban sus compadres de la costa Este. En Las Vegas siempre hay un maletín que se extravía, un fajo de billetes que se queda en algún bolsillo. Los gángsters de Casino viven mucho mejor que sus primos de Nueva York, pero por eso mismo, ay, están más expuestos a conocer a mujeres como Sharon Stone, que te seducen con su cuerpo de infarto, y sus ojos de gata, y su inteligencia supina, y luego te dejan la cuenta corriente, y la caja de seguridad, temblando en el vacío cuántico de una telaraña. Las amantes que se agenciaban los chiquilicuatres de Uno de los nuestros eran chicas sencillas, algo más feas, pero nada problemáticas, que se contentaban con un abrigo de pieles por Navidad.




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Cómo conquistar Hollywood

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Para conquistar Hollywood se me ha pasado el arroz. Dicen las amistades que ahora estoy mejor que nunca, en lo fenotípico, gracias a que no uso Grecian 2000, pero ni aun así. Y luego, en lo que al oficio de actor se refiere, la verdad es que nunca he estado en condiciones. En 2ª de EGB, en la actuación de Navidad, a mí me tocó hacer de pastorcillo retraído, allá por la tercera fila del escenario, e incluso así, sin línea de diálogo, sin cuerpo expuesto a la multitud, yo sentía que me cagaba de miedo. Que me cagaba físicamente, con el esfínter abierto, y las piernas temblando, y un rezo en los labios para obrar el milagro del tiempo acelerado. Aquella tarde de invierno en León -un invierno cojonudo, de los de antes, de los de no quitarte el chaleco de borrego tras la actuación- comprendí que yo no valía para las tablas. Que esa naturalidad que se necesita para conquistar primero el terruño, y luego Madrid, y más tarde el otro lado del charco, como hizo Antonio Banderas, estaba muy lejos de mi repertorio conductual.


Para conquistar Hollywood como lo hace John Travolta en la película hay que ser, eso, John Travolta. Para empezar, tener ese par de ojos azules que son un regalo de la naturaleza. Un ventaja crucial para cualquier empresa de la vida. La laboral, o la reproductiva, o la del mero placer. Hay un monólogo maravilloso de Iggy Rubin en el que primero se queja de haber nacido con los ojos castaños y luego le achaca a su padre, que los tiene azules, que los malgaste a diario en la lectura del Marca, como un ojioscuro cualquiera, pudiendo salir a la calle para triunfar en cualquier cosa que se proponga. 


Luego, por supuesto, hay que caminar como John Travolta. Si en Fiebre del sábado noche sus andares eran demasiado chonis para mi gusto, aquí, en los felices años noventa, su andar ya es directamente materia de estudio, y de envidia, objeto de la biometría de los ligones. Cómo mueve los hombros, y las caderas, el muy jodido, con ese pequeño balanceo que a ellas, las actrices de Hollywood, las deja turulatas, y a ellos, los productores de Hollywood, los deja encandilados con sus propuestas de guion o sus promesas de financiación. Así cualquiera.



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Un efecto óptico

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Hace dos semanas, en Sopa de ganso, en este mismo televisor, Rufus T. Firefly decía de Chicolini: “Es posible que hable como un idiota, y que parezca un idiota. Pero no se llamen a engaño: es un idiota”. Es exactamente lo mismo que pasa con esta película, “Un efecto óptico”, la nueva ocurrencia de Juan Cavestany: que parece una idiotez, y rezuma idioteces, pero en el fondo no nos engaña: es una idiotez.

 Eso lo sabemos todos los espectadores de sofá y mantita, que tardamos unos veinte minutos de media -yo, como soy más lerdo, tardé diez minutos más- en comprender que nos están tomando el pelo. Que esto no es una “narración metafílmica”, ni una “fragmentación del lenguaje cinematográfico”, ni gilipolleces así que nacen del cerebro enfermo de los críticos. “Un efecto óptico” es una memez, una cosa que pretende ser como de David Lynch y no le llega, vamos, ni a la altura del tobillo. No te ríes con los personajes, no te inquietas, no sufres, no empatizas... Básicamente te la sopla lo que les pase a estos dos burgaleses visitando ese Nueva York que a veces es Madrid y a veces Burgos otra vez, en un juego absurdo y gilipollesco. “Es que la película está mal rodada”, dice el personaje de su hija. Ni tanto, querida, ni tanto...

Sin embargo, ya digo que la crítica oficial -que son los espectadores de festival, de pase de prensa, de estreno con azafatas y canapés- dicen de “Un efecto óptico” muchas cosas altisonantes y escolásticas, como si esto fuera un producto cultural sólo al alcance de las mentes preclaras e instruidas. La pose de los culturetas... Donde hay un personaje idiota que habla como un idiota y parece un idiota, ellos, sólo por contradecir, por dárselas de no sé qué, te sueltan que han encontrado a un tipo que desestructura la realidad. Pues bueno... Cavestany, cuando hace series para televisión -supongo que rodeado de buenos guionistas- hace joyas del humor como Vergüenza, o como Vota Juan. Geniales. Pero cuando da rienda suelta a sus desestructuraciones le salen cosas así, indefinibles, pedantes, y muy aburridas.




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Uno de los nuestros

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En la saga de El Padrino sólo se habla de las altas esferas de la Mafia. De los grandes capos que invierten en casinos o en inmobiliarias, y tratan directamente con los dictadores bananeros, o con los cardenales del Vaticano. La patronal del sector, podríamos decir. El G-8 de las famiglias. Pero allá, en segundo plano, anónimos y omnipresentes, haciendo bulto en las escenas donde se desviven los Corleone, están los empleados de la empresa, que son los mafiosillos de tres el cuarto. Son los tipos que controlan las apuestas, que recaudan la calderilla, que ejercen de guardaespaldas, que asesinan por encargo... Que desbrozan el terreno de una inversión o de una venganza.

Sin ellos, como en cualquier empresa, todo se vendría abajo, porque los grandes capos ya no están para bajar al fango y jugarse la jeta. Aun así, pasaron casi veinte años antes de que un cineasta viera “El Padrino” y se dijera: “Voy a hacer una película sobre los actores secundarios”. Una sin glamour, sin mansiones, sin palacios de la ópera ni bodas de alto copete. Una cosa de andar por casa, con tipos feos, mujeres urracas, cafeterías cutres, y sólo de vez en cuando, cuando los tipos dan un golpe afortunado, y manejan buenos fajos de billetes, un local chulo, de moda, con artistas del momento, donde quizá coincidan a distancia con el alcalde de la ciudad o el juez del distrito

El cineasta, claro, era Martin Scorsese, que también era, a su modo, uno de los nuestros, uno de los suyos, porque se había criado en el mismo barrio que toda esta tropa, y les había visto delinquir desde pequeño, y se sabía el oficio aunque sólo fuera por aprendizaje vicario. Scorsese encontró en los testimonios de Henry Hill -el mafioso real que traicionó a los Lucchese y a los Gambino- el vehículo perfecto para retratar a sus vecinos de toda la vida, y rodar, de paso, una de las mejores películas de la historia.

En un rincón de mi casa sigue habiendo un cartel de Goodfellas que advierte a los extraños de que esto es territorio cinéfilo, y pedigrí de barrios bajos.





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Michael Corleone

 

En el fondo, la saga de El Padrino cuenta la historia de un hombre que trabaja en algo que no le gusta, y para lo que no tiene vocación.  Y en eso, salvando las distancias, Michael Corleone es como casi todos nosotros, la clase de tropa, los stormtroopers de la vida. De ahí, de esa falta de acomodo, le vienen a Michael Corleone todos sus traumas, y todas sus congojas, y toda esa infelicidad que en El Padrino III le convierte en un viejo prematuro con cargos de conciencia, y diabetes galopante. Una vida torcida sólo puede desembocar en un final trágico: de ópera, en su caso, y de opereta, en el nuestro.

En El Padrino I, Michael era un héroe de guerra que había luchado por Estados Unidos mientras sus hermanos no reconocían más patria que su familia, y que los cuatro barrios de Nueva York donde controlaban los negocios. Del mismo modo que Lisa Simpson nunca aceptó ser una Simpson de apellido, Michael Corleone nunca se sintió un Corleone de verdad: respetaba a su padre, y amaba a su madre, y quería mucho a sus hermanos, pero él hubiera preferido ser Tom Hagen, el hijo adoptado, el que no llevaba la sangre siciliana en las arterias. Michael iba a estudiar leyes, a casarse con una americana, a hacerse un hombre respetable... Tenía el firme propósito de ver a la famiglia sólo en Navidad, y en los funerales que fueran provocando los tiroteos.

Pero el destino, digan lo que digan, no lo elegimos nosotros, sino que somos arrastrados por él, y Michael, en aquel restaurante donde Clemenza le escondió la pistola, dio el primer paso por el camino de baldosas ensangrentadas: el del crimen inaplazable, el del guardaespaldas sempiterno, el del miedo aterrador a perder a los suyos. La vida siciliana de la que siempre renegó  en su juventud.

En eso, en el sueño de pertenecer a otra familia, Michael Corleone es como el niño de Léolo, Leo Lauzon, que soñaba con ser Léolo Lauzone porque el apellido Lauzon portaba la locura y el ingreso en el psiquiátrico. Michael Corleone, cuando era niño, soñaba en su habitación con apellidarse, no sé Smith, o Johnson, porque sabía que el apellido Corleone portaba el asesinato y la muerte en cualquier esquina.




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El Padrino III

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En “Polvo de estrellas”, el programa de radio de Carlos Pumares, estaba muy mal visto que el oyente llamara para decir que le había gustado “El Padrino III”. Pumares callaba, o soltaba un “pues bueno”, o un “qué le vamos a hacer”, que dejaban al oyente descolocado, y empequeñecido, porque Pumares era nuestro oráculo, nuestro monolito de la sabiduría, y contradecirle era como pecar, como estar fuera de la grey de los cinéfilos.

Algunos oyentes aceptaban la contradicción con serenidad, sin rebatir al maestro, y pasaban rápidamente a la siguiente película. Pero otros, incrédulos con la postura de Pumares,  aferrados al dogma de la Santísima Trinidad de Francis Ford, insistían:

-          Pero Carlos... ¿Por qué no te gusta El Padrino III...?

Y ahí, justo a las dos de la madrugada, cuando yo ya estaba a punto de dormirme, un chute de adrenalina me tensaba los músculos, y me abría la sonrisa, y me dejaba un cuarto de hora más con los ojos abiertos. Porque Pumares, si no le insistías, sólo era un tipo borde, poco complaciente con los oyentes, pero si le rascabas la moral, si le pedías que explicara las razones de sus gustos, ya era directamente un tipo hiriente y gritón, que escupía sapos y culebras sobre la espumilla del micrófono. Por cada oyente que perdía en el exceso, mantenía la fidelidad de otros cuatro, y ganaba otros tres en el boca a boca del día siguiente. “Jo, hay un crítico de cine en la madrugada, en Antena 3, que te partes el culo...”.

Pumares, siglos antes del Me Too, gritaba de “El Padrino III” que Sofía Coppola era una enchufada, y que no era una actriz, y que además era muy fea, con la nariz no sé cómo. También decía que Al Pacino estaba histriónico perdido, y que Andy García estaba “para matarlo”, y que la historia no se sostenía por ningún lado. Y que ningún arzobispo -y ahí ya empezaban los gritos mezclados con las carcajadas -iba vestido de arzobispo por su casa, a las tantas de la mañana. Decía muchas más cosas que ahora no recuerdo: disparates y agudezas que no han conseguido remontar la corriente mientras yo veía "El Padrino III" casi treinta años después. Tardé años en hacerme luterano de Carlos Pumares, pero siempre que veo una película de aquellos tiempos me viene una emoción incontenible, y le pongo a la película una estrellita de más, de regalo, por los viejos tiempos.



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