Dos hombres y medio. Temporada 7

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Lo cierto es que antes tenían más gracia, cuando eran dos hombres y medio de verdad y el niño no entendía los afanes sexuales de sus mayores. Ni sus melopeas habituales, cuando el sexo se arruinaba y solo quedaba la desolación etílica de los cuarentones. Alrededor de Jake, en los tiempos gloriosos de la serie, los personajes hablaban en metáforas, en floripondios muy divertidos sobre el amarse y el quererse. Eran los tiempos en los que el tío Charlie dormía con “amiguitas” y papá era un hombre asexuado que tarde o temprano volvería con mamá. Era, también, la infancia feliz en la que Berta era una pariente lejana de Mary Poppins con el único defecto de comer demasiadas hamburguesas en los descansos.

Antes de la séptima temporada tuvo que ser un descojono trabajar de guionista para la serie, practicando la autocensura cuando llegaban las masturbaciones o las prostitutas, las borracheras o las pornografías. Se tenían que oír las carcajadas desde el otro lado del valle cuando estos tipos se reunían para hablar de guarrerías sin que nada pudiera verse o decirse en los fotogramas. Pero ahora, con Jake ya convertido en un hombre -porque cumplidos los catorce años ya es un homínido con todas las de la ley,  obsesionado con el sexo y con poner en riesgo su salud- el lenguaje de “Dos hombres y medio” ha pasado a ser directo, sin filtros, como de conversación de hombres en la barra del bar. Ahora los personajes ya dicen follar, y paja, y condón, y “se me puso tiesa”, y “jodó, vaya que si me la tiraría...”, y a mí, que no me escandalizan estas expresiones que yo mismo utilizo en los contextos más cavernarios de la semana, me entra un no sé qué de nostalgia literaria. De inocencia perdida del niño Jake, y quizá también de mi propio hijo cuando creció.

De todos modos, nunca está de más perderse en los episodios de “Dos hombres y medio” -ideales mientras se friegan los cacharros o se barre la cocina- para recordar que los machos de la especie somos sexo y poco más. Tan simples como un pirulí; tan predecibles como la tabla del 1. Lo otro – lo de hacernos los intelectuales o los interesantes- también es un ejercicio de literatura. 








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El caso Figo

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Al terminar de ver el documental, leo con sorpresa que Luis Figo jugó en el Madrid los mismos años que en el F. C. Barcelona: cinco. Confieso que no recordaba ese dato, siendo yo tan futbolero y tan merengón. Pero es que para mí, el paso de Luis Figo por el Madrid fue una nebulosa y una farsa futbolística. Puede que hasta un engaño. A veces pienso que nos lo vendieron medio lesionado, o medio fatigado ya de la vida futbolística. Luis estaba casado con la mujer más bella del mundo, y eso, quieras o no, te altera un poco el orden de prioridades.

A veces creo que Luis Figo -el mismo que nos llamó “llorones” desde un palco ceremonial- nunca llegó a enfundarse nuestra camiseta. De esos cinco años vestido de blanco no queda ninguna jugada memorable, ninguna gloria individual. Nada como el escorzo de Zidane, o como los zambombazos de Roberto Carlos. O como las pillerías de Raúl, nuestro Raulito. Nada. Figo rindió, sí, pero a medio gas, para que no se notara mucho su quintacolumnismo. Figo vino al Madrid sin pretenderlo, obligado por el pesetero de su representante. Y acuciado, también, por su propia pesetería, por mucho que él jure que lo que necesitaba era “amor y reconocimiento” por parte de la directiva del Barcelona. All you need is love, no te jode... Hoy diríamos que Figo es un eurero, aunque yo nunca haya escuchado esa expresión. Me la apropio, en caso de tal. Digamos que Figo fue un mercenario del balón, quizá el más famoso de todos los conocidos. Su fichaje fue el acontecimiento más sonado del año 2000, mucho más que la llegada del milenio mismo o que el miedo a que se escoñaran nuestros ordenadores.

“El caso Luis Figo” es un documental para los futboleros ya talluditos que recordamos con pasmo todo lo que entonces sucedió. Por mucho que lo veamos jamás terminaremos de creerlo. Pero también es un recordatorio shakesperiano de dos verdades humanas como puños: la primera, que nadie dice la verdad; la segunda, que donde hay mucho odio hubo mucho amor.


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La ley de Teherán

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Para entender un poco mejor el contexto de la película, he leído en internet que hasta hace un par de años la posesión de 30 gramos de cocaína era castigada en Irán con la pena de muerte. Y como la cocaína, todo lo demás: la heroína, y la maría, y puede que hasta el pegamento de los escolares, que por eso en sus colegios lo pegan todo con la lengua, o con el chicle de los kioscos.

Sin embargo, el número de drogadictos no paraba de crecer en la tierra de los ayatolás. Y aunque parezca paradójico, es lo normal: los narcotraficantes arriesgaban la misma pena traficando con un sobrecito para la fiebre que con un saco para el cemento, de tal modo que llevaban su droga hasta el último rincón de las calles de Teherán o hasta el último poblacho donde Abbas Kiarostami rodaba sus películas insufribles (que eran, de por sí, porros merecedores de alguna pena muy capital.) Es como cuando mi exmujer castigaba al chiquillo sin ver la tele lo mismo por desobedecer una consigna que por traer una manchita de barro en los zapatos, lo que hacía que el retoño campara más o menos a sus anchas en la convicción de que ya vivía condenado de antemano.

No quiero ni pensar lo que hubieran hecho los ayatolás con Walter White -ahora que estoy revisitando los episodios finales de “Breaking Bad”- si le hubieran pillado con las manos en la masa justo después de cocinar las perlas azules al 99% de pureza. Me imagino que le hubieran puesto al menos tres nudos corredizos en el gaznate, para dar ejemplo a los otros Heisenbergs del Golfo Pérsico ávidos de pasta o de orgullo. 

Yo mismo, hace una semana, caminaba por las calles de Ámsterdam con un brownie de marihuana que contenía 0’5 gramos de la sustancia. Allí es todo legal, y casi hasta recomendable, por aquello de probar la experiencia completa de la ciudad, pero haciendo la división de 30 gramos entre 0’5 me sale que en Irán, al menos, me hubieran cortado un dedo o medio cojón por hacer la gracia de probar el pastelito y sentir como la risa afloraba desde el píloro. 


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Peaky Blinders. Temporada 1

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La resaca de la I Guerra Mundial fue la gran oportunidad perdida para hacer la Revolución. La revolución mundial, digo, la fetén, la que hubiera puesto todo el sistema patas arriba, con los soldados que regresaban de las trincheras cargados de razones y adiestrados en las armas, y no esa que finalmente triunfó en la Rusia de los campesinos hambrientos y los marineros del Potemkin, que fue una conquista más simbólica que fructífera, más sangrienta que liberadora.

El mismo Karl Marx, al que Lenin tuvo que adaptar a las circunstancias de su terruño, hubiera preferido que el socialismo triunfara en un país industrializado y comerciante,  para que los proletarios se repartieran la riqueza de las fábricas y los barcos, y no el pan con serrín que lo soviets distribuyeron penosamente en los planes quinquenales. El abuelo Karl soñaba con una revolución en Alemania, que era su tierra natal, o en Gran Bretaña, que es la patria de los Peaky Blinders. En Alemania estuvimos a punto, pero Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht fueron traicionados por los socialistas tibios y sonrosados. Ahora esas traiciones te cuestan el ostracismo parlamentario, pero entonces te costaban el fusilamiento contra una tapia...

En Gran Bretaña, según cuentan los historiadores, también hubo intentonas, contubernios, huelgas masivas que amenazaron con invertir la pirámide de la riqueza. Pero faltó lo de siempre: unidad. Mientras los comunistas arengaban en las fábricas, los Peaky Blinders, que hubieran sido una fuerza de choque cojonuda, unos bolcheviques corajudos, prefirieron sacar tajada particular de sus habilidades. Entregados al día a día de ser los mafiosos de su pueblo, optaron por ser unos amorales que lo mismo se entendían con la policía de Winston Churchill que con los terroristas del IRA. O con los comunistas mismos, si eso era conveniente para el negocio. Les daba igual. En los ojos azules de Cillian Murphy no se refleja ninguna ética verdadera: sólo el egoísmo ancestral que defiende el acervo genético de la familia.





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Joel

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Uno de los comportamientos más extraños y menos animales del ser humano es la adopción de una criatura que no pertenece a nuestra sangre, que no lleva ninguno de nuestros genes. Dedicar tiempos, recursos, desvelos, al hijo de dos fulanos que nunca conociste y que seguramente nunca conocerás. Hacerle tuyo, entregarle la vida, convertirlo en heredero... Colgarle el apellido glorioso o ignominioso de tus antepasados.

Luego es verdad que hay hijos propios como cuervos e hijos adoptados como perretes. La sangre propia no garantiza nada: los hijos de la biología son tan impredecibles como los hijos de la legalidad. Ellos también son una lotería absoluta, un disparo al azar entre el fusil de los espermatozoides y la diana de las ovulaciones. Hay hijos biológicos tan extraños que a veces no los reconoces, e hijos adoptados tan afines que es como si los hubieras parido de verdad. Es un misterio. Más bien una absoluta casualidad.

Pero aun así, de entrada, la adopción tiene algo de comportamiento no evolutivo. Y además hay que asumir el riesgo de que el niño no sea como tú esperabas. Que no sume, sino que reste, como el polluelo del cuco. El temor a que la ilusión de los primeros días se transforme poco a poco en un arrepentimiento. Que el acto generoso se vuelva contra ti como un boomerang de los dioses traviesos. No suele suceder, pero a veces pasa. Yo conocí un caso muy sonado en La Pedanía, de casi salir en los periódicos. Y en esta película, Joel, el pequeñajo de la timidez extrema y de la cara inexpresiva, también amenaza con destruir el ecosistema familiar. Donde antes había un matrimonio bien avenido, casi sin fisuras, con la economía resuelta y los talantes acomodados, de pronto se abre una falla en mitad del pasillo como en “La guerra de los Rose”. Poca cosa, de momento, pero ya tarea para los albañiles matrimoniales que son los psicólogos y los terapeutas, los opinadores en general.

Joel iba a traer la cuadratura del círculo y de momento solo es un álgebra por resolver.





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El loco del pelo rojo

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A la salida del Museo Van Gogh, en Ámsterdam, pasan por una pantalla todas las recreaciones que el pintor ha tenido a lo largo de nuestra vida de espectadores. Sale un minion con la oreja vendada, y Martin Scorsese en su papel de “Los sueños”, y  la recreación por ordenador que hicieron de Van Gogh en “Loving Vincent”. Sale hasta Willie, el de “Los Simpson”, que no necesita ninguna caracterización porque ya se parece un huevo de por sí, con el pelo pajizo y la mirada de enajenado. Willie, a su modo, también crea arte segando la hierba del colegio, dibujando arabescos y abstracciones que solo Lisa Simpson sabe apreciar por las mañanas.

De todas las recreaciones de Van Gogh que allí se ven, la más famosa, sin duda, es la de Kirk Douglas en “El loco del pelo rojo”. O, al menos, es la más famosa entre los cincuentones como yo, que vimos la película en la tele de nuestra infancia y ya nos quedamos para siempre con la cara del personaje. Para mí Van Gogh es Kirk Douglas y punto pelota. Incluso cuando paseas por el museo y contemplas los autorretratos del pintor -todos parecidos, pero todos diferentes- hay una pequeña parte del cerebro que espera encontrarse en cualquier rincón con la cara de Kirk Douglas para hallar la paz de una pincelada definitiva.

T. y yo pasamos la mañana en el museo, la tarde en los canales, y luego, por la noche, en el hotel, nos pusimos a ver “El loco del pelo rojo” en una versión subtitulada que el wifi de los holandeses, tan europeo y tan moderno, descargó en un santiamén en mi ordenador. La película, la verdad, es una castaña. La sostienen Kirk Douglas y su parecido sorprendente. Lo otro es diálogo engolado y decorados de cartón piedra. Solo cuando aparece Anthony Quinn aquello toma un vigor y un resoplar, como de viento de la Martinica. T. y yo pensábamos profundizar en el personaje de Van Gogh después de la “museum experience” y nos quedamos más o menos como estábamos. Terminamos concluyendo que a Vincent le hubiera venido de perlas un tratamiento con litio. Quizá no hubiera pintado lo que pintó, pero hubiera llevado la vida que siempre soñó, recostado entre los trigales.





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Cowboys de ciudad

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Hay una canción de Javier Krahe que se titula “La Yeti”. Va de un hombre que huye de Mari Pepa, su exnovia, por razones que no se explican en los versos, y “que puesto a poner tierra de por medio, y ya puestos a poner, se enroló en un grupo de alpinistas que iban para el Everest”.

Es justo lo mismo que le pasa a Billy Cristal en “Cowboys de ciudad”, que necesita poner tierra de por medio con Mary Joseph, su mujer. No es que se lleven mal, pero algo no funciona en el matrimonio. Básicamente que Billy acaba de cumplir los cuarenta años y no soporta la rebelión silenciosa de sus vellosidades. Se le caen los pelos de la cabeza, pero le nacen otros nuevos en las orejas, y le salen algunos como escarpias por la espalda. Welcome, Billy...

Y entre eso,  y que el trabajo le aburre, y que los hijos ya pasan de él como de una figura decorativa, la cosa es que la cosa ya no se levanta y eso va abriendo una zanja en el lecho conyugal. Los americanos, para eso, son muy sanotes y muy remirados. Un día sin sexo vale, dos pasa, tres qué le vamos a hacer... Pero no hay matrimonio feliz que resista mucho tiempo tal inactividad.

Así que Billy, para poner fin a la crisis, decide tirar por las bravas del Río Bravo. Para qué dejarse un pastizal -se pregunta- en psiquiatras de Nueva York pudiendo viajar a la esencia del macho americano, del hombre Marlboro, en algún rancho perdido de Nuevo México. Para qué el diván y las asociaciones libres, de resultados siempre tan escurridizos, teniendo a mano el látigo y la cuerda, y un rebaño de cornamentas que bajar del monte a los pastos. Por qué rebajarse a la categoría de Woody Allen pudiendo ser John Wayne en el oeste americano. No puede haber mayor chute de testosterona.

“Cuando todo da lo mismo, por qué no hacer alpinismo”, remataba el personaje de Javier Krahe. O meterse a cowboy. Es igual. En los tiempos del desamor todo vale para el olvido.





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El caso Villa Caprice

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Los ricos siempre ganan. Salvo cuando se mueren, claro. Pero también es verdad que se mueren más tarde y siempre lo hacen con menos dolor. En vida sólo conocen la derrota ocasional frente a otros ricos. A los pobres y a los currantes nos ganan casi sin despeinarse. ¿Por qué?: porque son ricos. La misma palabra lo dice. Rico es “el que siempre gana”, reza el diccionario Forbes de la lengua financiera. Y luego, en el apartado de etimología, se explica que la palabra “rico” viene del prefijo ri-, que significa “sin escrúpulos”, y del sufijo -co, que viene a decir que te jodes como Herodes.

El rico que aparece en “El caso Villa Caprice” es francés y por lo tanto habla una lengua romance derivada del latín. Pero da igual: rico, en francés, es lo mismo que decir rico en arameo o en castellano. O sea: un ladrón sin conciencia. Yo estoy con mi madre en que a partir de cierto nivel de ganancias ya solo se puede ser un chorizo o un mamón. Nada puede ser honrado o legal en las alturas. Y el dueño de un casoplón como Villa Caprice tiene que robar lo que se dice a manos llenas. Quedarse con unas plusvalías de la hostia. Una mansión así sólo pude pertenecer a un chorizo de altos vuelos. Uno de fama internacional y todo. Y además, un chorizo tolerado por la jurisprudencia. Aquí mismo, ay chorizos muy famosos que evaden millones en sus impuestos y luego son tratados como filántropos. Las leyes, en cuanto al latrocinio se refiere, son cualquier cosa menos justas. Los ricos son los que sostienen el Palacio de Justicia y no van a tirar piedras contra su propio tejado.

En “El caso Villa Caprice”, por ejemplo, se ve que un rico es capaz de sortear cualquier ley que se inmiscuya en su delinquir. Solo tiene que mimar a su abogado para salir libre de pecado: ofrecerle cenas lujosas, barcos de vela, prostitutas de lujo o chaperos treinta años más jóvenes... Lo que él quiera. Cualquier cosa para que no se olvide de encontrar la salida del laberinto. Porque cualquier ley esconde una escapatoria, y solo los ricos muy tontos o muy descuidados terminan en la cárcel.





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