Las brujas de Zugarramurdi

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Igual que todos los hombres tenemos algo de cabrones, todas las mujeres tienen algo de brujas. Como el aquelarre de Zugarramurdi -viene a decir la película- hay uno en cada pueblo; y gilipollas como estos atracadores, uno por cada nacimiento varonil.

Los hombres, en efecto, somos seres muy limitados. Y ser científico de prestigio o premio Nobel de Literatura no te salva de la quema. Eso solo son habilidades del Homo faber. En cualquier cosa que tenga que ver con lo sentimental, los hombres solo conocemos la línea recta para ir del punto A al punto B. Se nos da muy mal disimular, y se nos dan de puta pena las sutilezas. No acertamos ni una cuando nos ponemos intuitivos. Cuando creemos que las mujeres están del derecho, ellas están del revés, o viceversa. Somos unos menguados del análisis psicológico. Puede que sea porque no las miramos mucho a la cara, y sí a los cuerpos, y se nos escapan las señales enigmáticas de los ojos, que a veces confirman y a veces desmienten. Es mentira que las mujeres sean un misterio: lo que pasa es que nosotros somos medio imbéciles.

Las mujeres, en cambio, vienen al mundo con un sexto sentido. Vanos a llamarlo arácnido, o transdimensional. Un superpoder, en cualquier caso. Nos damos cuenta muy temprano cuando comprobamos que nuestras madres no nos miran, sino que nos leen. Nos traspasan. Su visión binocular no converge en nuestra en piel, sino en un punto interior que unos llamarían alma y yo prefiero llamar cámara de los secretos. Las mujeres nos... radiografían. Las amantes y las examantes; las candidatas y las desconocidas. Cuando nos calan y nos salvan, las llamamos brujas buenas; cuando nos escanean y nos hunden, las llamamos brujas malas. Pero los juicios morales, ya sabemos, son muy discutibles y particulares. Nosotros, por nuestra parte, solo las deseamos. Somos brujos de un solo conjuro, que solo conoce un único fin. 





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Veneciafrenia

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En Venecia pasa justo lo contrario que en La Pedanía: allí los que dan po’l culo son los turistas, mientras que aquí los que dan po’l saco son los autóctonos, que no conocen el silencio en las calles ni las normas de urbanidad. Hablo así en general, claro. Si en las viñas del Señor hay de todo, aquí, en las viñas de La Pedanía, también vive gente que podría pasar perfectamente por nórdica o centroeuropea a poco que creciera unos centímetros decisivos.

 Si en “Veneciafrenia” hay un veneciano loco que se carga a los turistas que desembarcan de los cruceros, en una película que se titulase “Pedaniafrenia” -ahí dejo la idea- el asesino sería un peregrino que iría exterminando a todos los paletos que se encuentra por el Camino: al que pasa con el quad a toda hostia por una zona de limitación de velocidad; al que adelanta a los caminantes con una moto que lleva el tubo de escape recortado; al que tiene su finca hecha una pura cochambre de zarzales y basura; al que lleva el perro peligroso suelto y no hace ni ademán de sujetarlo cuando coincides; al que pega voces en la terraza del bar como si se le hubiera jodido el termostato de los tímpanos; al que tala los árboles que daban sombra porque le molestan las pelusas que sueltan en primavera; al que no deja pasar el cable de fibra óptica por la fachada de su casa y jode a todos los que viven más allá...  No sé: toda esa gente que hace de La Pedanía un rincón idílico cuando lo miras de lejos, pero una comuna de orates cuando te metes en su tráfago.

Si los turistas en Venecia son una peste, aquí los peregrinos son gentes silenciosas y respetuosas que tiran sus cosas a las papeleras y saludan siempre con una sonrisa. Gente de paso que no molesta para nada y da de comer a los bares que se encuentran en la ruta. Una nota multicolor en el paisaje rural de los viñedos. La conexión de La Pedanía con el resto del mundo. Yo ni les noto tras la doble ventana que me protege del mundo. Cuando bajo a la calle agradezco que sean ellos -y no los del tambor de hojalata- los que pasan frente a mi puerta haciendo chac, chac con sus bastones.





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El honor de los Prizzi

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Sólo quince kilómetros en línea recta separan Corleone de Prizzi, en la isla de Sicilia. Lo he mirado en Google Maps. Son los mismos, más o menos, que separan la influencia de los Corleone y los Prizzi en la ciudad de Nueva York. Como si los viejos patriarcas, don Vito y don Corrado, cuando huyeron de sus terruños, se hubieran traído la isla consigo y hubieran calcado incluso las distancias, aunque en Nueva York los límites no vengan marcados por los valles y las montañas, sino por las avenidas rectilíneas y los puentes espectaculares.

    Los Prizzi, como los Corleone, también poseen casinos en Las Vegas, acciones en los bancos, recaudadores de impuestos en los bajos fondos... Matones que liquidan a todo el que se va de la lengua o sisa más de lo permitido. Cuando el trabajo es más delicado de lo normal, de los que no pueden dejar huella o no pueden fallar a la primera, los Prizzi depositan su confianza en Charley Partanna, que es un psicópata de gatillo frío y sonrisa inalterable. Charley no lleva la sangre de los Prizzi, pero ha sido ahijado como tal, juntando los dedos índices que sangraban.

    Pero esto, por supuesto, sólo es una declaración de intenciones, antes de que vengan los negocios a incordiar. Los Partanna y los Prizzi no comparten los talantes, y eso, a la larga, será una fuente de problemas. Los Prizzi guardan un celibato casi monacal para que el pito no interfiera en el raciocinio, y sólo de vez en cuando, presumimos, echan mano de sus amantes para desfogarse los instintos. Charley Partanna, en cambio, es un pichaloca que tiene otro gatillo muy fácil dentro de los calzoncillos. Cuando conozca a Irene Walker -la rubia irresistible que lo mismo asesina para los Prizzi que les roba sus recaudaciones-, Charley perderá el oremus de sus fidelidades y ya no sabrá a qué carta quedarse.

    En “El honor de los Prizzi”, la mafia sólo es el telón de fondo de un drama más viejo que el cagar: la tragicomedia del hombre atrapado entre sus deberes y sus instintos. 




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Ana y los lobos

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Rafael Azcona es mi dios. O mi semidiós. Un literato griego que nació en Logroño con alas en las manos. En sus colaboraciones con Berlanga o con Marco Ferreri, Rafael Azcona escribió guiones llenos de cinismo, irreprochables, con los que se construyeron obras maestras de nuestro cine. O películas cojonudas, sin más, como aquellas que firmó a última hora con José Luis García Sánchez. Están todas ahí, en mi videoteca, dándome una pátina de hombre ilustrado con memorias de carcamal. Lo de Azcona y Berlanga, en concreto, fue como una conjunción astral. Como el engarce perfecto de dos estrellas que coindicen en la galaxia y bailan una alrededor de la otra.

Pero Azcona, ay, es un dios imperfecto. Por eso digo que es un semidiós, quitándole la mitad de su trascendencia. A Azcona, como a Aquiles, tambièn le huele el pinrel por el talón. Incluso Yahvé, el Dios Supremo, con todo lo monoteísta y poderoso que es, hizo cagadas que sería mejor esconder bajo la alfombra. Por cada belleza que puso en la Creación se le ocurrió un crimen o una basura. Azcona no tanto. En él pesa mucho más lo bueno que lo malo. Pero a veces, cuando se le iba la olla, y le daba por jugar con lo simbólico -y en eso Carlos Saura es una compañía muy poco recomendable- dejaba unos truños en el pinar que todavía huelen desde aquí.

“Ana y los lobos” es una película sobre el tardofranquismo. ¿Y qué era el tardofranquismo?: pues básicamente un puro deseo sexual. Un ansia nacional por despojarse del catolicismo y lanzarse abiertamente a fornicar. Tengo un amigo que sostiene que al franquismo no lo derrotó el afán democrático, ni por supuesto el rey comisionista, sino el ejército de suecas en bikini que desembarcó en nuestras playas para ponerlo todo patas arriba. En “Ana y los lobos” no hay una sueca, sino una norteamericana muy guapa que todavía no sabe en qué berenjenal -y perdón por la metáfora -se está metiendo. 





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The Office (BBC). Extras del DVD

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Lo dicen Stephen Merchant y Ricky Gervais en los extras de “The Office”: los que ven los extras de los DVD son unos frikis y unos perdedores. Y yo, que me doy por aludido, y que me parto el culo de la risa, no tengo otro remedio que darles la razón.

Si su serie ya es de por sí un producto para frikis -sobre todo si no eres un espectador habitual de la BBC- adentrarte en el tercer disco ya es como estar más allá de la comedia y de los seres humanos. Vivir en un frikismo apenas disimulado por las canas y las gafas de intelectual. A veces, ay, cuando me sorprenden así, con las manos en la masa, o en el mando a distancia, siento que soy un homínido a medio camino de una evolución todavía por determinar. El homo sillonensis, o el tonto del culo quizá.

Ellos, claro está, solo querían hacer la gracia. Un metachiste. Obsequiar a sus seguidores con otra broma del repertorio. O puedo que no, quién sabe, porque estos tipos son muy peculiares y muy cínicos. Quizá pensaron:  “Vamos a lanzarles un zasca a estos cotillas que quieren profundizar en nuestro oficio...” Yo, ante la duda, prefiero tomarme su chanza como una exhortación a la vida. Como una paulo-coellada pasada por su tamiz de verduleros: “Despierta, idiota. Sal a la calle y déjanos en paz. Qué más te da todo esto. ¿Te has reído con la serie? Pues ya está. Olvídanos. No quieras saber más. Conocer el truco estropea la magia. La vida es muy corta y transcurre más allá de tu ventana. Túmbate al sol antes de que llegue el invierno y el sofá ya sea -entonces sí- tu último refugio”.

Y tienen razón, sí, pero no del todo. Porque allí, en el tercer disco, el que solo miramos los maniáticos y los aburridos, ellos habían escondido dos joyas como premio a nuestro tesón. Dos especiales de Navidad -si es que es en “The Office” puede ser Navidad alguna vez- en los que se cuenta qué fue de David Brent tras ser despedido de su empleo. Y lo a gusto se quedaron en la oficina con su ausencia. ¿Ausencia, he dicho..?





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11M

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Aquel 14-M, en el colegio electoral de La Pedanía, casi le grito “¡Asesina!” a la interventora del PP que sonreía a todo el que se acercaba por la urna: a los correligionarios, para hacer causa común, y a los demás, por si alguno se arrepentía del voto que iba a castigarles. Supongo que luego, por la noche, se le congeló la sonrisa cuando la media España cabreada y engañada puso en la Moncloa a nuestro compadre de León.

Pero me he expresado mal: sus jefes de Madrid quisieron engañarnos a todos, con una jeta impasible que todavía hoy, al revisar el documental, te hiela la sangre, tan campantes en sus atriles, practicando el doblepensar del que hablaba George Orwell en “1984”. Lo que pasa es que a unos nos indignaba el engaño y a otros les daba igual. Es aquello que dijo una vez Donald Trump (al que no hemos parado de hacer burla sin escucharle de verdad): que si un día le pegara un tiro a un viandante, así, por puro capricho, la gente le seguiría votando. Él sabe que lo que se dirime en cualquier elección democrática no es una integridad moral ni un resultado de la gestión: que es, por lo metafísico, un orgullo de pertenencia, y una defensa visceral; y por lo práctico, una simple defensa de los impuestos irrisorios.

Reconozco que yo iba muy caliente aquel día. Fueron tres días... incandescentes. Los viví -los vivimos- pegado a la tele, a la radio, al proto-internet. No sé que hubiera pasado de haber existido entonces las redes sociales... Facebook, por ejemplo, se lanzó a la red justo un mes antes de los atentados. Ese es el otro tema: lo tenemos todo muy fresco, archisabido, como si los 192 muertos aún estuvieran por enterrar, y sin embargo ves el documental y es como si nos hablaran de la Guerra de Flandes, y no de la Guerra de Irak, de la que esta salvajada fue una batalla más. Un ataque tras las líneas enemigas de esa pandilla de pastores locos a los que hubiera sido mejor no molestar. Cuando empiezas una guerra es lo que suele pasar. Sí, se lo digo usted, señor “Ánsar”, como le llamaba su amigo George en la intimidad.





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Salvar al rey

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Mi teoría es que la monarquía española se salvó gracias a los genes de la belleza. No es casualidad que ahora las señoras, cuando pasa la comitiva real, griten “¡Guapo!” y “’¡Guapa!” como primer impulso del cerebelo. Felipe VI es un hombretón al que ya quisiera yo parecerme, y Leticia Ortiz, pues bueno..., es la mujer que él me robó cuando yo estaba a punto de conquistarla.

Pero hay que saber perder, y reconozco que los neo-reyes hacen muy buena pareja, tan altos y tan estilizados. Ellos visten como nadie los uniformes de la realeza, que van desde la guerrera militar hasta el bikini en Marivent. En esto los monárquicos han tenido mucha suerte. Porque la belleza, además, engendra belleza, y a este matrimonio morganático les han salido un par de infantas que quedan muy bien en las fotografías. Los genes Ortiz han corregido en ellas los defectos que afean a las borbonas. O que las conviertes en seres horripilantes... 

Así que la sucesión monárquica -me temo- está garantizada. La belleza entra por los ojos y es capaz de venderte cualquier cosa. Yo mismo, que me creo tan inmune, recuerdo que una vez compré un televisor carísimo en el Carrefour solo porque la dependienta estaba muy buena y no supe -y no pude- decirle que no. Es el mismo mecanismo instintivo, visceral -iba a decir sexual- que ahora mismo vende la monarquía a los plebeyos y a las plebeyas. Es todo tan simple y tan simiesco...

Los esfuerzos de la prensa y del CESID por tapar los adulterios -y las otras cosas- del otro rey contuvieron la marea. Y es justo reconocerlo. Menudo trabajo el suyo, poniendo pisos francos para follar, y llamando de madrugada a los periódicos, y amenazando con hacer pupa a los que podían irse de la lengua. Como en una película de la CIA, cuando protegen al Presidente. Pero nada de eso hubiera servido si el heredero, cuando se sentó en el Trono de los Siete Reinos, hubiera salido en la tele con el belfo acostumbrado, o con la mirada estupidizada de la familia de Carlos IV.



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Apagón

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El día que caiga el viento solar sobre La Pedanía será el primer día de mi muerte. No sé los días que sobreviviré, pero sin duda serán pocos. La lucha será a muerte, y yo, a muerte, no dispongo de las armas necesarias. ¿Qué usaré cuando haya que acojonar, agredir, matar..? ¿Libros arrojadizos? ¿DVDs como cuchillas de Batman? ¿Mi perro peligroso, que se llama Eddie y apenas levanta 6 kilos con sus patitas? Pobre Eddie, también. En la serie “Apagón” nadie se acuerda de los animales. Ellos, que no usan teléfonos móviles ni queman carburante para moverse, serán las primeras víctimas de la ausencia de electricidad.

Cuando los jinetes del apocalipsis vengan a cerrar los supermercados, ellos, mis vecinos, que ahora son muy amables y me regalan los tomates que les sobran, se volverán lobos para el hombre y se armarán con la lupara para defender a tiro limpio sus huertos y sus viñedos, sus castaños y sus cerezos. Todo ese monte que poseen. En el bar se quejan todo el rato: dicen que son pobres, que no tienen para nada, que los socialistas les roban a manos llenas, pero luego resulta que viven en casas heredadas, que solo van al super a comprar papel higiénico, que se mueven por la vida con unos todoterrenos de la hostia donde cargan las cosechas sin fin y los animales abatidos.

Ellos, mis vecinos, no dudarán en apretar el gatillo cuando nosotros, los desheredados de la tierra, los funcionarios que solo sabíamos hablar en jerga y administrar gilipolleces, nos aventuremos a robarles un higo que cuelga o un racimo que se descuelga. Las tomateras valdrán entonces tanto como el oro, sino más. Nos asesinaremos -nos asesinarán- por darle un mordisco a una manzana podrida o a una calabaza yaciente. La comida de los cerdos será ambrosía y motivo de celebración. Ser funcionario valdrá tanto como ser rata de alcantarilla o paloma que defeca. 

La tierra es para quien la trabaja, decían los viejos anarquistas. Y es verdad. Cuando llegue el fin del mundo -a no ser que caiga un meteorito y lo pulverice todo- ellos, los agropecuarios, serán los supervivientes que protagonizarán la próxima entrega de “Mad Max”.



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