El inocente

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Louis Garrel me seguía en Instagram. O eso llegué a pensar -oh, vanidad de vanidades- una mañana de aquel crudo invierno. Un día me desperté y ahí estaba su foto -de tío guapo- y su nombre- de cineasta respetable- poniendo likes a varias películas que yo había colgado en este humildísimo rincón. Solo a las francesas, curiosamente, para darle credibilidad a su aparición. Y dentro de ellas, por supuesto, alguna en la que él mismo figuraba como actor o como director. Un parto bien aprovechado, don Louis.

“Louis Garrel Officiel”, aseguraba la presentación. Y yo pensé: ¿pero qué tiene que ver don Importancia con este chiquilicuatre del extremo norte peninsular? Y yo me respondí: nada, en verdad. Ni la teoría de los seis grados de separación ni pollas en vinagre. Así que entré en su perfil y descubrí que sólo había fotos de Garrel abrazado a Eva Green, de cuando rodaron “Soñadores” y todo en ellos era el esplendor en la hierba, que rezumaba. Nada más: ni rastro de otras mujeres, de otras películas, de otros avatares de su ajetreada biografía... Si era él, allí había una obsesión enfermiza que su jefe de prensa seguro que le afeaba. Y si no era él, estaba claro que un pajillero andante de Eva Green había usurpado su identidad. Y pajilleros de Eva Green, en las redes, habrá como cinco mil tirando por lo bajo, con lo guapísima que es, y el morbo que se gasta.

El perfil se esfumó a los pocos días. Se cansó de mí -pensé por un segundo- todavía jugando con esa imposible posibilidad. Y olvidé el asunto hasta que hoy, después de ver “El inocente”, me dio por buscar aquel perfil y encontré decenas de “Louis Garrel Officiel” pululando en Instagram. Supongo que son cinéfilas que lo aman, cinéfilos que lo desean, admiradores castos de su arte y su presencia... La cuenta que a mí me jipiaba, curiosamente, ya no está en cartelera.

 Puede que el pajillero terminara con todas las fotografías que existen sobre el rodaje de “Soñadores” y decidiera clausurar el chiringuito. No sé. Pero no se clausura así como así la labor de toda una vida, la obsesión de toda una vida. Así que el misterio continúa... Mientras tanto, sigo viendo sus películas.






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Camino

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Vivir enamorado de una mujer llamada María es un peligro para cualquier ateo moribundo. Porque te puede suceder como a la pobre Camino, que enamorada de Jesús, su compañero del colegio, pregunta por él en su lecho de muerte y dice amarlo más que a nadie, confundiendo a esos cuervos del Opus Dei que velan su agonía, y que la toman por santa cuando en realidad ella ya había emprendido el camino contrario antes de su enfermedad: el sendero de la hormona y del deseo sexual.

No quisiera yo que en la UCI del hospital pensaran que estoy invocando a la Virgen María -que Madre nuestra es y tal- cuando yo llamara a María en la última lucidez de mi amor, buscando su caricia y su consuelo. Así que, o nos cambiamos de nombre, o lo elegimos mejor, o empezamos a llamarnos con el diminutivo cariñoso.

Porque además, en los hospitales, con esta mierda del concordato que nunca se deroga, siguen pululando las sotanas a la caza de los últimos alientos, por ver si ganan un alma para la causa. Y yo, para más inri, porque en el fondo soy un comodón y un pequeñoburgués, tengo mi seguro concertado con una clínica privada que pertenece a un consorcio controlado por la Iglesia. Hay mucha monja y mucho curilla rondando por los pasillos cuando voy a hacerme los análisis o a pasar consulta de los achaques. Estos te ven tumbado en una cama diciendo “María, María...” y ya montan allí el tenderete apostólico, a ver si se aparece la Susodicha en forma de pájaro en el alféizar, o de brisa que trae la fragancia de las flores.

En fin, tonterías mías. Miedos muy profundos y particulares. Cualquier cosa con tal de no abordar de frente esta película. Primero porque esta vez -quince años después de su estreno- me ha parecido muy larga, muy ñoña, solo emotiva a ratos y musicada hasta el exceso. Y porque ahora mismo, en la vida real, tengo que vérmelas otra vez con estos fanáticos religiosos que interfieren en mi trabajo. Ocurre que... Pero no, no puedo contar nada. ¡Vade retro! Hasta aquí puedo leer, como decía Mayra Gómez Kemp en el “Un, dos, tres”. 






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El bazar de las sorpresas

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Antes de que los americanos inventaran Tinder o Meetic, los corazones solitarios que no iban a bailar se conocían en las agencias matrimoniales, que eran las oficinas de empleo para el amor. “Hombre formal busca mujer limpia y cariñosa para fines serios...”. 

Recuerdo que en León había una oficina medio clandestina allá por la Gran Vía de San Marcos, que entonces se llamaba Avenida de José Antonio. Nunca entré en aquel portal porque nunca lo necesité: primero porque me casé demasiado pronto, y luego, cuando me descasé, porque la revolución del amor ya había llegado a los ordenadores y a los teléfonos móviles. Ahora es tan sencillo como responder a unas cuantas preguntas, subir una foto y sacar la tarjeta de crédito de la cartera. Tan complicado como encontrar una aguja en un pajar, una media naranja en el limonar, un arquero de Cupido que no dispare borracho hasta las trancas. 

A mi hijo le hablo de aquellas empresas de colocación y todo le suena a chino mandarino, como una cosa analógica y preindustrial. Así que ya no le cuento que antes de las agencias matrimoniales existieron los anuncios por palabras en los periódicos y en las revistas. “Caballero viudo con buenos ingresos busca mujer hacendosa para emprender una nueva vida en común...” Te buscabas un pseudónimo, consignabas un apartado de correos y rebuscabas en “Las 1001 mejores poesías del castellano” alguna que no estuviera demasiado resobada.

Así es como se conocen, por ejemplo, James Stewart y Margaret Sullavan en “El bazar de las sorpresas”, enviándose cartas donde ambos demuestran su sensibilidad y su inteligencia. Y, sobre todo, su disposición para enamorarse. “Llevaré un clavel en el ojal y un tomo de Ana Karenina en el regazo...”. Lo típico, vamos. 

Ellos, sin embargo, no saben que ya se conocen en la vida real. Es más: que son compañeros de trabajo y que se tienen un asco muy educado y distante. Y es que la literatura, como nos pasa a todos, les embellece y les disimula. Cuando escribimos cosas bonitas no estamos mostrando el alma verdadera, sino engatusando al personal.




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Cría cuervos

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“¿Por qué te vas?”, cantada por Jeanette, siempre me pareció la canción más triste del mundo. "Todas las promesas de mi amor se irán contigo...". Que levante la mano quien no haya tenido alguna vez el corazón triste, contemplando la ciudad, y la tonadilla en la cabeza. Un mérito incuestionable del señor Perales, del que tanto nos reíamos cuando escuchábamos a los cantautores malotes, aquellos de la farra nocturna y las titis a gogó. 

Puede que sea el contraste entre la letra -desgarradora- y la música –infantil o de feria. La voz de Jeanette -a la que yo siempre imaginé francesa por su acento y resulta que es nacida en el Reino Unido- ayuda mucho a darle ese tono depresivo. De tarde de domingo sin amor. A mí me gustaba mucho Jeanette en mis primeras mocedades: físicamente, digo, y cantarinamente. Salía mucho en nuestra tele en blanco y negro, amenizando las veladas. “Soy rebelde porque el mundo me hizo así/porque nadie me ha tratado con amor”. Jo: qué maravillosa justificación para ir haciendo lo que nos pete. Para que los psiquiatras y los psicólogos se forren escarbando en los traumas que según ellos explican nuestras desviaciones. 

Volver a “Cría cuervos” es volver una y otra vez a la canción de Jeanette. La niña Ana, la de los ojos que inspiran miedo y ternura al mismo tiempo, la pone todo el rato en su tocadiscos. Pero ella, por supuesto, no echa de menos al hombre que la dejó por otra, sino a su madre, que al morirse la dejó desamparada, en manos de su padre militarote y picaflor. “¿Por qué te vas...?” 

En su tarareo de niña sin mundo, la canción ya no es el lamento del desamor, sino la incomprensión sobre la muerte. Por qué tiene que morirse la gente, se pregunta Ana. Pero nadie se muere del todo -es un consuelo muy pobre- mientras haya alguien que nos recuerde. Y el fantasma de su madre se pasea por las habitaciones para reconfortar a Ana y ayudarla a entender. Geraldine Chaplin lleva siempre el mismo pijama de dos piezas, que suponemos mortuorio, como Bruce Willis llevaba siempre la misma gabardina en “El sexto sentido”. 




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Los Soprano. Temporada 5

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Todos los matarifes de “Los Soprano” llevan en el cuello la medalla de su Primera Comunión. Pero dudo mucho que el dios del Nuevo Testamento los acoja en su seno cuando ellos sean el alimento de los peces, o el festín de los gusanos. O eso, o los curas del colegio mentían como bellacos sobre la naturaleza de la divinidad. Claro que también decían que don Francisco Franco -ese psicópata de las guerras de África y luego de nuestra Guerra Civil- entraría en el cielo aplaudido por los ángeles.

Sin embargo, cuando hablamos de pecados veniales, los compijuegos de Tony Soprano ya son un poco como nosotros. Porque la carne es débil, y la mentira afila nuestras lenguas. Flaqueamos por interés, halagamos por conveniencia, cambiamos de principios si adivinamos un beneficio. Es ahí, en el pecado venial, en la disfunción cotidiana, donde estos sociópatas repeinados se nos vuelven humanos, comprensibles, vecinos de la cola del pan o comensales que zampan a nuestro lado en el restaurante. 

Se podría escribir toda una guía de “Los Soprano” -incluso una tesis doctoral en la Universidad de las Series- siguiendo la pista de los pecados capitales que les impulsan a actuar, y que muchas veces son la causa de su perdición. La gula, por ejemplo, altera sus fisonomías y les provoca malas digestiones; la soberbia les vuelve descuidados y vulnerables a la venganza; la avaricia les empuja a robar más de lo que deben, invadiendo territorios vecinales; la lujuria les despista de sus obligaciones como a sacerdotes entregados al fornicio; la envidia les susurra que se necesitan un coche más grande para acudir a las reuniones y ser escuchados con mayor respeto. La ira -sobre todo la ira- les hace tomar decisiones equivocadas que al final sellan su sacrificio ritual.

La pereza es quizá el único pecado capital que no conocen estos tipos. Es cierto que se pasan la vida jugando a las cartas en el Bada Bing, o tocándose las pelotas en la terraza del Satriale’s, pero cuando hay que coger la pipa o el bate de beisbol no dudan ni un instante. Son muy profesionales en lo suyo. El añorado Pazos derrama lágrimas cada vez que los ve. 





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A la caza

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La primera vez que escuché la palabra “cruising” -que es el título original de e película- fue en “La vida moderna”, aquel programa de radio que conducían Broncano, Ignatius y Quequé, y que luego se deshizo en parte por las censuras y en parte por las derivas personales. 

Cruising quiere decir, por aproximación, “hacérselo en el parque”, o “montárselo en los baños de la estación”. No tiene un equivalente obvio en el idioma de Cervantes. Para insultar y para describir una borrachera no existe un idioma más rico que el nuestro, pero en lo que importa de verdad, que es el progreso tecnológico y la satisfacción de lo sexual, nos quedamos siempre cortos o hablando en perífrasis. Supongo que todo esto viene de la Contrarreforma, que le concedió importancia nula a la ciencia y proscribió cualquier práctica sexual que no fuera heteromisionera, y además dentro de los plazos estipulados.

Hablando de curas, supongo que hubo alguno que en 1980 vio “A la caza” y consideró que el serial killer al que persigue Pacino era un ángel justiciero enviado por el Señor para purgar a los homosexuales. Puede que ese mismo cura luego le metiera mano -y cosas peores- al monaguillo de la parroquia, pero de estas incongruencias las hay a miles en las interpretaciones doctrinales. 

En “A la caza”, los métodos de Yahvé son sanguinolentos, salvajes, muy propios del Antiguo Testamento. Podría haber incendiado los barrios nefandos de Nueva York como hizo con Sodoma, pero en Sodoma todo el mundo estaba en el ajo y aquí un incendio se hubiera llevado por delante a gente inocente que solo servía copas en el garito o recogía los preservativos para el Servicio de Basuras. Así que Yahvé se decantó por un asesino de cuchillo en ristre y vozarrón en la garganta, que también es un recurso muy bíblico.

El otro día contaban en la radio que muchos de los extras que aquí se besan y se tocan en los bares de ambiente murieron a causa del SIDA no muchos años después. Para estos locos de los púlpitos, el virus fue un refinamiento vengador que se acomodaba mejor a la política del Nuevo Testamento. 





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Bodas reales

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Siempre que en la parrilla del TCM yo encontraba el título de “Bodas reales”, pensaba: esto debe de ser un documental sobre bodorrios regios, seguramente anglosajones, con toda la pompa y la circunstancia que rodea a semejantes indeseables. Mi madre, por ejemplo, tiene los DVD de las bodas borbónicas y todos tienen títulos muy parecidos. Me refiero, por supuesto, a las bodas últimas: cuando se casó la Menos agraciada, y la No me consta, y el parto bien aprovechado que se llevó finalmente a la mujer que yo tanto amaba: Leticia Ortiz, musa de mis telediarios nocturnos en  CNN + y luego de los diurnos en TVE, aunque ahí ya leyera los textos dictados por el gran capital.

El otro día, sin embargo, buscando ampliar mis horizontes, me dio por pinchar en la ficha de “Bodas reales” y descubrí que en realidad se trataba de una película de Fred Astaire dirigida por Stanley Donen. Un musical clásico, de los de toda la vida, con personajes que de pronto rompen a cantar o a bailar en medio de la vida civilizada. Yo antes odiaba estas transgresiones, pero ahora, no sé por qué, me parecen más reales que la vida misma. Tendemos a pensar -siguiendo a los griegos que inventaron el teatro- que la vida se mueve entre la comedia y la tragedia, y no es verdad: todo es una gran broma, un gran cachondeo que trasciende los géneros teatrales, y los musicales son el verdadero porro que llega a la esencia real de nuestras emociones. 

Cuando Jane Powell se pone a cantar en “Bodas reales” dan ganas de coger la pantufla y lanzársela al televisor, pobrecico, que ninguna culpa tiene. Pero cuando aparece Fred Astaire para llevársela a bailar y marcarse unos claqués sobre el escenario, a mí se me van los pies sobre el puf, y se me pone la sonrisa tonta de envidioso compulsivo. Yo, como Nanni Moretti en “Caro Diario”, siempre soñé con aprender a bailar. Pero este esqueleto, y esta musculatura, y esta coordinación lamentable, apenas dan para sostenerme en pie y no trastabillar al caminar.

(“Bodas reales”, por cierto, es la película en la que Fred Astaire baila por las paredes y luego por el techo. Dancing on the ceiling, como también cantó y bailó Lionel Ritchie, en homenaje).





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El sexto sentido

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Los fantasmas existen. Tenía razón el niño Haley Joel. Yo los negué durante treinta años, en la edad de la razón, riéndome de los crédulos, pero con el tiempo tuve que asumirlos como ciertos. 

Sin embargo, en la infancia, educado por los curas y nunca desmentido por los padres, yo creía a pies juntillas en el mundo sobrenatural, aunque no exactamente en la fauna espiritual que describía el catecismo. Aunque éramos un poco lerdos y nos daban mucho la matraca, nosotros ya sospechábamos que los ángeles custodios eran paparruchas que daban el cante como un mal efecto especial. Pero intuíamos que había otras metafísicas a nuestro alrededor, casi científicas, y que la membrana que nos separaba de ellas no siempre era opaca e impermeable: energías, presencias, seres informes que a veces decidían manifestarse... Así viví hasta la adolescencia, buscando psicofonías, jugando con las tablas Ouija, en un realismo mágico como de novela de García Márquez, hasta que llegaron las lecturas serias y las rebeldías contra todo lo aprendido, incluidas las del Más Allá.

El sexto sentido es, junto al sentido común, y al sentido arácnido de Peter Parker, el menos común de todos los sentidos. Pero también es verdad que se va afilando con la edad.  Viendo películas aprendimos que los muertos no se van a ningún sitio, sino que se quedan en casita, con nosotros, aunque atrapados en otra dimensión que a veces se solapa. Ahora doy fe de que he visto a estos fantasmas, y de que he tratado con ellos. En los primeros encuentros tuve miedo de estar loco, o de volverme católico, o de confundir a un muerto con un vivo en la tiniebla de las dioptrías. Pero con el tiempo les he ido cogiendo confianza, y al igual que Haley Joel en la película he aprendido a escucharles y a hacerles las  preguntas correctas, y me tomo el vaso de leche en su compañía. 

Treinta años después de mi apostasía, más cerca ya de la nada futura que de la nada primera, he ido aceptando a los fantasmas como habitantes extraños de mi vida. No dan miedo ni repelús. Si acaso un poquito de pena, y un algo de frío.






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