Codón es un máquina

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Ya no recuerdo cómo conocí a estos dos tipos tan peculiares. A estos dos merluzos que parecen sacados de un cómic de Bruguera. Porque Paco Fox y Ángel Codón, cuando se ponen en plan caricatura para reírse de las beatas y de los idiotas, podrían ser dos vecinos cinéfilos en el número 13 de la Rúe del Percebe.

Llevo cuatro años escuchándoles en sus podcasts del underground -"Tiempo de Culto" y "Foxverso"- y me parto el culo de la risa. Y aprendo cosas de cinéfilo ramplón. Y rescato, gracias a ellos, películas olvidadas o que en su día desdeñé. No siempre estoy de acuerdo con sus opiniones, pero eso le añade más salsa a la relación. Ellos, y sus adláteres del micrófono, que también son unos frikis del copón, me hacen compañía cuando paseo por el monte o me acerco a la Gran Ciudad a cumplir con las burocracias. Fox y Codón son, además, unos rojos de campeonato, y se ciscan en la corrección política, y si tienen que cagarse en Isabel Natividad -por poner un ejemplo- pues se bajan los calzoncillos y se defecan. Fortuna y gloria, que dijo el doctor Jones. 

Pero no recuerdo, ya digo, como di con ellos en la selva de los podcasts. Los podcasts tejen una red de interconexiones que hace imposible recordar quién me los mencionó por primera vez, quién me los recomendó justo ahora que Pumares ya andaba moribundo –y de hecho se nos murió, el pobre- y que el otro Carlos, el Boyero, amenaza cualquier día con desaparecer. Justo cuando me iba a quedar huérfano de críticos cáusticos y sinvergonzones aparecieron Hernández y Fernández y me adoptaron.

(“Codón es un máquina” es una broma, una boutade, una gansada. Fox y Codón son como Jesús Puente y Adolfo Marsillach en “Sesión continua”: dos entusiastas del cine que hablan todo el rato de cómo hacer una película, de cómo venderla, de cómo disfrutar viendo otras películas... Es pasión por el cine pero en plan cutre, gilipollesco adrede, haciendo guiños a la audiencia que los persigue. Codón y Fox se ríen de sí mismos y de paso nos reímos los demás. Es imposible recomendársela a los gentiles. No iban a entender nada. Es un universo autorreferencial. Misterios para iniciados). 





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Dune: Parte Dos

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Los profetas más influyentes de la humanidad, los reales y los ficticios, tienen la sospechosa costumbre de nacer en los desiertos o de criarse en ellos cuando sus neuronas todavía están conectándose a la central. De lo que deduzco -y no creo equivocarme- que cuando se hacen mayores y se ponen en lo alto de una duna a prometer la salvación eterna o la liberación de sus pueblos oprimidos, ya van todos con la cabeza muy recocida por culpa de las insolaciones. 

De chavales, cuando perdimos la fe y nos convertimos en apóstatas militantes, decíamos que Jesucristo era sin duda un esquizofrénico de manual, un hebreo que se había escapado del frenopático de Jerusalén para proclamarse Hijo de Dios y Depositario de la Verdad. Pero existía otra corriente de pensamiento -a la que yo luego me afilié- que identificaba a Jesucristo con Luke Skywalker y que sostenía -porque Luke era más majo que las pesetas y no podíamos tacharle de loco sin traicionar nuestra admiración- que no era el gen, sino el sol implacable, el que había convertido a estos dos buenos hombres en dos majaretas de las arenas que sostenían que tras la muerte ellos no iban a morir, y que se iban a presentar tan campantes entre sus apóstoles o sus padawans a seguir con la francachela. 

Paul Atreides es sin duda otra víctima de la insolación pertinaz de los desiertos. Ya en la primera parte de “Dune”, cuando los Atreides salen de su nave y se pasean por Arrakis sin una gorra en la cabeza -ni siquiera con un pañuelo de cuatro nudos al estilo de los obreros- nos temíamos todos lo peor: que le quedaban dos semanas para creerse el Muad'Dib de la kabila y reconquistar todo Al-Andalus a golpe de cimitarra. 

Lo que no sospechábamos entonces es que los guionistas de “Dune: Parte Dos” también iban a llevarse las máquinas de escribir al desierto de Jordania, y que allí, a lo bonzo, sin gorras ni parasoles, iban a desarrollar una historia sin pies ni cabeza que a veces provoca el hastío y otras muchas la indiferencia. 




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Dune

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“Dune” cuenta la historia de dos empresas familiares que se disputan un valioso mineral en el planeta Arrakis, todo desierto y berbería. Y en eso, haciendo paralelismos, es fácil identificar a los chinos y los yanquis que hoy en día, en el planeta Tierra, en esta misma galaxia pero diez mil años antes de Timothée, se disputan los minerales africanos que mueven nuestro mundo. Money makes the world go round, y también el universo.

“Dune” es un mundo al revés en el que los sometidos y los parias tienen los ojos azules. Y no como sucede aquí, en el Sistema Solar, donde las gentes con ojos claros son una casta superior que liga más, se salta las colas y obtiene mejores puestos de trabajo. Y no lo digo yo: lo dice Nancy Etcoff en un libro fundamental que habría que releer. Iggy Rubin, el humorista, también decía que si bebes agua mineral en el embarazo te sale un hijo con ojos azules, y no un simple “ojo de grifo” como cualquiera de nosotros. También decía que si ves un mendigo con ojos azules puedes pedirle un deseo; que las lágrimas vertidas por los ojos azules curan la fiebre y otras dolencias de la farmacia; que la miopía de los ojos azules no se mide en dioptrías, sino en quilates. 

(El melange, en nuestro planeta, costaría tanto como el aceite de oliva porque no se utilizaría para alcanzar estados superiores de la conciencia, sino para teñirse los ojos de azul y triunfar entre el mujerío). 

“Dune” también va de un futuro distópico -o no- en el que los hombres ya solo somos surtidores de semen, bancos de genes, y son ellas, las mujeres, mucho más listas e iniciadas en los Secretos, las que cortan el bacalao y deciden el destino del universo. Pero Dune, sobre todo, habla del miedo terrible a que nuestros sueños nocturnos se hagan realidad. Yo entiendo muy bien a Paul de Atreides, aunque él sea un Borbón de la galaxia. Entiendo su desazón y sus sábanas revueltas. Si mis sueños cotidianos se hicieran realidad, yo tendría que volver con mi Bene Gesserit a revivir el infierno contradictorio de su presencia. Todas las noches, cuando cierro los ojos, un gusano insidioso se desliza por mi cama y repta por mis piernas.





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Mi reno de peluche

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En el capítulo más controvertido de mi autobiografía –“Confesiones de un gilipollas”, publicada en la Editorial Capullos Integrales- cuento mi propia experiencia con una Martha Scott que me encontré por internet. Mi contraria no estaba tan gorda, pero sí era tan lista, y tan retorcida, y desde luego era mucho más guapa. Que me quiten lo bailado. En ese capítulo de mis memorias -reescrito mil veces por si las moscas- cuento las idas y las venidas, las trapisondas y las tragicomedias. La desigualdad fundamental del hombre y la mujer frente a las leyes de por aquí. Gracias por todo, Irene. 

Y hasta ahí puedo leer, como diría Mayra Gómez Kemp, por recomendación expresa de mi editor. Yo querría contar más cosas, darle más morbillo y más carnaza a estas escrituras siempre tan descafeinadas, pero él insiste en mantener el misterio para que la gente acuda en masa a las librerías. Ahora mismo él está convencido de que Netflix, para exprimir la teta de “Mi reno de peluche” hasta la última gota -quizá no era la metáfora más adecuada- va a comprarnos los derechos de mi vida por un pastonazo de libras o de euros, que a él lo mismo le da. Mi editor es un soñador, un incauto, un hombre cegado por la avaricia. No ha entendido que con mis dos apellidos tan poco aristocráticos no se puede llegar a nada en la vida.

Cuento todo esto por si alguno cree que estas cosas de los renos de peluche sólo pasan en la pérfida Albión. Lo que pasa es que la guerra de cifras que sostienen el Ministerio de Igualdad y las webs de los fascistas -dos ejércitos mentirosos e interesados- ha dejado una tierra de nadie donde es imposible creerse cualquier número, todo minas y trampas, y socavones. Pero repito: estas cosas pasan, vaya que si pasan, por mucho que Irene Montero y sus secuaces quieran convencernos de que al sur de los Pirineos se está librando una guerra maniquea entre orcos con polla y elfas con reflejos luminosos en el cabello. 





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La roca

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Ya apetecía, la verdad, después de ver tanta película posmoderna, dejarse llevar por una trama prehistórica de hombres empoderados. Recordar los viejos tiempos del patriarcado ahora que todo es demolición del Antiguo Testamento y cruzada cultural contra la testosterona. Menos mal que existen las filmotecas, las videotecas, las plataformas... El emule. Museos arqueológicos para recordar cómo eran aquellos tiempos del cine hecho para hombres muy hombres, y para mujeres a medio concienciar que caían prendadas de sus bodies.

Porque además, en “La roca”, los hombres están empoderados de cojones: uno es presidente de Estados Unidos, otro es asesor presidencial, otro general en el Pentágono y otro general rebelde en Alcatraz. Y luego están los dos héroes, el doctor Cage y el señor Connery, el primero un agente del FBI y el segundo un espía al servicio del MI6. La pera limonera. Lo mejor en versión XY de cada casa. Y el arsenal que manejan, claro, porque en “La roca” el que no tiene un fusil ametrallador amenaza con un misil cargado de veneno o pilota un avión de combate de mil millones de dólares. Es casi una película porno, todo el rato sacándose el símbolo fálico a ver quién la tiene más grande y consigue el primer turno para preñar. 

“La roca”, por supuesto, suspende sobradamente el test de Bechdel. Sólo cumple un ítem de los tres. Un 33% de feminismo. Y me parece mucho para lo visto en pantalla. ¿Personajes femeninos? Pues tres: la hija de Sean Connery -que solo aparece en una escena-, una amiga que la acompaña y que luego no dice ni mu, y, por el otro lado de la trama, la novia de Nicolas Cage, que tras un primer polvo inicial se dedica a esperar que su guerrero vuelva de la batalla para consumar el matrimonio y la crianza del hijo que ya esperan. Ya digo que es cine de antes, y que se disfruta con mucha culpabilidad en el par 23 de los cromosomas. 

Siguiendo el test de Bechdel, no hay mujeres sosteniendo una conversación entre ellas, y sospecho, además, que si hubieran llegado a entablarla, el tema central habrían sido los maridos o los amantes, que con tanto tiro y tanta hostia ya no iban a llegar a tiempo para cenar. 






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Philadelphia

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Hace 30 años, en la sociedad biempensante, eran muchos los que aplaudían que el Vaticano y la CIA se hubieran conchabado para crear un virus que castigara con la muerte a los maricones. "Se lo tienen bien merecido", recuerdo que decían en los púlpitos y susurraban en los bares, acusándoles por andar por ahí, besándose a la vista de los niños, y desperdiciando su semen en concavidades no aptas para la vida. Por ofender al niño Jesús cada vez que guiñaban un ojo en el bar de ambiente de su pueblo. 

Jamás hubo, por supuesto, pruebas de semejante alianza, como nunca las hubo de que los chinos esparcieran el coronavirus para trastocar las redes del comercio internacional, pero la verdad es que si Woodward y Bernstein hubieran destapado un acuerdo estratégico entre el poder terrenal y el poder de los cazabombarderos a nadie le hubiera sorprendido la mandanga (aunque en el empeño vírico hubieran caído unos cuantos solados del propio bando, entre ellos cantidades no desdeñables de servidores nefandos del Señor).

Porque “Philadelphia” –y no “Piladelpia”, tonto, como decía aquel anuncio de la tele- no va de un trabajador al que discriminan por estar enfermo de SIDA, sino por ser lisa y llanamente un invertido. O sea: un bujarrón, un sarasa, un afeminado, un mariquita, un julandrón, un julay, uno de la acera de enfrente, un mariposón... Había decenas y decenas de sinónimos para elegir en el habla coloquial allá por 1993. Tantos como ahora, me imagino, aunque ya apenas las usemos porque la sociedad civil ha adelantado casi tanto como las ciencias de don Hilarión, y todo este escándalo de hombres que prefieren hombres y de mujeres que prefieren mujeres ya nos da un poco como la risa. “Philadelphia” es una película que se ha quedado muy moderna en las formas pero muy viejuna en los fondos. Aunque si hablamos de respeto y de tolerancia, esas cosas conviene repasarlas de vez en cuando.

(Pero claro: estoy hablando de la sociedad civil, no de la incivil, que creíamos casi exterminada, reducida a cuatro guetos de anormales y de cuñados fascistas, y ahora fíjate: cada vez tienen más diputados en los parlamentos y más voceros en los bares. Vuelven los bárbaros y amenazan con cruzar las orillas del Delaware). 





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Ricky Gervais: Armageddon

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Dice Ricky Gervais en "Armageddon":

“Si ser woke significa lo que significaba antes, que eres consciente de tus privilegios, que abogas por la igualdad y por minimizar la opresión, ser antirracista, antisexista, antihomofóbico... Sí, soy woke. Si ahora woke significa ser un matón autoritario y puritano que despide a la gente por dar su opinión, entonces no soy woke. Que le den a eso”.

Yo mismo, ateniéndome a la definición, tampoco soy woke. Me definiría como un comunista que se preocupa a ratos por el medio ambiente, que lee los libros malditos que los pijo-progres ni siquiera huelen por el forro y que piensa que Irene e Ione son dos estúpidas petardas que se han equivocado de enemigo. Y además me gusta demasiado Woody Allen... 

Hace meses, en una conversación ineludible, me rodearon dos wokes -¿wokas?- que se quedaban cortas defendiendo las políticas de cancelación. Según ellas, no es solo que hubiera que prohibir las películas de Woody Allen en las salas: es que había que erradicarlo de las filmotecas, de los videoclubs, de los catálogos de las plataformas. Y luego, ya consumada la venganza cultural por haberle metido los dedos a aquella pobre niña (sic), formar un comando guerrillero, cortarle los cojones con una podadora y exhibirlos colgados en un árbol de Central Park.

- ¿Verdad, Faroni, que todos los que idolatran a Woody Allen son unos cerdos asquerosos que merecen la misma suerte capadora?

- Eh... Sí, claro... Bueno, yo ya me iba, que tengo quema de libros de Michel Houellebecq a las cuatro en punto. 

Es solo una anécdota personal, pero ilustra el fondo de la cuestión. A esta gente se refiere Ricky Gervais en su monólogo. Y no son dos jovenzuelas anecdóticas: los wokes, sin reproducirse demasiado, como en el milagro de los panes y los peces, van camino de convertirse en una legión arrolladora.

Hay que ser Ricky Gervais -descarado, valiente, ya muy millonario para que le afecten las soplapolleces- para atreverse a colocar monólogos que son torpedos en la línea de flotación de la corrección política y la izquierda autosatisfecha. A un puto facha nunca se lo permitiríamos, pero a Ricky, que es uno de los nuestros, y que sabemos que todo lo dice por nuestro bien, sí. Of course.




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The Neon Demon

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“The Neon Demon" habla del efecto que produce la belleza femenina en el resto de las mujeres. Un tema muy poco tratado en el cine y también en la vida de los espectadores. Quizá por eso, aunque resulte fallida y a veces estúpida, “The Neon Demon” resulta muy original y adictiva. Tiene mil defectos, pero Nicolas Widing Refn le echa una imaginación desbordante muy propia de su ego. (NWR es un gafapasta que no puede dormir tranquilo si no rueda algo más original que el resto de sus vecinos. Es como ese tipo que adorna su casa por Navidad con tantas luces y simbolismos que al final ya no sabes muy bien qué coño se estaba celebrando).

Yo estaría por decir que el 98% de las películas van del efecto que produce la belleza femenina en los hombres que las miran. Decía Marcel Pagnol que en el cine solo existe un argumento: un hombre desea a una mujer; si se la tira, es una comedia, y si no, es una tragedia. Yo no diría tanto -porque también hay películas de hombres que desean hombres, y de mujeres que desean mujeres, e incluso de mujeres que desean hombres, aunque éstas sean las más raras en la cartelera- pero vamos, que entiendo por dónde iba el bueno de Marcel.

En concreto, “The Neon Demon” analiza el efecto que produce la belleza de una tía-buena en el gremio de las tías-buenas que compiten por los trabajos de modelo. Es por eso que la película, aunque sea una ida de olla, contiene al menos una exhibición de bellezones que entretiene mucho la tarde de primavera.

Según la teoría de NWR, la belleza hipnótica de una mujer produce en las demás el deseo de arañarle la cara o de hacerle cosas aún peores. Una envidia cochina, vamos. Un afán de destrucción de la obra de arte. Los hombres, en cambio, con los hombres más guapos que nos roban a las mujeres, no sentimos ese fuego agresivo en las entrañas. Nos limitamos a murmurar por lo bajo: “Joder, hay tíos con suerte..”. Es como un reconocimiento deportivo de la derrota. Una sumisión simiesca al macho alfa. Una resignación pacífica, aunque muy triste, de los mandriles secundarios.




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