Vida de perro

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Yo, con los perretes, soy igual que Isabel I de Inglaterra: si sale uno en la función, ¡obra maestra! Las obras de Shakespeare las podría haber escrito Perico de los Palotes y a ella le hubiera dado lo mismo. Lo importante eran los perretes y sus gracietas. Creo que es la única monarca de la historia a la que respeto de verdad. Bueno, a ella, y a Letizia Ortiz, pero por otras razones más inconfesables. 

Recuerdo que al padre de un amigo mío le pasaba lo mismo con los caballos: si salía uno cabalgando por las praderas de Wyoming para él ya no había discusión: la película era cojonuda. Cualquier western de serie B le parecía mejor que “Ciudadano Kane” o que “Casablanca”, que no eran más que mariconadas con  llantos y  amoríos. Cine para mujeres y para hombres a medio cocinar.

En mi cinefilia, si el perrete no tiene pedigrí y además se comporta como un vivales de los callejones, pues mira: un clásico de la historia del cine. “Scraps”, el perrete de Charlot en "Vida de perro", se parece un huevo a mi Eddie, que dormía a mi lado en el sofá, y eso, quieras o no, crea un vínculo instantáneo con los personajes. Scraps y Eddie son bicolores e inquietos, muy atrevidos cuando no conviene y muy tímidos cuando la situación no lo requiere. Unos tontuelos entrañables... Yo, por mi parte, no soy un vagabundo de lo económico, pero sí un poco trashumante de lo romántico, y eso, la verdad, es un poco la antítesis del personaje de Charlot, que con sus bolsillos vacíos y su peste de varios días sin duchar siempre se camela a la guapa de la película. 

“Vida de perro”, en los tiempos modernos, no hubiera pasado el filtro de la ley Mordaza porque Charlot patea el culo de varios policías de barrio que lo vigilaban. Los maderos de entonces, como los de ahora, siempre están más preocupados en perseguir al pobre que en encarcelar a los causantes de la pobreza. Ya decía  el personaje de Jennifer Jason Leigh en “Fargo” que los agentes de la ley están para defender los muros de la clase dominante y no para otros menesteres que casi rayan con la subversión y con el comunismo. 




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Larry David. Temporada 6

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Es verdad que hay episodios de “Larry David” que lo fían todo a unas casualidades prácticamente inverosímiles. A encuentros con Fulano o a tropezones con Mengana que tienen una probabilidad ínfima de suceder. Si Larry David viviera en La Pedanía sería todo más verosímil. De hecho, estas cosas a veces pasan por aquí... Pero él vive en Los Ángeles, que tiene como cuatro millones y pico de habitantes, y sin embargo, en la serie, parece un vecindario de aldea donde todo el mundo coincide con todo quisqui en los restaurantes o en las colas de las lavanderías.

También es verdad que hay algunos episodios mal rematados, que terminan porque el reloj de la HBO marca 29 minutos y ya es hora de ir cerrando el chiringuito. A veces se nota mucho que los diálogos se improvisan: aunque el actor o la actriz sepan de qué va la vaina de la trama, no encuentran las palabras justas para arrancar y se produce un silencio que ellos rompen con sonrisas de amiguetes. A veces se atrancan en la misma línea de diálogo y se producen conversaciones como de besugos de cómics de Bruguera, del estilo: 

- Tienes que salir de casa, tío.

- Sí, lo haré.

- Salir de casa es la decisión correcta, colega.

- Estoy decidido: sí.

- Vamos, Larry, tienes que salir de casa.

Quiero decir que “Larry David” no es una serie perfecta. No es un diamante sin defectos. En realidad ninguna serie lo es. “Seinfeld” tenía episodios para olvidar, “Los Soprano” concedía mucho tiempo a los secundarios, “The Wire” tenía una temporada que se podrían haber ahorrado y “Breaking Bad”... bueno, algo malo también tendría "Breaking Bad". Incluso “Mad Men” se cargó a January Jones convirtiéndola en una arpía con 20 kilos de sobrepeso y mil maldades en la cabeza. 

Las mejores series de nuestra vida lo son porque hacemos un balance general, porque nos llegan al alma, porque hablan de nosotros mismos o de alguien que nos gustaría ser en un mundo ideal. Porque ratifican una filosofía personal y nos las creemos a pesar de las incongruencias y los vaivenes. Porque siendo disparatadas poseen un poso de verdad que es casi como una revelación divina, amén de ser un puro descojone.




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Yo capitán

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Para desempeñar los trabajos que los europeos ya no queremos desempeñar -eso que los fascistas llaman “robarnos el empleo”- los subsaharianos, que como su mismo nombre indica viven por debajo del desierto del Sáhara según la orientación eurocentrista de los mapas- tienen que atravesar dicho desierto y luego el mar Mediterráneo para desembarcar en nuestras playas y exigir ser tratados como señoritos. Es decir: nada de pelotas de goma en la jeta y asistencia sanitaria a los enfermos. Unos caraduras.

Para venir a restregar grasa, limpiar culos, fregar platos y barrer las calles (y eso cuando hay suerte), los subsaharianos -que yo me empeño todo el rato en describir como “sudsaharianos” a pesar de lo que recomienda la Fundéu- tienen que atravesar no sólo el gran desierto y el ancho mar, sino vérselas también con muchos hijos de puta que les sangran el dinero o se lo roban directamente. En el Sáhara, por lo visto, aprovechando que no hay leyes promulgadas por los rojos, el empresariado se ha quitado las caretas y dispone a su antojo de las haciendas y de las vidas. La Escuela de Chicago en la Universidad Desértica de Las Arenas...

El touroperador que se encarga de organizar estos viajes desde Senegal hasta las costas de Sicilia no tiene oficina de reclamaciones ni ofrece un servicio de acompañamiento diplomado. Nada de resorts en los oasis ni de camellos engalanados. No hay todoterrenos último modelo ni servicio de ferry para cruzar el Mediterráneo. El viaje se hace en autobuses destartalados y en zapatillas deportivas. No se espera por nadie. Maricón el último, que dirían los barones del PP. Y las baronesas. Y luego, llegados a la orilla del mar, después de haber pasado las de Caín, todos a la mar y a rezar al dios Poseidón a bordo de un barco que tiene más planchas con herrumbre que planchas sin herrumbrar. 

Para venir a quitarnos el pan y a colapsar las citas en la Seguridad Social, esta gente arriesga su vida como no lo haríamos ningunos de nosotros si algún día, los dioses no lo quieran, tuviéramos que coger la maleta para regresar a Cuba, o a Alemania, donde vivía Pepe el de la otra película. 





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Codón es un máquina

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Ya no recuerdo cómo conocí a estos dos tipos tan peculiares. A estos dos merluzos que parecen sacados de un cómic de Bruguera. Porque Paco Fox y Ángel Codón, cuando se ponen en plan caricatura para reírse de las beatas y de los idiotas, podrían ser dos vecinos cinéfilos en el número 13 de la Rúe del Percebe.

Llevo cuatro años escuchándoles en sus podcasts del underground -"Tiempo de Culto" y "Foxverso"- y me parto el culo de la risa. Y aprendo cosas de cinéfilo ramplón. Y rescato, gracias a ellos, películas olvidadas o que en su día desdeñé. No siempre estoy de acuerdo con sus opiniones, pero eso le añade más salsa a la relación. Ellos, y sus adláteres del micrófono, que también son unos frikis del copón, me hacen compañía cuando paseo por el monte o me acerco a la Gran Ciudad a cumplir con las burocracias. Fox y Codón son, además, unos rojos de campeonato, y se ciscan en la corrección política, y si tienen que cagarse en Isabel Natividad -por poner un ejemplo- pues se bajan los calzoncillos y se defecan. Fortuna y gloria, que dijo el doctor Jones. 

Pero no recuerdo, ya digo, como di con ellos en la selva de los podcasts. Los podcasts tejen una red de interconexiones que hace imposible recordar quién me los mencionó por primera vez, quién me los recomendó justo ahora que Pumares ya andaba moribundo –y de hecho se nos murió, el pobre- y que el otro Carlos, el Boyero, amenaza cualquier día con desaparecer. Justo cuando me iba a quedar huérfano de críticos cáusticos y sinvergonzones aparecieron Hernández y Fernández y me adoptaron.

(“Codón es un máquina” es una broma, una boutade, una gansada. Fox y Codón son como Jesús Puente y Adolfo Marsillach en “Sesión continua”: dos entusiastas del cine que hablan todo el rato de cómo hacer una película, de cómo venderla, de cómo disfrutar viendo otras películas... Es pasión por el cine pero en plan cutre, gilipollesco adrede, haciendo guiños a la audiencia que los persigue. Codón y Fox se ríen de sí mismos y de paso nos reímos los demás. Es imposible recomendársela a los gentiles. No iban a entender nada. Es un universo autorreferencial. Misterios para iniciados). 





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Dune: Parte Dos

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Los profetas más influyentes de la humanidad, los reales y los ficticios, tienen la sospechosa costumbre de nacer en los desiertos o de criarse en ellos cuando sus neuronas todavía están conectándose a la central. De lo que deduzco -y no creo equivocarme- que cuando se hacen mayores y se ponen en lo alto de una duna a prometer la salvación eterna o la liberación de sus pueblos oprimidos, ya van todos con la cabeza muy recocida por culpa de las insolaciones. 

De chavales, cuando perdimos la fe y nos convertimos en apóstatas militantes, decíamos que Jesucristo era sin duda un esquizofrénico de manual, un hebreo que se había escapado del frenopático de Jerusalén para proclamarse Hijo de Dios y Depositario de la Verdad. Pero existía otra corriente de pensamiento -a la que yo luego me afilié- que identificaba a Jesucristo con Luke Skywalker y que sostenía -porque Luke era más majo que las pesetas y no podíamos tacharle de loco sin traicionar nuestra admiración- que no era el gen, sino el sol implacable, el que había convertido a estos dos buenos hombres en dos majaretas de las arenas que sostenían que tras la muerte ellos no iban a morir, y que se iban a presentar tan campantes entre sus apóstoles o sus padawans a seguir con la francachela. 

Paul Atreides es sin duda otra víctima de la insolación pertinaz de los desiertos. Ya en la primera parte de “Dune”, cuando los Atreides salen de su nave y se pasean por Arrakis sin una gorra en la cabeza -ni siquiera con un pañuelo de cuatro nudos al estilo de los obreros- nos temíamos todos lo peor: que le quedaban dos semanas para creerse el Muad'Dib de la kabila y reconquistar todo Al-Andalus a golpe de cimitarra. 

Lo que no sospechábamos entonces es que los guionistas de “Dune: Parte Dos” también iban a llevarse las máquinas de escribir al desierto de Jordania, y que allí, a lo bonzo, sin gorras ni parasoles, iban a desarrollar una historia sin pies ni cabeza que a veces provoca el hastío y otras muchas la indiferencia. 




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Dune

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“Dune” cuenta la historia de dos empresas familiares que se disputan un valioso mineral en el planeta Arrakis, todo desierto y berbería. Y en eso, haciendo paralelismos, es fácil identificar a los chinos y los yanquis que hoy en día, en el planeta Tierra, en esta misma galaxia pero diez mil años antes de Timothée, se disputan los minerales africanos que mueven nuestro mundo. Money makes the world go round, y también el universo.

“Dune” es un mundo al revés en el que los sometidos y los parias tienen los ojos azules. Y no como sucede aquí, en el Sistema Solar, donde las gentes con ojos claros son una casta superior que liga más, se salta las colas y obtiene mejores puestos de trabajo. Y no lo digo yo: lo dice Nancy Etcoff en un libro fundamental que habría que releer. Iggy Rubin, el humorista, también decía que si bebes agua mineral en el embarazo te sale un hijo con ojos azules, y no un simple “ojo de grifo” como cualquiera de nosotros. También decía que si ves un mendigo con ojos azules puedes pedirle un deseo; que las lágrimas vertidas por los ojos azules curan la fiebre y otras dolencias de la farmacia; que la miopía de los ojos azules no se mide en dioptrías, sino en quilates. 

(El melange, en nuestro planeta, costaría tanto como el aceite de oliva porque no se utilizaría para alcanzar estados superiores de la conciencia, sino para teñirse los ojos de azul y triunfar entre el mujerío). 

“Dune” también va de un futuro distópico -o no- en el que los hombres ya solo somos surtidores de semen, bancos de genes, y son ellas, las mujeres, mucho más listas e iniciadas en los Secretos, las que cortan el bacalao y deciden el destino del universo. Pero Dune, sobre todo, habla del miedo terrible a que nuestros sueños nocturnos se hagan realidad. Yo entiendo muy bien a Paul de Atreides, aunque él sea un Borbón de la galaxia. Entiendo su desazón y sus sábanas revueltas. Si mis sueños cotidianos se hicieran realidad, yo tendría que volver con mi Bene Gesserit a revivir el infierno contradictorio de su presencia. Todas las noches, cuando cierro los ojos, un gusano insidioso se desliza por mi cama y repta por mis piernas.





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Mi reno de peluche

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En el capítulo más controvertido de mi autobiografía –“Confesiones de un gilipollas”, publicada en la Editorial Capullos Integrales- cuento mi propia experiencia con una Martha Scott que me encontré por internet. Mi contraria no estaba tan gorda, pero sí era tan lista, y tan retorcida, y desde luego era mucho más guapa. Que me quiten lo bailado. En ese capítulo de mis memorias -reescrito mil veces por si las moscas- cuento las idas y las venidas, las trapisondas y las tragicomedias. La desigualdad fundamental del hombre y la mujer frente a las leyes de por aquí. Gracias por todo, Irene. 

Y hasta ahí puedo leer, como diría Mayra Gómez Kemp, por recomendación expresa de mi editor. Yo querría contar más cosas, darle más morbillo y más carnaza a estas escrituras siempre tan descafeinadas, pero él insiste en mantener el misterio para que la gente acuda en masa a las librerías. Ahora mismo él está convencido de que Netflix, para exprimir la teta de “Mi reno de peluche” hasta la última gota -quizá no era la metáfora más adecuada- va a comprarnos los derechos de mi vida por un pastonazo de libras o de euros, que a él lo mismo le da. Mi editor es un soñador, un incauto, un hombre cegado por la avaricia. No ha entendido que con mis dos apellidos tan poco aristocráticos no se puede llegar a nada en la vida.

Cuento todo esto por si alguno cree que estas cosas de los renos de peluche sólo pasan en la pérfida Albión. Lo que pasa es que la guerra de cifras que sostienen el Ministerio de Igualdad y las webs de los fascistas -dos ejércitos mentirosos e interesados- ha dejado una tierra de nadie donde es imposible creerse cualquier número, todo minas y trampas, y socavones. Pero repito: estas cosas pasan, vaya que si pasan, por mucho que Irene Montero y sus secuaces quieran convencernos de que al sur de los Pirineos se está librando una guerra maniquea entre orcos con polla y elfas con reflejos luminosos en el cabello. 





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La roca

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Ya apetecía, la verdad, después de ver tanta película posmoderna, dejarse llevar por una trama prehistórica de hombres empoderados. Recordar los viejos tiempos del patriarcado ahora que todo es demolición del Antiguo Testamento y cruzada cultural contra la testosterona. Menos mal que existen las filmotecas, las videotecas, las plataformas... El emule. Museos arqueológicos para recordar cómo eran aquellos tiempos del cine hecho para hombres muy hombres, y para mujeres a medio concienciar que caían prendadas de sus bodies.

Porque además, en “La roca”, los hombres están empoderados de cojones: uno es presidente de Estados Unidos, otro es asesor presidencial, otro general en el Pentágono y otro general rebelde en Alcatraz. Y luego están los dos héroes, el doctor Cage y el señor Connery, el primero un agente del FBI y el segundo un espía al servicio del MI6. La pera limonera. Lo mejor en versión XY de cada casa. Y el arsenal que manejan, claro, porque en “La roca” el que no tiene un fusil ametrallador amenaza con un misil cargado de veneno o pilota un avión de combate de mil millones de dólares. Es casi una película porno, todo el rato sacándose el símbolo fálico a ver quién la tiene más grande y consigue el primer turno para preñar. 

“La roca”, por supuesto, suspende sobradamente el test de Bechdel. Sólo cumple un ítem de los tres. Un 33% de feminismo. Y me parece mucho para lo visto en pantalla. ¿Personajes femeninos? Pues tres: la hija de Sean Connery -que solo aparece en una escena-, una amiga que la acompaña y que luego no dice ni mu, y, por el otro lado de la trama, la novia de Nicolas Cage, que tras un primer polvo inicial se dedica a esperar que su guerrero vuelva de la batalla para consumar el matrimonio y la crianza del hijo que ya esperan. Ya digo que es cine de antes, y que se disfruta con mucha culpabilidad en el par 23 de los cromosomas. 

Siguiendo el test de Bechdel, no hay mujeres sosteniendo una conversación entre ellas, y sospecho, además, que si hubieran llegado a entablarla, el tema central habrían sido los maridos o los amantes, que con tanto tiro y tanta hostia ya no iban a llegar a tiempo para cenar. 






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