Manhunt

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Nunca he entendido la idolatría que sienten los estadounidenses por Abraham Lincoln. O la entiendo de sobra, no sé... Basta con leer un par de libros de Howard Zinn para comprender que a Lincoln los negros básicamente se la sudaban. Lo que pasa es que los necesitaba para ganar la guerra contra el Sur y luego la otra gran guerra contra los rojos. Lincoln acabó con la esclavitud de los negros sólo para convertirlos en mano de obra esclava en el Norte. Apenas un hilo de dignidad separa ambos estatus de subsistencia y humillación.

Lincoln, como cualquier presidente de los Estados Unidos -como cualquier presidente de cualquier lugar civilizado- se debía a las élites burguesas y empresariales. Ellas son las que quitan y ponen gobiernos utilizando la propaganda, los manejos judiciales o los golpes de estado. Olvidar esto es obviar el meollo de la historia. Sólo hay que prestar un poco de atención a los telediarios: mirar por debajo, y a los lados, nunca de frente, a los muñecos que parlotean. 

Cuando comprenden que no están ganando la pasta que podrían ganar, las élites se cepillan a su muñeco de guiñol y ponen a otro. No sienten lástima por nadie. Is not personal, just business. Es el lenguaje de la Mafia, pero también el de la Bolsa, y el tal Lincoln, por mucha música de violines que acompañe sus apariciones en “Manhunt”, no era más que otro lamedor de culos de las clases adineradas. Otro siervo sin moral. Cuando sus empresarios comprendieron que quizá estaban pagando demasiado a los obreros venidos de Europa, utilizaron a los negros para bajar aún más los salarios y romper las huelgas con esquiroles. El fantasma del comunismo ya ululaba por Europa y no estaban dispuestos a que cruzara el charco escondido en algún camarote. 

¿Cómo llamar, entonces, al lamedor del culo del lamedor de culos? ¿Relamedor anal? Ardua cuestión... Porque el protagonista real de “Manhunt” no es Lincoln, ni siquiera su asesino, John Wilkes Booth, sino este político tan idealista como tenaz al que Tobias Menzies dota de la misma saña persecutoria que tenía Tommy Lee Jones en “El fugitivo”.




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Secretos de un escándalo

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1. Leo en un relato de David Sedaris que la edad mínima recomendable de tu pareja se calcula dividiendo tu edad entre 2 y luego sumándole 7. 

Por tanto, Y≥X/2 +7 es la ecuación de lo razonable si no quieres que el salto generacional se convierta en un abismo de incomprendidos. En mi caso, por ejemplo, que tengo 52, tendría que detener las miradas de deseo en el piso 33, que es la edad de Cristo, pero también la edad de las resurrecciones. No sé... Me da que las matemáticas van por un lado y la realidad por el otro.

2. En el caso real que alimenta “Secretos de un escándalo”, Mary Kate, de 36 años, tendría que haberse enamorado de un muchacho de 25 siguiendo la misma razón algebraica. Pero Mary Kate -y de ahí viene el escándalo- se enamoró de un alumno que tenía 13 años, lo que es no sólo extraño, sino además ilegal. No enamorarse en sí, que eso es muy libre, sino acariciarle el pene con ternura. Para él, claro, miel sobre hojuelas; para ella, la cárcel y la vergüenza. 

3. Es mejor no preguntarse qué película saldría de aquí si intercambiáramos los géneros de los amantes...

4. La historia es un dramón para todos los implicados. Unos morirán de pena el primer día y otros algo después. Mary Kate sabe que tarde o temprano será sustituida por una mujer más joven porque el deseo de los hombres es tan previsible como los equinoccios. ¿Pero qué significará para Vili buscarse una mujer más joven? ¿Una mujer de su misma edad?

5. Hay un personaje que no puedo quitarme de la cabeza: el marido abandonado. Pobre paisano... Si ya es triste que tu mujer te abandone por otro hombre -o por otra mujer- imagínate ser sustituido por un chaval de 13 años que todavía juega con sus maquetas de Star Wars. 

6. Natalie Portman ya no es la mujer más guapa del mundo, pero sí es, con diferencia, la mujer con 43 años más guapa que conozco. Está diez años por encima de mi incógnita Y, así que aún no pierdo la esperanza. Dicen que quien tuvo retuvo, pero Natalie, como nunca tuvo nada -porque su cuerpo es el de un pajarillo celestial- no tiene que retener su belleza para que yo siga enamorado. 



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Puan

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La filosofía no sirve para nada. Es pura palabrería. Se estudia filosofía para ser profesor de filosofía y nada más. Es un círculo vicioso. Un modus vivendi. Sólo atrae a los alicaídos y a los soñadores. Al que le pela la filosofía pues eso, se la pela. Nada va a entrar en su mollera. El 90% de los alumnos son piedras impermeables al agua, y el otro 10%, el que se hace las grandes preguntas, termina confundido y mareado. Porque las respuestas están en la ciencia, y no en los filósofos. 

Descartes, Platón, Kant, Spinoza... Nadie se salva. En el fondo no dicen más que majaderías. Pero no es culpa suya: ellos no tenían ni idea de lo que era un gen, una sinapsis, un hombre venido del mono... Un libro de ciencia del siglo XXI vale más que todo Aristóteles recopilado. Los filósofos se distinguen muy poco de los predicadores. La metafísica es un campo de juego en el que todo vale. Se puede afirmar cualquier cosa y se pude desdecir cualquier argumento. Todo consiste en retorcer el lenguaje. Nadie escucha ya a los filósofos, ni los instruidos ni los pelanas. Sólo si eres un filósofo tan guapo como Leonardo Sbaraglia en la película; pero por ser guapo, no por ser filósofo.

¿Sería yo, por tanto, tan salvaje como ese indeseable de Javier Milei, que ha prometido terminar con los programas educativos que no sean “productivos”? “Puan”, rodada en 2023, ya nos advierte de este majadero psicotizado. A los neoliberales les sobra cualquier persona que no sea un emprendedor o que no trabaje por cuatro dólares para un emprendedor. Vencedores y vencidos. Es una sociedad muy simple y no hay que razonar demasiado. ¿A quién cojones le importa la diferencia entre el ser y el existir cuando vives en la opulencia o chapoteas entre la mierda? La filosofía es una nadería, un ejercicio mental no más instructivo que los sudokus o que los crucigramas. Pero su estudio es el síntoma de que nuestras sociedades todavía pueden entregarse a placeres irrelevantes y epicúreos: el puro devaneo de la mente. Los sectores no productivos -hay mogollón- son los que miden la salud del sistema. Cercenarlos es reconocer que andamos muy jodidos. 





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El caso Goldman

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La verborrea revolucionaria es justa y necesaria. Mantiene vivos los ideales. Conecta a los jóvenes descarriados con las luchas de sus mayores. 

- Yo es que el movimiento obrero no lo di en el temario de la ESO...

- Pues nada, chaval, no te preocupes, que te lo explico yo.

Los chavales tienen que saber que su vida regalada se la deben a miles de trabajadores asesinados, torturados o desterrados. En los casi dos siglos que median entre las enseñanzas del abuelo Karl y la consulta gratuita con el médico hay muchos cementerios llenos de honorables. A esos hijos de puta del otro lado de las barricadas no les debemos ni los buenos días. Todo ha sido a su pesar, contra su voluntad, arrancado a hostias más o menos metafóricas.

Yo mismo soy un predicador que todavía celebra sus homilías con el “Manifiesto Comunista” en el atril. Está desfasado, pero es el evangelio original. Palabra de Karl. La doctrina, la proclama, la clase magistral... El artículo incendiario o el discurso en el Parlamento: todo eso es bienvenido. Haría falta, incluso, algo más incisivo y pedagógico. Pero pasar de las palabras a los hechos ya es otra cuestión. En las relaciones con el otro sexo (o con el mismo) es un tránsito deseable; en cuestiones políticas ya no tanto. 

Cuando coges una pistola y te lanzas a la calle -como hizo en su día Pierre Goldman- inicias la cuenta atrás de una desgracia galopante. Porque todo disparo tiene su contradisparo, todo acto su venganza, toda vesania su virulencia. No es una cuestión ética, sino práctica. ¡Al diablo el quinto mandamiento! Pero la violencia es contraproducente, temeraria, incontrolable... El aleteo de una bala en Pensilvania -o en París- puede causar un atentado terrible en la otra punta del planeta. O delante de tus putos morros. Es el efecto Trump, trasunto de aquel otro llamado llamado Mariposa. 

Las armas las cargas el diablo. Y no sólo porque se disparan con mirarlas.





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Civil War

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Hay gente en el blog -es un decir- que me pregunta si realmente veo todas las películas que comento. Y lo entiendo, porque lo más normal es que me vaya por peteneras o que aproveche para soltar la bilis bolchevique que llevo dentro. He convertido estas mierdas cinéfilas en una suerte de autobiografía más o menos encriptada, en la que muestro cosas, insinúo otras y exagero más o menos en la mitad. En Filmaffinity casi nunca admiten estos escritos porque me dicen -con razón- que nunca señalo las virtudes y los  defectos de las películas, y que por tanto no sirvo para hacer de guía en esta selva ubérrima de las ficciones. Y es verdad: no tengo alma de apóstol ni de influencer.

Juro por lo más sagrado -lo más sagrado para mí, claro- que sí veo todas las películas antes de comentarlas, pero dudo mucho que gran parte de la crítica que vive de esto, que cobra un dinero por predicar su palabra como si procediera del Espíritu Santo, pueda jurar lo mismo poniendo su mano sobre la Biblia o sobre un cómic de Mortadelo. De “Civil War”, por ejemplo, nos habían dicho que era una película sobre la tragedia estadounidense que está por venir: una radiografía de la violencia, de la polarización social, del majaretismo peligroso que puede provocar un tarado marsupial como Donald Trump. Uno esperaba, por tanto, un film político, sesudo, apaciblemente antiyanqui, en el que se analizaran derivas sociales, insidias mediáticas, mareas estratégicas... (escribo todo esto justo un día antes del autoatentado del marsupial). 

Pero no es así. Nos han engañado como a chinos comunistas. “Civil War” es una película sobre reporteros de guerra que se juegan el pellejo por obtener la foto más sangrienta en los combates. Ahora bien, ¿qué combates? Ni puta idea. Ni al espectador se lo explican ni a ellos les importa. Ellos no toman partido. Tampoco sabemos si los reporteros son unos cínicos o unos auténticos profesionales. Por lo visto me da más que lo primero. Monopolizan la película pero no me caen demasiado bien. No me interesan sus chácharas ni sus procedimientos. Yo -creo que la mayoría de los espectadores también- venía a ver otra película. 





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Sugar

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“Sugar” es la serie más rara de los últimos tiempos: es cine noir durante seis episodios y -¡ojo, spoiler!- ciencia ficción en los últimos dos. Al principio es como estar viendo “El sueño eterno” porque estás en Los Ángeles y sale un detective removiendo la mierda de los ricos que le contratan. Pero, de pronto, en un giro tan surrealista como cuestionable, “Sugar” se convierte en una versión trágica de “Man in Black” con extraterrestres que intentan pasar desapercibidos y regresar por patas -o por tentáculos- a su planeta. 

Había cosas raras en los primeros episodios y al final no eran extravagancias del guionista, sino los síntomas de una neurosis alienígena. Sucedía, simplemente, que no es fácil adaptarse a la vida en la Tierra y mucho menos infiltrarse entre los oriundos. Que me lo digan a mí, que llevo casi treinta años viviendo en el planeta Bierzo y todavía no termino de quedar bien camuflado.

“Sugar”, además, es una romántica parábola sobre la búsqueda del hombre perfecto. Del ideal platónico de las mujeres. John Sugar es como Don Draper pero sin su peligro ni su chulería. Sugar es guapo, atento y enigmático. Viste un traje italiano y siempre va perfumado y repeinado. En la serie no practica bailes de salón, pero seguro que los clava el muy jodido cuando suena el bandoneón de los porteños. Sugar ama a los perros y se compadece de los mendigos. No piropea a las señoritas. Es como si el sexo le interesara muy a largo plazo, o apenas le interesara. Ya digo que es el ideal platónico. No parece que vaya a enfadarse porque le digas que no te apetece o que te duele mucho la cabeza. Al revés: puede que hasta te lo agradezca.

Pero eso sí: si un desalmado se atreve a tocarte un pelo, Sugar lo muele a hostias en un santiamén. Es, ademas de todo lo anterior, un guardaespaldas de primera. Es un parto alienígena bien aprovechado. Posiblemente un reptiliano. Una vez tuve una novia loca que aseguraba haberse acostado con uno de su especie. Era la menor de sus locuras y nunca se la tuve muy en cuenta para quererla. Ahora comprendo que su fantasía quizá era la mayor de sus (escasas) sensateces. 




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El peregrino

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En la “Gran Enciclopedia Universal de Charles Chaplin” que tengo sobre la mesilla de noche -un tocho que uso de pisapapeles para los otros libros de la somnolencia- se explica que “El Peregrino” fue rodado en un arrebato creativo, casi deprisa y corriendo. Pues bendita prisa, queridos hermanos, y queridas herbabas. 

Chaplin, al parecer, había hecho un último intento por romper su contrato con la First National -el argumento de siempre: que no ganaba suficiente dinero, que le cortaban las alas, que a su alrededor eran todos unos inútiles- pero los dueños le contestaron que todavía les debía un último cortometraje de los nueve contratados. Chaplin ya era don Charles Chaplin en 1918, pero los contratos también eran los contratos y hay que reconocer que en eso, los americanos, siempre han sido gente muy seria y legalista.

“El peregrino” cuenta la historia de un prófugo de la cárcel que se traviste de pastor protestante para huir de la justicia. Y digo “se traviste” porque ponerse ropas de cura también implica un cambio de sexo: en este caso para el no-sexo, o para el sexo de los ángeles. O eso es al menos lo que ellos dicen, porque la rijosidad, como la vida en “Parque Jurásico”, siempre se abre camino.

De hecho, en “El peregrino”, Charlot es descubierto porque la pulsión sexual que siente por Edna Purviance le traiciona el disimulo. La de cosas que han sucedido por debajo de las sotanas a lo largo de los siglos... Para eso las llevaban, claro, no para que los feligreses les distinguieran como pastores del rebaño. Nunca les hizo falta. Recuerdo que de niño, en León, yo jugaba con mi madre a adivinar curas de paisano por la calle, sólo mirándoles la jeta, y acertábamos, o eso creíamos, en nueve de cada diez casos. Es la sublimación del instinto, decía mi madre, que siempre es imperfecta y les vuelve turbia la mirada por una mala combustión de los órganos internos. 




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Día de paga

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En los viejos cómics de Bruguera era habitual ver a la esposa de Fulano con un rodillo de amasar en ristre, esperándole tras la puerta de madrugada. Era el cliché para hacernos entender que Fulano era un vivalavirgen y que Mengana, su señora, estaba de él hasta los ovarios. También se veían muchos rodillos de amasar en las películas españolas, con la señora en bata boatiné y rulos en la cabeza, mientras el marido llegaba a las tantas medio borracho de amigotes o medio follado por las fulanas, tratando de no hacer ruido con las llaves al encajarlas en la cerradura.

Pero un día, coincidiendo con la entrada de España en el Mercado Común, el rodillo pasó a ser un signo de distinción burguesa y desapareció de las ficciones proletarias para afincarse en los programas de alta cocina que inundaron nuestras pantallas, entregado a su función primigenia de aplanar la masa muy fina de los hojaldres. Yo no había vuelto a ver un rodillo en años, quizá en décadas, hasta que hoy me he reencontrado con uno en “Día de paga”, que es un cortometraje de Chaplin rodado en 1922. Más de un siglo nos contempla ya. 

“Día de paga” es un cortometraje extraño porque lo protagoniza Charlot sin ser el vagabundo habitual. Al principio pensamos que sí porque lleva las mismas pintas y se ofrece a trabajar de peón por cuatro centavos y un bocadillo. Allí monta el Cristo habitual, hace gala de sus dotes gimnásticas y trata de conquistar -cómo no- a la hija del capataz, que es de nuevo Edna Purviance ataviada con un sombrero. Pero mediada la función descubriremos que Charlot tiene un hogar al que regresar y una esposa que aguarda impaciente su jornal. Es una situación novedosa, un paréntesis conyugal en la vida solitaria de Charlot, que siempre ha vivido en soledad por enamorarse de mujeres demasiado hermosas e inalcanzables. 

Aquí Charlot no está solo, pero es como si lo estuviera, porque es obvio que esta pareja ha perdido la chispa y la confianza. Su señora, además de gruñona -aunque gruña con razón- no se parece precisamente a Paulette Godard, y él, que dilapida los jornales con los borrachuzos de la taberna, tampoco está, la verdad, para presumir de muchas virtudes.




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