En el nombre del padre

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Gracias a que Filmaffinity conserva las fechas de votación compruebo que han pasado 15 años desde que vi la película por última vez. Curiosamente, los Cuatro de Guilford también cumplieron 15 años en la cárcel por un crimen que no habían cometido. Como el Equipo A, sí, ja ja, pero todo muy real y con muchas menos carcajadas. 

Si me dedicara a la numerología buscaría el significado cabalístico de este número 15 que se repite sospechosamente. Y si fuera poeta, diría que también yo he vivido estos últimos 15 años confinado dentro de mí mismo, también inocente de los cargos que enuncia con muy mala baba el ministerio fiscal de mi existencia. 

La primera vez que vimos la película, allá por 1994, los espectadores nos echamos las manos a la cabeza: qué hijos de puta, los policías británicos... “Menos mal que es una ficción de Hollywood”, dijimos nada más salir del cine aunque supiéramos que la película era irlandesa. Luego nos contaron que aquello estaba basado en un caso real y ya no pudimos salir de nuestro asombro: qué rehijos de la reputa... De pronto los servicios de inteligencia británicos ya no eran tan molones como en las pelis de James Bond. Se parecían demasiado a los servicios secretos de los soviéticos en las películas de propaganda. 

“Esta injusticia soberna aquí nunca podría mantenerse", decíamos también. Pensábamos que nuestro aparato de inteligencia apenas estaba más desarrollado que la TIA de Mortadelo y Filemón. Estábamos convencidos de que el CNI no estaba dirigido por los psicópatas requeridos para el puesto, sino por unos merluzos con un bigote muy parecido al del superintendente Vicente. Era la edad de nuestra inocencia.

22 años más tarde, en Alsasua, sucedió algo muy parecido a lo narrado en esta película. A cuatro chavales que pasaban por el pub les metieron un puro antiterrorista para cagarse. De pronto, una trifulca de borrachos merecía la misma pena que un disparo a bocajarro o que una bomba lapa en las bajeras. Está visto que los hijos de puta que gobiernan entre las sombras son iguales en todos los sitios. Los reclutan con los mismos tests y pasan las mismas pruebas de capacitación. 





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The Boxer

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Emily Watson es la versión mejorada de una chica que me gustaba mucho en la juventud. Y es que de Francia para arriba ellas son más pelirrojas, más pecosas, más... llamativas. Será que por aquí, por las provincias sin playa, se ven tan pocas mujeres así que resaltan entre la multitud y me encienden el instinto. ¿Un gusto sexual cocinado entre la escasez y la mirada de paleto? Pudiera ser. Mis cuñados mallorquines, por ejemplo, ven a una pelirroja y ni se inmutan; viven inmunizados desde pequeños. Yo, en cambio, me cruzo con una y me quedo turulato perdido. Cuando vuelvo en mí, siento que debería pintar un cuadro o componer una poesía. 

Emily Watson tiene los mismos ojazos que aquella chica, y su mismo labio superior -tan retraído como sugestivo- y una fisonomía corporal yo diría que intercambiable. Lo que ya no sé es si también está como una puta cabra y si conduce con la misma falta de atención. Sea como sea, cada vez que la veo en una película me viene como una nostalgia al corazón: pero no del amor -que nunca llegó a prosperar- sino del tiempo perdido y de las energías desperdiciadas.

Hoy, mientras veía “The Boxer”, recordé que aquella chica vivía enamorada de Daniel Day-Lewis. Ha sido verlos juntos en pantalla y encenderse una vieja bombilla en mi memoria. He sentido una punzada de envidia que me ha jodido el resto de la película. De repente ya no me importaba nada el IRA ni el conflicto sempiterno. En mi interior sólo bullía un resquemor de eterno adolescente.  

Recordé que mi exnada tenía el cartel de “En el nombre del padre” presidiendo el cabecero de su cama exclusiva, allí donde sólo desembarcaban los tipos más bien musculosos y poco alfabetizados. Cuando la caza nocturna no era satisfactoria, ella se resarcía con el careto asalvajado de Daniel, todo hombría y testosterona. “Mi Daniel...”, decía ella con los mismos labios finísimos de Emily Watson, del mismo modo que otras veces decía “Mi Pep...”, por Guardiola, cuando este suertudo de sus deseos aún era centrocampista del Barça y mantenía el pelo sobre su cabeza privilegiada para la táctica. 





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Bloody Sunday

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En los títulos de crédito del final suena, cómo no, el “Sunday Bloody Sunday” de U2. De hecho, cuando las letras terminan, la canción sigue sonando con la pantalla en negro dos minutos más. Es el colofón perfecto a una película que no admitía otras músicas ni otras canciones: sólo diálogos, voces, órdenes, disparos... Da igual que conozcas la historia o que ya hayas visto la película: lo que se cuenta, y cómo se cuenta, te golpea directamente en las neuronas más comprometidas.

Este “Sunday Bloody Sunday” es una versión en directo que Bono prologa con un pequeño discurso: “Espero que algún día esta canción ya no sea necesaria...”. Leo en Wikipedia que la canción fue compuesta por “The Edge” en 1982, diez años después de la matanza del Domingo Sangriento. Ha llovido mucho desde entonces. Sangre también, pero ya menos. Las cosas han mejorado mucho en Irlanda del Norte, pero nadie está totalmente convencido de su vigencia. Cualquier tronado con un revólver sería capaz de revertir los logros conseguidos. Viendo la película es imposible no establecer paralelismos con ETA y con el País Vasco. Lo de Irlanda del Norte fue más salvaje, más indiscriminado, pero yo creo que nos entendemos.

Pero ojo: cuando digo “tronado con un revólver” no hablo solo de un potencial terrorista. Hablo también del otro lado de la barricada. En mi entorno, salvo cuatro habas contadas, los jóvenes fascistas quieren pegar tiros entrando en el Ejército o en los “Fuerzos y Cuerpas” de Seguridad del Estado, que dijo una vez Irene Montero en plena lucha subversiva de los géneros.

Estos chavales no se distinguen mucho de los paracaidistas británicos que dispararon a la muchedumbre en Londonderry. Los paracas no hicieron diferencias entre los manifestantes violentos y los pacíficos: todos eran irlandeses, y católicos, y por tanto objetivos de su videojuego. Aquí, cuando VOX se haga cargo del ministerio del Interior, muchos se van a creer con licencia para matar al enemigo: 007, o 009, o John Wayne en pleno fregado contra los sioux de Cataluña o los apaches del Nervión. Veo mucho patriota, mucho tarado, mucho débil mental... Mucho inquieto con ganas de follón. 



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Michael Collins

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Me pongo a ver “Michael Collins” cuatro días antes de emprender el viaje a Irlanda porque había leído que sale mucho Dublín en las escenas y quería ir cogiéndole el tono al panorama. Para estos menesteres hay centenares de vídeos en Youtube: jóvenes que han ido hace nada y te señalan con mucho rigor pero mucha marcha los lugares fundamentales para visitar. Pero yo, que ya voy para viejo, prefiero ver las cosas en las películas porque así mato dos pájaros de un tiro: el paisaje y la trama, la inmersión y la cinefilia.

Luego, la verdad, no sé si por falta de presupuesto o porque el resto de la ciudad está demasiado remendada, en "Michael Collins" siempre sale la misma calle repetida en las algaradas y luego dos panorámicas del Four Courts cuando lo bombardean desde el otro lado del río. Poca cosa, la verdad. Por no salir, casi no sale ni Irlanda, si quitamos un paseo por la playa y el paisaje rural donde Michael Collins fue asesinado por los que antes eran sus amigos y soldados. La historia de estos años convulsos de Irlanda es toda así: facciones, subfacciones, renegados y arrepentidos... Pistoleros del IRA y del contra-IRA que van vestidos como los Peaky Blinders y se disparan a bocajarro desde los Ford-T a punto de derrapar. El Frente Nacional Irlandés y el Frente Nacionalista de Irlanda... Los Monty Python puede que se inspiraran en sus vecinos para crear su chiste inmortal sobre los izquierdistas de Judea. 

La película no está mal. Aprendes cosas de historia y Liam Neeson -antes de convertirse en el ángel vengador y cansino de las pantallas- borda su papel de revolucionario romántico destinado al sacrificio. Un Che Guevara de la verde Irlanda que no quería extender su revolución por el mundo: sólo emborracharse en el pub de la esquina sin que la bandera británica ondeara en 400 kilómetros a la redonda. El problema de “Michael Collins” es el otro romanticismo: el de los penes y las vaginas. El personaje de Julia Roberts está metido con calzador y estropea mucha parte del metraje.  La culpa no es de Julia, por supuesto, que cuando sonríe ilumina mi cocina americana, sino del guionista, tan torpe y tan pesetero, que quiso jugar con nuestros más bajos instintos.





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Larry David. Temporada 8

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Los amigos y enemigos de Larry David no pertenecen a mi ecosistema funcionarial. Ellos, por ejemplo, no miran el precio de los artículos cuando bajan al supermercado. Compran lo que les apetece y ya está. Supongo que la mayoría, en su juventud, cuando soñaban con triunfar en el show business o con emparentar con alguien que triunfara, sí sabían lo que era una oferta o una marca blanca de confianza; pero ya llevan tanto tiempo despreocupados de las etiquetas que han olvidado incluso los conceptos. 

Y quien dice una tarrina de helado o unas lonchas de jamón dice un Mercedes último modelo o un hotelazo en las Bermudas. De entre las muchas definiciones que distinguen a los ricos yo creo que ésta es la más simple y funcional: no mirar el precio de las cosas cuando a uno le apetecen. (Y sí, ya sé que también hay proletarios del mundo que se comportan como manirrotos. Pero ellos, que no son ricos de cartera, si son, al menos, millonarios de espíritu).

Quiero decir que yo, como bolchevique que soy, siempre votando al ala más dura de las candidaturas electorales, debería de sentir repelús por esta gente que lo tiene todo y se queja por naderías. Las tramas de “Larry David” siempre son gilipolleces que alteran por minutos o por horas la vida de estos fulanos y de estas menganas. Casi nunca es nada trascendental o definitivo. En el mundo de Larry no existe el subsidio de paro, la Seguridad Social, el colegio cochambroso, el restaurante sin recepcionista.. Y sin embargo, no sé por qué, me siento uno más de la pandilla. Podría ser la envidia cochina, pero no. Son... algunos gestos. Larry, por ejemplo, que vive podrido a millones gracias a los royalties de “Seinfeld”, siente que le apuñalan el alma cuando le sacan 200 dólares para apoyar una causa benéfica o para reponer una camisa manchada de vino. Y no es tacañería: es el recuerdo vivo de sus años de postulante. Larry tiene mucho dinero, pero no ha olvidado su valor. Yo creo que en el fondo es un buen hombre además de un genio de la comedia. 

En la serie hay más hombres justos como él, pero Lenin Yahvé, con su solo ejemplo, ya había decidido no arrasar Beverly Hills desde los cimientos. 





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The Game

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Hay películas mudas y sonoras, en color y en blanco y negro, del cine clásico y del cine moderno... Y también con teléfonos móviles o sin ellos. Para mí, éste es el cuarto eje de coordenadas que permite orientarte en el tiempo y en la trama. Vamos a llamarle el eje T. 

La saga de “Star Wars”, por ejemplo, parece muy futurista pero de hecho no lo es: en las letras del inicio ya nos recuerdan que la familia Skywalker vivió hace muchos años y que por eso nadie lleva un teléfono móvil para pedir la ayuda de un X-Wing o curiosear un poco en el Instagram del Emperador Palpatine. Sólo los Jedis y los Sith, gracias a los midiclorianos, son capaces de establecer llamadas telepáticas usando las redes de la Fuerza. 

“The Game” está rodada en los primeros tiempos de la Revolución Celular y por eso el teléfono-ladrillo de Nicholas Van Orton -que podría ser el primo de Gordon Gekko que vive en San Francisco- va casi siempre sin cobertura y muy justito de batería, lo que es imprescindible para la trama. La película se estrenó en 1997 y yo empecé a ver teléfonos móviles por la calle en 1996, en Toledo, quizá por la proximidad a la clase ejecutiva y depredadora de Madrid. Aquellos primeros viandantes enajenados eran como los Van Orton de La Mancha, siempre parloteando mierdas bursátiles y experiencias en restaurantes. Recuerdo que muchos les mirábamos con el gesto torcido y les llamábamos gilipollas entre dientes... 

Media vida después, unos con el último iPhone y otros con el aparatejo que entra gratis en el contrato -porque sigue habiendo clases y cada vez están más distanciadas- todos somos los mismos zombis en manos de los traficantes de datos. Vamos a gusto en la burra peno no se nos escapa la trampa y la mercadería. La experiencia con los teléfonos móviles se parece mucho a la experiencia de ver “The Game”: entretiene la hostia y está hecha de puta madre, pero tienes que dejarte engañar -hacerte un poco el bobo- para disfrutar plenamente de la experiencia. 




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Zodiac

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Recuerdo que vi “Zodiac” en unos multicines muy poco cinéfilos de León. Las imágenes de la primera escena se veían borrosas, desenfocadas, como de pesadilla de las víctimas que mueren, o de enajenación del psicópata que dispara. Pero luego salían los policías en sus comisarías y los periodistas en sus redacciones y la película seguía pareciendo una melopea de David Fincher en Nochevieja. Esto ya no era cosa del flashback ni de la narrativa peculiar: algo se había jodido de verdad en el proyector. 

Miré a los demás espectadores buscando un reflejo de mi extrañeza, pero la mitad estaban al móvil o al recuento de palomitas en el cartón. Y la otra mitad, la supuestamente cinéfila, seguía la película como si tal cosa, impertérrita, pensando quizá que aquello era un homenaje a Jean-Luc Godard. Nadie carraspeaba, nadie silbaba, nadie movía una ceja. Parecían drogados, o atontados, muñecos de cera puestos por la empresa para crear sensación de éxito comercial.

Abandoné la sala a riesgo de perder el hilo de las pesquisas y me topé con un encargado que pasaba por allí. 

- Pues gracias, caballero, no sabía nada, no se preocupe, pero sepa usted que nadie hasta ahora se había quejado, y que si no le gusta la película puede irse a su puta casa y esperar a que salga en DVD. Muchas gracias por su aviso, ahora mismo se lo digo al proyeccionista. 

Regresé a la sala y a los pocos minutos alguien manipuló el objetivo del proyector y las imágenes se volvieron diáfanas e inteligibles. Nadie en la sala carraspeó, ni aplaudió, ni exclamó "ya era hora" o algo parecido. Yo flipaba en colores, pero “Zodiac”, con su enredo de investigaciones criminales, no dejaba mucho tiempo para flipar. A la media hora, cuando todo parecía encauzado, la imagen se volvió a desenfocar. No tanto como la primera vez, pero lo justo para despertar de nuevo mi cabreo y mi perplejidad. Pensé en volver a reclamar, pero desistí del intento. Me iban a tomar por un desequilibrado, por un Zodiac de León con ganas de buscar camorra para asesinar. Solté varios tacos entre dientes y me despatarré en la cómoda butaca. Fue la última vez que pisé aquellos cines. He visto "Zodiac" muchas veces en DVD. Sigue siendo un peliculón.






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Perdida

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1. “Perdida” es una película estrenada en 2014. El movimiento #MeToo nació en octubre del 2017. David Fincher, por tanto, tan listo como es, se adelantó tres años a la imposibilidad de rodar una película como ésta. Bueno, rodarla sí; otra cosa hubiera sido el éxito comercial, o la crítica comprensiva en las webs muy concienciadas. A saber qué hubieran escrito sobre “Perdida” les crítices del diario “Público” o de “elDiario.es”. ¿El motivo?: según Irene, Ione & Pam, las mujeres como Amy Dunne no existen. Es más: no pueden existir. Son un imposible metafísico. Sólo la mente perversa y podrida de un machirulo es capaz de imaginar y plasmar a semejante demonio psicopático.

2. En el año 2000, 17 años antes del #MeToo, Arturo Pérez Pelo en Pecho escribió lo siguiente en su novela “La carta esférica”. Lo de los "martillazos" -soy consciente- suena muy feo, aunque sea como metáfora, pero yo creo que explica perfectamente la relación que une al matrimonio Dunne en “Perdida”:

- Imagínate un reloj... Un reloj que sea preciso detener. Tú y yo lo pararíamos como cualquier hombre: dándole martillazos. La mujer no. Cuando tiene la oportunidad, lo que hace es desmontarte pieza a pieza. Sacarlo todo a la luz, de modo que nadie vuelva a ser capaz de recomponerlo. Que no vuelva a dar la hora jamás... Por Dios. Las he visto... Sí. Desmontan para siempre el mecanismo de hombres hechos y derechos con un gesto, una mirada o una simple palabra [...] Ellas te matan y sigues andando y no sabes que estás muerto.

3. Tengo un amigo al que he estado a punto de dejar varias veces porque siempre está rajando de las películas de David Fincher. Cada vez que se mete con “El club de la lucha” o con “El curioso caso de Benjamin Button” me dan ganas de levantarme, bloquearle y negarle el saludo para siempre. Pero sé que si le fuerzo un poco, si le desgrano muy despacio los argumentos, acaba confesando su -parcial- admiración por don David. 

Acabo de darme cuenta de que nunca hemos hablado sobre “Perdida”. El próximo día la sacaré a colación. Puede que sea el principio de una gran amistad o la traca final de esta relación sin solución. 



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