Sing Street

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El problema de “Sing Street” es que su director y guionista, John Carney, no sabe muy bien cómo terminarla. Y es una pena, la verdad, porque hasta entonces navegábamos de puta madre por las canciones. Camino de un clásico instantáneo e irlandés, como el café.

La historia de amor entre Conor y Raphina es muy bonita, nos conmueve, nos hace recordar nuestra propia adolescencia -bueno, la de los que triunfaron con las titis- pero está condenada al fracaso y a la despedida. Yo creo que la escena final es una metáfora muy obvia del naufragio venidero... Conor tiene catorce años, aparenta quince, y aunque es verdad que toca la guitarra, compone canciones y es un echado p’alante que da gusto verlo, es imposible que al final se lleve el corazón de esa belleza de dieciséis años llamada Rapinha, que aparenta veintitantos y además vividos con mucha intensidad. (De hecho, mientras veía la película, me sentía culpable por desearla, aunque fuera desde este platonismo inocuo de mi edad, y tuve que parar en la segunda escena para comprobar que Lucy Boynton, la chica de la cara perfecta y la sonrisa desarmante, pasaba holgadamente la edad permitida para el deseo). 

Rapinha -a la que el corrector de Word, culé de toda la vida, intenta hacerme pasar por Raphinha, el jugador del Barça- es mujer para otro tipo de triunfadores. Conor tendría que destacar en la jungla musical de Londres para que ella se quedara a su lado presumiendo de maromo. Si no, hará valer la diferencia de edad y el valor superior de su belleza para ascender varios escalones por la pirámide aspiracional. Las cosas son así. El juego de la biología es igual en Irlanda que en las Seychelles.

Yo también me enamoré con trece años de una chica de quince que bailaba la “Dolce Vita” de Ryan Paris en la juve-disco de León . Se llamaba Rosa y estaba llena de espinas para los menores. El capullo de su hermosura lo reservaba para los capullos que arrimaban cebolleta y la sacaban al menos dos años y una cabeza. Yo era un tolai sin guitarra, lo sé, pero ni tocando con la guitarra mil canciones de amor y un poema desesperado podría haberla convencido de su error. 





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Once

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1. En mi desmemoriada memoria, “Once” era una película en la que salían mucho las calles de Dublín. Y como estuve por allí este verano me dio el siroco de volver a verla y recordar. Lo llaman SPT, Síndrome Postraumático del Turista, y consiste en agarrarse a los recuerdos cuando llega la pringosa realidad de trabajar. 

Pero luego, a la hora de la verdad, sólo se ve un poco Grafton Street y el parque anónimo donde vive la chica checa Markéta. La plaza O’Connell y los turisteos aledaños apenas se atisban desde un autobús. Migajas. El resto de la película transcurre en los apartamentos suburbiales y en un estudio de grabación donde ambos enamorados buscan el reconocimiento musical. Es Dublín, sí, pero podría haber sido Manchester, o Cerdanyola, y nos hubiera dado un poco lo mismo.

2. ¿Bonita historia de amor? Esto es un puto drama... No sé qué película han visto los demás. Glen y Markéta son dos almas destinadas a entenderse: los dos son músicos, jóvenes, modernos, medio hippies... En el mercado del amor los dos tendrían una nota parecida. Se merecen el uno al otro, sin celos tontos ni fatales desequilibrios. Sintonizan con una simple mirada. Conectan. Otras parejas ya se notan averiadas al primer vistazo, pero ellos no. Y sin embargo, los dos componen sus canciones pensando en los amores que se fueron y que aún luchan por recuperar. No se entiende: la novia de Glen le puso los cuernos con su mejor amigo y el marido de Markéta decidió quedarse en Praga a beber cervezas con los amigotes. Ralea. Gente que no merece la pena. Y sin embargo, ellos preferirán lo malo conocido a lo bueno por conocer. Un par de cobardes entrañables, pero lamentables. 

3. El próximo verano voy a tomar clases de guitarra española. Está decidido. Dentro de la dificultad, y sin caer en el ridículo de la flauta dulce, me parece el instrumento más asequible a mi torpeza. El acordeón o el violín me parecen directamente una tecnología extraterrestre. Una vez que aprenda a manejarme con cuatro acordes me lanzaré a la calle a cantar mis propias canciones de amor traicionado. Raro será que alguna Markéta de la vida no se acerque al menos a curiosear. Ya cruzo los dedos.





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La hija de Ryan

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En mi cinefilia hay lagunas imperdonables y achaques de la memoria. Redundancias idiotas y páramos sin cultivar. Es por eso que hace tres semanas, en Irlanda, al pasar el autocar por la playa de Inch, yo iba pensando en las musarañas cuando una pareja de ancianos catalanes que se sentaban a mi lado -y que sabían, por conversaciones previas, de mi enfermiza cinefilia- me señalaron la playa y me dijeron:

- Ahí se rodó “La hija de Ryan”. Preciosa película. Qué recuerdos... Pero bueno: nos imaginamos que ya lo sabías.

Estuve a punto de mentirles pero al final les confesé que hacía muchos años que no veía “La hija de Ryan” y que sus imágenes se me habían borrado de la memoria. No quise añadir que en mi recuerdo la película era un ladrillo de muy mala digestión... A otros les hubiera mentido -a una mujer en edad de merecer, a un soplapollas, a cualquiera que me hubiera apuntado el dato con un retintín de sabihondo- pero a ellos no. El día anterior yo les había dado la turra con los parajes cinematográficos de Connemara y ellos admitieron sin dobleces su ignorancia. Noblesa entre cavallers.

Al regresar al desierto de España lo primero que hice fue descargar “La hija de Ryan” de las alforjas de la mula. Encontré una versión de casi nueve gigas, subtitulada, de una belleza preservada. Y más de tres horas de metraje... Un tostón de campeonato, como me temía, más allá de cuatro escenas donde Sarah Miles no queda claro si es mujer nacida de otra mujer o un ángel del cielo que se perdió en una tormenta sobre Irlanda. 

“La hija de Ryan” pertenece a un tiempo perdido de salas de cine con mil butacas y ambigús para entretener el intermedio. Más de medio siglo después se ha convertido en una antigualla. Pero en ella he encontrado el lugar donde quisiera retirarme -ya mismo, si tuviera los dineros- y morirme en paz alejado de los hombres. Y de todas las mujeres menos una. Es la casita del maestro Shaughnessy, en la península de Dingle, frente al océano desencadenado. La construyeron para la película y hoy en día es una ruina. Creo que pertenece a la familia del otro Ryan, el de Ryanair, y que andan en pleitos con el condado para restaurarla. El paraíso maltrecho.





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El prado

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En el gaélico de Asturias la tradujeron como “El prau”; en nuestro gaélico de León, “El prao”. Es más o menos lo mismo. Porque todo esto también es gaélico, imperio celta, según nos explicó nuestro guía en el viaje por Irlanda. Uno de los viajeros -¡maldito sea por Odín!- se atrevió a decir que qué pintaba León dentro de esta antiquísima comunidad. Que por aquí todo eran secarrales, y campos infinitos de lúpulo, y que el verde de los praderíos sólo se daba más allá de la cordillera. El guía, que además era compatriota mío, cazurro de pura cepa, prefirió no responderle...

Antes de viajar a Irlanda un amigo asturiano me dijo: “Bah, aquello es como Asturias, pero más grande”. Y no andaba desencaminado: desde el autocar vimos prados como éste de la película a miles, innumerables, tapizando las laderas y las llanuras, y no eran muy distintos de los que se ven en las tierras de los astures y los cántabros. Los irlandeses tienen el agua por castigo y con la que les sobra elaboran la cerveza. 

Todo en Irlanda era, en efecto, más o menos parecido, pero al llegar a Connemara, que es donde Jim Sheridan rodó “El prado”, se acabaron de pronto las similitudes. Connemara es un paisaje extraterrestre. De pronto tomas una curva y ya no estás en los verdes de los celtas, sino en otros verdes más suaves y desafiantes. Menos fértiles. Lunares. Un paraje de ensueño. Brigadoon sin fantamas ni bailarines. Pero también un paisaje donde te imaginas los años del hambre, los de la ausencia de patatas, y comprendes que tú en verdad jamás has pasado necesidad ni has luchado por sobrevivir. 

“El prado” no es sólo la historia de un cabestro obsesionado con su terreno -que encima no es suyo. Es también una historia sobre la eterna desafección del apellido. Ningún hijo sale como una espera. Nuestro ejemplo sirve de poco y nuestro ADN ya se encuentra diluido. La mezcla genética, por mucho que nos esforcemos, es única y protestona. Sigue su propio derrotero. La mayor desgracia de Toro McCabe es no saber aceptar esta verdad palmaria. Lo del prado y el americano es un asunto casi secundario.




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Fariña. Temporada 2

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No sé si sale en “Fariña”. Quizá lo mencionan de pasada o sale en segundo plano. No lo recuerdo. Me extrañaría porque yo estaba muy atento a su aparición. También es verdad que son muchos los narcotraficantes implicados y todos llevan un mote que duplica su presencia. Pero Marcial Dorado, por los años 80, también traficaba con fariña por la ría de Arousa. De hecho, leo en internet que él también empezó trabajando para el tal “Terito”, el godfather de todos estos delincuentes. 

Dorado empezó conduciendo una lancha motora y luego fue ascendiendo en el escalafón. La carrera militar. De cuatreros de tabaco a émulos de Pablo Escobar. No me extrañaría nada que hubiera compartido putas y borracheras con Sito Miñanco y los otros paletos analfabetos. Los números, sin embargo, siempre se les dieron de puta madre. Gente de ciencias, ya ves.

Al tal Dorado tardaron veinte años en trincarle. Puede que al final fuera el más listo o el más suertudo. O el más protegido... Pero mientras delinquía sin ser detenido, todo el mundo en Galicia sabía a qué se dedicaba. Su nombre salía embarrado una y otra vez en los periódicos. El único en Galicia que no lo sabía, que no se enteraba, que vivía en la inopia feliz de sus cojones, era Albertito, que por aquel entonces ya era un alto cargo de la Xunta y se iba de vacaciones con Marcial Dorado a esquiar por Andorra o a conducir yates por las rías. 

Si “Fariña”, la serie, termina en 1990 con la operación Nécora, la foto en la que Núñez Feijoo maneja con suma campechanía el timón de Dorado -qué metáfora- data de 1995. Se filtró a los medios en 2013 y Dorado ya llevaba 10 años en la cárcel. Albertito, en las entrevistas -todas de guante blanco, of course- fue cayendo en las habituales contradicciones: que no lo conocía, que lo conocía un poquito, que una vez fueron juntos de vacaciones pero ya no recordaba a dónde, que era su amigo pero que no le constaban sus actividades delictivas... Mierda sobre mierda. Y, por supuesto, el encubrimiento cómplice de la prensa del Movimiento.

Ahora entiendo por qué nunca se rodó la segunda temporada de "Fariña".



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Juego de lágrimas

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La hija de una amante que yo tuve -casi siempre es la misma amante cuando hablo de bragas y braguetas- me dijo una vez que yo no me acostaba con mis amigos porque en el fondo era un homofóbico perdido. Un carca lamentable. Me lo dijo a la puta cara, sin cortarse ni un pelo, casi con aire desafiante. “Te veo demasiado viejo para mi madre”, añadió. Aparte de ser una maleducada, estaba tan pasada de rosca como ella. Me lo dijo en la cocina, tomándonos un café, con el mismo tono de evidencia que emplearía para decirme que se había posado una mosca sobre las galletas.

La hijísima sostenía que la compenetración conducía, indefectiblemente, a la penetración, y que el hecho de que luego ésta fuera anal o vaginal era un detalle sin importancia. Lo importante es el amor, subrayaba. Ella vivía en Madrid, en una especie de comuna pansexual como aquella de Charles Manson -o algo parecido- y yo, en cierto modo, envidiaba esa vida loca donde cualquier chispa te conducía a la cama con los gustos sexuales abolidos. Qué suerte, la de ser deseado todo el tiempo y casi por cualquiera, y saber responder cortésmente como un humano evolucionado del siglo XXIV.

Me acordé de aquel insulto cuando en “Juego de lágrimas” se descubre el pitote y Stephen Rea comprende que su amor acaba de ser calcinado por un rayo inesperado. La novia, ay, era él, como en aquel clásico de Cary Grant. Stephen Rea no es homofóbico, pero tampoco es homosexual, y cuando le propone a Dil  que pueden seguir siendo amigos ella lo entiende perfectamente. Las taradas como aquella chica pre-podemita no abundan mucho en el ecosistema. Aunque van criando, van criando, poco a poco...

El ambiguo Jaye Davidson se marcó el papel de su vida en “Juego de lágrimas”. Su carrera fue corta pero nunca le olvidaremos. Stephen Rea también se hizo inmortal gracias a su papel. La parte de confuso sexual es que la borda, el muy jodido, y la otra, la de terrorista irlandés, supongo que la ensayaba en casa con su mujer, Dolours Price, aquella histórica activista del IRA que se convirtió en el mito pelirrojo de todos sus compañeros: bellísima, peligrosa, guerrillera hasta el final.





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El viento que agita la cebada

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1. Este verano pagué muchos jayeres para que me enseñaran Irlanda entera en una excursión organizada. From coast to coast, de norte a sur, de la Irlanda Libre a la Irlanda del Norte... Lo vimos casi todo, pero no lo fundamental, que era la aldea de Cong, inaccesible con nuestro megalómano autocar. Fue allí, en la mítica Innisfree, donde Sean Thornton y Mary Kate Danaher consumaron los polvos homéricos que todavía retumban en la mitología de los irlandeses. Me cagué hasta en los dioses más sagrados de los celtas, pero lo acepté con la resignación cristiana de los normandos invasores. 

Lo otro que no vimos -por razones que prefiero imaginar logísticas y no crematísticas- fue Cork y su condado. Nos dijeron que bueno, que tampoco era para tanto, pero hoy, viendo “El viento que agita la cebada”, he quedado boquiabierto ante los paisajes y he descubierto en el IMDB, soliviantado, que todo esto, hasta donde abarca la vista de la cebada, es condado de Cork que otros turistas más afortunados sí descubrieron. Ba mhaith liom mo chuid airgid ar ais.

2. Los nacionalistas irlandeses siempre nos conmueven en las películas. Su causa nos parece romántica y cargada de razones.  Debe de ser que nunca hemos visto las películas británicas que los ponen a parir. A provincias sólo llega el trébol victorioso del conflicto. Yo admiro su desprecio por la vida y su amor por el terruño, pero jamás hubiera pegado ni un tiro por desalojar a los ingleses. Soy un puto cobarde y un conformista lamentable. Para echarme al monte los británicos tendrían que haber violado a mi mujer, fusilado a mi hijo y decretar proscritos los colores del Madrid. Algo así. Si no, me daría igual. 

Si ahora mismo España fuera invadida, qué se yo, por los macedonios, y nos impusieran su lengua y su cultura, pues mira, a adaptarse tocan. Mientras no me quiten el trabajo y los hospitales sigan funcionando, yo estoy dispuesto a aprender el macedonio a marchas forzadas. ¿Que prohíben el uso de mi nombre y lo sustituyen por su versión en macedonio? Qué más da. Yo sigo siendo yo. ¿Qué ahora las decisiones importantes se toman desde Skopie y no desde Madrid? Me importa tres narices. Da igual desde dónde manden. Siempre mandan los mismos. 





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Mi pie izquierdo

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Lo primero que dijimos cuando anunciaron "the winner is... Daniel Day-Lewis" fue: 
- Verás que lío subir a este hombre al escenario con la silla de ruedas, y a ver luego quién le entiende el discurso con la parálisis cerebral.

 Pero solo un segundo después vimos al tal Daniel levantarse de su butaca y caminar con paso firme hacia el estrado y comprendimos que el hijo puta nos la había metido hasta el duodeno. Llevábamos meses pensando que era una injusticia que hubieran nominado a un actor paralítico para hacer de... actor paralítico, y el tío, lejos de eso, era un británico sanote y sonriente que dejaba a las mujeres turulatas y a los hombres acomplejados.

En esos meses de puro desconocimiento, de cinefilia cateta y atrasada, llegamos a decir que aquello era como nominar a un pobre bobo para hacer de bobo. Una broma de mal gusto. A las provincias aún no habían llegado “La insoportable levedad del ser” o “Mi hermosa lavandería”, así que Daniel, para nosotros, era un auténtico desconocido. Un año antes no nos creímos del todo a Dustin Hoffman haciendo de autista porque incluso aquí, en los secarrales periféricos, ya sabíamos que Dustin Hoffman era el tipo que se había travestido de mujer en “Tootsie”. Y aun así, alguno llegó a pensar que algo grave le había pasado antes de rodar “Rain Man”: un ictus, una sobredosis, una hostia de campeonato en la cabeza. 

Aquella noche de los Oscar, ya repuesto de la sorpresa, me dediqué por entero a cultivar mi indignación: Daniel Day-Lewis le había robado el premio al profesor Keating, algo así como robárselo a mi padre, y ni siquiera hoy, 34 años después de aquel latrocinio, puedo ver “Mi pie izquierdo” sin tener presente a Robin Williams en mis oraciones. Oh, capitán, mi capitán. 

(Casi nadie se acuerda ya de que la adolescencia de Christy Brown la interpreta un chavaluco que se retuerce y coge la tiza como si también fuera paralítico. Un genio. Es un actor irlandés de nombre Hugh O'Conor. Aprovecho este foro sin transeúntes para hacerle un pequeño homenaje ante la Tumba de los Actores Olvidados).




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