A muerte

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Chico encuentra chica, chico pierde chica, chico recupera chica... Es el argumento más viejo del mundo. Y sin embargo funciona. Sólo hay que vestirlo con nuevos colores. Nunca falla porque es la vida misma y los espectadores nos vemos reconocidos. 

Qué es la vida, sino buscar, encontrar, conquistar -las pocas veces-, perder, buscar de nuevo... Al menos para los hombres. Las mujeres solo tienen que asistir al desfile de candidatos y elegir con su dedo de señalar. Así es como funciona en nuestra especie y está bien que lo recordemos de vez en cuando. El intercambio de papeles que predican los posmodernos -y sobre todo las posmodernas- nos despista mogollón.


Viendo “A muerte” recordé aquella cita de Marcel Pagnol que recogía Fernando Trueba en su “Diccionario de cine”:

- En el cine no hay más que un argumento: un hombre encuentra a una mujer. Si follan es una comedia. Si no, ¡es una tragedia!


“A muerte” es una comedia. No desvelo nada porque no hay más que mirar su cartel promocional. La serie tiene un trasfondo trágico, eso sí, porque el protagonista sufre un cáncer de corazón y no las tiene todas consigo. Es un cáncer de verdad, biológico, no uno metafórico de corazón roto o abandonado, que es mucho más frecuente entre la población. De hecho, lo padecemos un 70% de los encuestados. Para sanarlo unos tiran de sustancias, otros de meditación y otros de ficciones que nos llevan hasta la medianoche y nos meten dulcemente en la camita.

La tontería de “A muerte” es que ni siquiera el actor que defiende su cáncer se cree que esto vaya a terminar en una defunción. Una vez establecido el tono de comedia, la tragedia sería como pegarse un tiro en el pie. Los ejecutivos de Atresmedia y de Apple TV no iban a permitir tal atrocidad. Lo hemos aprendido viendo en paralelo “The Studio”. Esa sí que es buena. “A muerte” es Verónica Echegui dándolo todo y lo demás gracietas bobas que dentro de un mes habremos olvidado.




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La huida

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Después de ganar la Copa de Europa, el sueño más bonito es huir, huir muy lejos, con la chica de tu vida, al otro lado de la frontera o al otro lado del mar. Pero no hay que ponerse tan poético: a veces, en las huidas más modestas, basta con cruzar el límite autonómico o provincial. 

Sea como sea, el sueño es huir, huir con un maletín lleno de pasta o al menos con una tarjeta que te permita comer y repostar en las gasolineras. Y pagar el servicio de Google Maps en el teléfono... Y luego, por la noche, tras la larga jornada de huida, dormir el erotismo en hoteles no demasiado. No hay romanticismo que resista un par de noches de mal dormir. Sobre todo a ciertas edades. La aventura está muy bien pero requiere ciertas comodidades.

Y si no se puede huir -porque hay trabajos que atender, y obligaciones contraídas, o no existe un tratado de extradición con el Paraíso- huir al menos con el espíritu, y con la intención, mientras el cuerpo presta servicios al orden establecido. Pero si se puede -porque somos millonarios, o teletrabajamos, y además se nos da de puta madre el inglés- huyamos hasta encontrar una cabaña en el bosque o un bungalow en la Cochinchina. También nos valdría un iglú calefactado o un ático en el skyline más alejado de los viandantes. Cualquier cosa que ponga distancia con los locos y los profetas. Con las inquisidoras y los meapilas. Ahora como siempre. Encontrar la paz en un regazo y cortarse la lengua cuando empiece una discusión. 

“La huida” se parece mucho a “Corazón salvaje”, que es mi película preferida de David Lynch. También va de una pareja que huye atravesando el desierto de Texas y siguiendo el camino de baldosas amarillas. Su destino es el otro lado del arcoíris, que también es un sitio cojonudo para pedir asilo político o existencial. Allí nadie mira, o no mira el tiempo suficiente. 




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La balada de Cable Hogue

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“La balada de Cable Hogue” era una de las películas preferidas de mi padre. El lo decía así, tal cual, “Cable Hogue”, y no “Queibol Jou”, como sería menester. Mi padre también decía “Jon Vaine”, y “James Estevart”, y no se ruborizaba en absoluto. Es más: si le corregías no entendía nada. Él simplemente leía lo que ponía en los rótulos. Lo de no pronunciar bien el inglés es una vergüenza posmoderna, muy de gentes ilustradas y del siglo XXI. 

Mi padre trabajaba en el cine Pasaje y veía gratis las películas que allí se estrenaban. Con un sueldo de mierda y un horario de esclavo lacedemonio ése era su único aliciente laboral. Y ni siquiera era una alegría completa, porque siempre las veía comenzadas, quince o veinte minutos después de encenderse el proyector, cuando abandonaba la portería ya confiado en que nadie más iba a comprar una entrada. 

De hecho, cuando yo iba a ver las películas que él me recomendaba, o que la censura de la época me permitía, mi padre me preguntaba por las escenas que él siempre se perdía. Pasaban años antes de que esas películas se estrenaran en televisión y él pudiera recobrar los recortes desclasificados. Era un poco lo de “Cinema Paradiso” con los besos.

Una vez pasaron “La balada de Cable Hogue” por la tele y nos dijo que había que cenar antes de sentarnos a verla. Otras veces, si la película no le interesaba gran cosa, la veíamos entre los platos y las conversaciones. Pero con sus películas preferidas eso era un pecado mortal. Yo hago lo mismo cuarenta años después. El buen cine no es ocio, sino eucaristía sacrosanta.

Recuerdo que la historia de Cable Hogue le sacó una risa tonta y una pequeña amargura. Respecto a sus hijos le daba igual que hubiera tiros sanguinarios o que se viera un poco de pechuga. Lo importante era ver buenas películas. Una vez le pilló un coche camino del trabajo y yo pensé que quizá había visto su futuro en el final de la película. Mi padre odiaba los coches tanto como Cable Hogue, casi tanto como yo, pero lo cierto es que no murió en aquel accidente. Aún vivió algunos años más, de otra dolencia más enraizada, solitario y amargado en su propio desierto.




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Pat Garrett y Billy el Niño

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Sabía que no me iba a gustar. Y no me gustó. O solo lo justito, sin dejar ningún poso en el espíritu. Justo igual que la primera vez que la vi, hace ya muchos años. Me alimenta el jeto de James Coburn y su cachaza de tipo curtido en cien tiroteos. Y poco más. Me entra la sonrisa tierna cuando veo la pintura roja de Titanlux saliendo por las heridas: ese cutrerío sanguíneo que yo nunca vi de niño porque la tele de mis padres era en blanco y negro proletario.

En la película suena de fondo “Knocking on Heaven’s Door” cuando un vaquero herido de muerte llama a las puertas del Cielo y le dicen que no encuentran sitio para él. Sale incluso el mismísimo Bob Dylan disfrazado de pistolero, chupando cámara para darle un empujón comercial a la película. Es todo muy raro... Menos mal que la Wikipedia siempre está a mi lado en los momentos más aburridos de la cinefilia, y que puedo ir leyendo en ella la historia real de Pat Garrett y Billy el Niño para llevarme al menos un aprendizaje a la cama: el salvajismo de estos psicópatas convertido en mito y en atracción para los turistas que vienen de Dakota. 

Sabía que iba a perder el tiempo y sin embargo lo perdí. ¿Por qué? Pues porque soy gilipollas, claro. Porque a veces pienso que la culpa es mía y no de las películas. Porque recaigo en la idea de que soy yo el defectuoso, el insensible, el cinéfilo que no aprecia lo que otros sí saben apreciar. El farsante. Es una fustigación idiota, pero me fustigo. 

Lo que pasa es que en las ondas electromagnéticas llevaban semanas dando la matraca con Sam Peckinpah. Debe de ser el aniversario de su muerte, o de su nacimiento, no sé. Carlos Boyero contaba el otro día que una vez salió de copas con Peckinpah por los bares de Madrid. Boyero hablaba de su alcoholismo, de su mala uva, de su carácter pendenciero, y de cómo reflejaba todo eso en sus westerns crepusculares y en sus películas ultraviolentas. Y en un momento dado, seducido sin motivo alguno, me propuse rescatar las mismas películas que ya había visto de joven y que apenas me dejaron una imagen suelta o un tiroteo tempestuoso. 

No soy yo, quiero decir, sino las malas compañías.





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Grupo salvaje

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En “Grupo Salvaje”, William Holden es un señor mayor que sueña con perpetrar un último atraco para retirarse al otro lado del Río Grande, comprarse una granja, casarse con una azteca complaciente y dejar que los días transcurran tranquilos y alejados de los peligros. Como mucho, y si la buena suerte no acompaña, un encuentro malhadado con un bandido mexicano o con una serpiente de cascabel. Nada que un buen Colt del 45 no pueda solucionar en un par de segundos inspirados.

Cada vez que se sube al caballo, William Holden emite un quejido como de hombre ya molido por la vida, con los huesos endurecidos y las articulaciones pidiendo lubricante con urgencia. Al tercer quejido -y a la tercera risotada de sus compañeros bandoleros, los del grupo asalvajado- me doy cuenta de que sus gruñidos son iguales que los míos cuando me subo a la bicicleta los sábados por la mañana, y los domingos de guardar, en esta guerra ya perdida de antemano contra el michelín irreductible. No puede ser, me digo: William Holden es un señor muy mayor, ya a punto de jubilarse, mientras que yo todavía suspiro por amores de fin de verano, todavía no otoñales de octubre o de noviembre

En una pausa tontorrona de la película -hay unas cuantas, por mucho que los nostálgicos opinen lo contrario- agarro el teléfono móvil como si desenfundara mi propio revólver y consulto la Wikipedia para averiguar la edad de William Holden en el momento del rodaje. Me quedo de piedra -desértica y polvorienta- cuando descubro que Holden tenía por entonces 51 años, mientras que yo acabo de cumplir los 53. Y pienso: o él está muy ajado o yo no acabo de asumir mi propio deterioro. 

A partir de ahí, “Grupo salvaje” transcurre ante mis ojos con la única intención de fijarme en las decrepitudes de William Holden -un hombre atlético, vigoroso, pero también un alcohólico de cuidado- para luego compararlas con mi imagen en el espejo mientras me lavo los dientes antes de dormir. ¿He dicho dormir?: más bien, esta noche, por culpa de "Grupo salvaje", un insomnio interrumpido de vez en cuando por sueños inquietos y decadentes.





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The Studio

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Aún estamos en mayo, pero por mí ya estaría: “The Studio” es la mejor serie del año. Dudo mucho que venga otra igual. En el negociado de las comedias desde luego que no. 

Seth Rogen y sus guionistas han dado con una fórmula imbatible. “The Studio” es frenética, divertida, demencial... Es imposible dejar un episodio a medias. Hacía mucho que no toqueteaba el teléfono en mitad de una función: siempre hay un agujero en la trama, un marasmo, una tentación de huir antes de regresar. Pero aquí no: en “The Studio” no hay excusas para el bostezo o para la dispersión del espíritu. Comienzan a hablar y ya estás inmerso en las correrías. Ya eres uno más de la pandilla y te lo pasas de puta madre. 

A este lado de la tele todo es una pura carcajada, sí, pero allí, en ese Hollywood recreado, todo es motivo de despido o de meterse otra raya para funcionar. En “The Studio” no hay más que proteína y vitamina saludable: pura chicha de personajes al borde del infarto . 

Sospechamos que esta pandilla de miserables que dirige "Continental Studios" está sacada de la más cruda realidad. Puede, incluso, que la realidad sea mucho peor y que haya cosas que no se puedan ni apuntar. Pero nos da igual. “The Studio” es un canto de amor a las películas. Es incluso didáctica para los que amamos las ficciones por encima de todas las cosas. A estos tipos se lo perdonamos todo. Nos da lo mismo que sean unos peseteros, unos egoístas, unos chulos, unos traidores... Unos hombres deleznables o unas mujeres viperinas. Ellos hacen las películas, y las series, y nosotros besamos por donde pisan con sus zapatos italianos. A ellos les debemos nuestro regocijo, nuestra escapatoria, nuestra salud mental. Son más importantes que los curas, que los psiquiatras, que el 97% de la gente que nos rodea. 

Cuando llega la hora bruja, ellos abren la puerta de nuestra jaula para que volemos durante un rato con las alas extendidas. Sabemos que sólo lo hacen por la pasta, pero les pagamos encantados. Benditos sean.





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Chinas

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Aquí, en el Valle de La Pedanía, tan lejos del barrio de Usera, apenas se ven ciudadanos chinos por la calle. Y si ves alguno, lo más seguro es que venga desde Pekín, de peregrino, buscando el perdón de los pecados por el camino de Santiago. 

La Pedanía no es tierra de promisión para los chinos de la China. Para casi nadie de fuera en realidad. La única minoría inmigrante que ha echado raíces es la caboverdiana, tres generaciones después de que aquellos valientes vinieran a trabajar en las minas de carbón. Los chinos primigenios abrieron un par de bazares y de restaurantes y desde entonces han ido sobreviviendo sin expandirse. No ha habido efecto llamada ni nada parecido. No hay ni media calle, en este entramado urbano, que puedas llamar “barrio de Chinatown”, como en las películas americanas o en los extrarradios de Madrid.

Aquí, tan lejos de la capital de la provincia, caló muy fuerte la tontería de que en los restaurantes chinos sólo servían carne de gato o de abuelete no incinerado, y que disimulaban su sabor con la salsa agripicante. Desde entonces, la clientela que ha mantenido más o menos el negocio es justamente la que también vino desde muy lejos, desde el otro lado de las montañas. De León, por ejemplo, como es mi caso de maestro destinado. Los nativos del Valle son todos de sota, caballo y rey cuando llega la hora de comer: empanada, pulpo y botillo. Les sacas de ahí y el universo se contrae ante sus ojos asustados, que casi se achinan, de puro estupor, ante la presencia de otras sugerencias.

En la capital del Valle acaban de reabrir un restaurante chino que antes naufragaba y la cosa parece que funciona. Lo han puesto muy chuli, la verdad, pero no demasiado asiático en la decoración, sin dragones ni farolillos rojos para no asustar a los nativos. Aun así, sólo ves gente joven comiendo los sábados al mediodía. Ni siquiera las camareras tienen ya rasgos asiáticos. Es probable que los dueños lo hayan vendido todo y se hayan ido a vivir al lado de estas chavalas chinas de la película, tan entrañables y tan desubicadas.




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Black Mirror: Eulogy

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Al contrario que Paul Giamatti en “Eulogy”, yo no guardo ninguna fotografía de mis amores extinguidos. Ni de los que ellas cancelaron ni de los que yo mismo cancelé. Es mejor así. Lo recomiendan en varias webs del desamor y yo sigo fielmente su consejo.

El personaje de Paul Giamatti es un sentimental al que se le retuerce el corazón cuando abre sus cajas de zapatos. Pues mira: él se lo ha buscado. El almacenaje es un error de manual. Sólo sirve para refocilarse en el dolor o para descubrir errores mayúsculos e irreparables. Lo mejor en estos casos es la tolerancia cero con los recuerdos. Yo, por ejemplo, no conservo ni fotos alegres ni fotos tristes. Ni siquiera aquellas -una de cada veinte- en las que salía medio guapo para luego reaprovecharlas. No guardo fotos en el ordenador, ni en el teléfono, ni en el OneDrive... Mis nubes sólo admiten amores en desarrollo. El puro presente. Mi pasado, cuando se quema, no produce ni humo: es una de las ventajas del mundo digital.

Mi objetivo final es que los recuerdos se diluyan y que las caras se emborronen. Yo sería el cliente más entusiasta de esa tecnología prodigiosa que se anunciaba en “¡Olvídate de mí!”: una extirpación quirúrgica de la memoria. Pagaría lo que fuese -es un decir- para que no quedara ni rastro de los amores extinguidos. Como si nunca hubieran existido. Un agujero negro que yo luego podría achacar a un hostión con la bicicleta o a una melopea de campeonato. Una amnesia extraña pero de beneficios incalculables para la salud.

Al traidor ni agua: ése es mi lema. Porque al final todos los amores terminan en una traición. La tuya, o la suya, o la compartida. Las promesas de amor eterno deberían estar prohibidas por la ley y sin embargo seguimos escupiéndolas porque la carne es débil y el espíritu se ve obligado a disimular.

Sin fotos puedes olvidar poco a poco el rostro que te apuñaló. Sin fotos, el rostro que apuñalaste tampoco puede reprocharte ya nada.





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