Eva al desnudo

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Ni Eva sale desnuda -la traducción correcta sería “Todo sobre Eva”- ni Eva es el personaje al que da vida Bette Davis. Los distribuidores españoles siempre se han tomado... licencias literarias.

De hecho, antes de verla por primera vez, yo pensaba que “Eva al desnudo” había sido una película escandalosa masacrada por la censura. “La dolce vita” de los americanos. Y no es nada de eso: es una película tan modosa en las formas como perturbadora en los fondos. Cine clásico del bueno. Un poco el reverso del cine moderno, que es provocador en los envoltorios pero muy acomodado en los mensajes.

Coincidía, además, que yo en mi juventud vivía muy enamorado de mi vecina del 4º, que se llamaba Eva como la antiheroína de Mankiewicz, o como la madre bíblica de nuestra especie. Eva, además de ser guapa y simpática, era un año mayor que yo. Es decir: una chica inalcanzable. Un sueño de película. Cuando nos cruzábamos por las escaleras -porque no teníamos ascensores en la Rue del Percebe- yo pecaba contra el sexto mandamiento y me la imaginaba desnuda como aquella Eva de Mankiewicz que yo todavía no había visto... Mi vecina también era Eva al desnudo, como la Eva de Durero, o como aquella Eva de “El Parvulito” que salía tapada por las hojas del arbusto.

“Eva al desnudo” casi no es una película, sino una obra de teatro. Las escenas “en exteriores”, que son dos y media, las despachan con unas transparencias tan cutres como las que usaba don Alfredo. Pero qué película, en cualquier caso. “Eva al desnudo” es la apoteosis de las lenguas viperinas y de los egos desbordados. Va del  terror a envejecer y de la prisa por triunfar.  Hay celos y venganzas, trepas y canallas, prostitutas valientes y hombres agradecidos. A un lado del estrellato vive Margo, que es Bette Davis con su voz de cazallera; y al otro lado, la Eva de marras, que es Anne Baxter con su vocecilla de mosquita muerta. Eva no tiene ni una mala palabra ni una buena acción. En eso tiene la sabiduría siniestra de las monjas.





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El Pingüino

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Antes de que "El Pingüino" cayera en el vacío argumental más absoluto -la hostia por la hostia, la violencia por la violencia- al principio la cosa molaba porque el personaje se parece un huevo a Jesús Gil cojitranco. Estos showrunners seguramente no tienen ni puta idea de quién fue nuestro don Jesús, azote de comunistas y dueño de pelo en pecho de la Costa del Sol, pero es como si hubieran dado con un hermano gemelo que emigró a Gotham City cuando comprendió que en El Burgo de Osma no había oportunidades para trapichear a lo grande con la mandanga. 

En el plano corto, Colin Farrell, irreconocible con la gomaespuma, se parece más al muñegote de Jesús Gil que ladraba improperios en Canal +. Porque también es eso: la voz. Es como si hubieran pagado los derechos por imitarla. Aunque el Pingüino hable en inglés, cierras los ojos y te vuelven a la mente los puñetazos con aquel tipo del Compostela, y los plenos del ayuntamiento de Marbella, y los baños de burbujas junto a las inolvidables Mamachicho que eran como clones de la princesa Leia al lado de Jabba el Hutt. 

Las referencias con la mafia, incluso con la mafia interestelar, son circulares y darían para tomarse veinte cafés y un copazo desesperado.

De hecho, a partir del tercer episodio, y ya pasado el efecto nostálgico de don Jesús, "El Pingüino" funciona como una parodia más o menos intencionada de "Los Soprano". Vuelves a cerrar los ojos y ahora es la voz de James Gandolfini la que profiere las amenazas y calcula los beneficios empresariales. El Pingüino y Tony Soprano comparten un físico osuno, una presencia que acojona y una madre que está lunática perdida. Si Tony operaba al este del Hudson, Oswald, en la orilla oeste, también tiene familias rivales que enfrentar y prostitutas medio voluntarias que atender.

¿Y Batman? Ni está ni se le espera. Porque Batman, no hay que olvidarlo, es un asqueroso millonario que solo actúa cuando la violencia alcanza los barrios ricos de la ciudad. Mientras las desgracias afecten a la purrela del extrarradio no le compensa ni encender el foco de su batpresencia. 




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Starlet

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Leticia Dolera no gana para disgustos con las películas de Sean Baker. Si “Anora”, en su opinión, era una campaña de captación de prostitutas, “Starlet” solo puede ser propaganda de captación de actrices  pornográficas. El caso es tentar a nuestras hijas con oficios donde se gana dinero a cambio de desnudarse y de dejarse follar por un maromo con tatuajes. 

Para esta Leticia de la realeza combativa, Sean Baker va de cineasta comprometido cuando en realidad es casi -casi- un corruptor de menores. Pudiendo ser abogadas, o ingenieras, o incluso astronautas como nuestra Sara de León, Sean Baker, al que deberían pedir explicaciones en sede parlamentaria, o al menos gravar con aranceles sus películas indecentes, parece empeñado en proponerles que lo tiren todo por la borda y que se dediquen a complacer nuestros deseos sexuales como hacían nuestras madres menos preparadas, o nuestras abuelas incautadas por los pueblos, pero cobrando dinero, eso sí, para darle un toque de modernidad a la sumisión.

A Leticia Dolera debe de joderle mucho que a Jane, la protagonista de “Starlet”, no le parta la cara ningún chulo de la industria pornográfica. Que la traten con respeto en los rodajes y que le paguen dólar por dólar lo que viene estipulado en su contrato. Leticia Dolera debió de gritar barbaridades cuando Jane, en una escena de la película, le explica a su vecina que le gusta su trabajo y que de momento, con 21 años, sin estudios que la avalen y con poca suerte en los castings de Hollywood, prefiere aprovechar esa belleza que Dios le ha regalado hasta ver cómo evolucionan las nubes del futuro.

A Leticia Dolera le cuesta entender que Sean Baker simplemente mete su cámara -perdón por la expresión- en los territorios ambiguos donde actrices como Jane, o prostitutas como Anora, protagonizan cuentos muy tristes de princesas de arrabal venidas a menos. Sus vidas son muy jodidas pero al menos, en estos casos, las protagonizan por su propia voluntad. ¿Un sector minoritario? Seguro que sí. De mostrar realidades abusivas ya se encargan otros cineastas y también se lo agradecemos.





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Tangerine

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Sean Baker es un cineasta del neorrealismo. Los personajes de "Tangerine", por ejemplo, no roban bicicletas ni trapichean con cartillas de racionamiento, pero sí se prostituyen por las aceras o conducen taxis por barrios muy sucios y peligrosos. En las clases desheredadas cada uno se apaña como puede.

El neorrealismo de Sean Baker no es italiano, sino de Los Ángeles, pero también da para mucho porque Los Ángeles, en sus películas, parece casi tan grande como Italia. Una ciudad tan eterna como Roma pero en un sentido geográfico y no precisamente espiritual. 

Los Ángeles parece un infierno de calles rectilíneas que nunca desembocan en una glorieta o en una rotonda que rompa la monotonía. Parecen llegar hasta el infinito transitando por barrios cada vez más marginales y cada vez más alejados de Dios Nuestro Señor. Y es justo ahí, en esas periferias insondables, donde Baker ha encontrado su mundo particular. La otra América sin vaqueros ni superhéroes, ni cómicos de Nueva York

Sean Baker, por fortuna, no es un moralista ni un misionero. No es un cura insufrible ni un plasta modernito. Él planta la cámara y se limita a mostrar el paisaje y el paisanaje. Y el cielo del atardecer, que en "Tangerine" es de color naranja y le da a las escenas un tono de infierno desvaído y algo compasivo: un lugar donde Dios aprieta pero no ahoga a esos pecadores que después de todo son hijos suyos y sólo buscan un puñado de dólares y unas sobras de cariño. 

Si no fuera por el color y por el montaje, Baker podría ser el tataranieto cineasta de los hermanos Lumière, que plantaban el trípode, le daban a la manivela y dejaban que los espectadores -incluida Leticia Dolera- juzgaran por ellos mismos las cosas más o menos chocantes que contemplaban. "Tangerine" también se podría haber titulado “Llegada de las prostitutas transexuales a la parada del autobús”, o “Taxista armenio buscando pollas que chupar”: cosas así, descriptivas al estilo de los Lumière, quizá provocativas pero reales como la vida misma, 




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Red Rocket

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Ayer por la mañana, mientras recorría el valle montado en bicicleta -y muy consciente del acolchamiento genital que me protege del sillín- me dio por pensar qué pseudónimo habría usado yo si de joven, en el esplendor en la hierba, pero con un desnudo más presentable que éste que Dios me dio, me hubiera metido a actor porno para ganarme la vida hasta sacarme la oposición o ser contratado por los curas en el mismo colegio de mi infancia (si es que nadie, ni seglar ni sacerdote, me reconocía al saludarme).

El protagonista de “Red Rocket” es conocido en su mundillo con el sobrenombre de Mickey Saber, que quiere decir que el tío la tiene tan larga como un sable y que resiste con ella, sin apenas mella, y con un mínimo de cuidados, mil combates gozosos contra la carne. La verdad es que el tío te deja pasmado cuando en una escena echa a correr desnudo y más parece un ente tripódico venido del espacio que un ser humano bendecido con los genes de la genitalia. 

Y aunque en rigor no es mejor por ser mayor o menor -como cantaba Javier Krahe-, a ningún tonto le amarga un dulce y a ningún hombre le desagrada un regalo de la naturaleza. Ya no es el rendimiento, jolín, sino el fardar, y la seguridad que te confiere. Con un arma así, escondida en la recámara, las mujeres tienen que notar algo distinto en tu mirada, una audacia poco común y seductora. 

No voy a poner aquí, desde luego, las cien ocurrencias que me vinieron sobre la bici: unas por marranas, otras por idiotas, y otras porque me quedaron la mar de presuntuosas. Lo importante es que durante unos kilómetros anduve entretenido con la tontería y no pensé ni en el calor ni el fatiga. 

Luego, mientras me tomaba un café reparador en el pueblo de Casadiós, quise buscar una reflexión profunda sobre “Red Rocket” y sobre el cine de Sean Baker en general. Pero no la encontré. Este diario tampoco va de eso. Aquí todo es análisis superficial y tontorrón. Las grandes cuestiones morales de nuestro tiempo -¿es lícito ver porno, hacer porno, banalizar con el porno?- se las dejo a Leticia Dolera y a otras madres de la Iglesia que ahora mismo se preocupan por nuestra alma. 





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The Florida Project

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Para que Disney World -o cualquier otro paraíso artificial- funcione y salga rentable tiene que haber gente que limpie los retretes por cuatro duros y además sonría agradecida. Lo otro sería comunismo o Estado del Bienestar. Un anatema. El turismo que todos disfrutamos se sostiene sobre la precariedad y la mordaza. 


“The Florida Project” está rodada justo al lado de Disney World, pero la cámara se las apaña para que los cuentos de hadas y los castillos de ensueño nunca aparezcan en el horizonte hasta que llega la última escena. Sólo alguna vez, cada mucho tiempo, Cenicienta se permite el lujo de convertirse en damisela y pasear por su propio castillo. Y experimentar, por una noche, la bonita sensación de ser servido y no tener que servir.

En un edificio residencial que no llega a ser de mala muerte -pero que tampoco es, desde luego, de buena vida- residen varias mujeres maltratadas por la vida. Todavía son jóvenes y resueltas, pero llevan tantas cornadas en el alma como tatuajes en el cuerpo. Para comer, y para que sus hijos coman, ellas se desloman, o trafican, o se prostituyen. Es neorrealismo americano del siglo XXI. Sin embargo, para Leticia Dolera, “The Florida Project”, como “Anora”, seguramente es  otra campaña de Sean Baker para reclutar prostitutas vocacionales. Ay, Leticia...

Mientras estas mujeres del lumpen se drogan en sus apartamentos o se amorran a la tele para olvidar tanta penuria, sus hijos e hijas, libres como conejos, en el tiempo infinito de las vacaciones de verano, corretean por la periferia de Disney World sableando al turista o haciendo gamberradas. Son demasiado pequeños para tener conciencia de que están viviendo en el bando de los perdedores. De niño uno no sabe nada sobre las clases sociales. Mientras haya helados y juguetes de plástico todo va bien y nadie se rebela. La infancia es un paraíso tan feliz e ilusorio como ese complejo de Disney World que se levanta apenas a dos kilómetros de la marginalidad.  




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Enemigos públicos

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Cuando los ricos se roban entre ellos se produce lo que los historiadores llaman un "período de calma". El capital cambia de manos en las altas esferas sin que aquí abajo, entre el populacho, nos enteremos de gran cosa. 

Pero estos paréntesis de paz social no suelen durar más allá de una década. A veces menos. Tarde o temprano los ricos firman una tregua y juntan sus ejércitos para saquear a las clases menos favorecidas. Es lo que los historiadores llaman "crisis económicas". A los pobres que vivían tan felices con su pobreza ahora se les exige vivir en la miseria, y es entonces, en el cabreo, cuando se lanzan a la revuelta callejera e incluso a pedir el comunismo si el hambre se hace tan universal que surge la fraternidad entre las masas. 

Cuando la lucha de clases se vuelve caliente y sangrienta, siempre surge la figura de un Robin Hood que roba bancos o asalta diligencias para hacer al menos un gesto de restitución. Son gente como Dillinger, o como el Dioni, o como el propio camarada Lenin, que nacionalizaba los sectores estratégicos atusándose la perilla.

En Estados Unidos, en los años de la Gran Depresión, John Dillinger fue el héroe trágico de los norteamericanos que se quedaron sin tierras o sin trabajo en las fábricas: vagabundos de las carreteras que buscaban un empleo cualquiera para subsistir: vendimiar las uvas de la ira, por ejemplo, o los cojones del hartazgo. "Quien roba a otro ladrón, cien años de perdón", decían las clases humilladas cuando leían que Dillinger había vuelto a atracar otro banco con la ametralladora Thompson de cien balas por minuto. 

Pero Dillinger, como tantos otros, fue un falso profeta de los pobres. Un Robin Hood de pacotilla. Los únicos que vieron un duro de lo que robó fueron los dueños de las tabernas y las prostitutas con las que Johnny desfogaba el exceso de testosterona. Un delincuente puro y duro al que Michael Mann, en la película, ni siquiera trata de explicar. Ni biografía ni contexto histórico. Nada de nada. Un remake camuflado de “Heat” pero ambientado en la época de los sombreros borsalinos. Todo muy entretenido y en verdad muy poco didáctico.




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Tiempo de victoria: La dinastía de Los Lakers. Temporada 2

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La serie iba de puta madre pero termina casi de sopetón. Es como si hubieran dejado que el piloto en prácticas aterrizara el aparato. Me acordé del propio Kareem Abdul-Jabbar interpretando al copiloto enfadado  de “Aterriza como puedas”.

En mi inocencia de espectador satisfecho yo esperaba una continuación todavía por estrenar, con toda la pasta que había metido la HBO y todo lo que dieron de sí aquellos duelos de nuestra infancia. Pero “La dinastía de los Lakers” termina, sorprendentemente, cuando Magic Johnson y compañía aún daban sus primeros pasos en las victorias y en las derrotas. Te enseñan cómo perdieron las finales de 1984 contra los Celtics sempiternos y luego pasan a otra cosa como una mariposa de California. 

Me quedé de piedra cuando al final del último episodio salen unos cartelitos que explican qué fue de los personajes en los años venideros. Nos hemos tenido que enterar por la prensa de lo que pasó con los millones de la familia Buss y el método revolucionario de Paul Westhead; con el reinado repeinado de Pat Riley y el récord de puntos ya superado de Kareem. Y también -porque es el leitmotiv de la serie- con la amistad postrera que unió a Magic Johnson y a Larry Bird después de tantas miradas asesinas y tantos motherfuckers sobre la cancha.

Es como si los showrunners hubieran pedido un tiempo muerto y de pronto los ejecutivos de HBO les hubieran pitado el final del partido. Un coitus interruptus. ¿Razones económicas? Lo más seguro. ¿Bajas audiencias? De cajón. También es muy posible que el algoritmo, como el césar de Roma, torciera el pulgar hacia abajo y decretara que ya estaba bien de sacar machirulos ochenteros en calzoncillos. Demasiado follarín compulsivo y demasiada mujer subordinada. ¿Cheerleaders moviendo el culo y fulanas persiguiendo a tipos millonarios? Un despropósito moral. Un mal ejemplo para la juventud del siglo XXI. Un negocio ruinoso. 

De todos modos, esta aventura -completa- ya nos la habían contado en aquel documental de la ESPN titulado “Los mejores enemigos”. Y en el libro "Showtime” que sirve de base a esta serie y que un buen amigo de estos andurriales me recomendó.




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