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La habitación del pánico
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Yo también tengo una habitación del pánico en mi casa. Y ya ves, sin vivir en Central Park ni nada parecido. La mía es una casa modesta, de renta asequible, al borde justo de la civilización. El pueblo, La Pedanía, ni siquiera aparece en Google Maps... Y sin embargo, cuando alquilé la casa, descubrí que venía con una habitación para refugiarse de los males del mundo. Es ésta misma en la que ahora escribo, y luego leo los libros, y duermo por la noches con la profundidad de los niños.
Parece una habitación normal, con su puerta convencional, sus paredes de yeso, su ventana que da a los campos cultivados... De hecho, mi casero, que construyó la casa con sus propias manos, no tiene ni idea de este asunto. Porque ésta es una habitación más mental que física. Un simbolismo de mi vida retirada. También es verdad que por algún efecto acústico aquí llegan muy amortiguados los ruidos del tráfico, y como además no hay vecinos dando po’l culo ni dándose po’l culo, aquí uno encuentra algo muy parecido a la paz de los conventos. Te puedes concentrar en la dificultosa tarea de hacer algo, o en la trabajosa tarea de no hacer nada y rascarte la barriga.
Mi habitación del pánico no serviría para encerrarse y llamar a la policía si una banda de ladrones entrara a robarme. Pero qué iban a robar aquí, los albanokosovares con pasamontañas, si Eddie y yo sólo tenemos mantas con pelos, y libros, y sartenes baratas del supermercado. No hay nada que rascar: no hay cash, ni relojes de lujo, ni joyas de la abuela. Es una habitación del pánico para huir... del pánico. Del mal tiempo metafórico. Del miedo y de la duda. De las experiencias chungas. De las hostias de la vida. De los sinsabores. De las meteduras de pata. De los giros del destino.
Mi habitación del pánico es más un convento de monje que un búnker de paranoide. Pero es, sobre todo, un refugio para descansar de los amores torcidos, y de los retorcidos. Un sanatorio mental donde ya no azuza el deseo, ni vibra el teléfono, ni acalambra la contradicción. Curiosamente, ellas también encontraron aquí su paz y su refugio, huyendo de hombres muy chungos o del miedo a la soledad. Aquí cargaron las pilas y luego siguieron su rumbo sin darme las gracias. El pánico por perderlas era sólo mío.
Seven
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Cuando se estrenó “Seven”, en 1995, yo estaba obsesionado con los pechos de R. Una lujuria de campeonato, de Primera División de los pecados capitales. John Doe me podría haber elegido perfectamente como cordero sacrificial.
Pero que no se me entienda mal: detrás de aquellos pechos -pluscuamperfectos en una esfericidad que yo adivinaba bajo las blusas, porque así, mondos y lirondos, nunca los llegué a ver- vivía una chica simpática y risueña, con un punto excéntrico que hubiera sido el contrapunto exacto a mi timidez. R. era del sur y ceceaba mucho al hablar, y yo me partía el culo con sus chorradas y con sus equívocos. Ahora que lo recuerdo, R. quizá bebía un poco demasiado.
Pero a mí me daba igual. R. no era ni guapa ni fea: simplemente no podías apartar la mirada cuando te hablaba. Era del Barça a muerte, pero eso no impedía mi loco deseo por ella. Es más, lo acrecentaba, porque yo era el único del grupo que poseía la llave mágica del Canal +, así que los domingos ella se autoinvitaba a mi salón para ver los partidos descodificados de su Pep, el Guardiola, por el que bebía los vientos futbolísticos y sexuales.
Venía sola porque a nadie más le gustaba el fútbol en aquella pandilla de progres y pre-marujas, y se sentaba a mi lado en el sofá para cantar los goles a favor -dando voces como una bendita pirada- o lamentar los que caían en contra -echándose sobre mi hombro para fingir que lloraba. Quizá nunca entendió que yo estaba enamorado porque jamás tuve una erección en su presencia. De joven, mi autodominio era casi de yogui, o de monje con cilicio.
Un día me propuso ir a ver “Seven” al cine porque sola -me dijo- se iba a cagar por la pata abajo. Por entonces yo ya tenía claro que R. sólo quería ser mi amiga y nada más. Ella se acostaba con hombres que eran la antítesis de mi persona: morlacos musculados, de mentes simples, con penes me imagino que caballunos... Aun así, antes de apagarse las luces del cine, yo miré sus pechos de soslayo un par de veces. Eran tan... prometedores. Pero luego cayó la oscuridad y durante dos horas, ni aun teniéndolos a treinta centímetros de distancia, volvía a acordarme de ellos. Una puta obra maestra, “Seven”.
Los amos del aire
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No es solo que sean valientes, compasivos, americanos de pura cepa... Es que además son muy guapos, los jodidos. Ellos, a diferencia de los malos, no bombardean sin mirar, no fusilan al tuntún, no violan a las aldeanas. Los aviadores del 100ª Grupo son los ángeles de la guerra. Solo con eso, y con jugarse la vida a los mandos del aparato, ya serían los reyes del folleteo en la base militar. Pero es que además tienen planta, maneras, sex appeal... Caminan como cowboys y sonríen como estrellas de Hollywood. Esa mezcla de olores entre el Varon Dandy y el residuo de queroseno tiene que ser irresistible. Son los Don Draper del aire. Los putos amos del aire.
Digo los actores, claro, porque al final del último capítulo, cuando comparan la foto del actor con la persona real que luchó en la guerra, te das cuenta de que aquellos pilotos pertenecieron a otra generación menos afortunada. En lo fenotípico, digo. La Gran Depresión los crio medio raquíticos o cabezones, sin yogures desnatados ni cereales enriquecidos. Algunos son guapetes, sí, pero con un deje de mustiedad. Podrían pasar el casting para una película que hablara de nuestra propia posguerra. Salen fotos de cuando se casaron con sus mujeres -casi todas conquistadas en Europa en plena fiebre del combate- y ves que ellas tampoco son muy guapas, chicas del montón aunque con un brillo inteligente en la mirada. Fue una generación muy doliente y resabiada.
Quiero decir que en “Los amos del aire” se han pasado cantidubi con el casting y eso inhibe mucho las emociones. Empatizas, pero no simpatizas (¿o es al revés?). Te chirrían las neuronas espejo. Se te van los ojos en los combates aéreos y en la resolución final de los destinos en suspenso. Apple TV se ha gastado una pasta gansa en un producto que no sé cuántas personas verán en realidad. Creo que en España tienen cuatro abonados y medio y yo no soy uno de ellos. Pero entre medias, digo, todo te da un poco igual: conversaciones inanes y machirulas entre fuckers con uniforme. El mundo ajeno e inalcanzable de las hombrías verdaderas.
Desconocidos
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En los Maristas tuvimos un compañero de clase que también perdió a sus padres con 12 años, y en un accidente de automóvil. como el protagonista de “Desconocidos”. Sucedió en la famosa curva de la N-630 donde luego se mató un médico muy afamado de León. Y no fueron los únicos: la curva tenía un apodo muy tétrico que ahora mismo no recuerdo. Siempre había flores frescas en la cuneta a modo de homenaje. No sé si en Inglaterra también tienen esa costumbre que te pone los huevos de corbata cuando pasas en bicicleta.
El nombre de mi compañero tampoco lo recuerdo. Es mentira que con la edad recuerdes con más claridad los tiempos escolares. El chaval era bajito, rubio, atildado, con una voz apenas arrugada por las hormonas. Es como si el trauma le hubiera aplazado el desarrollo. Se fue a la universidad como si nunca hubiera pasado por el bachillerato. No jugaba a ningún deporte, no participaba en conversaciones obscenas, no se metía con los curas cuando conseguíamos una distancia de seguridad. Pero tampoco parecía un prosélito de los cristianos, un futuro marista que ya hubieran captado los ojeadores, siempre a la caza de voluntades débiles y de culitos apretados. Nuestro compañero, simplemente, era rarito, amable, muy poco comunicativo.
Me he pasado todo la película tratando de rescatar su nombre... Me viene Luis, pero no era Luis. Hacía, no sé, treinta y tantos años que no me detenía en su recuerdo. Pero es como si “Desconocidos” narrara un poco su vida de después. Porque, además, estábamos convencidos de que X era gay, o algo gay, “con tendencias”, como decíamos entonces. Eran otros tiempos, sí, pero no tan hirientes como se dice por ahí. Es verdad que usábamos un lenguaje inadecuado, pero por dentro nos daba todo igual. Leyendo “El Jueves” y viendo películas aprendimos, sin que nadie nos enseñara, que allá cada cual con su verga y con sus predilecciones de frotamiento. Es verdad que usábamos mucho la palabra “maricón”, en plan rastrero y ofensivo, pero sólo si el tipo nos caía muy mal. Y éste no era el caso.
Robot Dreams
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“Robot Dreams” cuenta la historia de amor entre un animal antromorfo y un robot de compañía que venden en Ikea. Es una pena que la película esté dirigida al “público familiar” porque aquí había mandanga de la buena. De haber sido más explícita nos hubiera obligado a añadir dos letras a la retahíla LGTBIQ...: la P de los perretes y la R de los robots enamorados.
Es obvio, aunque no se muestre, que los robots de la película son muñecos sexuales y que los perretes que los compran están hartos de hacerse pajas en la madrugada. “Robot Dreams” es la versión Walt Disney de “Tamaño natural”... Y lo entendemos, claro, porque una propuesta sin edulcorantes hubiera fracasado en taquilla y no habría optado al premio Oscar de Hollyvood. (Por cierto: los medios de comunicación dan tanto la matraca cuando una película española opta al galardón que uno, sin quererlo, le coge manía sin haberla visto, seguro de que sus rivales son mucho mejores y de que aquí hacemos patriotismo incluso con la mierda de nuestros culos. Tienen que pasar varios meses antes de que se te deshiele el resquemor y descubrir que, a veces, tras las soflamas y las banderas al viento, había una buena película de verdad).
Hace años que Ana Botella ya sólo ve las películas que pasan por 13 TV y los bodrios lacrimógenos que rueda el converso de José Luis. Pero si viera “Robot Dreams” en compañía de sus nietos -o de sus bisnietos, ya no sé, porque estas familias consagradas a Cristo siguen procreando como si vivieran en madrigueras- doña Ana sería tan imbécil del culo que no se coscaría de la aberración sexual que aquí vemos todos menos ella.
Cuando se aprobó el matrimonio homosexual, doña Café con Leche llegó a vaticinar que algún día los socialcomunistas nos “obligarían” a yacer sexualmente con nuestras mascotas. Ya no peras con peras, sino manzanas con tornillos. Parecía muy imaginativa, Mrs. Ánsar, aparte de muy facha, pero no le da la cabeza para imaginar que en Nueva York, antes de que los enemigos de Jesús derribaran las Torres Gemelas, nuestras mascotas pudieran desfogarse con unos robots muy complacientes que vinieron del futuro.
O corno
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“Curas, guardias, chorizos y otras gentes de mal vivir”: en aquella portada del Makinavaja salían un obispo orondo y un picoleto con cara de mostrenco, y Maki y Popeye en representación de los chorizos. ¿Hemos avanzado algo en estos últimos treinta años? Pues sí, la verdad, un poco. Los curas van desapareciendo poco a poco del escosistema, los picoletos saludan y dicen buenos días cuando te interceptan en la carretera y los chorizos ya no te navajean en las esquinas sino que te atracan a través de las comisiones bancarias y de las subidas de los precios.
Pero en 1971, en los tiempos de “O corno”, los curas mandaban mucho en España. De hecho, eran los amos del país. Incluso los tecnócratas que se ocupan de lo económico pertenecían al Opus Dei y a sectas parecidas. Franco no era más que un muñeco sanguinario – el “Chucky del Ferrol”- al que un arzobispo manejaba con la mano metida por su culo. España, en 1971, era una teocracía iraní con ayatolás bien afeitados que llevaban un pin de Jesucristo en la solapa. Nada que envidiar.
La gente, acogotada por el catecismo, andaba bien jodida en lo sexual. Es decir: mal jodida. Se follaba poco, y mal, y a escondidas, y con consecuencias devastadoras para las mujeres en caso de embarazo no deseado. En caso de tal, las hijas de los hijos de puta volaban a Londres y de paso compraban unos cuantos discos que por aquí no se encontraban. Pero las hijas de los pobres se veían abocadas a la percha o a la “medicina tradicional” de las curanderas. España era como Rumanía en la película aquella... Tampoco nada que envidiar. Un medievo con suecas en Benidorm.
En esto del aborto, la verdad, tampoco hemos avanzado gran cosa. Ahora es legal, pero según donde vivas es impracticable en muchos kilómetros a la redonda. Y no siempre gratuito si te van cerrando las puertas en las narices. Es una puta vergüenza. Los médicos carcas aún siguen mandando lo suyo. De hecho, han heredado la moral de los ayatolás. Los fachas, como la vida, siempre se abren camino.
¿Y la película?: pues un rollo. La enésima producción española ensalzada por la crítica porque “hay que hacer industria”. Yo lo entiendo, pero es un engaño al espectador. "O corno" es, como mucho, una curiosidad. Menos mal que ahora, gracias a internet, también opinamos los hijos de la portera. Y de la partera.
Creatura
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¿Una película valiente? ¿Por qué? ¿Porque sale una mujer masturbándose en riguroso directo? No sé... estamos en el año 2024. Si nos atenemos a ese criterio, el Pornhub está lleno de gente valiente que filma sus autosatisfacciones. Un comando de kamikazes, vamos. "Creatura" no es la primera película "respetable" que muestra a una mujer con un dedo bajo las bragas. Menuda tontería de meritocracia.
¿Una película atrevida? ¿Por qué? ¿Porque sale una pareja hablando de sus cosas sexuales, que si ponte tú encima o no me toques de esa manera? Insisto: estamos en el año 2024. Lo raro es lo contrario. Ya no tiene ningún mérito cinematográfico ni humanístico. La educación sexual en los institutos -quien la tuvo- no sirvió para nada porque todo el mundo iba a descojonarse, a reírse del ponente, pero la educación sexual de la vida sí nos ha enseñado a dialogar y a capear los egoísmos. Una pareja sentada al borde de la cama -y no ejercitándose sobre ella- también forma parte de nuestra educación sentimental.
Entonces, ¿por qué tanta alabanza, tanto adjetivo, tanto aplauso casi unánime de la crítica? “Creatura” es aburrida como una paja sin deseo. Chas-chás y a otra cosa, mariposa. La otra película de Elena Martín, “Júlia ist”, era bastante mejor. Arrojaba más luz sobre el universo femenino. Tenía más enjundia sin resultar tan psicoanalítica.
“Creatura” no explica nada. El misterio de la sexualidad intermitente y caprichosa de Mila nunca se desvela. O a lo mejor se trataba de eso, de no desevlar. También entiendo que rodar una película sobre el deseo masculino es una suprema tontería. Nuestro deseo es lineal, constante, previsible. Es una ecuación de primer grado. Nos apetece siempre y a todas horas, como un “Seven eleven” abierto 24 horas. Entre y sírvase. El deseo femenino, en cambio, es un mandala, un fractal, un barroquismo de volverse uno tarumba. Y “Creatura”, en eso, nos deja como estábamos. Es más: lo deja todo más oscuro todavía. Un tocamiento subrepticio.