Tumbado a la bartola en la playa -mientras Jessica Paré, a su lado- se quema la piel perfecta en la inconsciencia cancerígena de los años 60, Don Draper lee estos versos de Dante:
Mad Men. Temporada 6
Tumbado a la bartola en la playa -mientras Jessica Paré, a su lado- se quema la piel perfecta en la inconsciencia cancerígena de los años 60, Don Draper lee estos versos de Dante:
Atraco a las 3
Hartos de contar
los billetes que otros roban a mano armada o evaden a la hacienda pública -que
viene a ser lo mismo- los empleados del Banco de los Previsores del Mañana
deciden autoatracar su propia oficina disfrazados de golfos apandadores y
ponerse los fajos por montera. El cabecilla de la operación, Galíndez -el
inmortal José Luis López Vázquez- es el único que anhela los millones para
llevar una vida de ricachón, porque como él mismo dice, ha nacido para ser
rico, y no puede renunciar a tener un Mercedes, a vivir en un casoplón, a visitar
las playas del Caribe al lado de una mujer rubia que no le ame por su belleza
interior, sino clara y sinceramente por su dinero. Ladrón, sí, pero honrado.
Los compañeros
de Galíndez, en cambio, se suman al plan para tapar los agujeros por los que
poco a poco se les escurren los sueños. Los dos milloncejos que les van a tocar
en el reparto no les van a cambiar la vida, ni ellos, tampoco, quieren
cambiarla. Sólo quieren vivir mejor, hacerse clase media, sobrellevar las
penurias insoslayables con más alegría y desahogo. Presumir ante el vecindario;
salir a cenar los sábados por la noche; comprarse un televisor; quizá, un coche
barato para viajar a la sierra los domingos, a respirar el aire puro y escuchar
los partidos del fútbol al mismo tiempo que el trinar de los pájaros.
Atraco a las
3 ha recobrado una vigencia inesperada. Hay algo en las caras de los
actores, algo de la necesidad y la amargura que esas gentes vivieron en la
posguerra, que está regresando a los rostros de los trabajadores, y sobre todo
no-trabajadores, que ahora son mayoría. Aún no pasamos hambre, pero ya estamos
empezando a comer mierda muy barata. En
un viaje de ida y vuelta que ha durado cincuenta años, estamos otra vez como al
principio, viendo pasar los billetes que otros desfalcan, o directamente
utilizan para limpiarse al culo. En esto se quedó la Transición, y la amada
Monarquía, y los primeros de Mayo de banderas rojas y banderas tricolores,
exhibidas en libertad. El 15-M, querido Pablo, ya es otra revolución fracasada.
Twin Peaks
Me empieza a aburrir, y mucho, Twin Peaks. Con el paso de los capítulos uno ha caído en la cuenta de que hay personajes troncales -muy pocos- que participan decisivamente en el misterio de Laura Palmer, y secundarios prescindibles -muy muchos- que sólo están ahí para hacer de americanos pintorescos, y estirar con sus pamplinas el chicle de los minutos. Al principio timorato, pero ahora ya sin complejos, voy pasando estas tramas sin chicha por el turmix del mando a distancia, acelerándolas sin piedad como persecuciones de policías y ladrones en la Keystone del cine mudo. Y lo hago sin que la historia principal se me despiste, o se me enfangue. Mal síntoma, pues, para una serie tan beatificada, a punto de obtener ya la santidad apostólica.
A propósito de Elly
A propósito de Elly es la película de Asghar Farhadi inmediatamente anterior a Nader y Simin. La encaro con la intención de aprender sociologías sobre la clase media iraní que, barba arriba, chador abajo, tanto se parece a la pequeña burguesía de aquí. Los personajes de Asghar Farhadi no son los paletos habituales que saca Kiarostami en sus películas, ni los ciudadanos de a pie a los que Panahi sigue por las calles. Farhadi rueda películas -no documentales agrícolas, ni seguimientos voyeuristas. Este hombre, aunque sea una costumbre desusada en el cine iraní, se presenta en los rodajes con un guión escrito previamente, con sus diálogos, sus descripciones, sus atmósferas sugeridas. Un cineasta clásico, sistemático, ¡occidental!, al que van premiando en los festivales del ancho mundo casi a regañadientes. Porque sus películas son cojonudas, y te dejan la amargura de lo inconcluso, de la flaqueza humana enfrentada a la tragedia.
Young adult
En Young adult, una escritora neurótica, treintañera urbana a punto de asomarse al abismo de los cuarenta, decide regresar al pueblo para reconquistar a su antiguo novio y sentar la cabeza junto a él. Harta de la vida disoluta que lleva en la ciudad, sueña con una existencia más sencilla y ordenada, alejada de los ritmos diurnos, y de las tentaciones nocturnas, que poco a poco la van volviendo loca.
Los comulgantes
Quien esto escribe dejó de escuchar la voz de Dios hace mucho tiempo. A los diez años tuve que elegir entre la misa dominical y el "Tiempo y marca" en el UHF, y no me lo pensé. Dios es redondo, y está hecho de cuero...
Exit through the gift shop
Uno pensaba que Exit through the gift shop iba a ser un documental enjundioso sobre Banksy, el grafitero más famoso del Street Art, personaje encapuchado y enigmático. Banksy es el autor de esas ingeniosas provocaciones que decoran los muros de varias ciudades, y que ya se han convertido en patrimonio artístico protegido, como pinacotecas al aire libre, como pinturas rupestres que dentro de algunos milenios sólo visitarán los expertos arqueólogos.
Bronson
No acierto a saber qué quería contarnos Nicolas Winding Refn en Bronson. Al principio de la película nos avisan de que vamos a ver una historia real, pero eso no ayuda mucho a la comprensión cabal de sus intenciones. El tal Charlie Bronson es un psicópata agresivo que lo mismo apalea a un compañero de celda porque éste lo ha mirado de reojo, que le clava un pincho al funcionario porque lleva muchos meses vegetando en la misma cárcel y ya le apetece un cambio de aires, con nuevas rejas a las que asomarse, y nuevos desconchones en la pared en los que fijar su mirada lunática. Más que un preso o que un loco, Bronson es un turista de las cárceles. Él transita feliz de un centro penitenciario a otro. Parece ansioso por batir un récord británico de traslados en furgoneta. O quizá, simplemente, es que le va la marcha, el desafío permanente a la autoridad, como aquel Paul Newman más pacífico y socarrón de La leyenda del indomable.
Matrix
La primera vez que vi Matrix pensé -sin mucho mérito intelectual por mi parte- que estaba viendo una adaptación moderna de los Evangelios. Neo vendría a ser la segunda encarnación del Hijo, el Mesías señalado por Morfeo el Bautista, para salvar a los hombres de su infausto destino. Pero esta vez no habría venido para redimirnos del pecado, porque ésa es tarea que los siglos han revelado inalcanzable, incluso para un dios tan poderoso, sino para librarnos de la tiranía de las máquinas, hijas evolutivas de la raza humana, nietas de aquellos monos que hace millones de años se rascaban las pulgas subidos en los árboles.
Neo, como Jesús de Nazaret, es al principio un hombre dubitativo y confuso, que sospecha, pero no termina de aceptar, el motivo trascendental de su muy altísima misión en la Tierra. O más bien en lo poco que ha quedado de ella, tras la guerra sin cuartel contra la Inteligencia Artificial. Neo sufrirá la traición de un discípulo que lo conducirá a la muerte. Neo resucitará gracias a la fuerza del amor. Redivivo, multiplicará por cien sus anteriores poderes, y se pasará las leyes de la física por el forro de sus asuntos, estirando la materia, falseando la gravedad, ralentizando o acelerando el tiempo a su antojo... Un nuevo superhéroe saltarín y kungfunesco, que ya no resucita muertos ni convierte el agua en vino, pero al que le bastan sus habilidades más modestas para zurrarles la badana a los antivirus con gafas de sol.
Hara-kiri
Me acerco a Hara-kiri imaginando una orgía sangrienta de samuráis que desenvainan sus katanas y cercenan miembros a diestro y siniestro, como en aquella 13 asesinos que vi hace unos meses, danzarina e hipercinética, que también dirigía este Takashi Miike de filmografía tan desmesurada. Pero me encuentro, para mi decepción, con una película sosegada y trágica donde los samuráis hablan mucho del honor y la justicia, en pláticas llenas de lirismo y de sobriedad. Pláticas que un occidental como yo, ajeno a la cultura de los japoneses, y ajeno a cualquier cultura milenaria que no sea la romana, encuentra difíciles de entender.
Deadwood. Temporada 1
Llego al octavo episodio de Deadwood desesperado y cariacontecido. Temo ser el único seriéfilo del mundillo que no sabe apreciar su complejidad ni su epopeya. No quisiera ser yo el forastero tontaina que sólo anduvo por Deadwood de paso, incompetente para hacer negocio donde otros se forraban. Insisto en los episodios con la fe ciega de un converso que quiere bautizarse en las frías aguas de las Black Hills. Pero noto que me estoy dejando algo muy importante en el camino polvoriento. Paseo entre las prostitutas y los mineros, entre los posaderos y los reverendos, y aunque escucho con atención todo lo que dicen, e incluso apunto ciertos diálogos en la libreta, no me llegan a interesar del todo sus asuntos. Y no es lógico. Deadwood debería ser el paraíso antropológico que tanto tiempo llevaba buscando mi misantropía. En ese pueblo caótico levantado con las maderas del quinto pino, el que no mata, roba; el que no miente, difama; el que no traiciona, espera mejor momento para hacerlo. Todo se hace y se deshace por el dinero, y por el orgullo. Como en la vida real, pero sin disimulos, a palo seco, en esa tierra sin ley que todavía espera al Gobierno de los Estados Unidos para poner orden e instalar una hamburguesería.
Y sin embargo, aunque ellos son la demostración viviente de la malignidad humana, no me creo a estos cabronazos, ni a estas arpías. Ni siquiera a este tipo, Al Swearengen, el dueño del puticlub principal al que Ian McShane eleva a la categoría de un Tony Soprano ancestral, de un Michael Corleone con mostacho decimonónico. No sé por qué, pero no logra provocar en mi ánimo los estremecimientos que otros espectadores juran haber sufrido... al oírle.
Le Havre
Me pasa con Aki Kaurismäki lo mismo que a los proletarios cuando prueban el caviar. Cuabdi por el azar afortunado de una quiniela o de una herencia de la tía logran acceder a los círculos exclusivos de los ricos. Que prueban las huevas y no les gustan. Que las prueban una segunda vez, convencidos de que ahora el paladar sí responderá a las expectativas, y les vuelven a defraudar. Que no terminan de pillarle la gracia a esta textura de mermelada con sabor a cojón de pescado. Piensan que a los aristócratas les gusta tanto porque es un manjar objetivo, indubitable, al que tarde o temprano será imposible resistirse. Como el whisky de malta, o las angulas verdaderas. Y lo prueban una y otra vez hasta que aprenden a dominar la repugnancia, y a fingir con elegancia en las reuniones sociales, convencidos de que allí todo el mundo miente respecto a los canapés.
Extraterrestre
Hoy he visto Extraterrestre, la comedia de Nacho Vigalondo que algunos tienen por rompedora y adelantada a su tiempo. El último grito de la marca España que arrasa en los festivales frikis de medio mundo. Y yo me pregunto, al finalizar, quizá asqueado por el calor creciente, por la fatiga paralizante, por las sonrisas bobaliconas del personal, dónde estaría la gracia de este invento si no fuera porque Michelle Jenner lo pinta todo con su belleza, y porque además enseña el bonito culo al que aspiran los tres papanatas que la pretenden. Como nosotros, en el mundo real, si ella fuera tangible y cercana...
Skyfall
Venía Skyfall muy recomendada por los entusiastas de la saga Bond, y también, de modo insospechado, por algún crítico respetable que ya está cansado de alabar los solipsismos iraníes y los sintoísmos coreanos. Hablaban maravillas de la actuación de Javier Bardem, de la dirección de Sam Mendes, del remozado Q y sus gadgtes ultramodernos y molones... Al final ha sido la misma película de siempre, entretenida y previsible. De nuevo la placentera sensación de estar abandonándote a un pasatiempo inocente y divertido; de nuevo, también, la amarga certeza de haber malgastado dos horas cuando despiertas de la hipnosis y descubres el truco del teatrillo.
Extras
En Extras, Ricky Gervais es un actor de reparto que se codea con las grandes estrellas en producciones importantes. Lo que pasa es que a él -porque ya es cuarentón, y bajito, y gordito, y ciertamente no muy espabilado- nunca le conceden la responsabilidad de recitar una simple línea de diálogo. Él, sin embargo, nunca se rinde. A pesar de las chanzas y ninguneos que sufre de continuo, su confianza en llegar a ser un actor de tronío permanecen intactas.
Enron: los tipos que estafaron a América
Avergonzado de no entender nada en las páginas color salmón, vuelvo a ver, después de siete años, Enron, los tipos que estafaron a América. Cuánto ha llovido desde entonces... ¡Y que poco ha nevado!, gracias al cambio climático que esta misma gentuza negó tres veces antes de que cantara el gallo, y se derritieran sus torvos argumentos.
La historia del cine: una odisea (y IV)
Termino de ver La historia del cine de Mark Cousins. Ha sido un viaje ilustrativo, pedagógico, a veces emocionante, con bonitos paisajes y confortables hoteles. Al guía británico le pongo un ocho de nota, como aviso a futuros turistas del documental. El señor Cousins ha resultado ser un hombre solícito, didáctico, sobradamente preparado. Nos ha llevado en volandas con su entusiasmo febril, con su timbre de voz tan peculiar. Sólo cuando se empeñaba en que conociéramos la cinematografía senegalesa, o puertorriqueña, o la de Pernambuco, se nos ha puesto un pelín plasta y pedante. Peccata minuta.
Casino Royale
Bostezo, disimuladamente, en la punta alejada del sofá, mientras Pitufo se lo pasa pipa con el agente 007 en Casino Royale. Es su primera película de James Bond y creo que el personaje le va a dejar marcado por algún tiempo. Daniel Craig es un fulano de rostro inquietante, psicopático, que lo mismo te vale para salvar al mundo que para cargárselo en una locura. No es un héroe de acción al uso. No tiene el aspecto bonachón de Jason Bourne, ni la ironía socarrona del teniente John McLane. Lo mismo que hace de bueno podría hacer perfectamente de malo, interpretando, por ejemplo, a un hermano gemelo que fuera el jefe supremo de Spectra.
La historia del cine: una odisea (III). Abbas Kiarostami
En The Story of Film, Mark Cousins habla maravillas sobre las películas de Abbas Kiarostami que hace unos años casi me costaron la salud y la razón. Mark llega a decir, en uno de su subidones de crítico exaltado, que el final del siglo XX fue “la era de Kiarostami”. Que ante la avalancha de efectos especiales y posmodernismos digitales, el director iraní fue el pérsico guardián de las esencias analógicas. "El más puro y clásico de los directores de su tiempo..." Pues bueno, pues vale, pues me alegro, como diría el Makinavaja. Si tuviera que elegir entre cualquiera de sus películas y Matrix -que era precisamente del año 1999, finisecular y finimilenial- yo, sin duda, me quedaría con los hostiones de Neo haciendo arabescos en el software de un ordenador. Soy así de vacío y de superficial.
Los Roper
Veo nuevos episodios descacharrantes del matrimonio Roper, al que tenía muy abandonado. Los veo junto a mi madre, que anda de visita en Invernalia, y que gusta mucho de estos revivals de las casas antiguas y los enseres pasados de moda. Entre risa y risa vamos filosofando sobre el paso del tiempo que dejó antiguos los vestidos, las decoraciones, las tecnologías de la comunicación casi decimonónicas.
Yo, de paso, me voy fijando en el aspecto decrépito y tontorrón del señor Roper. No soy capaz de calcularle la edad a Brian Murphy, el actor que lo encarna. Será después, en internet, cuando descubra que su calvicie, su estulticia, su fachada en general decadente y viejuna, respondían a tan solo 43 años de edad, en este año 1976 en que se rodaron los primeros capítulos. Hay, por supuesto, un afeamiento artificial debido al maquillaje, a la peluquería, a la actuación caricaturesca del actor, que encorva el cuerpo y adopta andares de artrítico prematuro. Pero tales trucos no tranquilizan mi ánimo. No se me va la cifra de la cabeza: 43. Apenas dos años me separan de este señor indudablemente mayor, pre-anciano. El señor Roper, cuando yo lo veía en la tele blanca y negra de mi infancia, era más un abuelete que un hombre. Un viejo divertido y maniático, mangoneado por esa arpía del buen corazón llamada Mildred, que siempre le reconvenía con el grito de “Yooorsss” que tanta gracia nos hacía. Un señor que en la sinestesia del olfato nos olía a Varón Dandy, y un poco a meados. ¿A qué huelo yo ahora, tan cerca ya de su edad? A sudor frío, quizá. A desodorante atropellado de la mañana taciturna. A desinfectante de hospital, en la lejanía cada vez más cercana de la enfermedad...
Tierra
Hay películas que a los pocos minutos ya se descubren como insufribles. Provocadoras fulminantes del bostezo. Tierra es una de ellas. Debí abandonarla justo tras la primera escena, cuando Carmelo Gómez, el desparasitador llega a la comarca y se encuentra a un pastor de ovejas herido en el monte, fulminado por un rayo, y en lugar de socorrerle, de montarlo en el coche, de llamar a la ambulancia que el gobierno autonómico todavía no ha suprimido, se lanza, con la aquiescencia estúpida del moribundo, a filosofar sobre la unión eléctrica y mística con la nube en el momento de la descarga. Sobre la espiritualidad inmanente de los electrones en la atmósfera. Sobre el aromático esplendor de un cagada de pato que abonará los campos sembrados de vides en la primavera. Qué sé yo... Es un diálogo absurdo, de una gilipollez supina, muy poética y profunda según la crítica especializada.
Vacas
Hace días que no salgo de este maratón del National Geographic dedicado a las tierras vascas. Después de seguir a Tasio en sus aventuras montaraces, me encuentro en la liga de fútbol con un derbi decisivo entre vizcaínos rojiblancos y guipuzcoanos txuriurdines. Un encuentro pasional disputado bajo la lluvia, sobre el césped verdísimo, como corresponde al paisaje ancestral que rodea al estadio de San Mamés. En mitad de la refriega recuerdo, en asociación libre, que hace meses que me aguardan las primeras películas de Julio Medem, asaltadas en un arrebato cinéfilo que pretendía dedicarle un largo ciclo. Una retrospectiva cronológica, minuciosa, destripada al mínimo detalle en este diario, y que luego, como sucede casi siempre, se quedó en una mera intención aplazada, pisoteada por otras urgencias, olvidada a los pocos días de haber brotado de mi escuálida voluntad.
Tasio
En la película Tasio- que es más bien un National Geographic sobre el vasco indómito del siglo XX- Anastasio nace, crece, se reproduce, y finalmente, suponemos, porque ese trance vital no se narra, o porque ciertamente es un espíritu inmortal de los montes, muere. Para ganarse la vida, Tasio lo mismo fabrica carbón vegetal que se dedica a la caza furtiva, o que cultiva un huerto, o que ordeña a las vacas. Este tipo es un todoterreno sin motor, allá en la Sierra de Urbasa. Ningún arte de la supervivencia le es ajeno. Inmerso en la guerra nuclear que Jrushchov y los Kennedy evitaron en el último instante, él hubiera sido uno de los pocos en salvarse. Un hombre que es capaz de tejer sus propias ropas, y de construir su propia casa, y de encontrar comida bajo las piedras, encabezaría, sin duda, una partida de supervivientes al estilo Mad Max, armado de boina y de escopeta recortada, defendiendo el valle de las agresiones externas, vecinales o castellanas, eso ya daría lo mismo, en la disolución definitiva de las fronteras...
El diablo viste de Prada
Qué me importan a mí -que vivo de ermitaño, en La Pedanía- las modas y los estilos. Las combinaciones de colores... La redacción de la revista Runway es para mí como la otra punta del cosmos, habitada por seres extraños e incomprensibles. Vivo a millones de años-luz de esta gente que viste a los famosos, a los ricachones, a las modelos que de vez en cuando pasean sus cuerpos en los cierres del telediario. Soy un hombre chapado a la antigua,y refractario a las modas. Lo mío son las rebajas del Carrefour, donde apaño las mismas prendas de siempre, siempre oscuras y muy baratas. Me visto para no ir desnudo. Todo lo demás no lo entiendo, o me la suda. Visto limpio y aseado, pero lo hago como un gañán de pueblo, ajeno a cualquier estética imperante. El diablo viste de Prada es para mí una marcianada de gente muy extraña y muy loca. Yo había venido aquí para rendir pleitesía a Anne Hathaway. Para hablar de ella en este diario y pormenorizar sus encantos y sus talentos. Pero no puedo: con Anne, aún a riesgo de parecer un hombre de las cavernas, un neanderthal poco evolucionado, es imposible ir más allá del gruñido del antropoide: uf, grrr, guau... Éste es mi rendido poema. Mi particular versión del Lord Byron enamorado. Es lo que hay.
La historia del cine: una odisea. (II)
Primero lo dijo de Yasujiro Ozu; luego de Jean Renoir; ahora de Alfred Hitchcock. Aún estamos en los años 40 de su Historia del Cine y Mark Cousins ya ha elegido tres veces al mejor director de todos los tiempos. Cuando lleguemos a los tiempos modernos, serán una docena de realizadores los elegidos. No cuento esto para reírme de Cousins. Al contrario: cuando habla de los cineastas que más le gustan, su entusiasmo resulta conmovedor. En estos arrebatos de pasión, Cousins abandona su atril de profesor puntilloso y se mezcla con la plebe que también cambia de opinión un día para otro. El crítico objetivo se disfraza de espectador armado con palomitas.
Iron Man 2
Acompaño a mi hijo en su fiebre gripal por los superhéroes y me trago, enterita, sabiendo de antemano lo que me espera, Iron Man 2. Ni el gracejo de Robert Downey Jr. ni los pechos postsoviéticos de Scarlett Johansson son capaces de mitigar mi aburrimiento. Pero es un fastidio dichoso y consentido. Ningún tiempo con Pitufo es tiempo perdido. Quiero creer que estoy sembrando en él la semilla del futuro cinéfilo. La carne de mi carne, y la sangre de mi sangre, transustanciada en celuloide. O en megabytes.
El mundo es nuestro
El “Cabesa” y el “Culebra” son dos arrabaleros de Sevilla algo cortos, semianalfabetos de la farlopa y de la mala vida que, sin embargo han comprendido la realidad de los humanos con cierta precocidad. A la fuerza ahorcan.