La ley de Comey

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Nuestras vidas se dividen en períodos de cuatro años. Los antiguos griegos ya conocían ese fenómeno regular de nuestras biografías, y celebraban los Juegos Olímpicos para clausurar una etapa de la vida e inaugurar la siguiente, admirando a los atletas untados en aceite que lanzaban el disco o la jabalina.

    Los griegos llamaban “olimpiada” al interludio de cuatro años en el que nacían y morían los amores, se declaraban y se cerraban las guerras, y se construían los monumentos para adorar a los dioses y a las ciencias. Ahora los Juegos Olímpicos ya no son lo que eran, y ya sólo los ponemos para admirar a las gimnastas, a los nadadores, a los americanos de la NBA, y a Rafa Nadal, si está por la labor. Nuestras vidas se siguen rigiendo por cuatrienios como en los tiempos antiguos, pero ahora son los mundiales de fútbol, y las elecciones democráticas, los eventos que ponen los hitos en el camino. Cada cuatro años se celebra un Mundial de fútbol, y uno siempre es el mismo, pero más curtido, más baqueteado, cuando se sienta en el sofá a ver el partido inaugural. Pasa lo mismo cuando hay elecciones generales en España, que uno se acuerda mucho de lo que estaba haciendo cuatro años antes, cuando fue a votar, y luego maldijo los resultados en la noche electoral. Uno estaba con Pepita, y Fulano todavía seguía vivo, y Mengano aún no levantaba dos palmos del suelo... En cuatro años da tiempo para todo. Caben muchos llantos, varias alegrías, la hostia de decepciones, y unas cuantas risotadas de esas que se recuerdan para siempre.

   Hace cuatro años que Donald Trump ganó las elecciones en Estados Unidos, y lo cierto es que en este periodo de tiempo nos ha sucedido de todo, en lo global, y en lo personal. Ayer, mientras veía “La ley de Comey”, yo recordaba aquella noche en la que Donald Trump se alzaba con la victoria. Mientras yo dormía, y los americanos recontaban, mi teléfono se iba llenando de decenas de whatsapps que inauguraban una olimpiada de tormentas... No tenían nada que ver con Donald Trump, ni con los griegos, ni con el fútbol.



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La hora 25

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El programa de radio Hora 25 se emitía originalmente de 00:00 a 01:00 de la madrugada, que era propiamente la hora 25 del día, y la primera del día siguiente. Lo de “hora 25” era como una metáfora del tiempo extendido. Una prórroga de la jornada. Ahora que ha terminado el día, vamos a diseccionarlo con tranquilidad, venía a ser el eslogan. Recuerdo la voz tan peculiar de Manuel Martín Ferrand, y también la de José María García, que tenía un pequeño espacio para los deportes. Poco después, García se separó de la célula madre y fundó su propia biología, porque necesitaba más tiempo para cantar y contar las verdades del barquero, y los desmanes de los chupópteros y los lametraserillos.

    Mi padre escuchaba Hora 25 cuando llegaba a casa del trabajo, en la mesa de la cocina, mientras cenaba un plato frío que mi madre le dejaba en aquellos tiempos sin microondas. Yo, no sé por qué, a veces estaba despierto a esas horas, zumbando por la casa, y me sentaba a su lado para preguntarle por la película que daban en el cine, y si estaba prohibida o no para menores de 14 años. Y luego, porque mi padre era de pocas palabras, nos quedábamos en silencio, y escuchábamos la radio. Ahí cogí este vicio nocturno que todavía me acompaña, y que luego hizo metástasis en lo diurno, y que me obliga a llevar un pinganillo casi a todas horas, mientras friego los platos, o camino con Eddie, o dejo que el sueño descienda sobre mi cabeza. Cualquier cosa, menos pensar...

    En la película que he visto estos días -a cachos, a saltos, porque había fútbol y la verdad es que es aburrida de narices- la hora 25 es la metáfora de la última hora de vida. La que se concede a los infortunados de la guerra antes de caer en combate, o de ser fusilados en el campo de concentración. La metáfora está bien y tal, y es más antigua que el programa de la radio. Pero la película es un porro: la historia de un bobalicón al que le pasan mil desgracias y siempre sonríe como si le hubiera tocado la lotería. Un pre-Forrest Gump descabalado que sólo se sostiene porque Anthony Quinn llena la pantalla como nadie. Qué grande era, en todos los sentidos.




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Decálogo I

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Esto que he visto en Decálogo I es la historia macabra que nos contaban algunos curas en el colegio, relamiéndose de gusto. La mismica. Su sueño húmedo -bueno, uno de ellos- hecho realidad. Que le cayera un rayo en la cabeza al niño que duda de Dios y no reza el “Jesusito de mi vida” antes de irse a dormir. Un castigo ejemplar.

    (“Jesusito de mi vida, eres niño como yo, por eso te quiero tanto y te doy mi corazón, tómalo, tómalo, es tuyo, mío no...”, con aquellos golpes en el pecho que nos dábamos los niños píos. Hay que joderse, las cosas que hizo uno de pequeño en su camita de León, medio rutinario y medio cagado de miedo, hasta que nos sacamos el veneno soñando con las bellas muchachas en flor).

    Y quien dice un rayo en la cabeza, dice caerse a un lago y morir congelado en las afueras  de Varsovia, como le pasa a este chaval de Decálogo I, el niño superdotado que resuelve problemas de física en un ordenador de 1989, y que juega al ajedrez tan de puta madre que le gana una partida simultánea a la campeona de Polonia. Un chaval que antes de tener pelusilla en el bigote, y pelillos en los huevos, ya se pregunta por el sentido de la vida y duda de la existencia del alma. “Pues que te den, niño ateo, no haber jugado con fuego”, hubieran exclamado algunos que daban la clase de religión, furibundos perdidos, con el VHS puesto en marcha en la sala de audiovisuales. Ay, si Kieslowski hubiera rodado este panfleto vaticano antes de 1989, y hubiera caído en manos maristas por recomendación de algún colega polaco, como instrumento evangélico de primera categoría, que hasta sale Jota Pedos en algún fotograma, con sonrisa beatífica, para encandilar a los niños buenos.

“Y es que fuera de Dios todo son tinieblas y desgracias, llantos de ojos, y crujir de dientes”, nos hubiera dicho, por ejemplo, el padre Bernardo que se reía socarronamente cuando un famoso ateo moría en los telediarios. “No me gustaría estar ahora en su pellejo...”, decía, como un caníbal atento al fuego de la olla.






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El juicio de los 7 de Chicago

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No sé si veré Antidisturbios, la serie que ahora cacarea Movistar + a todas horas. Me huele a blanqueo, a oportunismo. Quién sabe si a componenda con la autoridad competente. Como cuando los americanos entran en guerra y de pronto sus películas cantan las excelencias del ejército. Ojalá me equivoque con todo esto, cuando ceda a la tentación. Porque Rodrigo Sorogoyen me tira mucho...

    De vigilar el toque de queda se encarga ahora la policía normal, pero dentro de nada, cuando la gente se quede sin trabajo, habrá que enviar a los antidisturbios a poner orden en las manifas, y al gobierno le preocupa mucho la mala imagen que van a dar con las porras en mano. Me imagino de qué va la serie: los antidisturbios son, en el fondo, buena gente, tipos normales como usted y como yo, pero cuando salen a trabajar se ven en el brete de ahostiar o de ser ahostiados, y no tienen otro remedio. Me imagino que habrá un personaje que será un bestia, otro que será un tipo decente, y otro que anda ahí ahí, en tensión emocional, porque se acaba de divorciar y no encuentra otra cama en la que relajarse. No sé...

    Pero yo venía a hablar de El juicio de los 7 de Chicago, casi se me olvida... Se me ha ido la pinza porque en la película de Aaron Sorkin -basada en hechos reales- los antidisturbios de Chicago reparten una buena somanta de hostias entre los manifestantes que iban a la Convención Demócrata de 1968, a pedir que cesaran los bombardeos en Vietnam. Luego, por supuesto, los condenados, los que se sometieron a este juicio político y demencial, fueron los rojos que agredieron a las porras con sus cráneos, y a los gases con sus lágrimas. Una pura provocación. Terroristas de manual. Pero todo esto es archisabido. Mola, pero no aprendes nada nuevo. A mí, en la película, lo que me sigue maravillando es la capacidad de la izquierda para autodestruirse. Para estar todo el puto día a la greña, consumiendo energías, desviando el objetivo. Discutiendo sobre el sexo de los ángeles. Es un espectáculo fascinante. Lo mismo en la América de Nixon que en la España de la Transición, donde la izquierda, ay, siempre es transitoria...




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Corazón salvaje

 

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Me pregunto cuántas parejas como Sailor y Lula no volverán a verse hasta mayo, separadas por los gobiernos, que también conspiran para que los amores puros sean arrancados de raíz, y no den mal ejemplo con su sexo salvaje, y su complicidad instantánea. El amor puro no está perseguido por la ley, pero ponen trabas de cojones, desde las alturas, para consumarlo. Es lo que sucedió, sin ir más lejos, en el Paraíso Terrenal, que era el reino de los bonobos, y la fiesta de los sentidos. Ayer mismo amenazaron con cerrar las fronteras interiores, entre los reinos de Taifas, para que el virus no viaje a lomos de los coches ni de los peregrinos. Como si el virus no encontrara siempre quien le lleve, autoestopista tenaz y consumado.

    Todos sabemos que los políticos le están poniendo puertas al mar. Retrasando el confinamiento inevitable. Es cuestión de semanas, o de días. Y mientras tanto, para ir apaciguando los fuegos, para ir clausurando el tiempo del amor e inaugurando el tiempo de las pajas, van a poner a los ángeles flamígeros vigilando las fronteras autonómicas, disfrazados de policías. Para que Sailor y Lula, que uno vivía en Albacete, y la otra en Murcia, queden separados por una raya ficticia y burocrática, y ya sólo puedan gritarse su amor desde la distancia, a pocos metros, desesperados, como cuando en la película los separa la Bruja Malvada, o un gángster tenebroso de David Lynch.

    Quién nos iba a decir, cuando lo inventaron, que el Estado de las Autonomías iba a terminar en esto, en territorios estancos para el amor. Quién nos iba a decir que la demarcación romana, el capricho aristocrático, la curva del río o la raya arbitraria en el trigal, iban a devenir alambre de espino, muro de Trump, valla vigilada. Qué infortunio, para los amantes autonómicos, que creían vivir en el mismo país y resulta que van a vivir en dos continentes distintos, más alejados, en la práctica, que Australia y Madagascar. Pero llegará mayo, cuando nazcan las flores, y canten los pájaros, y la primavera será la estación de los polvos sin fin, de las jodiendas sin freno. Del jadear que acallará todos los sonidos de la naturaleza.



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Schitt's Creek. Temporada 1

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No he podido, finalmente, continuar con Schitt's Creek. Y mira que lo he intentado, que conste, instigado por el amigo que dice reírse mucho, y abrumado por la lluvia de premios que la serie cosechó. Pero ya en el primer episodio me he dado cuenta de que no, de que la cosa no iba conmigo, porque uno ya tiene el instinto entrenado, y sabe bien lo que necesita. Pero aun así he insistido tres noches seguidas, a ver si se obraba el milagro, si cambiaba el viento del humor.  Y es que a uno le sigue faltando la personalidad, la fortaleza de espíritu, cuando ve que una serie no le dice nada pero insiste porque piensa que el fallo está en él, que no está atento, o que no le alcanza la inteligencia, y achina los ojos y pone cara de superconcentración como cuando nos enseñaban aquellas láminas mágicas que escondían una figura tridimensional, si lograbas el estrabismo confluyente.




    Pero nada... Lo que no puede ser no puede ser, y además es imposible. Siete episodios después se me ha cansado la vista, y se me ha agotado la paciencia. Y la cobardía. La serie, en verdad, no es mala, y me sonrío, a veces, con las peripecias. Pero no me río. Espero todo el rato el golpe genial, la ironía ácida, la maldad hiriente, pero la serie no transita esos parajes. Schitt's Creek no está en mi país. No es mi territorio mental. Con los años me he echado a perder, me he vuelto un cínico y un malpensante, y necesito que la comedia destile, supure, enguarre, lo ponga todo perdido. Aquí, sin embargo, en este rincón del Canadá, todo el mundo es majo y alberga buenas intenciones. Pero como casi todos son estúpidos, entran en conflictos y en malentendidos culturales, pero todo guay, de chichinabo, roussonianos que al final siempre se perdonan con una sonrisa y con una flor. Schitt's Creek es una comedia blanca y rosa, sin clases sociales, y yo necesito humor negro y marrón para que el PH de mi pensamiento no se desequilibre. Es una cuestión química. Estoy podrido por dentro. Necesita volver a ver Seinfeld cuanto antes...

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La lista de Schindler

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Hay espectadores que terminan de ver La lista de Schindler con una lágrima en el ojo y un improperio en la boca -qué hijos de puta y tal, los nazis- pero al final suspiran aliviados porque creen que aquellos asesinos jamás volverán. Que fueron una excepción de la moral, una aberración irrepetible de la humanidad. Cuatro psicópatas que coincidieron en una cervecería de Münich para urdir un plan genocida que luego vendieron con malas artes a un pueblo civilizado que leía a Goethe, y a Rilke, y escuchaba cuartetos de Beethoven. Una especie de locura colectiva, de virus mental ya erradicado. Estos espectadores quizá no recuerdan la guerra de Yugoslavia que abría los telediarios hace treinta años, a tres horas de vuelo en Ryanair, con grupos armados que sólo se diferenciaban de las SS en que no hablaban alemán y no llevaban la calavera en el cuello de la guerrera…




    El nazismo volverá tarde o temprano. Cuando los proletarios del mundo vuelvan a unirse bajo el exhorto de Karl Marx II, los empresarios armarán otro ejército de matones para ponerlos en vereda, y descabezar a sus líderes. A hostias, primero, como hacen ahora, enviando a los antidisturbios, y más tarde a tiro limpio, como manda el protocolo, si el miedo no terminara de cuajar. Y si no funciona, montarán una guerra para hacer limpieza entre la muchachada revoltosa. La Primera Guerra Mundial se organizó para que los soldados dispararan en las trincheras a sus camaradas de enfrente, y no a sus enemigos de clase, en peligrosas revoluciones, justo cuando el socialismo amenazaba con alcanzar los centros de poder. El espantajo de los nacionalismos desvió el frenesí revolucionario a otros frentes menos peligrosos y más lucrativos. 

    Pero el tiro les salió por la culata: la guerra sólo dejó más pobreza, y más desencanto, y una revolución triunfante en la lejana Rusia de los zares. Había llegado el momento de recurrir a los psicópatas de bar, a los sociópatas de tertulia, a los tarados de los partidos marginales. Leña al mono, y caña al comunista, y pandillas en las calles. Luego la pandilla se convirtió en patrulla, la patrulla en partido, el partido en movimiento… Y el resto es historia. Liquidados los comunistas, les tocó el turno a los judíos. porque los psicópatas los tenían entre ceja y ceja desde hacía años y no se habían olvidado de ellos. El Holocausto, con toda su complejidad, y con toda su atrocidad, sólo fue el daño colateral de la lucha de clases que todavía nos ocupa, larvada, suspendida, a la espera de la próxima hambruna.

    Los nazis volverán. De hecho, ya están volviendo. Por el Parlamento ya hay unos cuantos, amenazando...
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Instinto básico

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La primera vez que Catherine Tramell descruzó las piernas para dejar el potorro al aire, todo sucedió demasiado rápido y sin avisar. Los espectadores, en las butacas del cine, nos quedamos con una duda existencial que habría de resolverse muchos meses después, ante el pelotón del VHS, cuando Instinto básico estuviera disponible en el videoclub y pudiéramos diseccionarlo con el material quirúrgico del mando a distancia. Porque al salir de los cines unos decían que sí, que lo habían visto, y otros decíamos que no, que ni de coña, lo del coño, y que la sombra malhadada del muslo, y la proyección oscura de la película, sólo dejaba intuir lo que otros perjuraban haber admirado.

    Cuando llegó el VHS a los videoclubs, los cerdícolas y los cinéfilos -y los que éramos ambas cosas a la vez- nos abalanzamos sobre las estanterías sacando codos para que nadie pudiera cogernos la posición, como pívots de la NBA protegiendo el rebote. Pero al llegar a casa, y analizar la escena con el pause y con el step, las opiniones volvieron a dividirse: unos decían que sí, que lo habían capturado, y congelado, el pitote, mientras que otros, los frustrados, y los escépticos, volvimos a decir que no, que el reino de aquel intramuslo seguía siendo un paisaje difuso, y muy mal iluminado, envuelto en las neblinas del deseo. Porque además, la cinta de VHS, cuando la avanzabas fotograma a fotograma, sufría como una temblequera, como un párkinson analógico, y le salían rayajos horizontales que no permitían discernir si aquella fruta afloraba o se quedaba entre las hojas.



   Y así, entre tirios y troyanos, el asunto del asunto quedó en la indefinición perpetua, en la disputa sin vencedores, y con el tiempo lo fuimos olvidando. Hasta que el otro día, en los canales de pago, me topé con Instinto básico en alta definición, un HD milagroso que por fin, casi treinta años después del estreno, iba a dictar sentencia definitiva sobre si aquello era carne o fantasma, realidad o deseo. Sólo tuve que pulsar el rec... Y tengo que decir que sí, que está, fugaz y rasurado, apresurado y juguetón, pero está, sin duda, el Santo Grial de la cinefilia. Así que tenían razón, y es justo reconocerlo, los entusiastas y los optimistas. Los que tuvieron fe en su contemplación y predicaron la buena nueva durante años, contra viento y marea, increpados por los gentiles y por los impíos como yo, hasta que los dioses de la alta definición descendieron sobre nosotros y les concedieron la última victoria. Caso cerrado, lo del potorro de Sharon Stone. Y amén.


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