Dos hombres y medio. Temporada 6

🌟🌟🌟🌟


Charlie Harper y su hermano Alan llevan seis temporadas manteniendo dos posturas éticas enfrentadas: para Charlie, el sexo lo es todo; para Alan, el sexo es fundamental. Casi todos los hombres, supongo, tomamos parte por Alan porque nos parece más próximo a nuestra sensibilidad. Será porque la mayoría también somos medio feos como él, o medio bobos, o tartamudeamos cuando no toca, y nos ponemos en plan solidario con su desdicha.

Nosotros, los alanistas, también hemos conocido el rechazo y la humillación. También nos hemos enamorado a sabiendas de que arriesgábamos las lágrimas del futuro. Nos hemos mojado. No somos gran cosa, pero somos seres sensibles, e incluso románticos, que no eunucos, como ahora nos desean algunas mujeres: libres de pecado y desanclados del bonobo. Pero eso, ay, es imposible. He dicho que para Alan Harper el sexo es fundamental, no que lo desdeñe. Que lo considere impropio de un ser atento y caballeroso. El sexo es un deseo palpitante e inobjetable, que lejos de devolvernos a la selva demuestra que uno va sobrado de salud y entusiasmo. 

¿Que no es lo único...? Nos ha jodido. No todo va a ser follar, como cantaba Javier Krahe. También cantamos, y paseamos, y salimos de compras, y preparamos la cena antes de ver una película en el sofá. También cruzamos Núñez de Balboa cuando pasamos por allí. También nos preocupamos por su salud, por su familia, por su trabajo. Ofrecemos nuestro hombro para llorar. Somos seres civilizados aunque a veces se adivine una erección bajo las ropas. Es la naturaleza, estúpido.

Amamos, quiero decir, aunque a veces seamos unos torpes en el amor. No somos tan básicos como Charlie Harper, aunque a veces le envidiemos. Y a veces le envidiamos mucho... Charlie sí que es un bonobo de California; el pariente lejano de los bonobos africanos. Todo el día con el pito en la mano, y con la obsesión en el entrecejo. La evolución de las especies nos dirá algún día quién estaba equivocado. Aún queda mucho tiempo para eso.





Leer más...

Being the Ricardos

🌟🌟🌟


He tardado varios minutos en entender de qué iba “Being the Ricardos”. Y no lo he hecho yo solo -que ya no estoy para esos triunfos- sino apoyándome en la Wikipedia con el ojo derecho, mientras con el ojo izquierdo seguía las evoluciones de los personajes. Y mientras leía -con el tercer ojo, en un ejercicio de malabarismo que ese sí, muchos quisieran- los subtítulos que respetaban la dicción original de Javier Bardem, por aquello de la nominación al Oscar y de formarme una opinión.

La película de Aaron Sorkin es un producto cultural muy poco exportable. Una cosa de americanos hecha para americanos. Y ni siquiera para todos, porque solo los ancianos pueden recordar aquel lío de Lucille Ball con el comunismo, y aquel lío de su marido con las prostitutas. Es como si aquí rodáramos una película sobre Dinio y Marujita Díaz... Bueno, no, que estos no tenían un show en directo. O no, al menos, uno programado semanalmente.  Mejor una película sobre Bárbara Rey y Ángel Cristo, que salían mucho por las teles en blanco y negro. Una película idiosincrática que estrenaríamos sin más explicaciones en Arkansas, o en Cincinnati, esperando que el público entendiera y atara cabos. O sea: un imposible cultural.

Porque además, al inicio de la película, hablan de una tal Desi que tú presumes un personaje femenino como aquella chica de “Verano azul”, pero que luego resulta ser Desiderio, Desiderio Arnaz, el marido de Lucille. Una Lucille Ball que también sale al principio de la película y no terminas de asumir que ella sea la protagonista del enredo, porque según la publicidad ella está interpretada por Nicole Kidman, y resulta que aquí la encarna una muñeca hinchable muy parecida a Nicole, sí, pero en verdad un ser inanimado diríase todo hecho de algodón, y de poliuretano.  

Es un despiste total, ya digo, hasta que te vas haciendo con los nombres, y con los jetos, y al final vas entendiendo que “Being the Ricardos” fue el precedente catódico del reality show de Alaska y Vaquerizo en la MTV: una puesta en escena de la propia vida matrimonial solo que con las censuras de la época: sin sexo, sin drogas y sin majaderías.



Leer más...

Gremlins

🌟🌟🌟


Yo llevo luchando contra los gremlins más de media vida. Puede que justamente desde 1984, que es cuando se estrenó la película. Quizá George Orwell se refería a esta distopía mía de los cacharros... Porque yo hablo de los gremlins folclóricos, de los duendes del hogar, y no de esos monstruos imaginados por Spielberg y compañía. Desde que gano dinero para comprar mis propios juguetes, mi guerra es contra esos desgraciados que me joden la televisión, me petan el ordenador, me dislocan el iPod, me bloquean el teléfono... Los que me gafaron el primer radiocasete de la adolescencia. Esos gamusinos que llevan cuarenta años riéndose a mis espaldas. Esos cabronazos de lo tecnológico, de la obsolescencia programada, o de la chapuza del microchip.

Y luego está la película, claro, la de los gremlins de Joe Dante, que empezaba como un cuento de Disney y terminaba como un rosario de la aurora. Incluso hoy, con toda la sangre que ha llovido en nuestras pantallas, sigue chocando la violencia de algunas escenas “infantiles”, con esos gremlins acuchillados, o triturados, o reventados en el microondas. Si: en 1984 ya había hornos microondas, al menos en las cocinas de los americanos.

Y luego, por el medio, entre la Navidad y la Pesadilla, entre la sonrisa de Gizmo y la carcajada de Strike, una enseñanza moral... Una de la que solo ahora nos coscamos porque ya venimos de veinte batallas y de cuarenta decepciones: que, a veces, a las personas encantadoras basta con salpicarlas de agua, pasearlas al sol o alimentarlas después de medianoche para que se transformen en arpías que te insultan o en cabronazos que te agreden. En bichos como gremlins que saltan a la primera, malévolos y ruines. Si no te atienes a las tres reglas fundamentales estás perdido.

¿Pero cuáles son, ay, en el caso de las relaciones humanas, las tres reglas fundamentales? Porque yo he escrito lo del sol, el agua y la comida como una metáfora literaria, nada más. Como un homenaje a los gremlins. Aquí, entre humanos, lo que vale para Mengana no vale para Perengana; lo que funciona con Fulano no sirve para Zutano. Todos somos distintos. No hay quien se aclare. La metamorfosis terrible acecha tras un equívoco o una metedura de pata.



Leer más...

Nine songs

🌟🌟🌟🌟


"Las películas son más armoniosas que la vida. En ellas no hay atascos ni tiempos muertos". Lo decía el personaje de François Truffaut en “La noche americana”, y aunque la frase suene a poesía para cinéfilos, a disertación de la Nouvelle Vague, lo cierto es que es una verdad como un templo. A este lado de la pantalla, la vida es un transcurrir aburrido, cansino, ocupados como estamos en ganarnos el pan, tramitar los asuntos, desplazarnos de un sitio a otro por las carreteras y las autovías. La vida se nos va en dormir, en preparar café, en vestirnos y desvestirnos. En hacer la comida y en fregar los platos. En encontrar el mando a distancia. En cambiar una bombilla. En esperar a que las heces salgan de su laberinto. En recoger a los niños, esperar el autobús, guardar la cola en la carnicería. La vida de los espectadores no avanza ligera como los trenes en la noche. Eso también lo decía François Truffaut, pero ya no recuerdo dónde.

    Michael Winterbotton -que es un cineasta libérrimo que filma más o menos lo que le da la gana- decidió aplicar la máxima de Truffaut para contar la historia de amor entre Lisa y Matt: dos jóvenes que se conocieron en la noche de copas, ciñeron sus cuerpos al ritmo de la música rock, y luego, ya refugiados en la intimidad del apartamento, se entregaron al sexo con la alegría de los humanos guapos que se reconocen como tales. Nueve canciones y nueve polvos: a eso se reduce “Nine Songs”. Nueve canciones que son más o menos la misma, pero nueve polvos que son muy diferentes, juguetones, casi como el catálogo sexual de la juventud moderna que se desea.

“Nine Songs” es cine depurado, deshuesado, reducido a su quintaesencia de momentos decisivos. No tiene los atascos ni los tiempos muertos que Truffaut le achacaba a la vida. Solo está la música que enciende el fuego, y el sexo que apaga la hoguera. 66 minutos que casi son un 69, pero nada más.  Todo lo que no sea follar y sonreír, escuchar música y acariciarse, es accesorio y prescindible. Todo eso, lo ajeno, la vida, es la molestia que los mantiene separados en las horas absurdas.


Leer más...

The Wire. Temporada 4

🌟🌟🌟🌟


Confieso, padre, que la pereza se apoderó de mí en los primeros episodios de la cuarta temporada. Que el demonio, acampado en mi hombro, me susurraba con acento motherfucker que desistiera del empeño. Me decía que hay mucho estreno por ver, y mucha comedia por revisar, y que Baltimore ya no es el mismo desde que se fueron los malotes y degradaron a McNulty.

Me recordaba, padre, que aquí ya no está Stringer Bell el asesinado, ni Avon Barksdale el encarcelado, y que cuando estos brothers de la mandanga se fueron al garete, todo este solar de la droga se quedó pues eso, como un solar. Sin alicientes para el espectador. Ahora, en la cuarta temporada, el emperador de los arrabales es Marlo Stanfield, que es un muchacho de hablar parco y gélida mirada. Te acojona vivo, la verdad, con su expresión inescrutable. Otro sociópata de la hostia. Levanta una ceja y es que hay que disparar a fulano; tuerce el morro y es que hay que cortarle en pedacitos. Pero echamos de menos a aquellos dos prendas, qué le vamos a hacer. Nos habíamos hecho a su conflicto, a su drama shakesperiano de aceptación del destino o de negación de su suerte.

Y luego está lo de McNulty, padre, que no tiene perdón de Dios, porque “The Wire” era en gran parte su rebeldía, su desdicha, su polla desenfrenada, y ahora McNulty es un patrullero que apenas sale en las tramas, desbravado, desalcoholizado, encarrilado en el amor. Un buen hombre, al fin, pero un secundario de lujo, y un personaje de mierda. Y qué decir de nuestra fiscal pelirroja, que ya apenas se insinúa, y del detective Freamon, que ya no encabeza las escuchas.

Tenía razón el demonio, padre, que esto al principio era una cosa sin sal. Una trama desnatada. Pero en el tercer episodio -como en todos los terceros episodios- ya sale Omar con la lupara, y luego van asomando Bunks, y Carcetti, y el cenutrio de Pryzbylewski, y cuando me quise dar cuenta ya estaba en el séptimo episodio, atrapado de nuevo en las corruptelas de una ciudad que ni me va ni me viene, pero que por culpa de David Simon conozco mucho mejor que esta misma donde vivo, y donde voto, y cuyo destino, la verdad sea dicha, me importa tres pimientos y medio.




Leer más...

Preparativos para estar juntos un periodo de tiempo desconocido.

🌟🌟🌟


Ahora que uno está en los preparativos para juntarse por un período de tiempo desconocido, repaso la cartelera del cine austrohúngaro y encuentro una película que se titula, fíjate tú, “Preparativos para estar juntos un periodo de tiempo desconocido”. De nuevo la casualidad... De nuevo la realidad y la cinefilia, que entrecruzan las líneas telefónicas. De nuevo un título que pone la etiqueta perfecta a una peripecia personal. Como una vez, hace años, que me masturbé en el cuarto de baño con una hombría inusitada, tras muchos meses de apatía preocupante, y al poco rato, ajeno por completo a mi contexto, mi hijo me propuso  ver “El despertar de la fuerza” en el Blu-ray del salón.

Sospecho -porque ya van muchas casualidades, y prefiero atenerme al magisterio de la ciencia- que existe un hilo invisible en todo esto, una interacción atómica que hace que cuando a este lado de la pantalla me pasa alguna movida, al otro lado, por los efectos del entrelazamiento cuántico, salta un título que es el espejo exacto de mi alegría o de mi depresión. Yo me entiendo.

Otras veces, cuando me encontraba una película húngara alabada por la crítica, yo salía corriendo como un cultureta pillado en su impostura. El deber me llamaba, pero yo me camuflaba entre el gentío que cruza los puentes sobre el Danubio. Uno solo es cinéfilo hasta cierto punto... Pero hoy no había excusa posible. El título estaba como elegido por un demiurgo, y además había un par de críticas notables, y la señorita del cartel -todo hay que decirlo- lucía guapísima y enigmática.

Luego te pones a la faena y resulta que aquí no hay preparativos al uso: mudanzas, promesas de amor, esas cosas.... La película va de una mujer que no sabe si su amante es real o si se lo inventa su imaginación. Si el tipo es un cabrón que la ignora o un holograma proyectado por un tumor cerebral. De todos modos, no está tan mal tirada la cuestión: el primer preparativo para pasar juntos un periodo de tiempo desconocido es, por supuesto, cerciorarte de que tu pareja no es un sueño, o un delirio de tu locura. A veces pasa.



Leer más...

El libro de Boba Fett

🌟🌟🌟🌟


“Tú antes molabas, tío”, le dijo Samuel L. Jackson a Robert de Niro en “Jackie Brown”, antes de descerrajarle un tiro. Pero aquí, como somos contrarios a la violencia aunque nos gusten mucho las series de mamporros, no vamos a descerrajarle un tiro al pobre Boba Fett. Porque además Boba es un amiguete, un viejo conocido de la galaxia. Pero sí vamos a decirle que antes molaba, pero que ya no. Las cosas como son.

En la trilogía original, Boba Fett le robaba plano incluso a Darth Vader cuando compartían el fotograma. Boba era el mercenario que capturó a Han Solo justo cuando más falta nos hacía su bravura, a los rebeldes republicanos. El final de “El imperio contraataca” fue un funeral en la platea por culpa suya. Salimos del cine pensando que nos habían estafado. Creo que fue justo ahí cuando perdimos la inocencia infantil. Si una película de Hollywood podía acabar mal -¡si una película de Star Wars podía acabar mal!- es que la vida, ay, también podía torcerse en cualquier momento, y terminar en una horrible decepción. ¿Dónde estaba el triunfo del Bien y la derrota del Mal? ¿Dónde la sonrisa de Luke Skywalker y sus muchachos? Puto Boba Fett...

Y sin embargo, cuando salieron los muñequitos coleccionables, hubo hostias por conseguir primero el de Boba, que era el que más molaba, con su casco, su pose desafiante, su identidad no revelada. Boba era un secundario de lujo que decía “As you wish” en una línea de diálogo memorable y luego se caía de la barcaza de Jabba para ser pre-digerido por el Sarlacc. Pero conquistó nuestros corazones infantiles, y por eso, cuarenta años después, nos hemos vestido de gala para el estreno de su biopic: su resurrección entre las arenas, y su reconversión en mafioso de buen corazón. Boba Soprano de Tatooine...

Pero no: no mola. Desprovisto del casco, Boba ha perdido el carisma, el misterio, el mojo. Sus andanzas no nos interesan. Boba era en realidad un señor mayor, y algo gordo, y un poco lento de entendederas. Los responsables se han apiadado de nosotros a partir del episodio 5 y nos han devuelto al Mandaloriano y a Grogu. Y a Luke Sywalker... Esto ya es otra cosa. Ellos sí que molan. Cantidad.





Leer más...

Master of none. Temporada 1

🌟🌟🌟🌟


A las ficciones, como a las personas, hay que concederles una segunda oportunidad. Bueno: según, porque hay cosas que son imperdonables. Hay series como cagarros, y personas como mierdas. No todo es segundaoportunizable. Y que se vayan a cagar, los escritores del flower-power. Ahora que estamos, propongo eslóganes parecidos para tazas de desayuno que vayan a la contra. Tazas para la cena, quizá. Un negocio poco explotado de antimensajes y verdades como puños.

La primera vez que vi “Master of none” me quedé como estaba. Ni frío ni calor. No era una comedia, no era un drama: era una cosa rara. Pero las críticas eran cojonudas, y el título me seducía, “maestro de nada”, que es justo lo que yo soy: un chiquilicuatre de la vida que no sirve de ejemplo para los coetáneos, ni para las generaciones venideras. Nada. Todo lo que yo produzco es esto: comentarios chorras sobre ficciones que se pasean por mi tele. Y ya ves: qué ejército de seguidores, y de seguidoras, me siguen el rollo. Ni maestro de opinión ni maestro de refinamientos. Maestro de nada, en efecto.

Entré en la vida medio-ficcional de Aziz Ansari con el ánimo predispuesto, y la sonrisa precalentada, pero no encontré nada a qué agarrarme. Vi tres o cuatro episodios y desistí. Era un momento de mi vida... complicado, y yo, en los momentos jodidos, necesito comedia negra o comedia bestia, perdigonazos en la meninge, y no estas sutilezas del señor Aziz, que vienen mejor para las épocas de estabilidad, o de reconciliación con el mundo. Recuerdo que cuando abandoné la serie me hice una promesa en el sofá: la serie no está tan mal; es, simplemente, que no es el momento. Volveré.

Ahora he vuelto y no me arrepiento. No es que esté reconciliado con el mundo -eso jamás- pero digamos que vivo una tregua. Ni que esté reconciliado conmigo mismo -eso nunca- pero digamos que vivo un descanso. Era el momento exacto para retomar “Master of none”, que tiene episodios tontísimos y episodios magníficos. Días para nada y días inspiradísimos. Y bellísimos. Es... como la vida misma.



Leer más...