Ana y los lobos

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Rafael Azcona es mi dios. O mi semidiós. Un literato griego que nació en Logroño con alas en las manos. En sus colaboraciones con Berlanga o con Marco Ferreri, Rafael Azcona escribió guiones llenos de cinismo, irreprochables, con los que se construyeron obras maestras de nuestro cine. O películas cojonudas, sin más, como aquellas que firmó a última hora con José Luis García Sánchez. Están todas ahí, en mi videoteca, dándome una pátina de hombre ilustrado con memorias de carcamal. Lo de Azcona y Berlanga, en concreto, fue como una conjunción astral. Como el engarce perfecto de dos estrellas que coindicen en la galaxia y bailan una alrededor de la otra.

Pero Azcona, ay, es un dios imperfecto. Por eso digo que es un semidiós, quitándole la mitad de su trascendencia. A Azcona, como a Aquiles, tambièn le huele el pinrel por el talón. Incluso Yahvé, el Dios Supremo, con todo lo monoteísta y poderoso que es, hizo cagadas que sería mejor esconder bajo la alfombra. Por cada belleza que puso en la Creación se le ocurrió un crimen o una basura. Azcona no tanto. En él pesa mucho más lo bueno que lo malo. Pero a veces, cuando se le iba la olla, y le daba por jugar con lo simbólico -y en eso Carlos Saura es una compañía muy poco recomendable- dejaba unos truños en el pinar que todavía huelen desde aquí.

“Ana y los lobos” es una película sobre el tardofranquismo. ¿Y qué era el tardofranquismo?: pues básicamente un puro deseo sexual. Un ansia nacional por despojarse del catolicismo y lanzarse abiertamente a fornicar. Tengo un amigo que sostiene que al franquismo no lo derrotó el afán democrático, ni por supuesto el rey comisionista, sino el ejército de suecas en bikini que desembarcó en nuestras playas para ponerlo todo patas arriba. En “Ana y los lobos” no hay una sueca, sino una norteamericana muy guapa que todavía no sabe en qué berenjenal -y perdón por la metáfora -se está metiendo. 





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The Office (BBC). Extras del DVD

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Lo dicen Stephen Merchant y Ricky Gervais en los extras de “The Office”: los que ven los extras de los DVD son unos frikis y unos perdedores. Y yo, que me doy por aludido, y que me parto el culo de la risa, no tengo otro remedio que darles la razón.

Si su serie ya es de por sí un producto para frikis -sobre todo si no eres un espectador habitual de la BBC- adentrarte en el tercer disco ya es como estar más allá de la comedia y de los seres humanos. Vivir en un frikismo apenas disimulado por las canas y las gafas de intelectual. A veces, ay, cuando me sorprenden así, con las manos en la masa, o en el mando a distancia, siento que soy un homínido a medio camino de una evolución todavía por determinar. El homo sillonensis, o el tonto del culo quizá.

Ellos, claro está, solo querían hacer la gracia. Un metachiste. Obsequiar a sus seguidores con otra broma del repertorio. O puedo que no, quién sabe, porque estos tipos son muy peculiares y muy cínicos. Quizá pensaron:  “Vamos a lanzarles un zasca a estos cotillas que quieren profundizar en nuestro oficio...” Yo, ante la duda, prefiero tomarme su chanza como una exhortación a la vida. Como una paulo-coellada pasada por su tamiz de verduleros: “Despierta, idiota. Sal a la calle y déjanos en paz. Qué más te da todo esto. ¿Te has reído con la serie? Pues ya está. Olvídanos. No quieras saber más. Conocer el truco estropea la magia. La vida es muy corta y transcurre más allá de tu ventana. Túmbate al sol antes de que llegue el invierno y el sofá ya sea -entonces sí- tu último refugio”.

Y tienen razón, sí, pero no del todo. Porque allí, en el tercer disco, el que solo miramos los maniáticos y los aburridos, ellos habían escondido dos joyas como premio a nuestro tesón. Dos especiales de Navidad -si es que es en “The Office” puede ser Navidad alguna vez- en los que se cuenta qué fue de David Brent tras ser despedido de su empleo. Y lo a gusto se quedaron en la oficina con su ausencia. ¿Ausencia, he dicho..?





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11M

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Aquel 14-M, en el colegio electoral de La Pedanía, casi le grito “¡Asesina!” a la interventora del PP que sonreía a todo el que se acercaba por la urna: a los correligionarios, para hacer causa común, y a los demás, por si alguno se arrepentía del voto que iba a castigarles. Supongo que luego, por la noche, se le congeló la sonrisa cuando la media España cabreada y engañada puso en la Moncloa a nuestro compadre de León.

Pero me he expresado mal: sus jefes de Madrid quisieron engañarnos a todos, con una jeta impasible que todavía hoy, al revisar el documental, te hiela la sangre, tan campantes en sus atriles, practicando el doblepensar del que hablaba George Orwell en “1984”. Lo que pasa es que a unos nos indignaba el engaño y a otros les daba igual. Es aquello que dijo una vez Donald Trump (al que no hemos parado de hacer burla sin escucharle de verdad): que si un día le pegara un tiro a un viandante, así, por puro capricho, la gente le seguiría votando. Él sabe que lo que se dirime en cualquier elección democrática no es una integridad moral ni un resultado de la gestión: que es, por lo metafísico, un orgullo de pertenencia, y una defensa visceral; y por lo práctico, una simple defensa de los impuestos irrisorios.

Reconozco que yo iba muy caliente aquel día. Fueron tres días... incandescentes. Los viví -los vivimos- pegado a la tele, a la radio, al proto-internet. No sé que hubiera pasado de haber existido entonces las redes sociales... Facebook, por ejemplo, se lanzó a la red justo un mes antes de los atentados. Ese es el otro tema: lo tenemos todo muy fresco, archisabido, como si los 192 muertos aún estuvieran por enterrar, y sin embargo ves el documental y es como si nos hablaran de la Guerra de Flandes, y no de la Guerra de Irak, de la que esta salvajada fue una batalla más. Un ataque tras las líneas enemigas de esa pandilla de pastores locos a los que hubiera sido mejor no molestar. Cuando empiezas una guerra es lo que suele pasar. Sí, se lo digo usted, señor “Ánsar”, como le llamaba su amigo George en la intimidad.





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Salvar al rey

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Mi teoría es que la monarquía española se salvó gracias a los genes de la belleza. No es casualidad que ahora las señoras, cuando pasa la comitiva real, griten “¡Guapo!” y “’¡Guapa!” como primer impulso del cerebelo. Felipe VI es un hombretón al que ya quisiera yo parecerme, y Leticia Ortiz, pues bueno..., es la mujer que él me robó cuando yo estaba a punto de conquistarla.

Pero hay que saber perder, y reconozco que los neo-reyes hacen muy buena pareja, tan altos y tan estilizados. Ellos visten como nadie los uniformes de la realeza, que van desde la guerrera militar hasta el bikini en Marivent. En esto los monárquicos han tenido mucha suerte. Porque la belleza, además, engendra belleza, y a este matrimonio morganático les han salido un par de infantas que quedan muy bien en las fotografías. Los genes Ortiz han corregido en ellas los defectos que afean a las borbonas. O que las conviertes en seres horripilantes... 

Así que la sucesión monárquica -me temo- está garantizada. La belleza entra por los ojos y es capaz de venderte cualquier cosa. Yo mismo, que me creo tan inmune, recuerdo que una vez compré un televisor carísimo en el Carrefour solo porque la dependienta estaba muy buena y no supe -y no pude- decirle que no. Es el mismo mecanismo instintivo, visceral -iba a decir sexual- que ahora mismo vende la monarquía a los plebeyos y a las plebeyas. Es todo tan simple y tan simiesco...

Los esfuerzos de la prensa y del CESID por tapar los adulterios -y las otras cosas- del otro rey contuvieron la marea. Y es justo reconocerlo. Menudo trabajo el suyo, poniendo pisos francos para follar, y llamando de madrugada a los periódicos, y amenazando con hacer pupa a los que podían irse de la lengua. Como en una película de la CIA, cuando protegen al Presidente. Pero nada de eso hubiera servido si el heredero, cuando se sentó en el Trono de los Siete Reinos, hubiera salido en la tele con el belfo acostumbrado, o con la mirada estupidizada de la familia de Carlos IV.



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Apagón

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El día que caiga el viento solar sobre La Pedanía será el primer día de mi muerte. No sé los días que sobreviviré, pero sin duda serán pocos. La lucha será a muerte, y yo, a muerte, no dispongo de las armas necesarias. ¿Qué usaré cuando haya que acojonar, agredir, matar..? ¿Libros arrojadizos? ¿DVDs como cuchillas de Batman? ¿Mi perro peligroso, que se llama Eddie y apenas levanta 6 kilos con sus patitas? Pobre Eddie, también. En la serie “Apagón” nadie se acuerda de los animales. Ellos, que no usan teléfonos móviles ni queman carburante para moverse, serán las primeras víctimas de la ausencia de electricidad.

Cuando los jinetes del apocalipsis vengan a cerrar los supermercados, ellos, mis vecinos, que ahora son muy amables y me regalan los tomates que les sobran, se volverán lobos para el hombre y se armarán con la lupara para defender a tiro limpio sus huertos y sus viñedos, sus castaños y sus cerezos. Todo ese monte que poseen. En el bar se quejan todo el rato: dicen que son pobres, que no tienen para nada, que los socialistas les roban a manos llenas, pero luego resulta que viven en casas heredadas, que solo van al super a comprar papel higiénico, que se mueven por la vida con unos todoterrenos de la hostia donde cargan las cosechas sin fin y los animales abatidos.

Ellos, mis vecinos, no dudarán en apretar el gatillo cuando nosotros, los desheredados de la tierra, los funcionarios que solo sabíamos hablar en jerga y administrar gilipolleces, nos aventuremos a robarles un higo que cuelga o un racimo que se descuelga. Las tomateras valdrán entonces tanto como el oro, sino más. Nos asesinaremos -nos asesinarán- por darle un mordisco a una manzana podrida o a una calabaza yaciente. La comida de los cerdos será ambrosía y motivo de celebración. Ser funcionario valdrá tanto como ser rata de alcantarilla o paloma que defeca. 

La tierra es para quien la trabaja, decían los viejos anarquistas. Y es verdad. Cuando llegue el fin del mundo -a no ser que caiga un meteorito y lo pulverice todo- ellos, los agropecuarios, serán los supervivientes que protagonizarán la próxima entrega de “Mad Max”.



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Aflicción

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¿Somos hijos de la experiencia o de la herencia? El debate es eterno, de guerra de trincheras, y lo seguirá siendo hasta que la ciencia no publique una conclusión irrebatible. 

Llevamos más de un siglo haciendo experimentos con palomas y con seres humanos y los teóricos del asunto siguen sin ponerse de acuerdo. Yo, por mi parte, aunque me gano la vida aplicando las ciencias educativas, luego, en mi retiro espiritual, en las catacumbas de mi biblioteca, milito en el ejército de los que creen que somos pura herencia y puro gen. Máquinas predestinadas. Trenes que van por el carrilito de su vía, en busca de su destino.

En mi teoría -minoritaria, a contra corriente, puede que ni siquiera confesable- la educación sólo es un pátina, y la experiencia poco más que una llovizna. Nada de lo que pasa nos deconstruye por dentro. La sucesión de bases nitrogenadas que determina lo que somos no se descabala por las cosas de la vida. Únicamente una mutación aleatoria o una radiación ultravioleta pueden hacer que dejemos de ser quienes somos. Cambiarnos de verdad. Venimos al mundo hechos de carne, pero esculpidos en piedra.

La ira, por ejemplo... “Aflicción” es una película que habla sobre la heredabilidad de la ira. Schrader no se posiciona, pero abre el debate. Yo creo que está conmigo, pero claro: eso lo digo yo. En “Aflicción·, los hermanos Whitehouse fueron maltratados por el mismo padre borracho e iracundo, allá en las nieves de New Hampshire. Recibieron hostias como panes y castigos como esclavos. Uno de ellos se largó y terminó siendo un escritor de prestigio. Cuando aparece en la trama le rodea un halo de mansedumbre. Es como si nada le hubiera calado. O quizá solo disimula.

Su hermano, en cambio, más corto de alcance, y también más corto de entendederas, heredó la tendencia a la chifladura momentánea, a la ida de olla ocasional. No parece un mal tipo, el bueno de Walter, pero en fin: que se le va la mano. A veces se entrega a la dipsomanía. A veces no mide. Es como una fotocopia desleída de su padre. ¿Tuvo mala suerte en la lotería de los genes? ¿Una vida distinta pudo haberle rescatado? Debates y debates...





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El amigo de mi amiga

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“Uh, vaya lío, los amigos de mis amigas son mis amigos...” Lo cantaban las chicas de “Objetivo Birmania” hace la porra de años, casi por la misma época en que estrenaron la película de Rohmer. A mí me gustaba mucho la chica alta, la que era esbelta y tenía pinta de practicar el aerobic. No era muy guapa, pero ya hubiera querido yo tener una novia así.... Me ponía mucho. Mis amigos -y los amigos de mis amigos, supongo- preferían todos a la chica rubia, que tampoco estaba nada mal. Para empezar, era rubia.

Me pregunto qué habrá sido de estas tres criaturas del señor: si regresaron a Birmania para colaborar con una ONG o se quedaron en Madrid trabajando en cosas aburridas como todo quisqui.

Pongo esta referencia cultural porque no sé muy bien qué decir sobre la película. Es la primera vez que me aburro mucho con una historia de Rohmer. O quizá soy yo, que ando muy tonto estos días. Desmotivado para el disfrute... Además, llevo encima el primer catarro de la temporada, y el peso de las jornadas laborales que se acumulan. Si a Sabina le robaron el mes de abril, a mí me han robado los meses de verano. Hace nada y menos yo nadaba feliz, y leía, y tomaba cervezas en una terraza...

“El amigo de mi amiga” aborda uno de esos tabúes tontos que se imponen los guapos y las guapas a la hora de ligar. “Si fuiste el novio de mi amiga no puedo acostarme contigo”. Cómo se nota que esta gente no pasaba hambre en su juventud... Otro tabú muy de moda era: “Nos criamos juntos en el barrio, así que acostarnos juntos sería como caer en el incesto.” Y el tabú de los primos, claro, incluso de los primos segundos, con los que había que pedir dispensa para casarse, pero no -juraría yo- para tener una experiencia satisfactoria en lo sexual. 

No sé: la gente guapa es muy rara. Muy selectiva. Se puede permitir estos lujos. Yo, por mi parte, estuve enamorado sucesivamente de una vecina del barrio, de la exnovia del amigo y de una prima que vivía tras las montañas. Todas me dieron calabazas, pero yo, ajeno a estos tabúes, puse todo mi empeño en conquistarlas.





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Los anillos de poder

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Esta vez los culturetas de la radio me han engañado. Yo les sigo a pesar de que la mitad son unos fachas y la otra mitad unos socialistas desleídos. Pero en cuestiones de cinefilia me siento uno más de su pandilla. Cada semana apunto sus recomendaciones y me lanzo al abordaje con la pata de palo y el loro en el hombro, yo que solo tengo Movistar + porque el sueldo de funcionario no llega para más.

Los culturetas me han engañado como a un chino. Y chinos, por cierto, no sale ninguno en “Los anillos de poder”. Es un fallo morrocotudo. Un insulto a esa etnia olvidada. O puede que sí, que salgan a partir del episodio 3, viviendo en algún lugar sojuzgados por Sauron o comerciando con los elfos. Me da igual.  Yo ya no voy a verlo. Esta serie es un bostezo disfrazado de superproducción. Una enmienda a la totalidad de Peter Jackson y J. R. R. Tolkien.

No sé: es como si la hubieran rodado sólo para afearles un descuido etnográfico que no era tal. Para echarles en cara un supuesto “racismo de base”. "Los anillos de poder" es como una demolición del heteropatriarcado anglosajón de la Tierra Media. Un esfuerzo muy loable, pero tonto, que además, en lo puramente argumental, no tiene ni pies ni cabeza. Porque al principio, sí, salen Sauron y Galadriel, para que quede claro que esto es el universo expandido de Tolkien. Pero nada más. Lo demás es sacar el CGI a todas horas, y tocar musiquitas con la flauta, y mostrar la fauna tenebrosa pero inoperante de la Tierra Media.


El problema no es que haya mujeres empoderadas o hobbits que pertenezcan a todas las razas de la Tierra. Faltaría más. El problema es que se nota la enmienda. Que se ve la fórmula. Que estas correcciones políticas te sacan de la Tierra Media. Que no te crees nada de lo que ves. 



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