Breve encuentro

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El personaje de Laura pronuncia un pensamiento terrible después de llamar a casa para decir que llegará tarde, que se ha enredado con una amiga, cuando en realidad está consumando un adulterio no consumado con el médico Alec, el hombre de quien está enamorada hasta las trancas pero a quien nunca llegará a ofrecer su cuerpo por aquello del temor de Dios y del prurito moral.

-  Es tan fácil mentir cuando sabes que confían en ti... Tan fácil y tan degradante...

Tras colgar el teléfono le invade una vergüenza de sí misma que casi la derriba. Después de todo, su marido es un hombre atento y jovial que no se merece esta traición del corazón; este enamoramiento que nació de una mota de polvo y se convirtió en una montaña que ya le pesa sobre los hombros. Porque el adulterio, además de un doble esfuerzo sexual -cuando se produce-, también exige un redoble neuronal que es la mentira sostenida. Y no todo el mundo está preparado para eso. Para jugar con dos barajas hay que saber mentir bien y no dejar que la moral introduzca balbuceos en el discurso, o dudas en el obrar. 

Mentir -como se dice Laura a sí misma- no es tan fácil. Puedes engañar una vez a los crédulos, a los que confían en ti; pero varias veces, si no llevas el engaño en la sangre, es imposible. Y Laura, aunque lo intenta, no puede. Ella no es así. Ni siquiera el amor que siente por Alec será capaz de transformarla en un diablillo que por las noches se acuesta con su marido y por las mañanas se encama con su amante. Hay que valer para eso. Y ducharse mucho, y con fruición. Hay que tener mucha coraza, o mucha cara. O estar perdidamente enamorada, irremediablemente enamorada, y quizá el amor de Laura por Alec, a pesar de la poesía y de los suspiros, no alcanza tales arrebatos.

La moraleja, supongo, es que a veces el adulterio no se produce por falta de deseo, sino por falta de capacidad. Muchos que presumen de monógamos incorruptibles en realidad es que no sabrían mantener dos vidas paralelas. Hacer de una incapacidad una virtud es un viejo truco de los moralistas.





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La prima Angélica

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La ciudad de mis recuerdos infantiles no es Segovia, sino León, aunque se parezcan mucho en lo reseco de sus alfoces. Además, cuando voy de visita, y me asaltan los recuerdos por la calle, o por los rincones de la casa, yo hago nostalgias de un tiempo mucho más cercano, los años 70 y primeros de los 80, no aquellos años de la Guerra Civil en los que Luis se enamoraba de su prima Angélica a escondidas de la familia y de los curas.

Pero la película me vale. Me la creo. También ayuda mucho que José Luis López Vázquez te valga igual para hacer de niño enamorado que de hombre maduro; de pionero transexual que de señor Quintanilla siempre a su servicio. Cada vez que le veo me acuerdo de lo que dijo George Cukor sobre él: que si hubiera nacido en Wisconsin habría ganado cuatros Oscar en Hollywood e incluso más.

Lo que le pasa a su personaje cuando regresa a Segovia es lo mismo que me pasa a mí cuando voy a León. Que vuelvo a ser niño, y revivo todo lo que viví con mi cuerpo de hombre, o de hombretón, ya pasada con mucho la mitad de la biografía. Es esa misma experiencia de ver fantasmas por las esquinas, escenas revividas, y filmaciones tridimensionales, que se proyectan por aquí y por allá como en un festival de cine callejero en el que tu infancia fuese la temática principal. Un revival, o una retrospectiva, que la ciudad te dedica a modo de homenaje.

Yo no tuve una prima llamada Angélica, pero sí otros amores de barrio, huidizos y avergonzados, bajo el escrutinio de los crucifijos omnipresentes. El posfranquismo que yo viví era, en esencia, el mismo franquismo inaugural: curas dando po’l culo en todos los sentidos y militares guardando las esencias de la patria. Mucha represión, mucha culpa, mucha mandanga. Y mucho sufrimiento en los niños enamorados. Y yo también fui un niño enamorado. 


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Un novio para mi mujer

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A veces tienes que dejar a una persona -o hacer todo lo posible para que ella te deje a ti- para comprender que en el fondo no puedes vivir sin ella. Es una situación terrible, primero porque quedas como un gilipollas, y segundo porque a veces ya no hay camino de retorno.

En esos casos, el alivio que sobreviene tiene una duración variable. Puede durar un día, un fin de semana, un mes de libertades. La soledad reconquistada promete montes llenos de orégano. Imaginas días enteros a gusto contigo mismo, sin discutir, o aventuras eróticas que ofrecen sexo sin tener que pagar un peaje espiritual. Una carnalidad deshumanizada -objetual, que dirían los filósofos- pero muy tranquila y beneficiosa para los nervios. Nueve de cada diez terapeutas recomendarían sexo sin futuro y pleno de carcajadas. Si eres capaz de encontrarlo, claro, que está la cosa muy jodida... La vida sin tu pareja puede parecer el Paraíso Terrenal, la Tierra Prometida, pero no lo es si de verdad estabas enamorado y comprendes que has metido la pata hasta el corvejón.

Es lo que le pasa a Diego Martín en “Un novio para mi mujer”, que es exactamente lo mismo que le pasaba a Adrián Suar en la película argentina del mismo nombre, de la que han hecho este remake que  apenas aporta nada: solo la presencia de Belén Cuesta, que nos gratifica, y la calvorota de Joaquín Reyes, que nos deja pensativos sobre los estragos de la edad. 

Sucede que Diego se precipita, se ofusca, ya no ve otra solución que la ruptura definitiva. Lucía se le ha vuelto insoportable, pesadísima, como un café malo que te jode la digestión desde el desayuno. Su pequeña locura ya no es graciosa, ya no estimula, ya no es la fuente de sorpresas inspiradoras. Su locura se ha vuelto una jodienda continua de manías y reveses, gritos y contradicciones. Lo bueno ya no compensa lo malo, y Diego ha decidido dejar de sufrir. 

Lo tiene muy claro, pero apenas tardará unos días en comprender que su sufrimiento no era tal, sino el precio que había que pagar por estar junto a ella. Nobody is perfect, y conviene recordarlo.




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Desenfocado

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A veces me pregunto qué hubiera sido de mi vida -la sexual, digo- si en vez de pertenecer a la masa de los anónimos, de los nacidos a este lado del televisor, hubiera sido un hombre famoso y seductor: un actor, un futbolista, un presentador de chorradas en Tele 5. Un choni que hace petting en la penumbra bajo la atenta mirada del Gran Hermano. Un concursante al que expulsan el primer día del Nosequé y luego pasean por los platós de la cadena. 

Una gloria nacional, quiero decir. Un guapete del star system como Bob Crane en “Desenfocado”, que mientras trabajaba en la radio vivió un matrimonio ejemplar  de tres hijos, casa de ensueño y mujer que le adoraba; pero que en cuanto protagonizó una serie de televisión empezó a caer en cada tentación andante que le sonreía, lo mismo una rubia que una morena, una impechada que una pechugona.

Es fácil decir que uno cree en la monogamia -o al menos en la monogamia sucesiva- cuando nadie te pone a prueba de verdad. Cuando la vida transcurre sobre una aburrida carretera que no tiene áreas de descanso ni desvíos secundarios. El amor verdadero, para serlo, tiene que vencer esas tentaciones apartándolas con ambas manos, como un explorador que se abre paso por la selva. Si no hay esfuerzo no hay vanagloria. No hay nada de qué presumir -la fidelidad, la integridad, todo ese rollo- si el diablillo no te señala las tentaciones y tú haces como que no lo oyes, como que es un ser malvado e imaginario. Los héroes del amor, como los héroes de acción, tienen que superar varias pruebas para merecer la distinción.

Lo que le pasó a Bob Crane fue, simplemente, que subió un escalón en la pirámide social. Que se hizo reconocible y empezó a frecuentar los hoteles y la noche. Y subido a ese escalón pudo contemplar lo que antes el muro le ocultaba: un jardín de las delicias donde el diablo ya no da abasto con el tridente que señala y ofrece. Una perdición y una lujuria. Todo muy humano, demasiado humano, como dijo el bigotón.







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Es peligroso casarse a los 60

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Ahora es más peligroso que antes casarse a los 60. En la película, por exigencias del guion, Paco Martínez Soria todavía fornica como un mulo, pero lo más normal por aquella época, cuando llegabas a la edad, es que el pene se rindiera a las leyes de la gravedad y el sexo durara apenas un suspiro o ni siquiera llegara a comenzar. Ahora, sin embargo, gracias a la viagra y a los cambios en la alimentación, los hombres de sesenta años fornican tanto como los mozos de treinta y tantos, y eso, para los corazones desgastados, es un ejercicio matador que llena las plantas de cardiología en los hospitales.

Si nuestros padres se casaron casi todos en la veintena, ahora, lo normal, es casarse a los cuarenta por aquello de la crisis económica y de los precios inmobiliarios. También es verdad que hay mucha vagancia, mucho acomodo, mucha tolerancia de los padres sobre la duración infinita de las nidadas. Pero de aquí a un par de generaciones, como siga subiendo el precio del gas y el precio de los alquileres, lo normal va a ser casarse como Paco Martínez Soria en la película, con la boina y la cachava camino de la partida de dominó. 

De hecho, la gente ya no se casará: acostumbrados a vivir cuarenta años de noviazgo intermitente, solo en fines de semana y en periodos de vacaciones, los novios y las novias habrán perdido la tradición de la convivencia, abanderados todos de la libertad individual y del tiempo sagrado con uno mismo. Casarse será tan raro como meterse en un convento.

Por lo demás, la película, aun siendo una cagarruta, tiene un alto valor documental. Sirve para medir el trecho que hemos avanzado; o que creíamos haber avanzado, antes del surgimiento de VOX. Don Mariano, por este orden, y por el bien de la comedia, le mete mano a una enfermera, niega el derecho de conducir a las mujeres y habla de los negros como maldiciones andantes que le joden el negocio. Don Mariano es pesetero, lúbrico, faltón, fachoso... Y aun así, es el protagonista simpático de la película.






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Las brujas de Zugarramurdi

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Igual que todos los hombres tenemos algo de cabrones, todas las mujeres tienen algo de brujas. Como el aquelarre de Zugarramurdi -viene a decir la película- hay uno en cada pueblo; y gilipollas como estos atracadores, uno por cada nacimiento varonil.

Los hombres, en efecto, somos seres muy limitados. Y ser científico de prestigio o premio Nobel de Literatura no te salva de la quema. Eso solo son habilidades del Homo faber. En cualquier cosa que tenga que ver con lo sentimental, los hombres solo conocemos la línea recta para ir del punto A al punto B. Se nos da muy mal disimular, y se nos dan de puta pena las sutilezas. No acertamos ni una cuando nos ponemos intuitivos. Cuando creemos que las mujeres están del derecho, ellas están del revés, o viceversa. Somos unos menguados del análisis psicológico. Puede que sea porque no las miramos mucho a la cara, y sí a los cuerpos, y se nos escapan las señales enigmáticas de los ojos, que a veces confirman y a veces desmienten. Es mentira que las mujeres sean un misterio: lo que pasa es que nosotros somos medio imbéciles.

Las mujeres, en cambio, vienen al mundo con un sexto sentido. Vanos a llamarlo arácnido, o transdimensional. Un superpoder, en cualquier caso. Nos damos cuenta muy temprano cuando comprobamos que nuestras madres no nos miran, sino que nos leen. Nos traspasan. Su visión binocular no converge en nuestra en piel, sino en un punto interior que unos llamarían alma y yo prefiero llamar cámara de los secretos. Las mujeres nos... radiografían. Las amantes y las examantes; las candidatas y las desconocidas. Cuando nos calan y nos salvan, las llamamos brujas buenas; cuando nos escanean y nos hunden, las llamamos brujas malas. Pero los juicios morales, ya sabemos, son muy discutibles y particulares. Nosotros, por nuestra parte, solo las deseamos. Somos brujos de un solo conjuro, que solo conoce un único fin. 





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Veneciafrenia

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En Venecia pasa justo lo contrario que en La Pedanía: allí los que dan po’l culo son los turistas, mientras que aquí los que dan po’l saco son los autóctonos, que no conocen el silencio en las calles ni las normas de urbanidad. Hablo así en general, claro. Si en las viñas del Señor hay de todo, aquí, en las viñas de La Pedanía, también vive gente que podría pasar perfectamente por nórdica o centroeuropea a poco que creciera unos centímetros decisivos.

 Si en “Veneciafrenia” hay un veneciano loco que se carga a los turistas que desembarcan de los cruceros, en una película que se titulase “Pedaniafrenia” -ahí dejo la idea- el asesino sería un peregrino que iría exterminando a todos los paletos que se encuentra por el Camino: al que pasa con el quad a toda hostia por una zona de limitación de velocidad; al que adelanta a los caminantes con una moto que lleva el tubo de escape recortado; al que tiene su finca hecha una pura cochambre de zarzales y basura; al que lleva el perro peligroso suelto y no hace ni ademán de sujetarlo cuando coincides; al que pega voces en la terraza del bar como si se le hubiera jodido el termostato de los tímpanos; al que tala los árboles que daban sombra porque le molestan las pelusas que sueltan en primavera; al que no deja pasar el cable de fibra óptica por la fachada de su casa y jode a todos los que viven más allá...  No sé: toda esa gente que hace de La Pedanía un rincón idílico cuando lo miras de lejos, pero una comuna de orates cuando te metes en su tráfago.

Si los turistas en Venecia son una peste, aquí los peregrinos son gentes silenciosas y respetuosas que tiran sus cosas a las papeleras y saludan siempre con una sonrisa. Gente de paso que no molesta para nada y da de comer a los bares que se encuentran en la ruta. Una nota multicolor en el paisaje rural de los viñedos. La conexión de La Pedanía con el resto del mundo. Yo ni les noto tras la doble ventana que me protege del mundo. Cuando bajo a la calle agradezco que sean ellos -y no los del tambor de hojalata- los que pasan frente a mi puerta haciendo chac, chac con sus bastones.





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El honor de los Prizzi

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Sólo quince kilómetros en línea recta separan Corleone de Prizzi, en la isla de Sicilia. Lo he mirado en Google Maps. Son los mismos, más o menos, que separan la influencia de los Corleone y los Prizzi en la ciudad de Nueva York. Como si los viejos patriarcas, don Vito y don Corrado, cuando huyeron de sus terruños, se hubieran traído la isla consigo y hubieran calcado incluso las distancias, aunque en Nueva York los límites no vengan marcados por los valles y las montañas, sino por las avenidas rectilíneas y los puentes espectaculares.

    Los Prizzi, como los Corleone, también poseen casinos en Las Vegas, acciones en los bancos, recaudadores de impuestos en los bajos fondos... Matones que liquidan a todo el que se va de la lengua o sisa más de lo permitido. Cuando el trabajo es más delicado de lo normal, de los que no pueden dejar huella o no pueden fallar a la primera, los Prizzi depositan su confianza en Charley Partanna, que es un psicópata de gatillo frío y sonrisa inalterable. Charley no lleva la sangre de los Prizzi, pero ha sido ahijado como tal, juntando los dedos índices que sangraban.

    Pero esto, por supuesto, sólo es una declaración de intenciones, antes de que vengan los negocios a incordiar. Los Partanna y los Prizzi no comparten los talantes, y eso, a la larga, será una fuente de problemas. Los Prizzi guardan un celibato casi monacal para que el pito no interfiera en el raciocinio, y sólo de vez en cuando, presumimos, echan mano de sus amantes para desfogarse los instintos. Charley Partanna, en cambio, es un pichaloca que tiene otro gatillo muy fácil dentro de los calzoncillos. Cuando conozca a Irene Walker -la rubia irresistible que lo mismo asesina para los Prizzi que les roba sus recaudaciones-, Charley perderá el oremus de sus fidelidades y ya no sabrá a qué carta quedarse.

    En “El honor de los Prizzi”, la mafia sólo es el telón de fondo de un drama más viejo que el cagar: la tragicomedia del hombre atrapado entre sus deberes y sus instintos. 




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