Las nadadoras

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Securitas Direct ha invertido mucho dinero en publicidad para este Mundial de Catar. Aprovechan cualquier descanso para asustarnos con la idea de que hay muchos ladrones pendientes de una ventana mal cerrada o de una puerta mal blindada. Al precio que está el abono de Movistar + (que ya es en sí mismo un atraco a mano armada), ellos suponen que todos los abonados somos millonarios y que vivimos como poco en un chalet de La Moraleja, almacenando joyas de oro, fajos de billetes y cuadros de Joan Miró. Pues conmigo van dados, la verdad. 

El otro día, en una gestión con el 1004, me ofrecieron un seguro antirrobo y yo les respondí que como no me robaran el perrete o el bote de Fairy no sé qué más cosas iban a encontrar. La operadora se partía la caja, sí, pero seguro que conmigo perdió una jugosa comisión.

Viendo “Las nadadoras” -a trocitos, entre partido y partido, precisamente por no tragarme la publicidad- recordé que los ladrones de verdad son los que viven dentro de esos chalets, y que lo otro, como mucho, es re-robar. Cuando en los telediarios recitan los bienes robados te dan ganas de aplaudir a los atracadores si no ha habido violencia de por medio. Pero esto solo me pasa a mí, claro, y a los cuatro nostálgicos del bolchevismo. Lo normal es que el anuncio acojone a los abonados, explotando su racismo de mierda y su incultura básica de las cosas. Los anuncios de Securitas Direct están pensados para votantes de derechas con muchos botines que esconder. Ellos pueden robar a manos llenas gracias a que la Constitución del 78 se lo permite, pero los de fuera, los que vienen en pateras, con solo desembarcar, con solo acercarse a la valla del jardín, ya merecen un pelotazo de goma en la cara o una descarga eléctrica en los cojones. No lo dicen así, tal cual, en el anuncio de Securitas Direct, pero todos sabemos cuál es el mensaje subliminal.

Por eso, para compensar tanta inmundicia, viene bien echarle un vistazo a “Las nadadoras”, aunque sea un Estrenos TV de la vieja escuela. La gente que se juega la vida en una patera no viene a robar, sino a ganarse la vida. A reconstruirla gracias a una oportunidad. No vienen, sino que huyen.



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El reino

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No hay que ser muy listo para deducir que este reino sin nombre -el que estos cortesanos de traje y corbata esquilman para irse de yates con las esposas y de putas con los compadres- es el reino de Valencia que los camps y los zapalanas saquearon hasta dejar sólo las telarañas y dos gorritas amarillas de cuando recibieron al Papa emocionados. Y dos tornillos que se cayeron de los Fórmula 1 cuando quemaban goma por el circuito de la ciudad.

Para que el homenaje a la tierra valenciana no quede tan evidente, Rodrigo Sorogoyen rodó algunos exteriores en Madrid para hacer más universal el concepto de corrupción. Más transautonómico, digamos. Y luego, ya para esparcir la mierda en plan urbi et urbi, le puso a la jefa de los golfos apandadores -“La Ceballos”- un acento andaluz que disimulara su inquietante parecido con doña Rita, aquella chumadora que ponía orden y disciplina en estos latrocinios que asolaron los telediarios. De este modo, el público de derechas también sale reconfortado de ver “El reino”, y puede contarle a las amistades que “los andaluces también robaban”, los EREs y tal, que lo han dicho en la película, y que la corrupción es una cosa de todos los partidos políticos, de todos, y que ya está bien de señalar siempre a los mismos.

    No se salva ni Dios, en “El reino”. Poque no hay dios que pueda perdonar a todos estos atracadores: ni a los contumaces ni a los arrepentidos. Así se titulaba, justamente, otra película de Rodrigo Sorogoyen. Yo, en eso, estoy con el personaje de Bárbara Lennie imitando a Ana Pastor: ¡y una mierda!, los actos de contrición. Que le corten la cabeza igual al hijoputa este. Y que devuelva lo robado. Lo triste es que tampoco hay dios que pueda perdonar a los periodistas “incisivos” como ella. Cómo se puede ser tan lista, tan valiente, tan “independiente”, y no saber que el dueño que te paga está puesto ahí, precisamente, para proteger a los más altos saqueadores del reino. 





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Cuento de invierno

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Estoy leyendo estos días “The mating mind”, quizá el libro de divulgación científica más provocador de los últimos tiempos. Como todavía no lo han traducido al castellano, lo estoy leyendo gracias al traductor de Google, que me cambia los tiempos verbales y me traspone los adjetivos de lugar. Un enredo, sí, pero yo persevero. Porque la lectura de Geoffrey Miller es fascinante. 

Miller sostiene que los hombres -los machos de la especie- somos poco más que reclamos sexuales. Pavos reales que exhiben su creatividad o su sentido del humor como otros conducen a toda hostia o se rasuran la barba a la moda de los futbolistas. Todo tiene la misma finalidad: que las mujeres nos señalen con el dedo y entrecrucen -o finjan entrecruzar- sus genes con los nuestros. La evolución de la especie, dice Miller, depende exclusivamente de sus elecciones. Los imbéciles prosperan en el acervo genético porque muchas mujeres se dejan encandilar por sus imbecilidades; los hombres decentes no terminan de extinguirse porque algunas no se dejan engañar con tanta facilidad.

En “Cuento de invierno”, por ejemplo, Felicia se debate entre la compañía de tres hombres que la pretenden. Maxence es sin duda el menos atractivo, pero le ha prometido -como hacían los amantes de antes- ponerle un piso y una peluquería en la ciudad de Nevers, un poco lejos de París. Loic, el segundo candidato, es un hombre más joven y mucho más guapo; y además vive en París, rodeado de libros. El problema, precisamente, es que Loic lee demasiado, se sabe párrafos de memoria, y todo eso incomoda a Felicia, que no se siente a su altura intelectual.

Felicia, en realidad, vive enamorada de Charles, el fantasma de las vacaciones pasadas, al que conoció carnalmente en una playa y luego ya no supo encontrar de regreso a París. En 1992 todavía no existían los teléfonos móviles, ni las agendas de contactos, y las direcciones y los números de teléfono se escribían en papelitos que podían fugarse con el viento. Quienes poco después inventaron estas maravillas tecnológicas querían ganar mucho dinero, por supuesto, pero también impresionar a Mary Elizabeth, la rubiaza que salía con el gilipollas del quarterback y los tenía por hombres invisibles o sin méritos.




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Regreso al futuro III

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De tener una máquina del tiempo -un DeLorean no, porque no sé conducir, pero sí una lavadora Balay de esas que centrifugan sin dar muchos bandazos- jamás se me ocurriría visitar el tiempo de Jesucristo. Menuda gilipollez. Lo responden hasta los viandantes no católicos cuando les ponen un micrófono en los morros: “Pues yo... viajaría al año 0, para conocer a Jesús”. Y sonríen muy satisfechos con su originalidad. Para empezar: no existe el año 0; y para seguir: Jesús no existió. Jesús no es más que el resumen mitológico de aquellos predicadores desaseados que se bañaban a orillas del Jordán. Casi todos esquizofrénicos que se escapaban del Manicomio Municipal de Cafarnaúm. Tipos que veían visiones, que ostentaban la Verdad, que decían ser hijos del mismísimo Dios... Una caterva de pirados.

Luego, en la segunda posición del ranking, también originales que te cagas, están los que dicen que ellos irían, “sabusté”, al tiempo de los romanos, a conocer... a los romanos, pero así, sin especificar, sin aclarar si viajarían a la Roma republicana o a la Roma imperial. Si a conocer ya de paso a los etruscos o saludar con la mano a los bárbaros que cruzaban el Rin vociferando. Qué se la he perdido a esta gente, me pregunto yo, en el tiempo de los romanos: malos olores, violencia, mugre, muertes tempranas, ciudades asoladas por las ratas... Un único esplendor, quizá, en el palacio del emperador, y el resto para olvidar, como esos que viajan a la India para ver el Taj Mahal y luego ya no saben dónde posar la mirada sin sentir pavor o vergüenza.

Yo, la verdad, no sé a qué tiempo viajaría con mi lavadora Balay. Porque el Far West de “Regreso al futuro III” tampoco me seduce gran cosa. Tampoco la Edad Media, ni la Revolución Francesa, ni el tiempo de los hititas... Siempre he dicho que me gustaría haber vivido La Movida madrileña, por aquello de llevar una vida licenciosa rodeado de gachises. Pero haberla vivido de joven, y no ahora, teletransportado a 1980 con 50 tacos en el DNI. El cuerpo todavía aguanta -no lo digo por presumir- pero las tentaciones seguro que fueron muy fuertes, y muy continuadas, al otro lado del Manzanares.




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Regreso al futuro II

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A lo largo de mi vida he intentado tres veces -pero sin mucho convencimiento, la verdad- hacerme millonario. Hubo una época en que hacía la quiniela de fútbol todas las semanas y todas las fiestas de guardar, pues también rellenaba la que recogía los partidos de la Champions. Siempre le ponía 4 dobles, o sea, 16 columnas, que a razón de 0´50 euros por columna -y parezco, ya quisiera yo, una azafata del “Un, dos, tres”- me daba un gasto total de 8 euros por intento. Muy lejos de la ludopatía, sí, pero también muy lejos del empeño verdadero de quien quiere ser millonario y no recorta en gastos innecesarios -los libros, las pelis, la comida china- para ponerle un par de dobles más al azar impredecible de los balones.

(Impredecible, claro, porque no tenía en mi mano el almanaque...)

Cansado de no acertar más allá de las pedreas de 10 resultados, tuve otra época en la que quise matar a mi madre a fuerza de disgustos, a ver si heredaba sus posibles, que tampoco son para hacerse millonario, pero sí para llevar una vida más desahogada. Por lo menos para viajar algo más, y pedir los platos más caros en el menú. Yo atormentaba a mi madre con mis fracasos con las mujeres, con mi vida gris de funcionario, con mi supuesto talento tirado por la borda: que si este blog, que si el fútbol, que si lecturas sin provecho... Mi madre sufrió -y sigue sufriendo- lo suyo, pero descubrió el juego muy pronto y decidió no morirse por estas pérdidas tan baladíes. Así que me abocó, plena de amor y de cariño -porque una madre siempre te apoya en todo lo que decidas- a ganarme los millones por la vía de la creación literaria. 

He transitado por ella más o menos tres años, produciendo un diario sin recorrido, una novelita sin éxito y otra novelucha sin editar. Tres gotas en la mar de los fracasados. Tres esfuerzos muy poco titánicos que no han cosechado ninguna repercusión. Y que, más bien, me ha costado dinero tramitar.

Así que ahora, en un cuarto y último intento por salir de la pobreza, no hago más que asomarme por la ventana a ver si Marty y Doc aparcan el DeLorean y se dejan las llaves puestas mientras se toman un chato en el bar. Ese maldito almanaque...




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Testigo de cargo

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Al final de la película, mientras salen sobreimpresionados los títulos de crédito, -cómo echamos de menos esos créditos del cine clásico- una voz en off ruega a los espectadores que guarden silencio sobre el giro final de la película. Que no se lo cuenten a nadie para no jorobarles la sorpresa y mantener el flujo de espectadores a las plateas. Una petición 2x1:  buena para el espíritu y buena para el negocio.

“¡Ostras! ¿No sabes? Al final de la película ella..., y él... ¡Buf! Nos quedamos con la boca abierta...” Y ya la jodías con "Testigo de cargo". Como hay gente que ahora te jode las ficciones que llevabas por la mitad o tenías pendientes de estrenar. Yo -lo reconozco- he sido tantas veces jodido como jodedor. Ya dijo Camilo José Cela que no es lo mismo estar jodido que estar jodiendo, y le doy toda la razón. Solo se parecen en que te quedas con la misma cara de bobo: jodiendo, porque has metido la pata y sientes vergüenza de ti mismo; y jodido, porque te pinchan el globo y reprimes las ganas de asesinar.

¿Cuándo prescriben los spoilers? Supongo que nunca. “Testigo de cargo”, por ejemplo, lleva 65 años rodando por las cinefilias. Acaba de cumplir la edad de jubilación y sin embargo yo no me atrevería a abrir un debate sobre ese final de las mandíbulas descolgadas. Siempre hay alguien que no la vio, o que le gustaría revisarla... De hecho, yo no debería dejar ni siquiera esa pista. Porque entonces ya pongo en guardia, y en cierto modo adultero el “hecho visionario”. De hecho, debería dejar ya de escribir...

(Ahora que está a punto de comenzar el Mundial de Qatar, conviene recordar a Alfredo Di Stéfano de comentarista en el Mundial 90. Pasaban por la noche, en diferido, el Alemania-Yugoslavia de la primera fase. En el salón de mi casa, yo solo conmigo mismo, todo era expectación y palomitas. Y de pronto, don Alfredo, acomodado en la silla del estudio, olvidando que los espectadores no sabíamos el resultado, nos dice a modo de presentación: “Alemania jugó muy bien. Y, bueno... Yugoslavia también.”. Puedo dar testimonio de ello, como testigo de cargo. Al final ganó Alemania 4-1, ya sin emoción ni congoja).





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Red Rocket

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Todos nos asomamos de vez en cuando a la pornografía. Los hombres, digo. Las mujeres ya no sé porque jamás he hecho una encuesta a mi alrededor.

Ven porno incluso los curas y las monjas del Vaticano, que el otro día recibieron la reprimenda de su jefe. ¿Cascársela delante de una tablet rompe el voto de castidad? Pues según el papa Francisco- a falta del magisterio de los Padres de la Iglesia, que crecieron en los desiertos sin internet- sí. O a medias. Tampoco ha quedado muy claro. El Papa ha dicho que el porno es un “vicio” como otro cualquiera, pero ha esquivado aquello del “pecado mortal” que nos explicaban en los Maristas.

Yo soy de los que piensa que ver pornografía es bueno para la salud. La mental y la otra. Dice mucho de los entusiasmos preservados, y de la alegría de vivir. Hablo de la pornografía “decente”, claro: la que sigue las reglas morales que rigen a este lado de la pantalla. La otra, o es delictiva, o enturbia las mentes de los perturbados. No hace mucho amenazaron desde el gobierno con prohibir la pornografía y a los usuarios casi nos da un ataque de pánico, mezclado con el ataque de risa. Hay gente que todavía no ha entendido nada sobre la naturaleza humana y la herencia del bonobo. Al final va a resultar que había más monjas en la izquierda, y que la hoz y el martillo, entrecruzadas, proscribían más que los brazos de la cruz.

Ahondando más en el tema -y perdón por la metáfora infantil- solo he conocido a un hombre que no fantaseara con haber sido actor porno alguna vez. ¡Pegarte el lote como oficio remunerado! Por lo menos en la juventud, cuando los compromisos no eran tales y los cuerpos daban bien ante la cámara. Este amigo del que hablo es como aquel personaje de “El turista accidental” que decía que con el calor el sexo se vuelve pringoso; y que cuando hace frío, es muy incómodo quitarse la ropa. Hay gente así, sí. Los demás -añadiendo un oficio más a la canción de Sabina- sí hemos fantaseado con ser pornostars en Los Ángeles y luego, con la pitopausia, dedicarnos a la búsqueda de talento. Como hacía Esperanza Aguirre con los cuervos de la economía.



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La Casa del Dragón

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Me di cuenta de la trampa cuando faltaban quince minutos para llegar al final del último episodio. Yo pensaba que “La Casa del Dragón” era inicio y fin. Miniserie. Campana y se acabó. Nada más -pero también nada menos- que una mirada curiosa sobre cómo era el mundo antes de que llegara el invierno y lo pusiera todo perdido de muertos que caminan.

Pero en este décimo episodio las cosas se iban sucediendo a ritmo de película de Bergman: los diálogos, las traiciones, las alianzas..., y estaba claro que a los guionistas no les iba a dar tiempo a cerrar la cuestión sucesoria. El intercambio de alientos entre dragones. Saber si al final serían los Austrias encastillados en Rocadragón o los Borbones acantonados en Desembarco del Rey quienes seguirían esclavizando al pueblo llano. Comprendí, de pronto, que habría que esperar otra temporada -u otras dos, a saber, las que decidan los algoritmos- para conocer el desenlace de este embrollo, y no está la vida a estas alturas para seguir regalando minutos y minutos.

Y que conste que no me molestaba esa manera de contar las cosas, tan arriesgada en los tiempos que corren. Al contrario: desde el primer episodio, a contracorriente de muchos que echaban de menos los hachazos y los polvazos, yo aplaudí esta decisión minimalista de contar las movidas entre los apellidos. “La Casa del Dragón” es como el “Yo, Claudio” de los Siete Reinos, teatro filmado, y a mí eso me ganaba el corazón y me animaba a continuar. Porque uno de los mayores placeres que nos proporciona la ficción es ver a los poderosos entre bambalinas. Justo eso que nos niegan -y nos seguirán negando- los telediarios de la tele. Levantar acta de cómo se apuñalan los taimados y las malvadas, los psicópatas y los mercaderes. Cómo urden sus planes aprovechando que están solos en sus dormitorios o navegan a muchas millas de la costa en sus fuerabordas. 

Nada ha cambiado desde los tiempos de la dinastía Julio-Claudia. Ni en el mundo real ni en el mundo imaginario.





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