The Bear

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Supongo que no soy muy original si digo que en "The Bear" solo falta Alberto Chicote abroncando al personal. De hecho, para inspirarme, he leído varias críticas de los internautas y dos de cada tres mencionan lo de Chicote como chascarrillo recurrente. Pero es que su figura nos viene al pelo, jolín. Los entresijos de “The Original Beef of Chicagoland" -este restaurante de tercera generación italiana y de tercera categoría regional- son los mismos de aquellos tugurios en los que don Alberto desplegaba sus consejos de señorito Rottenmeier. 

(¿Que quién es la señorita Rottenmeier?: los teleadictos de mi generación la recordarán de la serie “Heidi”. ¿Que por qué conozco a Alberto Chicote si hace tiempo que ya dejé de ser un teleadicto?: porque vivo en el mundo y me entero de las cosas, nada más).

“The Bear” me interesaba por dos razones poderosas: la primera porque un buen amigo me la recomendó, y la segunda porque mi hijo quiere ser un cocinero como el prota de la serie. De hecho ahora mismo está en ello, formándose y trabajando al mismo tiempo. Pero mi hijo -nos ha jodido- quiere ser un cocinero de trayectoria opuesta a la de Carmy Berzatto: empezar por el tugurio, si no hubiese otro remedio, para terminar fogoneando en los altos hornos de Vizcaya o en los bajos de hornos de Guipúzcoa, donde se corta el bacalao de los profesionales creativos y afamados. Un sueño, quizá, pero un sueño inspirador para sus 23 años de pura vitalidad.

De hecho, sin haberla visto todavía, yo le recomendé “The Bear” con expresiones muy entusiastas y promesas de satisfacción, por si extraía de ella algún aprendizaje sobre la vida frenética de los fogones. Y ahora, la verdad, ya no sé si he hecho bien. La serie está bien, pero no tanto, y quizá todo lo que ahí se cuenta más bien tienda a desmoralizarle. O no, porque él no es tonto, y sabe lo que hay, y tiene asumido que la fama cuesta, y que hay que pagarla con sudor. “Fama” era otra serie de mis tiempos teleadictos.





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Californication. Temporada 1

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Después de un largo periplo por la historia, los sodomitas y los gomorritas -que tras la cólera de Yahvé vivieron su propia diáspora por el mundo- se instalaron entre el Océano Pacífico y la falla de San Andrés para reinstaurar el gozo de vivir y el placer de fornicar. 

En esa Babilonia moderna vive ahora Hank Moody, el escritor que añora vivir en Nueva York porque allí las mujeres son igual de hermosas pero se ponen abrigos y jerséis para combatir el frío que sopla del Atlántico, lo que entonces le permitía dedicarse a la escritura sublimando los instintos.

En Neogomorra, en cambio, las señoritas van muy ligeras de ropa, y además todas le encuentran irresistible y dignas de sus dormitorios porque Hank Moody posee el jeto exacto, y el magnetismo, y las pintas perfectamente descuidadas, y las oportunidades le brotan en cada esquina y en cada semáforo como setas en el bosque. Moody -el muy jodido, y el muy jodedor- se cayó en la marmita del mojo siendo un chaval y ahora ya no necesita ni ponerse guapo para salir a la calle y provocar soponcios y extravíos.

Pero Hank Moody, en realidad, aunque a veces parezca inverosímil, no desea este destino que los dioses bondadosos le reservaron. Él es un polígamo a su pesar, casi forzado, de los que a veces se pone a follar con gesto de resignación. Un libertino que va de cama en cama mientras espera que Karen, el verdadero amor de su vida, reconsidere su opinión de mantenerlo lejos de ella. Moody sólo desea el amor de Karen en las tórridas noches del Pacífico, y mientras dura esa reconquista -que es dura de cojones-  californica todo lo que puede para sustituir el pan por unas tortas de consuelo. 

En “Californication” se folla mucho, es cierto, pero sobre todo se ama. O se suspira por el amor. Lo del título es un reclamo publicitario, un nombre comercial. El fornicio no es el meollo de la cuestión aunque se quede grabado en nuestras retinas. El mensaje de fondo es casi una ironía, una contradicción: Hank Moody, con todo el sexo del mundo puesto a su disposición, sigue amando a Karen por encima de todas las cosas.





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Trece vidas

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Yo antes no tenía nada en contra de la espeleología. Es más: los espeleólogos me parecían gentes admirables que unas veces se aventuraban en las cuevas para descubrírselas al mundo -y hacer rico al ayuntamiento del lugar-, y otras, ya revestidas de heroísmo, se colaban para rescatar a liantes que se habían metido en la cueva sin equipamiento, solo para husmear o para no ser vistos en alguna clandestinidad. O quizá, simplemente, porque sentían la llamada del gen cavernícola de nuestros antepasados, tan poderosa como la llamada de Dios o la llamada del sexo: un gen remoto y telúrico que ante la negrura de algunas cavidades se activa en el organismo y ya no puede resistir la tentación de profundizar en el misterio.

Pero eso era antes, en mis tiempos de soltero y luego de casado. Después, ya divorciado, hubo una época en que me anuncié en el mercado del amor, y descubrí que allí solo ligaban los espeleólogos y las espeleólogas. Hombres envidiables y mujeres sanísimas que luego, en otras fotos que demostraban su arrojo y su vigor corporal, aparecían haciendo parapente, o practicando puenting, o descendiendo en canoa las aguas bravas de su pueblo. Descubrí, para mi frustración, que los tipos como yo, simples intelectuales que el fin de semana salíamos en bicicleta o nadábamos en la piscina municipal, no nos comíamos ni una rosca. 

Para tener una mínima oportunidad con esas jamonas había que equiparse en alguna tienda especializada: comprar el casco, el neopreno, la aleta palmípeda... Dejarse una pasta gansa en los fetiches sexuales. Y luego, claro, tener la valentía de apuntarse a un club de cavernícolas, de meterse en los recovecos, de disimular que uno solo estaba allí para despojarse de los neoprenos en otras intimidades con poca luz.

No sé: me quedó como un trauma, como una inquina. Quizá por eso no he podido disfrutar de  “Trece vidas” como yo hubiera querido. Donde otros ven a los héroes del rescate, yo solo veo a mis rivales de antaño.





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Argentina, 1985

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La tradición judía sostiene que Yahvé siempre está a punto de destruir el mundo por culpa de nuestra vileza. Pero que no lo hace porque en cada generación, según la Cábala, nacen 36 hombres justos que con su ejemplo nos salvan de la quema. Son los llamados lamedvovniks. Los sabios judíos explican que estos hombres y mujeres no están reconocidos como tales, y que ellos mismos no saben que lo son. No hay que buscarlos, pues, en los telediarios de Telemadrid, o en los famoseos del Diez Minutos.

Los lamedvovniks son recatados, sencillos, y viven entregados a oficios sin relumbrón. Los sabios son en esto bastante ecuménicos, y reconocen -cosa que no harían nuestros sacerdotes- que los lamedvovniks pueden pertenecer a cualquier religión de la Tierra. Y precisan: “Quizás es usted, quizá soy yo, o quizá sea esa persona que prejuiciosamente creemos que no tiene mérito alguno”.

Julio César Strassera fue sin duda un lamedvovnik de su generación. Cuando por culpa de los milicos Yahvé quiso destruir la Argentina como hizo con Sodoma y con Gomorra, pasando el país entero por la barbacoa de un asado monumental, Strassera, obligado por su cargo, sí, pero armado con un par de cojones, sentó en el banquillo a esos hijos de puta que nunca se mancharon las manos con la sangre de las torturas ni con el acarreo de los ajusticiados, pero que lo ordenaban todo -o lo consentían- desde sus lujosos despachos militares.

Los logros de Strassera fueron ridículos en proporción a la pena que estos sociópatas se merecían. Nada que él no sospechara cuando empezó su trabajo... Pero su ejemplo quedó ahí: pudo haber renunciado, haber cedido a las amenazas. Pudo habérselo currado con menos ahínco. Haber templado gaitas. Pero era un lamedvovnik y no pudo remediarlo. 

Aquí en España, para nuestra vergüenza, no hubo nadie que sentara en el banquillo a los asesinos de la Guerra Civil cuando llegó la democracia. No hubo ningún lamedvovnik con bigote. Todavía no sé por qué Yahvé no hundió la Península en el mar y dejó a los portugueses, pobrecicos, como una isla en mitad del Atlántico. Quizá porque Dios, en España, siempre ha sido de derechas.





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The Crown. Temporada 5

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La quinta temporada de "The Crown" es un desafío a nuestra credulidad. Ver a McNulty disfrazado del príncipe de Gales produce una disociación cognitiva de tal calibre que ya no sabes si es que el príncipe está de visita en Baltimore, aprendiendo a colocar micrófonos en las esquinas, o si es que McNulty, que resultó ser el 38º aspirante al trono en la línea sucesoria, ha sido investido príncipe porque toda la Familia Real quedó electrocutada en la toma de una foto oficial, como le pasaba a John Goodman  en “Rafi, un rey de peso”.

Pero McNulty -o sea, Dominic West- domina bien el registro principesco, y además sale maqueado que lo dejan como un pincel, así que nuestra credulidad, superado este reto, tiene que enfrentarse al hecho lamentable de que la princesa Margarita no es que se haya convertido en una señora mayor: es que no es, ni por asomo, la misma mujeraza que en las primeras temporadas nos dejaba con la boca abierta, estupefactos ante su belleza. A esta Margarita le han caído los años, sí, pero también le han recortado los centímetros -demasiados-, y le han comprimido el cuerpo hasta resultar irreconocible. Y además es mucho más fea... Uno no entiende que en una serie tan detallista, tan “british” en todo lo demás, se cometan estos errores de bulto. No será por actrices para elegir, digo yo, en el elenco de las isleñas.

Y luego está Diana de Gales, a la que la serie trata con suma condescendencia: la "Princesa del Pueblo”, y toda esa mierda. Ahora la interpreta una mujeraza de cuerpo mareante que debe de andar por el metro ochenta de estatura. Cuando Diana llora sentada, te la crees a pies juntillas, pero cuando se yergue para llorar de pie, sabes que no es ella, sino Elizabeth Debicki, la que se queja con amargura de vivir como una princesa millonaria. Es entonces cuando uno se va del personaje, y también un poco de la serie, y empieza a pensar que “The Crown” -tan fastuosa todavía, tan interesante a pesar de retratar las vidas de esta gentuza impresentable- empieza a descuidarse un poquitín, o a confiar demasiado en sus seguidores.


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En el calor de la noche

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En provincias, cuando yo era pequeño, el único actor negro al que conocíamos por su nombre era Sidney Poitier. Los demás, que tampoco eran muchos, eran “los que salían” en tal película o en tal serie de la tele. Estaba, por ejemplo, el amigo de Kirk Douglas en “Espartaco”, que también hacía de secundario en muchas películas del oeste. Y el soplón que trabajaba las calles y las prostitutas en “Starsky y Hutch”. Y la criada de “Lo que el viento se llevó”, y el pobre chico al que Atticus Finch salvaba de la horca en “Matar a un ruiseñor”. Y Bill Cosby, claro, que entonces era mucho de reír, como diría el señor Barragán, y Richard Pryor, que hacía de tontaina en las películas de Gene Wilder y en una secuela ya  olvidada de "Supermán".

Y el actor que hacía de Kunta Kinte, por supuesto, que con sus marcas de latigazos dejó marcada a toda nuestra generación. Su tortura despertó en nosotros la conciencia de que existía una tara psiquiátrica llamada racismo que llevaba varios siglos propagándose entre los genes y la cultura.

Recuerdo que Sidney Poitier le gustaba mucho a mi madre. Físicamente y actoralmente, quiero decir. Sobre todo en “Adivina quién viene esta noche”, que era la película de cabecera en nuestra cinefilia familiar. Siempre que la pasaban por la tele cenábamos en el salón y no en la cocina, no te digo más. Cada vez que Sidney Poitier aparecía en pantalla, mi madre exclamaba: “¡Qué guapo es..!”, y yo notaba que había un puntito de autodescubrimiento en su admiración. Como una sorpresa no confesada de excitación. 

 Nosotros, como todo nuestro vecindario, solo éramos unos tardofranquistas ignorantes. Los únicos negros que veíamos por León eran los manteros que vendían bolsos y baratijas en las fiestas patronales, siempre con un ojo en el cliente y el otro en la policía que rondaba sus negocios. Les veíamos dos o tres días al año cuando bajábamos a la feria o a los fuegos artificiales, y nos llamaban la atención como ahora nos la llamarían los extraterrestres venidos de Marte. Éramos muy paletos, y estábamos muy poco vividos.






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Nadie hablará de nosotras cuando hayamos muerto

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“El que nace para ochavo no llega a cuarto”, decía mi abuela. Y me miraba con sus gafas de culo de vaso para indicarme que yo era precisamente un ochavo de futuro anónimo y falto de gloria.

Creo que ochavo tiene algo que ver con las monedas antiguas, las del imperio español que se perdió en Cuba y en Filipinas. Da igual. Es otra manera de decir que nadie hablará de nosotros- ni de nosotras- cuando hayamos muerto. Me niego a escribir nosotres... Nosotros, como Pilar Bardem y Victoria Abril en la película, somos los hijos de don Nadie y los parientes del tío Ninguno, que también lo decía mucho mi abuela. Somos los  parias de la tierra, los proletarios desunidos. Los que prostituimos la carne o el espíritu a cambio de un jornal o de una pensión. Porque todo es prostitución cuando hay que llegar a fin de mes. Si el personaje de Victoria Abril chupa pollas para cubrir los gastos de su marido enfermo, lo demás besamos culos cada mañana para que el día veintitantos llegue la nómina a nuestros hogares.

No: nadie hablará de nosotros, ni de nosotras, cuando hayamos muerto. Porque para entonces no habremos hecho nada para ganarnos la inmortalidad. Nos mencionarán los que nos conocieron en vida, pero cada vez menos, y casi siempre para mal. Qué hijoputa era, dirán, o que tacaña, o que pendona, o que calzonazos... Y luego, cuando se mueran, ya sí que nadie hablará de nosotros. Ni de nosotras. Ya seremos, del todo, seres anónimos, y todo la pasión y el esfuerzo se irán por el sumidero de los relojes. No quedará nada especial para dar que hablar. No haremos nada para ser preservados en las hemerotecas, en las videotecas, en las antologías de los siglos. Nada. Somos la mierda cantante y danzante del mundo, que decía Tyler Durden.

Pero no hay que hundirse por eso. Al revés: hay que conjurarse para disfrutar todavía más. Ya que solo ahora van a hablar de nosotros, y de nosotras, que hablen para bien,  y que nos amen porque les hemos amado y ayudado en el camino.





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Los amores de Anaïs

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Las mujeres, si buscaran la belleza, deberían de ser todas lesbianas. Pero no lo son. Supongo que la presión evolutiva todavía es demasiado fuerte para ser barrida por la cultura. 

Digo esto porque entre un cuerpo de hombre y un cuerpo de mujer no hay punto de comparación. Nosotros, por mucho que nos cuidemos, que nos rasuremos, que nos musculemos el body, somos feos. Y feos de cojones también. La mayoría quedamos ridículos enfrentados al espejo, metiendo barrigón y tensando el culo en un esfuerzo de contención. Nos salen pelos en lugares insospechados y exudamos olores a veces desagradables. Nuestros pies son la evidencia más cruda de nuestro pasado arborícola, de nuestra triste condición de antropoides con teléfono móvil. Es por eso que muchos hombres prefieren hacer el amor con los calcetines puestos, no por frioleros, sino por no romper el hechizo del amor.

Y el pene, claro: un órgano feo, morcillón, alimentado por venas y arterias que sobresalen bajo la piel. El pene tiene algo de monstruo extraterrestre, de experimento de laboratorio. Está muy lejos de la hermosura de unos pechos o de una sonrisa vertical. Hablo en términos generales, por supuesto... Una polla en erección todavía tiene su gracia, pero en estado flácido, replegada sobre sí misma, es el órgano menos erótico imaginable. Yo, con la mía, tengo confianza y ya no me asusta su fealdad, pero nunca he entendido que algunas mujeres -pocas, eso sí- depositaran su deseo en semejante carnalidad. Es por eso que yo siempre fui muy agradecido con ellas.

Anaïs, la chica de la película, iba como loca por su vida amorosa, acelerada sin encontrar ningún hombre que la aquietara. Se comprometía y traicionaba; prometía y se desdecía. Les juraba su amor y les negaba su compañía. Los traía locos con su belleza tan chic, tan delgadita ella, tan lasciva, tan impechada... Anais sufría y hacía sufrir. Nada le iba bien hasta que un día, por casualidad, enamorada a su modo de un hombre casado, comprendió que le gustaba mucho más su mujer. Y en ese momento alcanzó la serenidad que tanto andaba buscando. Un rayo de luz cayó sobre ella y el instinto fue vencido finalmente por la evidencia.



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