Ummo: La España alienígena

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Manuel Vicent explicaba en unos de sus cuentos que la Virgen de Fátima no era la madre de Jesús, sino una pelirroja irlandesa a la que los pastorcillos confundieron con un ser celestial. Más o menos como le pasó a John Wayne en “El hombre tranquilo”... 

La pelirroja, subida en el árbol, les dio los buenos días en inglés, pero los pastorcillos portugueses confundieron su saludo con el lenguaje de los ángeles; y entre la blancura de su piel y el resplandor de sus cabellos, tan de virgen de las pinturas religiosas, no tuvieron más remedio que postrarse de rodillas y expandir el bulo de una aparición.

Algo parecido pensaron los españolitos de 1966 cuando descubrieron a las suecas que llegaban a nuestras playas: que siendo tan rubias y tan exóticas no podían pertenecer a ninguna rama de los humanos. Entre que hablaban un idioma bárbaro y que vestían bikinis prohibidos por el Catecismo, muchos pensaron que ellas no bajaban de los vuelos de Iberia, sino de verdaderos OVNIs que aterrizaban en los descampados. Solo era cuestión de tiempo que un tipo muy listo y con muchas ganas de juerga -el tal José Luis Jordán- aprovechara ese clima de credulidad para inventarse un planeta llamado Ummo cuyos habitantes -también rubios y altísimos, como nazis escapados de Nuremberg- nos visitaban regularmente para establecer la concordia intergaláctica.

El mismo Jordán aseguraba que una noche vio un platillo aterrizando en el extrarradio de Madrid para luego volatilizarse desafiando las leyes de la física. Con ese avistamiento fundacional empezó la Gran Broma de los ummitas, que José Luis Jordán mantuvo durante años en los programas de la tele y en las revistas del más allá, conteniendo la carcajada cada vez que se explicaba ante Jiménez del Oso o ante José María Íñigo, que eran las TV stars de su momento. En las imágenes de archivo, tomando notas para vivir profesionalmente del cuento, siempre se ve a J. J. Benítez haciendo de invitado experto en ufología. Cuando años después el mismo José Luis Jordán dio por terminada la broma, J. J. Benítez cogió el relevo del cachondeo para seguir vendiendo libros y costeando sus viajes por el mundo gracias a los crédulos del asunto. 





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Los perdonados

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“Todo debe ser enfrentado”, repiten varias veces los bereberes de la película. Se refieren a que ningún pecado finalmente queda castigado. Es cierto -reconocen- que a veces transcurre mucho tiempo entre el acto y la condena. Pero eso es porque Dios, o Yahvé, o Alá -los tres dioses justicieros- también sufren las trabas de la burocracia aunque sean omnipotentes. 

Hay pecadores de la pradera -en este caso pecadores del desierto- que se creen libres del rayo solo porque su expediente quedó temporalmente traspapelado. No saben que los ángeles que trabajan en el Ministerio de Justicia también enredan los papeles, y cogen bajas laborales, y dejan cosas a medio hacer para ir a tomarse el cafelito. 

Pero a la larga, porque aquello no deja de ser el Cielo, nada escapa al  escrutinio de los dioses ni a su justo dictaminar.

Esto es lo que dicen los bereberes de “Los perdonados”, claro, pero yo no comparto su opinión. También lo repiten mucho los católicos de mi ecosistema, que se consuelan con estas moralejas sacadas de los cuentos infantiles. Hasta los budistas que se entregan al yoga o al mindfulness se siguen acogiendo a la justicia metafísica que ellos llaman el karma, a la que se confían para encontrar una justicia futura en las injusticias del presente. “Ya te llegará el karma, ya...”, te dicen confiando en un revés de la fortuna o un  tiesto caído desde un balcón. 

Pero todo esto, insisto, son paparruchas de la moral. Ya lo dijo el tío Friedrich antes de abrazar al caballo fustigado y volverse loco sin retorno. El tío Friedrich, de haber visto “Los perdonados”, también la hubiera seguido con interés porque el suspense se mantiene, y el desierto nos abduce. Y porque Jessica Chastain es una mujer tan hermosa que cuando muera subirá al Cielo directamente, sin pasar por el despacho de San Pedro, como una cliente VIP de una aerolínea de postín. 

Pero vamos, que la parte moral del asunto a mi tío de Alemania, le hubiera dado la risa, y la hubiera criticado como la critico yo, solo que con mejores palabras, filosofando con el martillo. Bueno era el tío Friedrich cuando le tocaban, precisamente, la moral.





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El acusado

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En Francia, cuando terminan de ver “El acusado”, los espectadores se lanzan a debatir el fondo de la cuestión. En España no. Primero porque aquí el cine francés apenas existe en las carteleras y en las plataformas digitales, y casi nadie ha visto la película. Y segundo porque en España este debate ya nadie se atreve a plantearlo. En público supone el linchamiento inmediato, y en privado, tres cuartos de lo mismo. Pero bueno: aunque sea con mucho tiento, voy a meterme en el berenjenal. Para empezar, ni siquiera debería decir berenjenal, porque la berenjena se parece demasiado a un falo, como atestigua el emoticono de WhatsApp, y la berenjena, por tanto, ya es falocéntrica, patriarcado de toda la vida.

No hace mucho, una de las pretorianas de Irene Montero afirmó que todos los hombres somos unos violadores en potencia. Lo que siendo estrictamente verdad -pues en “potencia” casi se puede ser cualquier cosa- no deja de ser una maldad lacerante. Una misandria elevada al cubo. Ese es el nivel de debate en ciertos sectores del partido al que yo mismo voto. O votaba, que ya no sé. Como para ver “El acusado” y salir a conversar alegremente por ahí, incluso declarándome simpatizante del rojerío bolivariano.

Me quedé de piedra cuando leí aquella declaraicón. De pronto quedaba inaugurado un tiempo sin matices en el que todos los hombres éramos unos violadores a merced de un arrebato. De los violadores de la Manada, por poner un ejemplo, ya no nos separaba un absoluto moral. Los mismos que seguíamos el caso por la tele y pedíamos que les condenaran a la castración -o a algo parecido- de pronto nos tapábamos las partes por si se resbalaba el hacha del verdugo. Los hombres ya éramos de nuevo culpables de nacimiento, pecadores originales, como si nos hubieran revertido el sacramento del bautismo.

“Yo sí te creo”, rezan las pancartas más entusiastas. Pues mira: según. La mayoría de las veces puede que sí. Pero conozco varias historias -reales, cercanas, dolorosas- en las que no había que creer a la denunciante. O no del todo. En la peli, por ejemplo, yo creo a Mila; pero también le creo a él. Nos pasa, supongo, a la mayoría silenciosa.





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El secreto de la pirámide

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Me acordaba. Han pasado 35 años, pero me acordaba. Son esos escaparates siempre iluminados de la memoria... Me acordaba de que al final de la peli, tras los títulos de crédito, cuando ya no quedaba nadie sentado y salíamos del cine comentando el efecto especial de la vidriera y lo guapa que era la chica protagonista, había otro re-final que te dejaba con cara de tonto y abría la puerta a una secuela que finalmente -creo- nunca se rodó.

Quiero decir que con ese final me quedé con más cara de tonto todavía, porque yo, con trece años -y las fotografías de entonces no me desmienten- aún la tenía más agudizada, la cara de tonto, que ya es decir; esa cosa como de empanado, como de autista con luces que siempre me acompañó. Muy lejos de la cara de listo del joven Sherlock Holmes, siempre tan vivaz y tan despierto

Yo era un tolai, sí, pero tenía muy buena memoria. Y eso me ayudaba mucho con los estudios y con el recuerdo de las cosas cinéfilas. Daba el pego tan bien como ahora, que me desenvuelvo entre los adultos con cierta solvencia, incluso con cierta fama de intelectual. Mi memoria, si la materia me interesa, sigue siendo prodigiosa a su modo estúpido y dislocado. Sobrevivo por asociaciones, por traer a colación cosas remotas, pero no por entender de verdad los asuntos primordiales. Ese es el secreto de mi pirámide. El secreto que me llevaré a la tumba egipcia cuando decida no enterrarme aquí, en La Pedanía, sino en las arenas del desierto, preservado de la humedad, para que los extraterrestres del futuro encuentren mi cuerpo más o menos momificado y me concedan una oportunidad de resurrección gracias al ADN conservado.

Mi mente es como un bazar chino desordenado; como un puesto en el rastro de cachivaches curiosos pero inservibles. Mi memoria jamás se ha quedado con nada útil que me ayude a guiarme. En eso soy más lerdo que las amebas, o que los gusanos nematodos, que al menos esquivan lo que una vez les produjo un dolor o un calambrazo. El hombre -ya lo decían los sabios griegos- es el animal que tropieza dos veces con la misma piedra, o con la misma pirámide, e incluso tres, las que sean menester.  




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Apocalypse Now

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Río arriba está la locura. El corazón de las tinieblas, como dijo Joseph Conrad. El coronel Kurtz es el Lado Oscuro. El Reverso Tenebroso. El otro yo al que nunca quisiéramos conocer. Nadie está libre de enfilar la carretera del manicomio. La persona más cuerda del mundo solo está a dos pasos del desquiciamiento: basta un traspiés genético o una experiencia traumática para pasar de la lucidez productiva a la lucidez de los maniáticos.

El coronel Kurtz es el Darth Vader de la guerra del Vietnam. Llegó al conflicto para restablecer el equilibrio de la jungla y terminó volviéndose loco de remate. Kurtz, que parecía construido enteramente por los midiclorianos de West Point, no pudo soportar la barbarie de la guerra más absurda del siglo XX. Vietnam ha pasado a ser, en el habla popular, un sinónimo del sindiós que provocan los pirados al volante.

La locura del coronel Kurtz es un aviso para los navegantes del río Nung. En especial para el capitán Willard, que ha recibido la orden de asesinarlo. Willard también está al borde del derrumbe, muy cerca del punto de fractura. Desde la primera escena ya susponemos que es un hombre trastornado de por sí, pero Saigón, en 1968, no parece precisamente el mejor sitio para curarse. Es como si allí hubieran instalado un Manicomio General para recluir a todos los militares chalados de Norteamérica. “Mejor tenerlos allí, matando chinos, que aquí dentro planeando magnicidios”, debieron de pensar en la Casa Blanca tras el asesinato de JFK. Es el gran problema de la casta militar: que cuando se aburre necesita emprenderla contra algún enemigo, real o imaginario, y conviene fabricarles una guerra para que se entretengan con sus mapas y con sus juguetes de tropecientos millones.

La II República española hizo más o menos lo mismo con sus generales: los envió a África con la esperanza de que los moros se revolvieran y los mantuvieron ocupados. Pero los moros no tenían selva para esconderse, así que al final se dejaron hacer, y los generales, sin nadie a quien bombardear o fusilar, decidieron inventarse otra cruzada para entretener las tardes de los domingos.





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Los cronocrímenes

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No entiendo “Los cronocrímenes” como casi no entiendo ninguna película de viajes en el tiempo. Se me lían las neuronas cuando Fulano se encuentra consigo mismo en el pasado y comienzan a interactuar. Creo que ese es el límite exacto de mi inteligencia. El test definitivo que marca la frontera de mi lógico razonar.

Pero vamos a ver... ¿No habíamos quedado en que si viajabas al pasado y movías una piedra, o matabas una mosca, o saludabas a tu vecina, desencadenabas una serie de acontecimientos que cambiaban el futuro y a ti mismo te modificaban? No hay consenso. Puede que me guste tanto la saga de “Regreso al futuro” porque en verdad es la única que sigo sin perderme. Ahí, al menos, el tarado de Doc se ponía frente a una pizarra para explicarle a Marty -y de paso al resto de la lerda humanidad- el lío de las líneas temporales como si se lo explicara a un colegial de cuatro años.

Me acuerdo mucho del viejo chiste de Groucho Marx en “Sopa de ganso”:

- Hasta un niño de cuatro años podría comprenderlo... Busquen a un crío de cuatro años. A mí me parece chino.

En “Regreso al futuro” hay, como mucho, dos Martys simultáneos que tratan de devolver las cosas a su cauce. Pero es que en “Los cronocrímenes” son tres Karras Elejaldes -y presumimos que muchos más- los que intentan que la jornada campestre transcurra como estaba programada, con sexo en la siesta, tumbona en el jardín y agradable conversación al anochecer, y no lo que finalmente sucede, que es algo así como un "Viernes 13" rodado en los bosques del País Vasco. 

La película mola, no digo que no, porque los viajes en el tiempo siempre molan aunque uno se rasque la coronilla como un mono en el zoológico. Ante una pantalla no me importa que me llamen tonto si a cambio me entretienen. Y lo mismo digo de la vida real, la de ahí afuera, que solo conoce una línea temporal imposible de modificar. 




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No me gusta conducir

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No tengo carnet de conducir. Nunca lo necesité para sobrevivir. Siempre me las apañé para tener el trabajo a tiro de piedra o a pedal de bicicleta. Supongo que hice de la necesidad virtud y así me fui conformando. Si por algún revés tuviera que sacarme ahora el carnet -¡vade retro!- aún tendría cinco años más que el personaje de Juan Diego Botto, que ya se presenta en la autoescuela con el arroz pasado y hasta casi socarrado. Lo mío no sería hacer el ridículo, sino lo que venga después en la escala Fahrenheit.

Ahora mismo, por ejemplo, en La Pedanía, tengo el colegio a 400 metros, dos supermercados a otros tantos y la farmacia solo un poquito más allá. Suficiente para ir tirando. Ni los bares necesito, aunque aquí los haya a decenas. Para eso pago religiosamente el Movistar +. Luego, si tengo que bajar a Ciudad Capital para ir a los médicos, o para rellenar las burocracias, tengo un autobús cada quince minutos que me deja allí en otros tantos. Y si no, tiro de la bicicleta, jugándome el pellejo en estas tierras bárbaras tan distintas de Ámsterdam o de Copenhague.  

Cuento todo esto a título informativo, nada más. No para presumir de ecológico o de listillo. Que se lo digan, si no, a mis pobres parejas, que todas llegaron con coche y todas hicieron de chófer para este comodón de la pradera. Sin carnet he ganado calidad de vida por un lado pero la he perdido por el otro. Soy muy consciente de ello. Supongo que son las gasolinas que entran por las que salen. 

Solo quería explicar que desde el primer momento me quedé enganchado a esta serie. Mis padecimientos en la autoescuela serían exactamente los mismos que estos de Juan Diego Botto: sus torpezas, sus cabreos, sus comeduras de tarro... Y sobre todo, ese irritante complejo de inferioridad: cómo podemos ser tan listos para unas cosas y luego tan incapaces de llevar un coche como hacen los garrulos de los pueblos y los analfabetos de la ciudad. Es como si ya no pudieras reírte de ellos o mirarles por encima del hombro. Ante el desafío de un volante se tambalearía mi escala de valores. Casi darían ganas de replanteárselo todo. Sería una prueba demasiado exigente.



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El árbol, el alcalde y la mediateca

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Pensé que jamás lo diría, pero me he aburrido mucho con una película de Eric Rohmer. Estaba malcostumbrado a que sus películas siempre oscilaran entre lo interesante y lo muy interesante, según la enjundia de los diálogos y la belleza de las actrices. Rohmer, además de ser muy inteligente, era otro tunante como Bergman o como Polanski que jamás ponía una mujer fea delante de la cámara.

Es cierto que en alguna de sus películas veías crecer la hierba como dijo una vez el malvado de Gene Hackman. Pero nosotros, los adeptos del maestro, sabíamos que estos interludios vegetales tenían su función: repensar el último diálogo y tomar aire para afrontar el siguiente, con la mente despejada y la postura retomada. Y quizá, también, con un piscolabis en el regazo, para que el cerebro se reaprovisionara de fósforo y no se perdiera ni una sola de las agudezas verbales. En las películas de Rohmer no hay duelos de espada láser ni persecuciones de la policía, pero a veces se desencadenan batallas de raperos que escupen filosofías de apuntar incluso en el cuaderno, de lo listos que son ellos, y de lo agudas que son ellas, siempre gente leída, o cultivada, o con un sexto sentido para desenmascarar los disfraces del amor y del orgullo.

En esta película, sin embargo, Rohmer se va por los cerros de la política para dejar claro que él es apolítico pero de derechas, como decía Jaume Canivell en “La escopeta nacional”. Pues bueno... Algún defecto tenía que tener. Su alter ego en la película es el maestro del pueblo: un tipo feo, medio loco, que defiende los valores de la vida rural -el paisaje y la tranquilidad- y que se enfrenta al alcalde socialista que quiere construir una mediateca en mitad de un prado de vacas. Poca cosa para hacer altas ideologías, la verdad. Y menos ahora, treinta años después, cuando la vida rural  y la vida urbana ya son prácticamente la misma. Los todoterrenos, las motos, las furgos, los quads, los bugas... Todos los cacharros atronadores han tomado posesión de los senderos y los bosques. Ya no existe el silencio en ningún lugar gracias al Mitsubishi Montero que llegó a Majaelrayo para visitar al abuelo y joderlo todo.





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