Air

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Como tenía mucho sueño no llegué a ver el final de los títulos de crédito. Pero quiero creer, porque Matt Damon y Ben Affleck son chicos muy majos, que ningún niño del Sureste Asiático fue maltratado en el rodaje de esta película. Es un consuelo que la película esté en sus manos y no en el ex CEO de Nike al que aquí tanto glorifican. Porque si de él hubiera dependido, habría puesto a los chavales a pulir lentes o a pintar publicidades a cambio de cuatro centavos y una palmadita en la espalda. Lo mismo que les paga por la manufactura de las Air Jordan, quiero decir. Menudo es, el tal Phil Knight, cuando se trata de obtener beneficios. 

Aquí, en cambio, nos lo ponen de filántropo achuchable porque habrá puesto muchas pelas para financiar el proyecto. “Air” es una película, pero también es un blanqueamiento de su ojete ya octogenario. Una master class para dermatólogos y esteticistas.  Leo en internet que tales blanqueamientos se hacen empleado cremas y rayos láser de las galaxias, pero aquí lo hacen a puro lengüetazo, al método tradicional, como corresponde a unos vasallos que sirven bien a su señor. 

“Air” cuenta la historia de cómo Nike convenció a la madre de Michael Jordan para que su hijo firmara por ellos y no por Adidas, que ya tenía al jugador casi atado cuando salió elegido en el draft. “Air” es entretenida, molona, puro vintage para los cincuentones que vivimos todo aquello mientras jugábamos al baloncesto en el colegio. A mí, la verdad, las Air Jordan me daban exactamente igual, pero para otros se convirtieron en un objeto de adoración al que atribuían propiedades mágicas de suspensión en el aire. Al final daba igual llevarlas que no: el que era bueno era bueno y el que no seguía lanzando unos tiros lamentables. Pero eso sí: las niñas se pirraban por unos pinreles bien envueltos en el producto. 

Yo nunca las quise. El comisario político de León nos lo tenía prohibido a los niños comunistas. Pero es que además mis padres nunca me las hubieran comprado: costaban un cojón de mico y medio huevo de pato. Yo siempre llevé las "Paredes Street", que era como llamábamos a las Paredes baratas en la clase turista de nuestros vuelos.




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Californication. Temporada 7

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“Californication” es una serie incomprendida por las almas puras y los cuerpos ascéticos. Aunque en ella lluevan los polvos y se hable mucho sobre fetichismos raros y sexualidades compulsivas, siempre fue una serie sobre la búsqueda del ideal romántico y la pareja definitiva. Casi una novela de caballerías. Una adaptación muy libre de Don Quijote de la Mancha -aquí don Hank de Nueva York-, que buscando a su señora no se las tiene tiesas con bandidos en las mesetas, sino con mujerazas en las alcobas. 

En “Californication” todo el mundo busca el amor eterno y la ceremonia de fidelidad, y solo la contrariedad, o el azar, o el capricho de los dioses, hace que otras parejas irresistibles se interpongan en el afán.  “Californication” también podría ser una adaptación muy libre de la Odisea: si Ulises cruzó el mar Egeo para regresar con su amada Penélope, Hank cruzó siete temporadas para recuperar a Karen, la mujer sin apellido.

El final de la serie quiere ser bonito y esperanzador. Hank Moody, a lomos de su coche Rocinante, convencerá a Karen de que juntos se comerán las perdices de California hasta el final de sus días. Los espectadores, sin embargo, sabemos que Hank Moody no tardará en visitar sigiloso otros dormitorios, porque los machos alfa son así y no lo pueden evitar. Yo no dudo de que Hank esté enamorado, pero nadie de sangre caliente podría resistir la tentación continua de esos pibones que se le ofrecen. Que se le tiran literalmente encima y a todas horas. Ya escribí en otra crítica que los que presumimos de ser fieles y monógamos puede, simplemente, que no hayamos recibido las suficientes tentaciones. Quizá no seamos más que melones por abrir, invisibles para el diablo, con tanta virtud de la que vamos presumiendo por ahí. 

No quiero ser un aguafiestas, pero en la última escena de la serie suena de fondo el “Rocketman” de Elton John: el grito libertario de un astronauta que no puede parar quieto en el hogar, en la Tierra, al lado de su familia. 





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La octava mujer de Barba Azul

🌟🌟🌟


A Michael Brandon no hay mujer que lo aguante: es un tipo torpe, medio autista, obsesionado con el trabajo y con los horarios. Pero es muy alto, y guapetón, tanto que se parece mucho a Gary Cooper, que ya está en los cielos. Y lo más importante de todo: está forrado. Sus inversiones en la bolsa de Nueva York van viento en popa a toda vela. No cortan el mar, sino que vuelan. Presumimos que bajo la fortuna de Michael Brandon, apisonados en los cimientos, hay un montón de familias depauperadas y medio muertas de hambre. Pero esto es una película de Ernst Lubitsch y aquí se viene a ver una comedia romántica de las de antes, con puertas que se abren y se cierran para dar a entender que hay escarceos sexuales.

Michael Brandon no es el Barba Azul de los cuentos, ni el Enrique VIII que dicen que inspiró al personaje de Perrault (gracias, Wikipedia). Brandon no asesina a sus mujeres y luego las guarda en un desván: simplemente se divorcia de ellas y después las indemniza con un pastizal. A él no le importa demasiado el dinero, y además no sufre el mal del romanticismo. Brandon sabe que las mujeres se encaprichan de él del mismo modo que él se encapricha de ellas, y que en estos niveles de la abundancia y de la belleza, el amor no es más que un juego alegre de encuentros y despedidas. El romanticismo es una enfermedad que solo padecemos los pobres y los feos, que siempre preferimos el pájaro en mano a los ciento volando.

Es por eso -porque el suyo es un espíritu libre y jovial- que cuando Michael conoce a la pequeña pero guapísima Nicole, no se enfada porque ella sea una buscavidas sin disimulos. Michael y Nicole se casarán con el único objetivo de pasárselo bien durante unas semanas y luego divorciarse. Ella obtendrá el dinero y él mantendrá su reputación de hombre insumiso. Con lo que no contaban - ay, pobres tortolitos- es que la sinceridad es el afrodisíaco más potente que existe, capaz incluso de contrariar la voluntad de los amantes más egoístas y casquivanos.


                             


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The lost king

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Dentro de 500 años, cuando una historiadora amateur quiera honrar los restos mortales de Juan Carlos I, seguramente no tendrá que consultar mapas antiguos ni buscar bajo el asfalto de ningún aparcamiento. Puede que entonces, para empezar, ya no existan los aparcamientos sobre tierra y los coches, todos voladores, duerman sus descansos suspendidos de las nubes. 

España, dentro de medio milenio, seguirá siendo una monarquía como Dios manda, y el monasterio de El Escorial seguirá albergando los féretros de la familia Borbón y sus consortes asociados, todos muy bien identificados con su plaquita y su registro de ADN. Los sucesivos responsables de Patrimonio Nacional tendrán que ir ampliando el panteón, eso sí, porque va a haber reyes -y reinas- para dar y tomar, tan prolíficos como son, unos más tontos que los otros, otras más guapas que las demás. En una esquinita del monasterio, por ejemplo, yacerán los restos mortales de Leticia Ortiz, nuestra reina de ahora, la honoris causa, que serán el recordatorio de que la belleza sin par no es más que una configuración efímera de la materia. Yo por entonces también seré polvo como ella, más polvo enamorado de su recuerdo.

Dentro de 500 años -porque el género humano es así de extravagante y se aburre mucho en el hogar- existirá otra Philippa Langley que viendo un documental sobre nuestro Juan Carlos pensará: “Puede que en el fondo no fuera tan mal tipo como lo pintan. Asesinaba animales inocentes, es verdad, y tenía manejos oscuros con el dinero. Se acostaba con mujeres que no eran su mujer y vivía tan distanciado del pueblo que apenas pisaba las playas y las plazas, siempre de regatas o sobrevolando en helicópteros. Pero joder: nos trajo la democracia envuelta en celofán, y rompía las líneas para saludar a los piojosos y a las cejijuntas, todo sonrisa y campechanía. Así que voy a reivindicar su figura y tal y tal. Si la historia le devolvió la honra a Ricardo III de Inglaterra, qué menos que se la devuelva al Juancar I de España, que además una vez pidió perdón a la concurrencia”.



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La calumnia

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Puede que le hayan caído los años encima, pero a mí me gusta mucho “La calumnia” porque también me calumniaron una vez. Gravemente. Son esos casos en los que la realidad y la ficción se entrecruzan. Mientras asisto al drama de William Wyler, siento que las neuronas espejo trabajan a destajo, identificándome con estas pobres mujeres acusadas en falso.

Los niños -y las niñas, y les niñes, joder, qué soberana tontería- no son unos benditos del Señor. Los que hay que sí, claro, pero también hay mucho hijoputa que milita entre sus filas. La infancia es el mundo de los adultos en miniatura, y no el paraíso de los santos inocentes. El señor Rousseau hizo mucho daño con sus teorías sobre la bondad natural. Hace unos años, en un equipo del fútbol base, un chaval que apenas jugaba se vengó de mi compañero diciendo que éste “le tocaba” en el vestuario. Es un tema candente y los chavales lo saben. A veces es cierto y el tipo sale en los telediarios, provocándonos el asco. Pero a veces es falso y el acusado sufre un calvario personal en el que va dejando jirones de salud y de dignidad. Muchos defendimos a mi compañero y no nos equivocamos. La vida no es siempre un reality show para marujas aburridas.

En “La calumnia”, Audrey Hepburn y Shirley MacLaine son dos profesoras de un internado acusadas de mantener “relaciones ilícitas”. Que se pegan el lote, vamos, cuando las alumnas ya duermen tranquilamente. Como esto es la América Profunda y además estamos en 1961 -la obra teatral es incluso anterior- se monta un escándalo mayúsculo. “Mi hija no puede permanecer más tiempo en este lugar de mujeres licenciosas” y tal. Como si el lesbianismo fuera en primer lugar un pecado y en segundo lugar una enfermedad contagiosa. ¿Queda el consuelo de que estas cosas ya no pasarían en el año 2023? Pues según y dónde, como decía mi abuela. 




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El nombre de la rosa

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El nombre de mi rosa, de mi primera rosa, fue curiosamente Rosa. Yo también la recuerdo -como Adso de Melk- entre las brumas de la edad, y los garabatos de mi pluma. 

A diferencia de él, yo no yací con ella en el refectorio de ninguna abadía. No yací con ella, simplemente. Luego es verdad que he yacido algo más que Adso de Melk -si nos atenemos a su propio testimonio, claro- pero tampoco nada del otro mundo, para qué andar con presunciones... Para nada la Babilonia de los grandes pecadores, ni la Gomorra que habitamos los vecinos de Sodoma. Para esto casi mejor haberme metido a monje, o a cura, como me aconsejaba mi madre, y haber desahogado las apetencias con el ama de llaves o con la señora que trae los pollos al monasterio. Fray Álvaro de León, además, hubiera sido un nombre de reminiscencias medievales muy digno de Umberto Eco y sus ocurrencias.

Qué más hubiera querido yo, ay, que yacer con el nombre de mi rosa. Pero ella -Rosa, ya digo-, mi Rosa intocada, mi Rosa de Iberia, no me hizo ni puto caso. Ella fue acaso mi primera rosa con espinas... Tampoco sé si estábamos los dos maduros para yacer, en caso de correspondencia por su parte. No es como ahora, que los chavales ya nacen aprendidos y siempre encuentran un escondrijo para relacionarse, y comprobar que las lecciones de anatomía que imparte el PornHub se ajustan a la verdad. Corría el año del Señor de 1985 y no estaban los hornos para bollos, ni las habitaciones para polvos. Yo sólo tenía trece años, y ella apenas quince, aunque fuera yo el que aparentara los quince, y ella los trece. Pero da igual: la inversión física no me salvaba de ser más joven que ella, apenas un chiquillo medio tonto con pantalones cortos, y por tanto insignificante, escarabajo de la patata, o escarabajo pelotero, yo que tanto le hice la pelota sin recibir el premio de su sonrisa. 

Rosa bailaba en la pista de la baby-disco y en cada uno de sus escorzos me clavaba su espina involuntaria. O voluntaria, a saber, porque siempre me pareció que su mirada, al no mirarme, estaba llena de desdén.






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Yellowstone. Temporada 1

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El único Yellowstone ficticio que yo conocía era el parque donde el oso Yogui y su amigo Bubu robaban los bocadillos de las familias. Pero hace un mes, en la tertulia de la radio, los culturetas hablaron  de otra serie también ambientada en aquellos parajes y consiguieron picarme la curiosidad. La pusieron por las nubes de Montana, que es donde tiene su rancho el patriarca de los Dutton. 

Mientras ellos y ellas destilaban sus entusiasmos, yo me decía por los adentros: “¿Adentrarme en una serie de vaqueros que dura cinco temporadas, más una precuela y una secuela que también acaban de estrenar?” Ni de coña, vamos. Entre que estoy revisitando “Los Soprano”, regresaron los de “Succession”, ya asoma sus encantos la Sra. Maisel y dentro de nada comienzan los partidos decisivos de la NBA, no me queda tiempo para ver la enésima ficción que me atornilla en el sofá.

Pero eran muchas, ay, las tentaciones que los culturetas desgranaban: el patriarca de los Dutton era Kevin Costner; su hija, esa pelirrojaza llamada Kelly Reilly; el hijo, aquel chaval perturbador que filmaba la bolsa de basura en “American Beauty”. Y lo más importante de todo: el responsable era Taylor Sheridan, el guionista de alguna obra maestra que me observa desde la estantería. Así que en cuestión de un kilómetro y medio -pues yo iba caminando por el monte- estos culturetas me convencieron de darle a "Yellowstone" una oportunidad. 

Descargué la serie del primer barco pirata y me puse a verla con mis botas de vaquero reposando sobre el puf. A lo Aznar, de visita por Texas... Al principio "Yellowstone" molaba: Costner luce bien con el sombrero vaquero, Kelly Reilly luce bien con cualquier vestido o desvestido que le pongan, y los paisajes de Montana la verdad es que son para quedarse uno turulato. Pero jolín, qué decepción tras ver el primer episodio, que además no es tal, sino una verdadera película que dura hora y media. Me da que el Far West ya está más que visto y resobado. Disparan por cualquier cosa y el sheriff nunca aparece. Y los muertos por ahí tirados... ¿De verdad que siguen así después de 200 años robándoles tierras a los indios? 




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El imperio de la luz

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Me habían vendido -o quise comprar- que “El imperio de la luz” era una película sobre un cine similar al cine Pasaje de mi infancia, con su pantalla galáctica y sus butacones, sus porteros y sus acomodadores. El proyeccionista en la cabina y la fila para los mancos. Una historia sobre su gloria, su decadencia, su asesinato a manos de un centro comercial amparado por la ley. 

Y así empieza, de hecho, la película, siguiendo a los trabajadores que lo ponen todo en marcha antes de abrir las puertas para que los cinéfilos, los aburridos, los que van a pasar el rato o a buscar el sentido de su vida, traspasen la puerta de esa quinta dimensión. Porque está el espacio-tiempo por un lado y el cine por el otro, que es una experiencia distinta y aún no descrita por las ecuaciones. 

En esos prolegómenos yo siento una nostalgia que tiene muy poco de bonita y sí mucho de paraíso perdido. Mi padre era el portero de aquel cine de León que ya no existe, suplantado por un DIA, y yo era el hijo que entraba gratis a las sesiones, y subía a la cabina como el niño de “Cinema Paradiso”, y levantaba las butacas al finalizar la proyección para entregar los objetos perdidos y meterme en el bolsillo las monedas caídas -por las posturas, por los sobresaltos, por los escarceos sexuales- que nunca se devolvían. Porque las monedas pertenecían todas al rey, o a Franco, que eran los sátrapas que ponían su jeta para marcarlas. Y a esos, por mis muertos, y por orden soviética de mi padre, no se les devolvían ni los buenos días. 

Pero esto, ya digo, es solo el principio. Una vez presentado el cine físico -que luego ya no es más que decorado- lo que queda son las aventurillas de sus trabajadores, que están más vistas que el TBO o producen vergüenza ajena. La prota es una esquizofrénica a la que el cine no le conviene mucho como terapia. Porque yo, al menos, sé dónde empieza la realidad y donde termina la ficción, aunque a veces las fronteras sean difusas y problemáticas. Pero esta mujer ha encontrado en el cine la disociación de su disociación, y así ya son cuatro, y no dos, las personalidades que ha de enfrentar Olivia Colman con su oficio de disociarse. 




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