Cría cuervos

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“¿Por qué te vas?”, cantada por Jeanette, siempre me pareció la canción más triste del mundo. "Todas las promesas de mi amor se irán contigo...". Que levante la mano quien no haya tenido alguna vez el corazón triste, contemplando la ciudad, y la tonadilla en la cabeza. Un mérito incuestionable del señor Perales, del que tanto nos reíamos cuando escuchábamos a los cantautores malotes, aquellos de la farra nocturna y las titis a gogó. 

Puede que sea el contraste entre la letra -desgarradora- y la música –infantil o de feria. La voz de Jeanette -a la que yo siempre imaginé francesa por su acento y resulta que es nacida en el Reino Unido- ayuda mucho a darle ese tono depresivo. De tarde de domingo sin amor. A mí me gustaba mucho Jeanette en mis primeras mocedades: físicamente, digo, y cantarinamente. Salía mucho en nuestra tele en blanco y negro, amenizando las veladas. “Soy rebelde porque el mundo me hizo así/porque nadie me ha tratado con amor”. Jo: qué maravillosa justificación para ir haciendo lo que nos pete. Para que los psiquiatras y los psicólogos se forren escarbando en los traumas que según ellos explican nuestras desviaciones. 

Volver a “Cría cuervos” es volver una y otra vez a la canción de Jeanette. La niña Ana, la de los ojos que inspiran miedo y ternura al mismo tiempo, la pone todo el rato en su tocadiscos. Pero ella, por supuesto, no echa de menos al hombre que la dejó por otra, sino a su madre, que al morirse la dejó desamparada, en manos de su padre militarote y picaflor. “¿Por qué te vas...?” 

En su tarareo de niña sin mundo, la canción ya no es el lamento del desamor, sino la incomprensión sobre la muerte. Por qué tiene que morirse la gente, se pregunta Ana. Pero nadie se muere del todo -es un consuelo muy pobre- mientras haya alguien que nos recuerde. Y el fantasma de su madre se pasea por las habitaciones para reconfortar a Ana y ayudarla a entender. Geraldine Chaplin lleva siempre el mismo pijama de dos piezas, que suponemos mortuorio, como Bruce Willis llevaba siempre la misma gabardina en “El sexto sentido”. 




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Los Soprano. Temporada 5

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Todos los matarifes de “Los Soprano” llevan en el cuello la medalla de su Primera Comunión. Pero dudo mucho que el dios del Nuevo Testamento los acoja en su seno cuando ellos sean el alimento de los peces, o el festín de los gusanos. O eso, o los curas del colegio mentían como bellacos sobre la naturaleza de la divinidad. Claro que también decían que don Francisco Franco -ese psicópata de las guerras de África y luego de nuestra Guerra Civil- entraría en el cielo aplaudido por los ángeles.

Sin embargo, cuando hablamos de pecados veniales, los compijuegos de Tony Soprano ya son un poco como nosotros. Porque la carne es débil, y la mentira afila nuestras lenguas. Flaqueamos por interés, halagamos por conveniencia, cambiamos de principios si adivinamos un beneficio. Es ahí, en el pecado venial, en la disfunción cotidiana, donde estos sociópatas repeinados se nos vuelven humanos, comprensibles, vecinos de la cola del pan o comensales que zampan a nuestro lado en el restaurante. 

Se podría escribir toda una guía de “Los Soprano” -incluso una tesis doctoral en la Universidad de las Series- siguiendo la pista de los pecados capitales que les impulsan a actuar, y que muchas veces son la causa de su perdición. La gula, por ejemplo, altera sus fisonomías y les provoca malas digestiones; la soberbia les vuelve descuidados y vulnerables a la venganza; la avaricia les empuja a robar más de lo que deben, invadiendo territorios vecinales; la lujuria les despista de sus obligaciones como a sacerdotes entregados al fornicio; la envidia les susurra que se necesitan un coche más grande para acudir a las reuniones y ser escuchados con mayor respeto. La ira -sobre todo la ira- les hace tomar decisiones equivocadas que al final sellan su sacrificio ritual.

La pereza es quizá el único pecado capital que no conocen estos tipos. Es cierto que se pasan la vida jugando a las cartas en el Bada Bing, o tocándose las pelotas en la terraza del Satriale’s, pero cuando hay que coger la pipa o el bate de beisbol no dudan ni un instante. Son muy profesionales en lo suyo. El añorado Pazos derrama lágrimas cada vez que los ve. 





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A la caza

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La primera vez que escuché la palabra “cruising” -que es el título original de e película- fue en “La vida moderna”, aquel programa de radio que conducían Broncano, Ignatius y Quequé, y que luego se deshizo en parte por las censuras y en parte por las derivas personales. 

Cruising quiere decir, por aproximación, “hacérselo en el parque”, o “montárselo en los baños de la estación”. No tiene un equivalente obvio en el idioma de Cervantes. Para insultar y para describir una borrachera no existe un idioma más rico que el nuestro, pero en lo que importa de verdad, que es el progreso tecnológico y la satisfacción de lo sexual, nos quedamos siempre cortos o hablando en perífrasis. Supongo que todo esto viene de la Contrarreforma, que le concedió importancia nula a la ciencia y proscribió cualquier práctica sexual que no fuera heteromisionera, y además dentro de los plazos estipulados.

Hablando de curas, supongo que hubo alguno que en 1980 vio “A la caza” y consideró que el serial killer al que persigue Pacino era un ángel justiciero enviado por el Señor para purgar a los homosexuales. Puede que ese mismo cura luego le metiera mano -y cosas peores- al monaguillo de la parroquia, pero de estas incongruencias las hay a miles en las interpretaciones doctrinales. 

En “A la caza”, los métodos de Yahvé son sanguinolentos, salvajes, muy propios del Antiguo Testamento. Podría haber incendiado los barrios nefandos de Nueva York como hizo con Sodoma, pero en Sodoma todo el mundo estaba en el ajo y aquí un incendio se hubiera llevado por delante a gente inocente que solo servía copas en el garito o recogía los preservativos para el Servicio de Basuras. Así que Yahvé se decantó por un asesino de cuchillo en ristre y vozarrón en la garganta, que también es un recurso muy bíblico.

El otro día contaban en la radio que muchos de los extras que aquí se besan y se tocan en los bares de ambiente murieron a causa del SIDA no muchos años después. Para estos locos de los púlpitos, el virus fue un refinamiento vengador que se acomodaba mejor a la política del Nuevo Testamento. 





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Bodas reales

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Siempre que en la parrilla del TCM yo encontraba el título de “Bodas reales”, pensaba: esto debe de ser un documental sobre bodorrios regios, seguramente anglosajones, con toda la pompa y la circunstancia que rodea a semejantes indeseables. Mi madre, por ejemplo, tiene los DVD de las bodas borbónicas y todos tienen títulos muy parecidos. Me refiero, por supuesto, a las bodas últimas: cuando se casó la Menos agraciada, y la No me consta, y el parto bien aprovechado que se llevó finalmente a la mujer que yo tanto amaba: Leticia Ortiz, musa de mis telediarios nocturnos en  CNN + y luego de los diurnos en TVE, aunque ahí ya leyera los textos dictados por el gran capital.

El otro día, sin embargo, buscando ampliar mis horizontes, me dio por pinchar en la ficha de “Bodas reales” y descubrí que en realidad se trataba de una película de Fred Astaire dirigida por Stanley Donen. Un musical clásico, de los de toda la vida, con personajes que de pronto rompen a cantar o a bailar en medio de la vida civilizada. Yo antes odiaba estas transgresiones, pero ahora, no sé por qué, me parecen más reales que la vida misma. Tendemos a pensar -siguiendo a los griegos que inventaron el teatro- que la vida se mueve entre la comedia y la tragedia, y no es verdad: todo es una gran broma, un gran cachondeo que trasciende los géneros teatrales, y los musicales son el verdadero porro que llega a la esencia real de nuestras emociones. 

Cuando Jane Powell se pone a cantar en “Bodas reales” dan ganas de coger la pantufla y lanzársela al televisor, pobrecico, que ninguna culpa tiene. Pero cuando aparece Fred Astaire para llevársela a bailar y marcarse unos claqués sobre el escenario, a mí se me van los pies sobre el puf, y se me pone la sonrisa tonta de envidioso compulsivo. Yo, como Nanni Moretti en “Caro Diario”, siempre soñé con aprender a bailar. Pero este esqueleto, y esta musculatura, y esta coordinación lamentable, apenas dan para sostenerme en pie y no trastabillar al caminar.

(“Bodas reales”, por cierto, es la película en la que Fred Astaire baila por las paredes y luego por el techo. Dancing on the ceiling, como también cantó y bailó Lionel Ritchie, en homenaje).





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El sexto sentido

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Los fantasmas existen. Tenía razón el niño Haley Joel. Yo los negué durante treinta años, en la edad de la razón, riéndome de los crédulos, pero con el tiempo tuve que asumirlos como ciertos. 

Sin embargo, en la infancia, educado por los curas y nunca desmentido por los padres, yo creía a pies juntillas en el mundo sobrenatural, aunque no exactamente en la fauna espiritual que describía el catecismo. Aunque éramos un poco lerdos y nos daban mucho la matraca, nosotros ya sospechábamos que los ángeles custodios eran paparruchas que daban el cante como un mal efecto especial. Pero intuíamos que había otras metafísicas a nuestro alrededor, casi científicas, y que la membrana que nos separaba de ellas no siempre era opaca e impermeable: energías, presencias, seres informes que a veces decidían manifestarse... Así viví hasta la adolescencia, buscando psicofonías, jugando con las tablas Ouija, en un realismo mágico como de novela de García Márquez, hasta que llegaron las lecturas serias y las rebeldías contra todo lo aprendido, incluidas las del Más Allá.

El sexto sentido es, junto al sentido común, y al sentido arácnido de Peter Parker, el menos común de todos los sentidos. Pero también es verdad que se va afilando con la edad.  Viendo películas aprendimos que los muertos no se van a ningún sitio, sino que se quedan en casita, con nosotros, aunque atrapados en otra dimensión que a veces se solapa. Ahora doy fe de que he visto a estos fantasmas, y de que he tratado con ellos. En los primeros encuentros tuve miedo de estar loco, o de volverme católico, o de confundir a un muerto con un vivo en la tiniebla de las dioptrías. Pero con el tiempo les he ido cogiendo confianza, y al igual que Haley Joel en la película he aprendido a escucharles y a hacerles las  preguntas correctas, y me tomo el vaso de leche en su compañía. 

Treinta años después de mi apostasía, más cerca ya de la nada futura que de la nada primera, he ido aceptando a los fantasmas como habitantes extraños de mi vida. No dan miedo ni repelús. Si acaso un poquito de pena, y un algo de frío.






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Still Crazy

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Soy un seguidor habitual del podcast “Tiempo de culto”. Lo escucho por el monte cuando paseo con Eddie entre los viñedos. Si no hay pájaros que canten, prefiero escuchar el programa antes que atender a mis propios pensamientos, ya repetitivos y muy poco fructíferos.

Ellos se llaman a sí mismos “el podcast de los Pollaviejas”, aunque sus responsables, Paco Fox y Ángel Codón, sean algo más jóvenes que yo. Si su polla es vieja, la mía debería ser vetusta, prácticamente inservible, y yo, la verdad, no la veo tan mal cuando llegan los entusiasmos. 

Da igual. Ese no es el tema. “Tiempo de culto” no es un podcast que trate sobre pollas -aunque a veces, porque esto es un corrillo entre hombres, la conversación derive hacia lo sexual o lo escatológico- sino un podcast sobre el cine de nuestras vidas. En Fox y Codón he encontrado el punto medio entre el cinéfilo cultivado y el cinéfilo provincial. Si hay que hablar de cine clásico, pues se habla; y si hay que hablar de majaderías contemporáneas, pues también. Lo mismo reina la inteligencia que el cachondeo. A veces tomo notas mentales y a veces me parto de la risa. Unas veces encienden la pipa del crítico petulante y otras se ponen a jalear la película como aquellos Gremlins que veían “Blancanieves”. Fox y Codón no esconden sus manías, sus contradicciones, sus gustos muy personales y a veces intransferibles. Me emociono cuando encuentro en ellos el respaldo a una pedrada muy personal; me frustro cuando recomiendan una película “de culto” y yo pico en el anzuelo y quedo herido de aburrimiento, con un desgarrón en la mandíbula.

No suele suceder, pero a veces pasa. Hoy, por ejemplo, sigo curándome  la herida con el Betadine y las gasas profilácticas. “Still Crazy” es cine de rockeros para rockeros. Y nada más. No tiene ni gracia ni chicha ni ná. Los Pollaviejas la ponderaban mucho en su programa, pero me da que hace tiempo que no la ven, o que con la banda sonora ya les vale para reivindicarla. Pues vale... Po fale... Esto del cine es United Colors of Benetton y aquí cabemos todos o no cabe ni Dios.





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Succession. Temporada 4

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Hace dos años fue el Mandaloriano quitándose el casco ante Grogu; el año pasado, Saul Goodman y Kim Wexter fumándose un cigarrillo en la prisión. Todos los años tienen un momento seriéfilo que permanece en el recuerdo. Cuando ya no recordemos nuestro nombre ni el nombre de nuestros hijos, la mente, que es traicionera porque se queda con lo banal y olvida lo importante, seguirá recordando el final envenenado de “Succession”. Incluso desmemoriados, una mezcla de pena y asco por estos personajes seguirá revolviendo nuestras neuronas. 

Los revolucionarios franceses inventaron un calendario alejado de los santos y las santas -esos enajenados, y esas esquizofrénicas. Los sans-culottes llamaban a los días con los nombres de los frutos y de los pájaros, pero no dudo que en el siglo XXI hubieran instituido el Día de la Serie para celebrar que una ficción de nuestras vidas termina con un episodio redondo, y que gracias a ella nos hemos formado como personas, nos hemos entretenido como monos, y nos hemos informado de cómo viven las gentes ajenas a nuestra experiencia: en este caso, los hijos de puta -y las hijas de puto- que realmente dirigen las democracias tras la falsa cortina de las elecciones. Es decir: los que ponen la pasta, los que chantajean al presidente, los que controlan los telediarios, los que ponen a Ana Rosa Quintana -en Estados Unidos se llama Ann Rose Fith- para dirigir el voto de las amas de casa y los tontos del culo.

2023 ya será para siempre el año en que conocimos al sucesor (¿o sucesora?) de Logan Roy. Ha sido un parto larguísimo, pero todos los héroes de la antigüedad, y todas las semidiosas de las sagas, nacieron de partos complicados y atravesados. 2023 también será el año en el que se despedirá Miriam Maisel de nuestros televisores, y yo lloraré mi amor imposible por ella, tan lejos en la distancia y en el tiempo. Pero eso será dentro de unas semanas, cuando me reponga de este adiós que no será más que un hasta luego. “Succession” ha terminado, sí, pero la magia del píxel, del servidor remoto en el desierto, la tendrá siempre disponible para recuperarla.



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El puente

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"El puente", al principio, parece otra españolada de Alfredo Landa buscando suecas en bikini. O mejor sin bikini. ¡Pero no es posible! -nos decimos- porque esto es una película de Juan Antonio Bardem, y el tío de don Javier hacía cine social y reivindicativo, comunista incluso, aunque a veces tuviera que disimular ante la censura. 

Alfredo Landa es un mecánico que al llegar el puente de Ferragosto coge la moto y se dirige a Torremolinos para darse unas alegrías epicúreas: tomar el sol, zamparse una paella como Dios manda y luego, aprovechando la canícula, cuando las suecas yacen más aletargadas en la playa, presentarse como un latín lover capaz de dejarlas satisfechas en la cama. Lo tiene crudo -pensamos con malicia los feos del siglo XXI-  pero también es verdad que las tías se pirran por cualquier tolai que vaya vestido de motero: será la chupa, y la chulería, y la chepa que se les queda. La triple "ch" terrorífica. Mientras veo “El puente” lamento mucho no haberme comprado una moto en  mi juventud: me hubiera roto muchas costillas, sí , y puede que alguna crisma también, pero jo, resultado garantizado, como un conjuro de hechicero.  

En "El puente", Alfredo Landa tiene algo de “easy rider” que se alimenta no con porros, sino con bocatas de calamares. También tiene algo de don Quijote cuando cruza las estepas en busca de su sueño de mujer: Dulcinea de Estocolmo, o Ingrid del Toboso. No monta a Rocinante, pero sí a la “Poderosa”; y yo, que tengo mucha memoria para las cosas bolcheviques, confirmaré en internet que la “Poderosa” era la moto con la que Ernesto Guevara y su amigo Alberto Granado cruzaron el Cono Sur para tomar conciencia de la desigualdad y la pobreza. 

Tate, me digo: aquí está el señor Bardem preparando algo gordo. ¿Será finalmente Alfredo Landa el Che Guevara de la Mancha, él que solo iba a meterla en adobo y presumir luego ante las amistades? Sí, era eso. Pero no conviene ponerse muy estupendos: solo cuando Landa comprenda que las suecas quedan muy lejos de sus aspiraciones, sublimará sus instintos apuntándose a la lucha revolucionaria. De nuevo la terrible idea de que los tíos felices jamás se sumarán a las barricadas. 





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